5

El de la cabeza blanca

En lo que le pareció la mayor parte de la hora siguiente, Seda estuvo tendido tras las almenas intentando recobrar el aliento. ¿Lo habían visto? Si lo había visto el talus o alguno de los hombres de armadura, estaba seguro, habrían aparecido en seguida; pero si lo había visto algún huésped de Sangre, fácilmente habrían pasado diez minutos antes de que decidiera comunicarlo y llegar hasta la persona apropiada; y tal vez ni siquiera lo habría intentado hasta no verse urgido por otro huésped a quien se lo hubiese mencionado.

Allá arriba las tierras del cielo navegaban serenas entre anchas barras de nubes estériles, desplegando incontables ciudades, ahora soleadas, en las cuales nadie sabía ni a nadie le importaba que un tal Pátera Seda, augur de la lejana Virón, estuviera casi muerto de miedo y tal vez muriese pronto.

También la horqueta podía haberlo delatado. Estaba seguro de que él mismo, desde el suelo, la había oído golpear en la tibia superficie alquitranada de la azotea; y cualquiera que estuviese en el conservatorio tenía que haberla oído con claridad. Mientras con un esfuerzo de voluntad procuraba aquietarse los latidos del corazón, y obligarse a respirar por la nariz, le pareció que quien hubiese oído ese golpe habría comprendido en el acto que un intruso había trepado a la azotea. Mientras el corazón dejaba de atronarle en el pecho, escuchó con atención.

La música que le había llegado tan débil resonaba ahora en los muros. A través, por encima y por debajo de ella, Seda oía un murmullo de voces: sobre todo voces de hombre, decidió, y de unas pocas mujeres. A menos que se equivocara mucho, esa risa penetrante había sido de mujer. Hubo un ruido apagado de vidrio roto, seguido de un silencio y luego un estallido de risas.

La cuerda negra aún colgaba de la almena. Sintió que era un milagro que no la hubieran visto. Sin despegar la espalda del suelo la fue recogiendo, una mano sobre otra. En uno o dos minutos tendría que volver a lanzar la horqueta, y alcanzar esta vez el techo del ala.

Una lechuza pasó planeando en silencio y viró para posarse en una rama adecuada del lindero del bosque. Mientras la miraba, de pronto Seda (que nunca había meditado sobre la vida de las mascotas de Equidna) se dio cuenta de que la construcción del muro de Sangre, con la franja limpia del lado del bosque y el césped bien cortado del otro, había alterado de manera irrevocable la vida de un sinnúmero de aves y animales pequeños, cambiado las costumbres de los ratones que hurgaban por comida y de los halcones y búhos que los cazaban. A todas esas criaturas, Sangre y los trabajadores que él había contratado tenían que haberles parecido las fuerzas mismas de la naturaleza, despiadadas e implacables. Ahora Seda se compadecía de esas criaturas, preguntándose al mismo tiempo si ellas no tenían igual derecho, o más razones, para compadecerse de él.

En buena medida, reflexionó, el Extraño se había abatido sobre él como una lechuza sobre un ratón; el Extraño le había asegurado que la estima que le tenía era eterna y perfecta, y que nada podría cambiarla, ni el acto más inicuo ni el más meritorio. Luego el Extraño le había dicho que actuara, y se había retirado aunque de alguna manera seguía allí.

Gracias al recuerdo y el prodigio del amor del Extraño, y de su propio orgullo, que ese amor había esclarecido y renovado, el resto de su vida sería más significativa, pero también más dolorosa. Pero ¿qué podía hacer más allá de lo que estaba haciendo?

— Gracias -murmuró-. Gracias de todos modos, aunque nunca vuelvas a hablarme. Me has dado valor para morir.

La lechuza ululó en la alta rama sobre el muro, y en el salón de baile de Sangre la orquesta atacó una nueva melodía, que Seda reconoció como Sabes que nunca te dejaré. ¿Era posible que fuese una profecía? El Extraño, por cierto, le había dicho que no esperase ayuda, pero en realidad (por lo que Seda recordaba, en todo caso) no le había dicho que no sería testigo de alguna profecía.

