13

Seda para caldé

El doctor Grulla cerró la puerta de su consultorio y echó el cerrojo. Había sido un día agitado; lo alegraba estar de vuelta, y más lo alegraba que esa noche Sangre (que alardeaba de un día también agotador) no recibiera en casa. Con suerte, pensó Grulla, podría tener una buena noche de sueño, una noche de sueño ininterrumpido, una noche en que los gatos no apresarían nada y los halcones de Mosqueta se abstendrían de servir a Mosqueta; sobre todo, una noche en que ninguna de esas tontas que Virón llamaba mujeres decidiera que un lunar hasta ese momento inadvertido fuese en realidad el primer síntoma de una enfermedad fatal.

Arrastrando los pies hasta la alcoba, que no tenía puerta al pasillo, cerró también la que daba al consultorio. Si lo necesitaban, que llamasen por los espejos. Se quitó los zapatos y arrojó los calcetines a la pila de ropa sucia que había en un rincón, recordando otra vez que debía llevar esa ropa a la lavandería de la otra ala.

¿Había puesto allí el calcetín negro que le había cortado a ese Seda? No, lo había tirado.

Descalzo, caminó hasta la ventana y a través de la reja contempló los terrenos en sombras. Todo el verano el tiempo había sido magnífico, con un resplandor que salía del seco calor de la tierra; pero pronto llegaría el otoño. El sol se debilitaría y los vientos traerían torrentes de lluvias destempladas. El calendario ya marcaba otoño. Grulla odiaba la lluvia y el frío, la nieve, las toses y las narices chorreantes. Durante un mes o más el termómetro fluctuaría diez grados en torno al cero, como encadenado al punto de congelación. Los seres humanos no estaban pensados para un clima así.

Después de bajar la persiana, los ojos le siguieron el pensamiento y echó un vistazo al calendario. El día siguiente era ésciles; al menos oficialmente, el mercado estaría cerrado y casi vacío. Era el mejor momento para entregar un informe, y el comerciante partiría el hiéraces. Todavía quedaban cinco pequeñas esfigses talladas.

Encuadró los hombros recordándose que él también era una suerte de soldado; sacó el estuche de plumas, la tinta y varias hojas de papel muy fino. Como siempre, por si interceptaban el informe, tendría que escribir evitando que algún extraño pudiera identificar al autor.

E informar sobre algunos progresos, como para que no lo retiraran. Esto no iba a ser difícil.

Por supuesto, le hubiese gustado volver a su tierra, se dijo, y especialmente antes de que llegaran las lluvias. Aunque se suponía que en otro tiempo toda aquella tierra había sido húmeda como este lugar. Al menos, húmeda como este lugar era normalmente.

Eligió una pluma de cuervo y probó meticulosamente la punta.

«Hay un movimiento para restaurar el Capítulo. Lo encabeza un cierto Seda, un joven augur sin familia. Se dice que ha sido objeto de milagros atribuidos a Pas o Escila. De momento todo parece confinado a las órdenes inferiores. En las paredes se ve escrita la contraseña "Seda para caldé", aunque no» (era una intuición, pero en ese terreno Grulla se sentía seguro), «en las del Palatino. Estoy en contacto con él y empiezo a ganarme su confianza. Me he encargado de que tenga un azot. Este arma se le puede retirar en caso de que sea necesario destruirlo.»

Grulla sonrió; eso había sido pura suerte, pero les abriría los ojos.

«Han vuelto a ampliar la Guardia Civil. Todas las unidades están ya más que preparadas. Corren rumores de que habrá una brigada de reserva servida por veteranos.»

Casi medio minuto estuvo mirando lo que había escrito; mejor decir poco que demasiado. Por vigésima vez mojó la pluma de cuervo. «El pájaro ha sido liberado. El instructor dice que es inevitable. En los próximos días intentará atraerlo de vuelta con un señuelo. Se informa que Lémur y Lorí han observado la liberación.»

