I
EL CONDE DE L’ESTORADE A MARIE GASTON [4]
Estimado Señor:
Siguiendo sus deseos, me he entrevistado con el señor prefecto de policía para saber si la piadosa intención de la cual me pone en conocimiento por su carta fechada en Carrara, podía encontrar alguna oposición por parte de la autoridad.
El prefecto me ha explicado que el decreto imperial de 23 de prarial del año XII, por el cual se sigue regulando todo lo referente a inhumaciones, establece, de la manera más inequívoca, el derecho de todo ciudadano a hacerse enterrar en su propiedad. Por lo tanto le bastará a usted con procurarse un permiso de la prefectura del departamento de Seine-et-Oise, y sin otra formalidad puede efectuar el traslado de los restos mortales de la señora Marie-Gaston al mausoleo que se propone construirle en su parque de Ville-d’Avray.
Una vez dicho esto, por mi parte me atrevo a hacerle a usted algunas objeciones. ¿Está usted completamente seguro de que los Chaulieu, con los cuales no vivía en perfecta inteligencia, no le pondrán dificultades?
En efecto, ¿no podrían ellos, hasta cierto punto, sentirse lesionados en sus derechos al trasladar de un cementerio comunal a una propiedad cerrada una sepultura que, como a usted, les es querida? Ya que en definitiva, y esto es evidente, de realizarse su proyecto, siempre le sería legalmente factible a usted prohibirles el acceso a la propiedad.
Aunque sé perfectamente que, en estricto derecho, la mujer, muerta o viva, pertenece al marido, con total exclusión de sus parientes, incluso los más próximos, pienso que la animadversión de la cual ha recibido usted más de una prueba no lleve a los parientes de la señora Marie-Gaston a plantear su oposición en el terreno judicial, lo cual resultaría sumamente desagradable.
Estoy seguro de que, si tal sucediera, usted ganaría el pleito, ya que la influencia del duque de Chaulieu ya no es la que era en tiempos de la Restauración; pero ¿ha pensado en todo el veneno que la palabra de un abogado puede verter sobre un asunto como éste, cuando al fin y al cabo se limitaría a abogar por una reclamación lógica y respetable, la de un padre, una madre y dos hermanos que sólo piden no ser despojados de la dolorosa felicidad de estar al lado de una tumba querida para rezar sobre ella?
Si es necesario, por otra parte, comunicarle mi pensamiento completo, le diré que no es sino con sincera pena como le veo a usted preocupado en echar un nuevo alimento a su dolor, demasiado tiempo inconsolable.
Todos nosotros habíamos supuesto y esperado que, tras dos años de residencia en Italia, regresaría a Francia más resignado, y que terminaría por exigir a la vida activa algunas de sus distracciones. Evidentemente, esta especie de templo que usted se propone erigir para perpetuar sus recuerdos, en un lugar abundante en ellos, no puede servir más que para eternizar su amargura, y, sinceramente, no puedo alabarle, si es que busca el olvido.
No obstante, como hay que emplear los amigos en lo que realmente pueden hacer, he realizado gestiones ante el señor Dorlange, gestión que usted me encomendó; pero sus ideas no han encontrado demasiado entusiasmo en él.
Sus primeras palabras, cuando me he hecho anunciar de parte de usted, han sido las de que no tenía el honor de conocerle, y esta curiosa respuesta, por extraña que pueda parecerle, ha sido dado con tanta naturalidad que, en los primeros momentos, he creído se trataba de algún error debido a confusión de apellidos.
No obstante, como sea que poco más tarde su olvidadizo amigo me explicó que había estudiado en Tours, y como, según confesión propia, era el mismo señor Dorlange que, en 1831, en circunstancias absolutamente excepcionales, obtuvo el gran premio de escultura, no tuve la menor duda de su identidad. Me expliqué entonces su falta de memoria por la larga interrupción, indicada ya por usted, en sus relaciones. Su proceder probablemente le debió herir más intensamente de lo que podía usted figurarse, y cuando aparentó haberse olvidado incluso de su nombre, se trataba únicamente de una esperada venganza.
Pero no residía ahí el obstáculo real.
Recordando la fraternal amistad que les unió a ustedes en cierta época de la vida, me resistía a considerar el malhumor del señor Dorlange inexorable. De modo que, después de manifestarle la naturaleza del trabajo del que debería encargarse, me disponía a iniciar algunas explicaciones, relativas a los agravios que pudiera haber recibido, cuando, de repente, me he hallado con un obstáculo imprevisto.