Sacudiéndose, ya más tranquilo, levantó las rodillas, rodó hasta quedar acuclillado detrás de un merlón y atisbo por la tronera de la izquierda. En la zona que alcanzaba a ver no había nadie. Reacomodó el largo mango del hacha mientras cambiaba ligeramente de posición para mirar por la tronera de la derecha. Desde ese ángulo veía la mitad del paseo de hierba, y con ella la puerta principal; pero en esa sección no había ninguna flotadora, y el talus y las bestias encornadas que habían salido a recibirlo se habían marchado a otra parte. Las tierras del cielo empezaban a brillar a medida que el filo de la nube que lo había favorecido dejaba Virón hacia el este; a la izquierda del arco ya se distinguía el anillo de hierro del cual había tirado el talus para alzar la puerta.

Entonces Seda se levantó y miró en torno. En la azotea del conservatorio de Sangre no había nada amenazador, ni siquiera extraordinario. Era llana, o al menos: una superficie oscura y lisa con una claraboya central, y tres muros almenados que le llegaban al pecho. El cuarto era el muro sur del ala, que se prolongaba hasta el conservatorio; a tres codos o poco menos por encima del techo almenado asomaban los alféizares de las ventanas del segundo piso.

Mientras las estudiaba, Seda sintió un escalofrío triunfal. Las hojas estaban cerradas y las habitaciones que alumbraban, a oscuras; no obstante él sentía un orgullo innegable sin ninguna relación con el de la propiedad. Alca le había predicho que apenas llegaría hasta allí sin que lo capturaran los guardias de Sangre; y ahora había llegado hasta allí sin hacer nada más que lo que Alca, que sin duda sabía mucho de esas cosas, había esperado. El manteón no estaba a salvo, ni siquiera apreciablemente más seguro. No obstante…

Audazmente se inclinó sobre la almena más próxima, asomando la cabeza y los hombros por encima de los merlones. En la base del conservatorio, justo debajo de él, había una bestia encornada. Por un instante sintió que la bestia lo miraba con unos ojos ámbar; en seguida soltó un gruñido y se alejó, sigilosa como un gato.

En ese instante un talus apareció rodando. Seda, inmóvil, miró cómo pasaba. Era posible, claro, que los ojos ocultos mirasen hacia atrás o hacia arriba; una vez la Máitera Mármol había mencionado esa característica hablando con la Máitera Rosa. Pero eso también parecía menos que probable.

Dejando la horqueta y la cuerda, fue nerviosamente hasta la claraboya y se agachó a espiar por uno de las docenas de vidrios.

Abajo, al parecer, el conservatorio albergaba unos arbustos grandes, tal vez árboles enanos. Inconscientemente, descubrió, Seda había supuesto que de allí procedían las flores bajas que bordeaban el paseo de hierba. Ahora descubría el error; mientras examinaba las plantas, se dijo que cuando estuviese en la villa de Sangre evitaría cualquier suposición irreflexiva.

Las juntas de los vidrios eran de plomo. Seda lo raspó con el filo del hacha y lo encontró adecuadamente blando. Media hora de trabajo hábil, decidió, alcanzaría para retirar dos vidrios sin romperlos. Después podría dejarse caer entre el lujurioso brillo de las hojas y los troncos entrelazados de abajo, quizá con una indeseable cantidad de ruido, pero era posible también que no lo oyeran.

Asintiendo pensativamente, se incorporó y fue a examinar las oscuras ventanas que daban a la azotea del conservatorio.

Las dos primeras que probó estaban bloqueadas. Mientras empujaba, tuvo la tentación de insertar la hoja del hacha entre el cerco y el bastidor y usarla como palanca. Pero el cerrojo o pasador iba a chasquear al romperse, si se rompía. Decidió que intentaría lanzar la horqueta al techo de dos plantas más arriba (reducido en un tercio, ese lanzamiento no parecía ni con mucho tan difícil como cuando había reconocido la villa desde el adarve del muro exterior) y que exploraría también esa azotea antes de llevar a cabo un movimiento tan audaz. Tortuoso como parecía, quizá retirar vidrios de una claraboya fuera una aproximación más prudente.

El tercer bastidor respondió a su intento cediendo ligeramente. Seda se secó en la toga las palmas sudadas y volvió a empujar. Esta vez el bastidor se hundió un poco más; estaba embutido, pero sin cerrojo. Una rápida torsión del hacha lo abrió lo suficiente para que él pudiera arrancarlo con apenas una levísima protesta de los descuidados goznes. Apoyándose con una mano en el alféizar, entró de cabeza en la habitación a oscuras.