Y que han emergido del subsótano, como en varias ocasiones anteriores, se recordó Grulla. Era indiscutible que el Ayuntamiento estaba utilizando a menudo los túneles de construcción medio inundados; sin embargo, el cuartel general no estaba allí.

O en caso de estar no podía localizarse, aunque tantos hubieran perecido buscándolo. Además del latente ejército de Virón, en esos túneles había soldados vironeses y varios táluses.

Grulla meneó la cabeza y sonrió pensando en la recompensa del Rani. Volviéndose hacia el espejo, batió palmas.

— ¡Monitor!

Apareció la cara flotante.

— Código. Serpentaria. ¿Qué tiene para mí?

Las carnosas facciones de Sangre llenaron todo el espejo.

— Esto debería oírlo el Consejero Lémur.

La cara de Sangre fue reemplazada por la apariencia engañosamente alegre del rostro de Potto.

— Puede darme el mensaje.

— Preferiría…

La reticencia de Sangre hizo sonreír a Grulla.

— Eso no importa. ¿De qué se trata?

Grulla se acercó más al espejo.

Después de que Sangre desapareció y el monitor reapareció para decirle que no había otras comunicaciones de interés, Grulla volvió a mojar la pluma. «Más tarde. El ave ha vuelto por voluntad propia. Se dice que está en buenas condiciones.»

Secó cuidadosamente la pluma, la devolvió al estuche, sopló el papel y lo dobló varias veces hasta casi reducirlo al tamaño de una uña. Cuando lo puso en la desarmada mano izquierda de Esfigse, la mano se cerró.

Grulla sonrió, apartó el estuche y el resto de las hojas y sopesó la conveniencia de una larga inmersión en la bañera antes de acostarse. En el cuarto de baño había buena luz -la había instalado él mismo- y, si leía una hora, antes de que se retirase la dobladísima hoja habría cobrado el tono marrón de una compleja talla de madera. Siempre le gustaba verlo; disfrutaba cerciorándose. Era, como debía ser, un hombre muy cuidadoso.

— Gracias. -Alca había vuelto a la mesa. — Ya me siento mejor. Oiga, Pátera, ¿usted sabe usar eso?

— ¿El lanzagujas? -Seda se encogió de hombros. -Ya te dije que lo disparé. Nada más.

Alca volvió a llenar el vaso. -Yo decía el azot. No, naturalmente no sabe, pero de todos modos le enseñaré cómo funciona la pistola. -Sacó la suya, el doble de grande que el arma labrada y enchapada que Seda tenía en el bolsillo. — ¿Ve que tengo puesto el seguro? De cada lado hay una traba.

— Sí -dijo Seda-. Para que no dispare. Eso lo sé.

— Magnífico. -Alca señaló con la punta del cuchillo de mesa. — ¿Ve este alfiler que asoma? Se llama alfiler de estatus. Cuando está fuera, es que quedan agujas.

Seda sacó de nuevo la pistola de Jacinta.

— Cierto. Éste no sobresale del borde.

— Pero mire. Puedo vaciar la mía tirando de la muesca hacia atrás.

Del hueco de la pistola de Alca brotó una lluvia de agujas plateadas que se desparramaron por la mesa. Seda tomó una.

— No hay mucho que ver -dijo Alca-. Simples varitas de aleación; un material que los imanes atraen más que al acero.

Seda probó la punta con un dedo. -Pensé que eran más afiladas.

— Uh jum. No servirían tanto. Si una cosa tan pequeña atravesase a alguien de parte a parte, probablemente no haría mucho daño. Hace falta que se desvíe un poco y corte al sesgo. La punta es un poco curva, lo justo para que entre en el cañón.

Seda dejó el lanzagujas. -¿Y qué es lo que hace ruido?

— El aire. -La sorpresa de Seda hizo sonreír a Alca. — Cuando usted era chico, ¿nunca le tiraron una piedra que por poco lo alcanza? ¿No oyó que le pasaba junto a la oreja?

Seda asintió.

