V

LA CONDESA DE L’ESTORADE A LA SEÑORA OCTAVIA DE CAMPS

París, marzo de 1839.

Hacia 1820, en una misma semana, el colegio de Tours, para decirlo con el lenguaje técnico de la escuela, reclutó dos novatos. Uno tenía un rostro encantador y el otro sería considerado como francamente feo, si la salud, la franqueza y la inteligencia, reflejadas en su rostro, no hubiesen compensado la inelegancia e irregularidad de sus rasgos.

Aquí podría usted detenerme, señora, y preguntarme si es que ya se ha terminado para mí la gran preocupación y si me dispongo a contarle un folletín.

Por el contrario, y sin que lo parezca, el principio que puede causarle extrañeza no es más que la consecuencia y continuación de mi aventura. Preste, pues, atención a lo que le cuento, sin interrumpirme; una vez dicho esto, continúo.

Casi inmediatamente después de sus ingreso en el colegio, aquellos dos muchachos se unieron en estrecha amistad. Para que intimaran existía más de una buena razón.

Uno de ellos, el más guapo, era un soñador, un contemplativo y casi elegiaco; el otro, fogoso, apasionado, impetuoso, siempre dispuesto a la acción. Eran, pues, dos naturalezas que se completaban: combinación inestimable para toda amistad que pretende ser duradera.

Los dos, por otra parte, tenían en su cuna algo que debía unirles. Hijo de la famosa lady Brandon, el soñador era hijo adulterino; se llamaba Marie-Gaston, lo que difícilmente puede ser tomado por un apellido. Nacido de padre y madre desconocidos, el otro se llamaba Dorlange, lo que, evidentemente, no es ningún apellido. Dorlange, Valmon, Volmar, Derfeuil, y Melcourt son nombres que sólo pueden escucharse en el teatro, y aún en el antiguo repertorio, en que se unieron a los Arnulfos, Alcestes, Clitandros, Damis, Erastos, Filintos y Arsínoes. Otra de las razones que había para que aquellos dos infelices de dudoso nacimiento se unieran en estrecha amistad era el cruel abandono en el cual se hallaban sumidos.

Durante los siete mortales años que duraron sus estudios, ni un solo día, incluso en la temporada de vacaciones, la puerta de su prisión se abrió para ellos. De tarde en tarde, Marie-Gaston recibía la visita de una anciana criada que había servido a su madre. Dicha mujer le pagaba su pensión. La de Dorlange se pagaba a través de unos fondos que regularmente, cada trimestre, recibía, de procedencia desconocida, un banquero de Tours. Una cosa hay que destacar, y es que la pensión del joven escolar había sido fijada a base de la tarifa más elevada, de donde puede deducirse que sus anónimos padres gozaban de una situación económica desahogada. Merced a esta suposición, pero sobre todo al generoso empleo que hacía Dorlange de su dinero entre sus camaradas, había llegado a adquirir una cierta reputación entre ellos, consideración que también había sabido granjearse a fuerza de puños cuando así lo exigían las circunstancias; pero en voz baja todos comentaban el hecho de que nunca nadie le hubiese llamado al locutorio, y que, fuera del recinto del establecimiento, ni un alma se hubiese interesado por él.

Aquellos dos muchachos, convertidos con el transcurso del tiempo en hombres distinguidos, solamente fueron alumnos mediocres. Sin ser considerados como indóciles u holgazanes, como no existía nadie que se alegrara con sus éxitos ¿qué podían importarles los laureles de fin de curso? Tenían una forma de estudiar característica. A los quince años de edad Marie-Gaston pensaba escribir elegías, versos, sátiras, meditaciones y dos tragedias. Los estudios de Dorlange, y sobre todo sus aficiones, le impulsaban a buscar troncos de árbol: con su cuchillo esculpía Vírgenes, esculturas de los encargados de clase, santos, granaderos de la vieja guardia, y, secretamente, Napoleones.

En 1827, una vez terminados sus estudios, los dos amigos abandonaron juntos el colegio y fueron enviados juntos a París. Por anticipado le había sido reservada a Dorlange una plaza en el taller de Bosio, y desde aquella fecha, la oculta protección que se cernía sobre él fue intensificándose.

Al descender del coche ante la casa indicada en la dirección que le había dado el director del colegio se encontró con un reducido apartamento exquisitamente amueblado. Junto a la caja del reloj de pared había un gran sobre con su nombre escrito en él, colocado de forma que llamase su atención.