En la arenosa madera del suelo no había alfombras. Seda la exploró con los dedos, en arcos crecientes, de rodillas, inmóvil y atento al menor ruido. Al fin tocó algo del tamaño de un huevo de paloma, algo esférico, duro y seco. Lo recogió; si lo apretaba, cedía ligeramente. Suspicaz, se lo llevó a la nariz y olió.

Excremento.

Lo dejó caer y se limpió los dedos en el suelo. Se encontraba sin duda en el redil de algún animal, que tal vez en ese momento andaba no muy lejos, si ya no estaba acechándolo. No podía ser uno de los gatos con cuernos; de noche, al parecer, ellos vagaban libremente por todo el sitio. Entonces algo peor. Algo más peligroso.

O nada. Si había allí un animal, era realmente silencioso. A esas alturas, hasta una serpiente habría siseado; seguro.

Con el menor ruido posible, Seda se puso en pie y se deslizó a lo largo de la pared, la mano derecha empuñando el hacha, la izquierda tanteando lo que parecían paneles astillados.

Un rincón vacío, como al parecer toda la habitación. Dio un paso, después otro. Si había cuadros, o aun muebles, por el momento no había logrado encontrarlos.

Otro paso; ahora llevando el pie derecho a la izquierda. Se detuvo a escuchar y lo único que oyó fue el silbido de su propio aliento y el tenue clamor de la orquesta lejana.

Tenía la boca seca, y la impresión de que las rodillas iban a flaquearle; dos veces se vio obligado a detenerse y apoyar las manos temblorosas en la pared. Se recordó que estaba realmente en la villa de Sangre y que no había sido tan difícil como temía. Mucho más dura sería la tarea siguiente: tendría que localizar a Sangre sin que lo descubrieran y hablar con él cierto rato en un lugar donde no los interrumpiesen. Sólo ahora se avenía a admitir que tal vez eso resultara imposible.

Un segundo rincón.

La moldura vertical parecía ser el marco de una puerta; al otro lado de la habitación estaba el pálido rectángulo de la ventana que él había abierto. Buscó el pestillo y lo encontró. Presionó hacia abajo. El pestillo se deslizó con facilidad y un leve repiqueteo; pero la puerta no se abría.

— ¿Te has portado mal?

Seda levantó el hacha, listo a descargar un golpe mortífero a lo que surgiese de la oscuridad; a matar, se dijo un momento después, al inocente que dormía en la pieza donde él había entrado por la fuerza.

— ¿Has sido malo? -La pregunta tenía una calidad espectral; Seda no habría podido decir si procedía de un punto cercano o se colaba por la rendija de la ventana.

— Sí. -La solitaria sílaba le sonó aguda y asustada, casi trémula. Se obligó a hacer una pausa y carraspear. — Me he portado mal muchas veces, me temo. De todas me arrepiento.

— Eres un niño. Estoy seguro.

Seda asintió, solemne.

— Hace no tanto todavía era niño. Sin duda la Máitera Ro… Sin duda algunos amigos míos te dirían que en muchos aspectos lo sigo siendo, y acaso tendrían razón.

Los ojos se le estaban acostumbrando a la oscuridad más densa de la habitación, de modo que el resplandor del tragaluz en la azotea del conservatorio y los terrenos lejanos, aunque moteado por difusas sombras de nubes rotas, parecía casi solar. La claridad que entraba por la ventana abierta alumbraba ahora el preciso rectángulo de suelo donde él se había arrodillado, y débilmente, a un lado y otro, la habitación sucia y vacía. Sin embargo, no podía localizar al que hablaba.

— ¿Me vas a lastimar con eso?

Parecía indudable que era una voz de mujer joven. Seda se volvió a preguntar si de verdad estaba presente.

— No -dijo con la mayor firmeza posible. Bajó el hacha-. Juro que no recurriré a la violencia. -Sanare traficaba con mujeres, había dicho Alca; Seda sintió que ahora tenía una idea más clara de lo que podía entrañar ese tráfico. — ¿Te tienen aquí contra tu voluntad?

— Me voy cuando quiero. Viajo. Pero por lo general nunca estoy aquí.