— Bien, pues entonces no oyó un estampido como de escopeta, ¿no? Era sólo una piedra que otro chico le tiró con una honda. Lo que usted oyó fue la piedra atravesando el aire, como viento en una chimenea. Cuando más grande la piedra, más rápida, y más fuerte el ruido.

— Entiendo -murmuró Seda, y al decirlo vio ante él otra vez la escena centelleante, los vividos colores y la candente vergüenza de la juventud: el zumbido de las piedras, el intento de defenderse y la huida final, la sangre que le había chorreado de la cara hasta la túnica blanca tiñéndole las flores bordadas.

— Muy bien: una aguja es una cosa insignificante, pero la pistola la dispara tan rápido que al lado de ella una piedra parecería ir para atrás. Por eso hace el ruido que usted oyó. Si antes de dar en el jarrón hubiera patinado en algo, habría chillado como un gato. -Las manos de Alca barrieron las agujas, apilándolas. — Caen dentro de la empuñadura. ¿Ve? Muy bien. Justo debajo de mi dedo hay una arandela con un agujero en el medio y dentro un montón de chispas.

Seda alzó las cejas, más que dispuesto a aprovechar cualquier distracción.

— ¿Chispas?

— Como las que se ven cuando uno acaricia un gato a oscuras. Cuando hicieron la pistola las pusieron en la arandela, y se persiguen unas a otras alrededor del agujero hasta que uno las necesita. Cuando cierro el cargador, la primera aguja entra en el cañón, ¿ve? -Alca corrió el seguro. — Si hubiera apretado el gatillo, se habrían soltado algunas chispas hacia la espiral. Y mientras haya chispas, la espiral funciona como un gran imán. Está aquí delante, enroscada al cañón, y chupa las agujas muy rápidamente. Usted piensa que una vez allí tendrían que quedarse, ¿no?

Seda asintió de nuevo. -O ser atraídas de nuevo a la espiral, si disparó de más.

— Correcto. Pero no es eso lo que pasa, porque mucho antes de que llegue la aguja, la última chispa ya atravesó la espiral. ¿Ha terminado, Pátera? Ya le he contado más o menos todo lo que sé.

— Sí, y la comida estaba deliciosa, soberbia en verdad. Te lo agradezco enormemente, Alca. Sin embargo, antes de irnos tengo una pregunta más, aunque sin duda te parecerá muy tonta. ¿Por qué tu lanzagujas es mucho más grande? ¿Qué ventajas asegura un mayor tamaño?

Alca sopesó el arma antes de guardarla.

— Bueno, Pátera, ante todo el mío carga muchas más agujas. Si está lleno, hay ciento veinticinco. Yo diría que en el suyo caben probablemente cincuenta o sesenta. Además, mis agujas son más largas, y por eso no puedo darle algunas. Las agujas más largas abren heridas más anchas, y una herida más ancha pone más rápido a un fulano fuera de combate. Además mi cañón es más largo, y las agujas un pelo más gruesas; todo esto les da un buen palmo más de velocidad, así que entran más hondo.

— Entiendo. -Seda había abierto la cámara de carga en la pistola de Jacinta y observaba ahora el sencillo aspecto del mecanismo en el fondo de la ranura.

— Una pistola como la suya está bien para una casa o un lugar como éste, pero fuera, más vale que se acerque antes de apretar el gatillo. De lo contrario la aguja se le desviará en el aire, y cuando empiezan a desviarse ni los hijos de Pas, perdón, Pátera, saben dónde terminan.

Pensativo, Seda se sacó de la túnica una de las tarjetas de Sangre.

— ¿Me permitirás, Alca? Tengo una gran deuda contigo.

— Ya he pagado, Pátera. -Alca se levantó, echando la silla tan atrás que dio contra la pared. — Quizás en otra ocasión. -Sonrió. — Bien, pues. ¿Se acuerda que le dije que ni los dioses saben adonde van las agujas?

— Por supuesto. -Seda también se levantó. El tobillo le dolía menos de lo que había previsto.

— Bueno, quizás ellos no lo saben. Pero yo sí, y no bien salgamos se lo diré. También sé adonde vamos a ir usted y yo.