Dentro de dicho sobre halló una nota, escrita con lápiz, que contenía las siguientes palabras:

«Al día siguiente de su llegada a París, esté a las ocho en punto de la mañana en el Jardín del Luxemburgo, paseo del Observatorio, cuarto banco de la derecha, a contar desde la verja. Esta indicación debe ser estrictamente obedecida. No falte a la cita».

Puntual, como puede imaginarse, Dorlange no tuvo que esperar mucho en el lugar de la cita; inmediatamente después de llegar fue abordado por un hombrecillo que no tenía más que dos pies de estatura, y al que su enorme cabeza coronada de una inmensa y enmarañada cabellera, su nariz, su barbilla y sus piernas zambas le daban el aspecto de un personaje escapado de los Cuentos de Hoffmann. Sin pronunciar ni una sola palabra, ya que a todas las ya citadas cualidades físicas aquel galante mensajero unía las de sordo y mudo, entregó al joven una carta y una bolsa. La carta decía que la familia de Dorlange vería con gusto que se dedicara a las bellas artes. Se le alentaba a trabajar intensamente y a que aprovechara las lecciones del gran maestro bajo cuya dirección había sido colocado. Se esperaba de él que llevara una vida digna; en cualquier caso, su conducta sería atentamente vigilada. Pero tampoco se quería que renunciara a ninguno de los placeres honestos propios de su edad. Para sus necesidades, para sus diversiones, podía contar con la cantidad de veinticinco mil luises que, cada tres meses, le sería entregada en el mismo lugar, y por el mismo hombre. Referente a este intermediario, se le indicaba expresa y terminantemente la prohibición de seguirle una vez llevada a término su comisión. En caso de faltar, directa o indirectamente, a dicha prohibición, el castigo era grave: se le amenazaba con la supresión total del subsidio y con el más absoluto abandono.

¿Recuerda, querida señora, que en 1831 la acompañé a la Escuela de Bellas Artes, donde se celebraba la Expoción del concurso para el Gran Premio de escultura? El tema, Niobe llorando la pérdida de sus hijos, me había impresionado y atraído.

¿Recuerda también mi indignación en presencia de la obra de uno de los concursantes, alrededor de la cual la multitud se apretujaba de tal modo que a duras penas pudimos aproximarnos para contemplarla? ¡El muy insolente! Se había atrevido a tomar el tema en broma. Su Niobe, hay que aceptar la opinión de usted y la del público, era realmente impresionante de hermosura y de dolor; pero el haber representado a sus hijos en forma de pequeños simios, tendidos en el suelo en las actitudes más variadas y más grotescas, era un auténtico abuso de talento.

Me hizo usted observar que aquellos monos eran realmente admirables de gracia y de espiritualidad, y que no había manera humana de burlarse con más ingenio de la ceguera de las madres, de su idolatría, que les hace ver en la criatura más fea una obra maestra de la naturaleza; consideré aquella idea del artista como algo monstruoso, y la indignación de los viejos académicos que exigían que aquella impertinente escultura fuese solemnemente excluida del concurso me había parecido totalmente justificada.

Presionada por el público y los periódicos, que hablaban de abrir una suscripción para enviar al joven escultor a Roma en el caso de que no le fuera concedido el premio, la Academia no siguió su opinión ni el consejo de los antiguos académicos. La insigne belleza de aquella Niobe triunfó sobre todas las demás consideraciones, y, en medio de una severa reprimenda administrada por el señor secretario perpetuo el día de la distribución de premios, el difamador de madres vio su obra premiada.

¡El muy infeliz! Ahora le puedo disculpar: ¡no había conocido a la suya! Era Dorlange, el pobre abandonado del colegio de Tours, el amigo de Marie-Gaston.

Durante cuatro años, desde 1827 a 1831, época en que Dorlange partió para Roma, los dos amigos no se habían separado. Con su pensión de dos mil cuatrocientos francos, siempre puntualmente entregada por el misterioso enano, Dorlange era una especie de marqués de Aligre. Por el contrario, reducido a sus propios medios, Marie-Gaston habría vivido con extraordinarias dificultades económicas; pero entre personas que se estiman, y esta clase de seres resultan más raros de lo que uno puede imaginarse, el que uno lo tenga todo y el otro nada constituye una razón para mantenerse asociados. Sin tener en cuenta sus ingresos, aquellos dos muchachos pusieron todos sus haberes en un fondo común: alquiler, dinero, penas, diversiones, esperanzas, todo fue a engrosar aquel acervo; sólo tuvieron, por decirlo así, una vida para los dos.