— Ya veo -dijo Seda, aunque no veía nada, en ningún sentido. Volvió a bajar el pestillo; pero la puerta seguía resistiéndose.

— A veces me voy muy lejos. Salgo volando por la ventana y no me ve nadie.

Seda volvió a asentir. -Yo no te veo.

— Ya sé.

— Sin embargo, a veces saldrás por esta puerta, ¿no?

— No.

La tajante negativa le dio a Seda la ilusión de tener a la joven junto a él, casi rozándole la oreja con los labios. La buscó a tientas, pero no encontró más que espacio vacío.

— ¿Y ahora dónde estás? Dices que me ves. Me gustaría verte yo a ti.

— Tendré que entrar de nuevo.

— ¿Entrar por la ventana?

No hubo respuesta. Seda cruzó la habitación hasta la ventana y apoyándose en el alféizar miró afuera; en la azotea del conservatorio no había nadie, y nadie a la vista en los terrenos salvo el talus. La soga y la horqueta estaban donde las había dejado. Los demonios (según leyendas a quien nadie en la escola daba crédito) podían pasar inadvertidos, pues los demonios eran espíritus del aire inferior, se presumía que personificaciones de vientos destructivos.

— ¿Dónde estás? -volvió a preguntar-. Asómate, por favor. Me gustaría verte.

Nada. La mejor protección contra los demonios la daba Teljipeia, decían las Escrituras; pero no era

el día de Teljipeia sino el de Faia. En rápida sucesión, Seda le rogó a Faia, a Teljipeia y por las dudas a Escila, antes de decir:

— Entiendo que no quieres hablarme, pero yo necesito hablar contigo. Seas quien seas, necesito que me ayudes.

En el salón de baile de Sangre, la orquesta había atacado Valientes guardias de la Tercera Brigada. Seda tuvo la sensación de que no bailaba nadie, de que pocos invitados de Sangre estaban escuchando. Fuera el talus aguardaba junto a la puerta, los brazos antinaturalmente extendidos, las dos manos en el anillo.

Dando la espalda a la ventana, Seda escrutó el cuarto. En un rincón (por donde él no había pasado camino a la puerta) había una masa amorfa que quizá podía tomarse por una mujer encogida. Sin gran confianza dijo:

— Te veo.

— En catorce más juré hundir la espada -cantaron los violines con desesperada algarabía. Lampiños tenientes de brilloso uniforme verde, giratorias bellezas sonrientes con plumas en el pelo… Pero Seda tenía la certeza de que no estaban en el salón, no más que en ese cuarto la misteriosa joven con quien él intentaba hablar.

Fue hasta la forma oscura del rincón y la tocó con la punta del zapato, dejó el hacha en el suelo y exploró el bulto con las dos manos: una manta raída y un colchón delgado y maloliente.

— Me gustaría verte -repitió-. Pero si no me dejas, si hasta te niegas a seguir hablando, entonces me iré.

En cuanto lo hubo dicho se percató de que probablemente era eso lo que ella quería oír.

Fue hasta la ventana. -Si precisas mi ayuda tienes que decirlo ahora. -Esperó, bendiciéndola en silencio, y luego trazó en la oscuridad el signo de adición. — Bien, adiós, pues.

Iba ya a volverse cuando ella se le alzó delante como humo, desnuda y más flaca que el mendigo más miserable. Aunque era una cabeza más baja que él, si Seda hubiera podido se habría echado atrás; los talones le chocaron contra la pared, debajo de la ventana.

— Aquí estoy. ¿Me ves ahora? -En la tenue claridad de tragaluz que entraba por la ventana, la cara famélica y exangüe parecía casi una calavera. — Me llamo Mucor.

Seda asintió tragando saliva, temiendo dar su verdadero nombre y nada inclinado a mentir.

— Yo Seda. -Triunfara o fuese atrapado, Sangre no tardaría en enterarse de quién era él. — El Pátera Seda. Soy augur, ¿sabes?

Tal vez muriese; pero si moría su identidad ya no tendría importancia.

— ¿De veras tienes que hablar conmigo, Seda? Eso has dicho.

Él volvió a asentir. -Tengo que preguntarte cómo se abre esa puerta. No parece que esté cerrada, pero no quiere abrirse. -Como ella no respondía, añadió: -Tengo que salir de aquí.

— ¿Qué es un augur? Pensé que no eras más que un muchacho.