— Yo debería volver al manteón. -Con un esfuerzo de voluntad, Seda podía caminar casi normalmente.

— No tardaremos más de un par de horas, y tengo dos o tres sorpresas que darle.

La primera, por empezar, era una litera con dos portadores. Seda subió con cierta inquietud, preguntándose si habría un vehículo así para transportarlo al manso cuando el asunto acabara. La pantalla de sombra estaba ya tan alta que no quedaba ni una astilla de oro, y una dulce brisa, tranquilizadora, susurraba que el polvo y el calor del día derrotado no habían sido sino mentiras vanas. Abanicaba las sonrosadas mejillas de Seda, y ese placer sensual le estaba diciendo que había bebido uno o dos vasos de más. Tristemente, Seda resolvió que en el futuro se vigilaría con más atención.

Alca caminaba al lado de la litera; la sonrisa le destellaba en la oscuridad. Seda sintió que le ponía en la mano algo pequeño, anguloso y pesado.

— De lo que hablábamos, Pátera. Guárdeselo en el bolsillo.

Para entonces los dedos de Seda le habían dicho que era un paquete envuelto en papel, bien atado con una cuerda.

— ¿Cómo…?

— El camarero. Cuando me fui un momento hablé con él, ¿se da cuenta? Tienen que servir, pero aquí no las pruebe.

Seda se metió el paquete de agujas en el bolsillo de la túnica.

— Yo… Gracias de nuevo, Alca. No sé qué decir.

— Le pedí que llamara esta trotadora y él mandó un recadero a buscar lo que acabo de darle. Si no sirven, mañana me lo dice. Pero yo creo que servirán.

La litera se detuvo delante de la casa mucho antes de lo que Seda esperaba. La planta baja y la tercera estaban a oscuras, pero las ventanas intermedias restallaban de luz. Cuando Alca golpeó, abrió la puerta un anciano flaco de barba corta y descuidada y pelo blanco más revuelto que el de Seda.

— ¡Aja! ¡Bien! ¡Bien! -exclamó el anciano-. ¡Adentro! ¡Adentro! Cierren la puerta. Cierren la puerta y síganme. -Subió los escalones de dos en dos, con una rapidez que a Seda le habría parecido asombrosa en alguien la mitad de joven.

— Se llama Jibias -le dijo Alca después de pagar a los portadores-. Será el maestro de usted.

— ¿Maestro?

— Del hacha. Hace treinta años era el mejor. Al menos el mejor de Virón. -Volviéndose, Alca llevó a Seda adentro y cerró la puerta. -Él dice que ahora es mejor todavía, pero que los jóvenes no le hacen caso. Ellos dicen que no quieren ponerlo en evidencia, pero yo no sé. -Alca soltó una risita. — Piense cómo se sentirían si el viejo les ganara.

Asintiendo y contento con preguntarse unos minutos más qué haría ese «maestro del hacha», Seda se sentó en el segundo escalón a quitarse la envoltura de Grulla; estaba fría y, aunque la penumbra del pasillo le impedía estar seguro, le pareció sentir que en la pelusa de la cubierta había unos cristales de escarcha. La golpeó contra el suelo.

— ¿Conocías esto?

Alca se agachó a observar más de cerca. -No sé. ¿Qué tiene ahí?

— Una venda realmente maravillosa para mi tobillo. -Seda volvió a fustigar el suelo. — Se enrolla sola alrededor del hueso roto, casi como una serpiente. Me la prestó el doctor Grulla. Se supone que hay que patearla o algo así hasta que se calienta.

— ¿Me la deja ver un minuto? Aquí, de pie, yo puedo hacerlo mejor.

Seda le pasó la envoltura.

— Me habían hablado, y una vez vi una pero no llegué a tocarla. Pedían treinta tarjetas. -Alca abofeteó la pared con la envoltura; cuando se acuclilló a ayudar a Seda, la tela estaba tan caliente que humeaba.