Desgraciadamente para Marie Gaston, sus esfuerzos no se vieron, como los de Dorlange, coronados por el éxito. Su volumen de versos, cuidadosamente revisado y retocado, otras muchas poesías salidas de su pluma, dos o tres piezas de teatro con que había enriquecido sus carpetas, todo, por falta de buena predisposición de los directores de espectáculos y de los editores, permaneció implacablemente inédito. La sociedad, a instancias de Dorlange, tomó entonces una violenta decisión: realizaron economías y con ellas reunieron el dinero suficiente para costear la edición de un volumen. El título era encantador: Campánulas blancas; la cubierta era del más hermoso gris perla, los blancos se mostraban con profusión, y además figuraba en ella una deliciosa viñeta dibujada por Dorlange.

Pero el público lo recibió del mismo modo que lo habían hecho los editores y los directores de teatros; se negó a comprarlo y a leerlo. Y un día en que se hallaba sumido en la desesperación, Marie-Gaston llamó a un librero de lance y le vendió la edición entera a tres sueldos el ejemplar, con lo que al poco tiempo se produjo una inundación de Campánulas blancas a todo lo largo de los muelles del Sena, desde el Pont-Roray hasta el de Marie.

Su corazón todavía albergaba este fracaso cuando empezó a hablarse de la partida de Dorlange para Roma.

Desde entonces no existió ya ninguna asociación entre ellos. Advertido por el misterioso enano de que su pensión le continuaría siendo entregada en Roma, a través del banquero Torlonia, Dorlange pretendió ayudar a Marie-Gaston, entregándole a su vez, durante los cinco años que iba a durar su separación, los mil quinientos francos a que ascendía la pensión del rey.

Pero el corazón generoso que sabe recibir un favor, es aún más raro que el corazón generoso que sabe hacerlo. Herido en lo más íntimo por sus continuos fracasos, Marie-Gaston no tuvo valor para el sacrificio que se le exigía. La disolución de la sociedad ponía al descubierto la situación de agradecido que hasta aquel momento había aceptado. Unos trabajos que le había confiado Daniel d’Arthez, nuestro gran escritor, unido a un pequeño haber, le bastarían, según creía, para seguir viviendo. Y rechazó perentoriamente lo que su amor propio le hacía calificar de limosna. Este orgullo mal entendido hizo que la amistad entre los dos jóvenes fuera enfriándose paulatinamente.

No obstante, hasta 1833 su intimidad fue sostenida por una correspondencia bastante activa, pero por parte de Marie-Gaston la confianza en su compañero había dejado de ser total.

Tenía que buscar algo; su orgullosa pretensión de bastarse a sí mismo había sido un gran error. Cada día que transcurría veía crecer su preocupación, y bajo el influjo de esta detestable consejera había dado a su vida un curso deplorable. Jugándose el todo por el todo, había intentado terminar con aquella incesante presión de la necesidad que le hacía sentirse como paralizado. Imprudentemente mezclado en los negocios de un periódico para intentar crearse una situación preponderante, asumió todas las responsabilidades de la empresa y agobiado por pagos que ascendían casi a treinta mil francos, veía abrirse ante él, para devorarle, las anchas fauces de la prisión por deudas.

Fue aquél el momento en que tuvo lugar su encuentro con Luisa de Chaulieu.

Durante los nueve meses que duró la floración de su matrimonio, las cartas de Marie-Gaston fueron espaciándose cada vez más; y en ninguna de ellas dejaba de traslucir el reproche de lesa amistad. Dorlange debió ser el primero en conocer la novela de su amigo, y nada se le había confiado.

La muy alta y poderosa dama Luisa de Chaulieu, baronesa de Macumer, había exigido que así fuera. Al llegar el día de la boda, la pasión por el secreto se manifestaba en la señora de Macumer con especial frenesí. Tanto que ni a mí, su amiga más íntima, me confió el acontecimiento, y nadie fue invitado a la ceremonia.