— Uno que por medio del sacrificio intenta averiguar la voluntad de los dioses, para así…

— ¡Ya sé! Con el cuchillo y la toga negra. Torrentes de sangre. ¿Debo ir contigo, Seda? Puedo enviar mi espíritu. Volaré junto contigo dondequiera que vayas.

— Llámame Pátera, por favor. Es la fórmula apropiada. También puedes enviar tu cuerpo, Mucor, si quieres.

— Me estoy reservando para el hombre que desposaré. -Esto fue dicho con seriedad perfecta (demasiado perfecta).

— Sin duda es la actitud correcta, Mucor. Pero lo que yo decía es que si no lo deseas no tienes por qué quedarte aquí. Te sería muy fácil salir por esa ventana y esperar fuera, en el techo. Cuando yo terminara mis asuntos con Sangre nos iríamos de la villa juntos y te llevaría a alguien de la ciudad que te alimentara como se debe y te cuidara. La calavera le sonrió.

— Descubrirían que mi ventana se abre, Seda. Y ya no podría soltar mi espíritu.

— No estarías aquí. Estarías en un lugar seguro de la ciudad. Allí podrías soltar tu espíritu cuando quisieras, y con un médico…

— Si me cerraran de nuevo la ventana no. Cuando está cerrada la ventana, no puedo, Seda. Ahora ellos creen que está cerrada. -Dejó escapar una risita ahogada, sin alegría, que rozó la columna de Seda como un dedo helado.

— Ya veo -dijo él-. Iba a decir que en la ciudad hay alguien que incluso podría hacerte bien. Tal vez a ti no te importe, pero a mí sí. ¿Al menos me dejarás salir de tu habitación? ¿Me abrirás la puerta?

— De este lado no se puede.

Seda suspiró. -En realidad no creía que pudieras. Supongo que no sabes dónde duerme Sangre.

— Del otro lado de la casa.

— ¿En la otra ala?

— Tenía la habitación justo debajo de la mía, pero no le gustaba oírme. A veces yo me portaba mal. El anexo norte. Éste es el anexo sur.

— Gracias. -Seda se acarició la mejilla. — Sin duda es bueno saberlo. Supongo que tendrá una habitación grande en la planta baja. -Es mi padre.

— ¿Sangre? -Seda se detuvo cuando ya iba a decirle que no se le parecía. — Vaya, vaya. También eso es bueno saberlo. Yo no planeo hacerle daño, Mucor, aunque ahora lo lamento un poco. Tiene una hija muy simpática; debería venir a verla más a menudo, me parece. Si consigo hablar con él seré muy enérgico en esto.

Seda se volvió para irse pero miró hacia atrás.

— Realmente no tienes que quedarte aquí, Mucor.

— Lo sé. No me quedaré.

— ¿No quieres venir conmigo cuando me vaya? ¿O irte ahora sola?

— No como tú dices, caminando como tú.

— Entonces no puedo hacer nada salvo darte mi bendición, cosa que ya he hecho. Creo que eres una criatura de Molpe. Que ella te proteja y te sea propicia, esta noche y todas las noches.

— Gracias, Secta. -Era el tono de la niña que había sido una vez. Cinco años atrás, a lo mejor, decidió Seda, y pasó la pierna derecha por encima del alféizar.

— Ten cuidado con mis linces.

Seda se amonestó por no haberla interrogado más.

— ¿Y ésos qué son?

— Mis hijos. ¿Quieres ver uno?

— Sí -dijo él-. Sí, claro, si tú me lo quieres mostrar.

— Mira.

Mucor miraba hacia fuera y Seda le siguió la mirada. Estuvo medio minuto esperando junto a ella, escuchando los tenues ruidos de la noche; al parecer la orquesta de Sangre había callado. Fantasmal, una flotadora pasó planeando bajo el arco, las turbinas apenas se oían; detrás de ella el talus dejó caer la puerta y la ventana, y hasta ellos llegó el lejano traqueteo de la cuerda.

Una sección de claraboya giró hacia arriba y por allí surgió una cabeza negra con ojos de topacio seguida de una pata grande y velluda.

— Ese es León. Mi hijo mayor. ¿No es guapo?

Seda se las arregló para sonreír.

— Sí, sin duda que sí. Pero no sabía que hablabas de los felinos con cuernos.