La escalera era empinada y angosta como la casa, cubierta de una alfombra tan raída que dejaba ver la madera en algunas partes; pero, virilmente ayudado por Alca e impelido por la curiosidad, apretando las mandíbulas y poniendo el mayor peso posible en la cabeza de leona del bastón de Sangre, Seda la subió no menos rápido que un hombre con dos piernas sanas.

La puerta de arriba se abría a una sola habitación desnuda que ocupaba todo el segundo piso; el suelo estaba cubierto de raídas alfombras de lona y las paredes decoradas con sables, muchos de ellos de formas que Seda no había visto o advertido nunca, y largos floretes de caña con empuñadura de mimbre.

— ¡Es cojo! -exclamó Jibias-. ¡Cojea! -Se les acercó bailoteando, con fintas y estocadas.

— Me lastimé el tobillo -le dijo Seda-. En unas semanas tendría que estar bien.

Jibias lo forzó a aceptar el florete.

— ¡Pero debe empezar ahora! ¡Empezar las lecciones esta misma noche! ¿Sabe manejarlo? ¿Es zurdo? ¡Bien! A la larga también le enseñaré con la diestra. Guarde el bastón en la derecha, ¿sí? Le servirá para detener golpes, no para atacar ni cortar. ¿Entendido? ¿Puedo empuñar un palo yo también? ¿Le parece justo? ¿Ninguna objeción? ¿Dónde…? ¡Allí! -Un salto asombroso lo llevó hasta la pared más próxima, de la cual tomó dos floretes más y un bastón amarillo y finísimo, poco más que una varilla; como los floretes, era de bambú barnizado.

Seda le dijo: -Con el tobillo así no puedo enfrentarlo, señor, y el Capítulo no mira estas actividades con buenos ojos; para no hablar de que no soy rival para usted. Además, carezco de fondos para pagar las lecciones.

— ¡Aja! ¿Alca es amigo suyo? ¿Respondes tú por él, Alca? No se trata de que lo maten, ¿no?

Alca sacudió la cabeza.

— Es mi amigo y yo soy amigo suyo. -En cuanto lo hubo dicho, Seda comprendió que no era sino la verdad. Añadió: -Y por eso no dejaré que pague.

La voz de Jibias se volvió un murmullo. -Dice que con ese hábito y una pata rota no luchará. Pero ¿y si lo atacaran? Tendría que luchar. Tendría… Y como Alca es su amigo lucharía él también, ¿cierto? Lucharía por usted. Dice que no quiere que él pague. ¿No le parece que a él le pasa lo mismo? -Le arrojó un florete a Alca. — Tú no te llamas dinero, ¿no, Alca? Buen ladrón pero hombre pobre: ¿no dicen eso de ti? ¿No les gustaría… no les gustaría a los dos ahorrarse tanto dinero? ¡Pues sí! Lo sé muy bien.

Alca se desabrochó la correa y la dejó contra la pared.

— Si lo vencemos no me cobrará.

— ¡Exacto! -Jibias retrocedió de un salto. — ¿Me perdona, Pátera? Me quitaré los pantalones.

Cayeron mientras hablaba; una pierna ahusada era de plástico negro y acero reluciente. Al toque de los dedos del viejo, la pierna cayó también, y lo dejó oscilando sobre una sola pierna natural, nudosa y de venas azules. -¿Qué os parece mi secreto? ¡Cinco, costó! -Brincó hacia ellos, manteniéndose en un equilibrio precario con el florete y el bastón amarillo. -¡Y encontré cinco!

Casi demasiado tarde, Seda bloqueó un amplio, sibilante corte a la cabeza.

— ¿Demasiados contrarios? ¡Apenas alcanzan! -Otro golpe de través.- ¡No se arrugue!

Alca le entró a fondo. La finta del viejo fue demasiado rápida para el ojo; el mandoble en el cráneo de Alca sonó más fuerte que el disparo de Alca en el Gallo. Alca se desplomó sobre la alfombra de lona.

— ¡Ahora usted, Pátera! ¡En guardia!