No obstante, para cumplir la ley hubo que buscar unos testigos. Pero al mismo tiempo que Marie-Gaston se encargaba de buscar, para este cometido, a dos amigos suyos, les advertía que una vez celebrada la ceremonia rompería, amistosa pero definitivamente, todo trato con ellos. Para todo aquél que no fuera su esposa, pasado al estado de pura abstracción, «la amistad, escribía a Daniel d’Arthez, subsistiría sin el amigo». Creo que Luisa, para que existiera más discreción aún, desearía que estrangularan a los dos testigos al salir de la alcaldía, pues ningún respeto sentía por el Procurador del rey.

Dorlange se hallaba ausente; casualidad demasiado buena para no ser aprovechada y dejarle ignorante de todo. De haber ingresado en un convento de cartujos, Marie-Gaston no habría permanecido más alejado del mundo.

A fuerza de escribir a amigos comunes y de solicitar informes, el olvidado acabó por enterarse de que Marie-Gaston había dejado de vivir en la tierra y que, como Titon, una celosa divinidad le había encantado mitológicamente en un Olimpo campestre que había hecho erigir en medio de los bosques de Ville-d’Avray.

En 1836, cuando regresó de Roma, el secuestro de Marie-Gaston era más inexorable que nunca. Dorlange poseía demasiado amor propio para intentar introducirse furtiva o violentamente en el santuario erigido por Luisa y su loco amor; para romper el encanto y poderse escapar de los jardines de Armida Marie-Gaston se hallaba excesivamente apasionado. Los dos amigos, cosa casi increíble, no se vieron ni una sola vez ni cambiaron una nota escrita.

Pero, al enterarse del fallecimiento de la señora Marie-Gaston, Dorlange lo olvidó todo y fue corriendo a Ville-d’Avray para dar el pésame. Inútil prisa: dos horas después de la triste ceremonia, sin pensar en su amigo, ni en una hijastra, ni en dos sobrinos, de quienes era único apoyo, Marie-Gaston se metió en una diligencia y partió para Italia. Dorlange consideró que aquel egoísmo en el dolor colmaba todas las medidas, y creyó haber borrado de su corazón hasta el último vestigio de una amistad que no había reverdecido ni en los momentos de dolor.

Mi marido y yo habíamos querido demasiado sinceramente a Luisa de Chaulieu para no conceder a quien durante tres años había sido su vida entera, algo del mismo sentimiento. Al partir, Marie-Gaston había rogado al señor de L’Estorade que se hiciera cargo de sus intereses y más tarde le mandó una procuración en este sentido.

Hace unas semanas, su dolor, siempre activo y vivo, le sugirió una idea. En medio del famoso parque de Ville-d’Avray existe un pequeño lago y en él una pequeña isla muy querida para Luisa. En dicha isla, umbrosa y recoleta, Marie-Gaston pensó erigir un mausoleo para su esposa, y desde Carrara, adonde había ido para mejor enterarse de los precios de los mármoles, nos escribió para hacernos partícipes de su idea. Esta vez, acordándose de Dorlange, rogó a mi marido se entrevistara con éste para saber si consentiría en hacerse cargo de la obra.

Al principio, Dorlange simuló no acordarse del apellido de Marie-Gaston, y con un delicado pretexto se negó a aceptar el encargo. Pero, observe la solidez de las decisiones de los que bien quieren, la noche misma del día en que se había entrevistado con el señor L’Estorade, asistiendo a una representación en la ópera, oyó hablar con ligereza al duque de Rhétoré de su antiguo amigo, y se atrevió a dar un mentís a sus afirmaciones. De ahí un duelo y una herida, cuyo eco habrá seguramente llegado hasta los oídos de usted; de modo que se dio la curiosa circunstancia de un hombre que estaba dispuesto a dejarse matar por aquél que aquella misma mañana había aparentado incluso desconocer…

De qué modo, mi querida señora, esta extensa exposición tiene algo que ver con la ridícula aventura, es lo que le diría inmediatamente si no hubiese rebasado esta carta los límites de lo prudente. Por otra parte, ya que he mencionado la palabra folletín, ¿no le parece que el momento podría considerarse maravillosamente escogido para suspender el interés que haya podido despertar? Creo, a lo que supongo, haber despertado suficientemente su curiosidad para haber adquirido el derecho de no satisfacerla. La continuación irá, pues, tanto si le gusta a usted como si no, en el próximo correo.