— Son orejas. Pero saltan por las ventanas, y tienen dientes largos y unas garras que lastiman más que cuernos de toro.

— Me imagino. -Seda intentó tranquilizarse. — ¿Linces, has dicho? Nunca había oído el nombre, y se supone que yo sé algo de animales.

El lince emergió de la claraboya y fue trotando a ponerse bajo la ventana, desde donde les echó una mirada socarrona. A Seda le habría bastado inclinarse para tocarle la gran cabeza barbuda; en cambio dio un paso atrás.

— No lo dejes subir, por favor.

— Dijiste que querías verlos, Seda.

— Así de cerca está bien.

Como si hubiera entendido, el lince dio media vuelta. De un solo salto subió a la almena en la azotea del conservatorio, y desde allí se zambulló como a una piscina.

— Hermoso, ¿no?

Seda asintió con reticencia.

— A mí me pareció aterrador, pero tienes razón. Nunca he visto animal más hermoso, aunque todos los felinos de la Armada Esfigse son extraordinarios. Has de estar muy orgullosa.

— Yo también. Le dije que no te hiciera daño. -Doblada como una regla de carpintero, Mucor se sentó sobre los talones.

— Poniéndote a mi lado y hablándome, quieres decir. -Agradecido, Seda se sentó en el vano de la puerta. — He visto esa inteligencia en algunos perros. Pero en un… ¿lince se decía? Extraña palabra.

— Significa que cazan de día -explicó Mucor-. Y lo harían, si mi padre los dejara. Tienen mejor vista que casi todos los demás animales. Pero también tienen buen oído. Y ven de noche, igual que los gatos comunes.

Seda se estremeció.

— Mi padre los consiguió en un trueque. Cuando se los dieron eran apenas unas astillas de hielo en una caja grande por fuera y pequeña por dentro. Las astillas son como semillas diminutas. ¿Sabes algo de eso, Seda?

— Algo he oído -dijo él. Por un instante pensó que sentía en la espalda la mirada amarilla y tórrida del lince-. Se supone que es ilegal, aunque no parece que les preocupe demasiado. Se mete la astilla en una hembra de la especie que corresponda, en este caso me figuro que un felino grande…

— Él las metió en una muchacha. -De nuevo sonó la inquietante risita de Mucor. — En mí.

— ¡En ti!

— No sabía qué eran. -Los dientes de Mucor relampaguearon en la oscuridad. — Pero yo sí; lo supe mucho antes de que nacieran. Luego Mosqueta me dijo cómo se llamaban y me dio un libro. A él le gustan los pájaros, pero a mí me gustan ellos y ellos me quieren.

— Entonces ven conmigo -dijo Seda- y los linces no nos harán nada a ninguno de los dos.

Sonriendo todavía, la calavera asintió.

— Volaré junto contigo, Seda. ¿Puedes sobornar al talus?

— No creo.

— Hace falta mucho dinero.

En el fondo de la habitación hubo un rasguño suave, seguido de un golpe amortiguado. Antes de que se abriera la puerta, Seda comprendió que había oído cómo alguien levantaba una barra y la hacía a un lado. Casi cayendo, resbaló del alféizar y se agazapó mientras la ventana de Mucor se cerraba sobre él en silencio.

En el tiempo que tardó en recorrer mentalmente las alabanzas formales a Esfigse, cuyo día iba ya a clarear (eso al menos sentía él) estuvo siempre esperando, atento. De la habitación no le llegaba ningún ruido de voces, aunque una vez oyó algo que quizá fuese un golpe. Cuando al fin se enderezó a atisbar por el vidrio, no vio a nadie.

Los paneles que León había levantado con la cabeza cedieron fácilmente a los dedos de Seda; cuando se alzaron, una corriente húmeda y fragante del conservatorio invadió el calor seco de la azotea. Reflexionó que ahora sería sencillo entrar en el conservatorio desde arriba -mucho más fácil de lo que había pensado-, y que los árboles habían soportado sin daño el considerable peso de León.

Mientras cavilaba, los dedos le describían lentos círculos sobre la mejilla. La dificultad era que, si debía creer a Mucor, Sangre dormía en la otra ala. Si entraba por allí iba tener que atravesar la villa entera de sur a norte, abriéndose camino por habitaciones desconocidas. Habría luces fuertes y guardias de armadura como los que había visto en el cristal de Alca y gente de Sangre montada en galopadoras, y algunos huéspedes.