Por el lapso de una breve plegaria que pareció la mitad de la noche, Seda no hizo más que parar frenéticamente una estocada tras otra, al flanco, al revés, a la cabeza, al cuello, a los brazos, a los hombros, a la cintura. No había tiempo para pensar; no había tiempo para nada sino para reaccionar. Casi sin darse cuenta empezó a advertir cierta pauta, un ritmo que gobernaba el devastador ataque del viejo. Pese al tobillo, consiguió moverse más ágilmente, girar más rápido que el viejo en su única pierna.

— ¡Bien! ¡Bien! ¡Sígame! ¡Bien! Ahora Jibias estaba a la defensiva, esquivando los cortes asesinos que Seda le lanzaba a la cabeza y los hombros.

— ¡Use la punta! ¡Fíjese en esto! -El viejo embistió, el flaco bastón sirviéndole de segunda pierna, clavando el extremo del florete primero entre las piernas de Seda, luego bajo el brazo izquierdo. Seda atacó desesperadamente. La parada de Jibias desvió la punta. Pero Seda lanzó otra estocada a la cabeza y cuando el viejo retrocedía volvió a embestir.

— ¿Dónde estudió, muchacho?

Alca estaba de nuevo en pie, sonriendo y frotándose la cabeza. Con la sensación de que lo habían traicionado, Seda lanzó cortes, floreos y reveses y esquivó las estocadas del viejo. No había tiempo de hablar ni de hacer nada que no fuera batirse. Había soltado el bastón pero no importaba; el dolor del tobillo era remoto, un dolor de alguien distante y ajeno, alguien que él apenas conocía.

— ¡Bien! ¡Caray, pero qué bonito!

El clac, clac, clac de los floretes era como el redoble del tambor esfigseido llamando a los hombres a la guerra, el cascabeleo de los crótalos encabezaba la danza, una danza en la que cada movimiento debía ser lo más veloz posible.

— ¡Lo acepto, Alca! ¡Le voy a enseñar! ¡Es mío!

A los saltos y medio cayéndose, apuntalado por la vara, el viejo paraba todos los ataques con indiferente facilidad, los ojos locos ardiendo de alegría.

Enloquecido él también, Seda se lanzó contra el viejo. La hoja de bambú hendió el aire y el fino bastón le dio un único, paralizador golpe en la muñeca. El florete se le cayó a la alfombra y la punta de Jibias le golpeteó el esternón.

— ¡Es hombre muerto, Pátera!

Seda lo miró fijamente, se restregó la muñeca y al fin escupió a los pies del hombre.

— Hizo trampa. Me dijo que no golpeara con el palo pero usted golpeó con el suyo.

— ¡Sií! ¡Ah, sí! -El viejo arrojó la vara al aire y la agarró en la caída.- Pero ¿no lo lamento? ¿No se me parte el corazón? ¿No estoy arrepentido? ¡Ah, sí, y cómo! ¡Estoy llorando! ¿Dónde le gustaría que lo enterraran?

Tranquilamente, Alca dijo: -Cuando se lucha no hay reglas, Pátera. Unos viven, otros mueren. Eso es todo.

A punto de hablar, Seda cambió de idea, tragó saliva y dijo:

— Comprendo. Si esta tarde hubiera pensado más seriamente en algo que pasó, como pude haber hecho ahora, habría comprendido antes. Desde luego, usted tiene razón, señor. Tienen razón los dos.

— ¿Dónde estudió? -preguntó Jibias-. ¿Quién es su maestro anterior?

— Nadie -le dijo Seda francamente-. En ocasiones, cuando yo era pequeño, me batía con los muchachos. Pero nunca hasta ahora había empuñado un verdadero florete.

Jibias alzó una tupida ceja. -Le gusta, ¿eh? ¿O a lo mejor sigue enojado porque lo engañé? -Fue brincando hasta el caído bastón de Sangre, lo levantó (cayéndose prácticamente él mismo) y se lo arrojó a Seda. — ¿Quiere devolverme el golpe? ¿Castigarme por intentar salvarlo? ¡A su peor gusto!