—Dios mío —me dijo— la importancia del encargo que me encomienda, esta seguridad de no tener que ahorrar nada para conseguir una obra grandiosa y perfecta, esta invitación a que vaya a Carrara para que dirija, personalmente, la extracción de los mármoles, todo esto constituye lo máximo que pueda desear un artista, y en otra época lo habría aceptado con verdadero entusiasmo. Pero, en estos momentos en que tengo el honor de recibirle, sin haber expresado todavía mi intención de abandonar la carrera de las armas, puedo decirle que estoy a punto de entrar en la vida política. Mis amigos me instan a que me presente en las próximas elecciones y ya comprenderá, señor, que si resultara elegido, la complicación que entrañan los deberes parlamentarios, obligándome a iniciar una nueva vida, constituirían, durante mucho tiempo, un obstáculo suficientemente importante para que pudiera abordar con el recogimiento necesario una obra digna de mí.
—Tendría que tratar —añadió el señor Dorlange— con un gran dolor, que busca consuelo en el monumento proyectado. Este dolor será, naturalmente, impaciente; y yo estaré tardo, distraído, desconcentrado: lo mejor sería, pues, que se dirigiera a otro; lo cual no me impide mostrarme, como es mi deber, agradecido y honrado por la confianza que se me ha testimoniado.
A continuación de aquel pequeño speech, bastante bien hecho, como puede usted comprobar, y en el cual su amigo se relamía, quizá demasiado prematuramente, con sus futuros éxitos parlamentarios, hubo un momento en que me pasó por la imaginación exponerle la hipótesis de un posible fracaso de su candidatura y en tal caso nos hallaríamos imposibilitados de renovarle la petición. Pero luego consideré que nunca se puede insinuar a un candidato la posibilidad de un fracaso electoral, y como me hallaba en presencia de un hombre profundamente herido no quise, por una impertinencia inoportuna, arrojar aceite sobre las ascuas. Me limité a decirle que lo sentía vivamente, y que le haría saber a usted el resultado de mi gestión. Es inútil le diga que dentro de pocos días sabré a qué atenerme sobre el alcance de esta ambición parlamentaria que tan inoportunamente se ha cruzado en nuestro camino.
Para mí existen mil razones para creer que esta candidatura es una excusa. De ser cierto lo que creo, tal vez haría usted bien en escribirle personalmente al señor Dorlange, ya que su actitud, por otra parte educada y correcta, me ha parecido conservaba un recuerdo aún demasiado vivido de los aparentes males que usted le ha ocasionado, y que estoy seguro sabrá hacerse perdonar.
Sé que para su sensibilidad constituye una dificultad explicar el conjunto de circunstancias excepcionales que acompañaron a la celebración de su boda; ya que, además, se vería usted arrastrado por ella misma a recorrer el mismo camino de los días felices, convertidos, para usted, actualmente, en un verdadero camino de espinas. Pero, según lo que he podido adivinar sobre la predisposición de su amigo, si usted reduce su petición a que ponga a contribución únicamente su talento, procediendo una vez más por mandatario, sería exponerse a una decisión que le colocaría en posición incómoda, y que quizá no le permitiría una negativa. Después de ello, si la gestión que le pido sobrepasara sus fuerzas, tal vez habría otro medio de conseguir su aceptación.
En todas las cosas en las cuales he visto que se entremetía, la señora de L’Estorade siempre me ha parecido portarse como una habilísima negociadora; pero en este caso particular tendría una confianza absoluta en su intervención.
Ella tuvo que sufrir por parte de la señora Marie-Gaston egoísmos apasionados, bastante parecidos al trato del cual se queja el señor Dorlange. Se hallaría mejor que nadie en situación de poderle explicar los arrebatos de esta absorbente vida conyugal que usted supo replegar en sí misma y me parece muy difícil que el ejemplo de largueza y de clemencia que siempre empleó con aquélla a la que llamaba su querida descarriada no fuera contagioso para su amigo.
Tiene, por otra parte, todo el tiempo que quiera para meditar sobre el uso que podría hacer de esta gestión. La señora de L’Estorade se encuentra en estos días aquejada de una grave indisposición, consecuencia de su terror maternal. Hace sólo ocho días, nuestra pequeña Nais estuvo a punto de ser atropellada ante sus ojos, y, sin la intervención de un desconocido que valerosamente se lanzó contra los caballos para detener su alocada carrera, cosa que consiguió, sólo Dios sabe la desgracia que ahora estaríamos llorando.
De esta cruel emoción le quedó a la señora de L’Estorade una excitación nerviosa que en los primeros días nos llenó de inquietud. Aunque hoy se encuentre bastante mejor, no será sino dentro de unos días cuando se hallará en disposición de poder recibir al señor Dorlange, siempre en el caso de que su femenina intervención le parezca a usted deseable y útil.
Pero, mi querido señor, ¿no sería mejor arrancar de cuajo su idea? Un gasto enorme, enojosas discusiones con los Chaulieu, y para usted una revivificación de sus penas: esto es lo que veo. Lo que, no obstante, no quiere decir que, en todo y por todo, no siga estando a sus órdenes, como me obligan a ello los sentimientos de afecto y amistad que usted se merece.