— Por supuesto que no. En todo caso se lo agradecería, Jibias, y lo hago. -Seda se frotó la costra de la magulladura que Mosqueta le había dejado en las costillas. — Necesitaba la lección. ¿Cuándo puedo venir por la siguiente?

Mientras el viejo lo pensaba, Alca dijo:

— Será un buen contacto, Pátera. Es maestro de armas, no sólo de espada. Fue él quien le vendió las agujas al chico, ¿entiende?

— ¿Mañana, tarde, noche? -inquirió Jibias-. ¿Le parece bien por la noche? ¡De acuerdo! ¿Digamos el hiéraces?

Seda volvió a asentir. -El hiéraces después de la sombra, maestro Jibias.

Alca le alcanzó a Jibias la pierna protética y lo ayudó a mantener el equilibrio. El viejo se encajó la pierna en el muñón.

— ¿Comprende -preguntó Jibias golpeándoselo con la vara- que me gané el derecho a hacer lo que hice? ¿Que una vez me hicieron trampa a mí? ¿Que pagué el precio cuando era joven y fuerte como usted?

En la calle caliente y silenciosa, Alca dijo:

— No tardaremos en encontrar una litera, Pátera. Yo les pagaré, pero luego tendré que irme.

Seda sonrió. -Si el tobillo me permitió luchar contra ese fabuloso viejo loco, sin duda me llevará hasta casa. Puedes irte ahora, Alca, y la calma de Pas sea contigo. No intentaré agradecerte todo lo que has hecho por mí esta noche. No podría por más que hablara hasta la mañana. Pero te lo devolveré cada vez que tenga la oportunidad.

Alca sonrió y le dio una palmada en la espalda.

— No hay prisa, Pátera.

— Si bajo por esta callejuela, la de la Cuerda, lo sé, saldré a la del Sol. Unos pasos al este y llego al manteón. Estoy seguro que tienes asuntos que atender. Así que buenas noches.

Se cuidó de caminar con normalidad hasta que Alca se perdió de vista y luego, apoyándose en el bastón de Sangre, se permitió cojear. El lance con el maestro Jibias lo había dejado empapado en sudor; por suerte el viento nocturno no era desagradable.

Casi había terminado el otoño. ¿Era ayer no más que había llovido? Seda se aseguró que sí. Tenían el invierno prácticamente encima, aunque para probarlo sólo estaba ese chubasco. Ya habían pasado las cosechas, magras cosechas, decía la mayor parte de los campesinos; la reseca muerte del verano parecía durar más cada año, y en éste el calor había sido terrible. Y aún hacía calor, por cierto.

Allí estaba la calle del Sol; ancha como era, por poco había pasado de largo. Al día siguiente, el funeral: los ritos finales de Orpina, y muy probablemente también los primeros. Recordó lo que Alca había dicho de ella y deseó haberla conocido, como tal vez la había conocido Jacinta. ¿Habría podido la Máitera cambiar el cheque de Orquídea? Iba a tener que averiguarlo; quizá ella hubiera dejado una nota. No le haría falta decirle que limpiara el manteón. ¿La ruda seguiría siendo barata en el mercado? No: ¿se conseguiría ruda al precio que fuese? Sí, casi seguro. Y…

Y allí estaba el manso, con el manteón detrás; pero él había cerrado la puerta que daba a esa calle.

Cojeando, cruzó la calle del Sol en diagonal hasta la puerta del jardín, usó la llave para abrir y volvió a cerrar con cuidado. Mientras recorría el sendero que llevaba al manso, donde no dormía, comía ni vivía nadie excepto él, por la ventana abierta unas voces flotaron hacia el jardín. Una era áspera, y se alzó casi hasta el grito para hundirse después en un susurro. La otra, que hablaba de Pas y Equidna, de Hiérax y Molpe y todos los dioses, le pareció extrañamente familiar.

Se detuvo un momento a escuchar; luego se sentó en el viejo escalón gastado. Era, indiscutiblemente, su propia voz.

— … que hace brotar las espigas del polvo -dijo la segunda voz-. Todos vosotros lo habéis visto, muchachos, pues si no os habría parecido una maravillosa maravilla.

Era su charla del mólpedes en el manteón, o más bien una parodia. Pero tal vez había sonado realmente así, tan tonto. Todavía sonaba tonto.

— Por eso cuando vemos danzar los árboles en la brisa debemos pensar en ella, pero también en su madre, porque sin su madre no la tendríamos a ella, ni a los árboles, y ni siquiera a la danza.

Había dicho eso, seguro. Eran sus palabras precisas, ese parloteo. El Extraño no sólo le había hablado: lo había partido en dos: el Pátera Seda que vivía allí, y en ese momento hablaba en el mohoso recibidor, y él mismo, Seda el ladrón fallido; Seda el bribón y la herramienta de Sangre, Seda el amigo de Alca, que llevaba en la faja el azot prestado por una prostituta y una relumbrante pistola en el bolsillo.

Seda que ansiaba volver a ver a la muchacha. La voz áspera: -¡Seda bueno! Tal vez, pero ¿cuál Seda: aquél o éste, él mismo? ¿Éste, que inconscientemente había sacado el azot de Jacinta? ¿Este Seda que temía y odiaba a Mosqueta y se desvivía por matarlo?

¿A quién temía? Ese otro Seda no habría matado una mosca, y una y otra vez había postergado conseguir la serpiente ratera que necesitaba porque… imaginaba el sufrimiento de las ratas. Y sin embargo temía encontrarse con el Seda que había sido, y también encontrarse con él ahora en voz y recuerdo. ¿De verdad se había transformado en otro?

Desgarró el envoltorio del pesado paquete que le había dado Alca. Cayeron varias agujas; más agujas llenaron como agua la ranura abierta de la pistola; apretó el dispositivo de carga y la ranura se cerró. Si ahora le hacía falta, la pistola dispararía.

O quizá no.

Pátera Seda y Seda nocturno. Descubrió que él, el segundo, despreciaba al otro, aunque también lo envidiaba. Su propia voz resonó en el manso: -En nombre de los dioses inmortales, que nos dan todo cuanto tenemos.

Extraños dones, a veces. Él había salvado ese templo, o al menos había retrasado su destrucción; ahora, oyendo esa voz de augur, comprendió que en realidad nunca había valido la pena, aunque lo habían enviado a salvarlo. Con rostro sombrío se levantó, volvió a meterse el azot bajo la faja y la pistola y el paquete de agujas en el bolsillo y se sacudió la espalda de la túnica.

Había cambiado todo porque estaba cambiado él mismo. ¿Cómo había sucedido? ¿Al escalar el muro de Sangre? ¿Al entrar en el manteón a buscar el hacha? ¿Mucho tiempo atrás, cuando había forzado la ventana junto con los otros chicos? ¿O Mucor lo había hechizado en aquella habitación sucia y oscura? Si había alguien capaz de hechizar era Mucor; si había demonios, Mucor lo era. ¿Fue ella la que bebió la sangre de la pobre Cardencha?

— Mucor -susurró Seda-. ¿Estás aquí? ¿Todavía me sigues? -Por un momento, con el viento que agitaba las hojas secas de la higuera, le pareció oír un leve murmullo.

Ahora graznando, su voz por la ventana: -Oíd oh lo que las Escrituras dicen. Oíd oh las altas esperanzas del Horrible Hiérax.

— Aquí está el hacha -repitió la voz áspera, como burlándose de haberla encontrado, y Seda la reconoció.

No, no había sido Mucor, ni la decisión de recobrar el hacha, ni nada parecido. Aunque todos los dioses eran buenos, ¿no podía el insondable Extraño ser bueno de un modo oscuro? ¿Como Alca, como podía ser Alca? De pronto Seda se acordó del Vórtice fuera del Vórtice, de ese inconmensurable Vórtice del Extraño que tenía bajo los pies. Tan oscuro…

Pero alumbrado por motas dispersas.

Con una mano en el lanzagujas, dentro del bolsillo, abrió la puerta del manso y entró.