Apenado, bajó la sección móvil de la claraboya, recogió la cuerda de crin y desató la horqueta. Los merlones que coronaban el techo del anexo sur no tendrían bordes cortantes y un nudo corredizo haría menos ruido. Tres tiros fallaron antes de que el cuarto enganchara un merlón. Tiró de la cuerda a modo de prueba; el merlón parecía sólido como un poste; se secó las manos en la toga y empezó a subir.

Había llegado a la azotea del ala, y estaba quitando el nudo del merlón, cuando le habló la voz espectral de Mucor, aparentemente al oído. Algunas palabras no las oyó bien.

— … pájaros. Ojo con el de cabeza blanca.

— ¿Mucor?

No hubo respuesta. Seda se asomó a la almena justo a tiempo para ver cómo se cerraba la ventana.

Aunque veinte veces más grande, este techo no tenía claraboya; de hecho no era más que una extensión de alquitrán amplia y muy larga, en ligero declive. Más allá del parapeto norte, reverberantes al resplandor del tragaluz, las encumbradas chimeneas de la estructura original parecían pálidos centinelas. Desde que llegara al manteón de la calle del Sol Seda había conversado animadamente con varios deshollinadores y (además de muchas otras cosas) había aprendido que las chimeneas de las casas grandes eran suficientemente anchas para admitir al que las limpiaba y reparaba, y que algunas hasta tenían escalones interiores.

Con paso leve, y sin alejarse del centro para que no lo vieran desde abajo, Seda cruzó el techo de un extremo a otro, y comprobó que el techo de la estructura original, más empinado, no estaba cubierto de alquitrán sino de tejas. Ahora las altas chimeneas se veían claramente; había cinco, cuatro de las cuales parecían iguales. Sin embargo, el cañón de la quinta -la penúltima según la posición de él- era dos veces más largo que los demás, un cañón alto y algo amorfo con una cabeza pálida. Por un momento se preguntó si no sería acaso «el de cabeza blanca» contra el cual Mucor lo había prevenido, y resolvió examinarlo sólo si no podía acceder a los otros.

Entonces le llamó la atención un nuevo detalle, más significativo. Más allá de la tercera chimenea se veía la esquina de una proyección baja, oscura y nítida, cuya silueta angular contrastaba con los contornos de las tejas y las superaba en altura por un codo o más.

Era incuestionablemente un escotillón; y Seda murmuró una oración de gracias a quien fuese el dios que una generación antes había arreglado que lo incluyeran en el plano del tejado para que él lo utilizase.

Pasando la cuerda por detrás de un merlón, se desprendió fácilmente hasta las tejas y luego la recogió- Cierto que el Extraño le había advertido que no esperase ayuda; pero sin duda tenía el apoyo de algún otro dios. Por un momento especuló alegremente sobre cuál sería. Acaso Escila, que no deseaba que la ciudad perdiera un manteón. O la lúgubre y glotona Faia, gobernante del día. O Molpe, ya que… No: Tártaro, por supuesto. Tártaro era patrono de toda clase de ladrones y, todavía al otro lado del muro de Sangre (ahora se acordaba), él le había rezado con fervor. Además, el color de Tártaro era el negro; todos los augures y sibilas lo usaban para pasar, si no literal, figurativamente inadvertidos entre los dioses y oír así sus deliberaciones. No sólo estaba él mismo todo vestido de negro; también eran negros los techos alquitranados que acababa de dejar atrás.

— Terrible Tártaro, a ti mis gracias y alabanzas eternas. Y ahora, Tártaro, ¡que esté abierto! Pero abierto o no, tendrás el cordero negro que te prometí. -Recordando la taberna donde había encontrado a Alca, en un arranque final de extravagancia añadió: -Y también un gallo negro.

Y no obstante, se dijo, era lógico que el escotillón estuviese precisamente donde estaba. A veces las tejas se estropeaban o rompían; bastante a menudo, en realidad, dadas las tormentas de granizo que había traído cada uno de los últimos inviernos. Un escotillón que permitiera acceder al techo de la villa desde el desván era mucho más práctico (y más seguro) que una escalera de setenta codos. Con toda probabilidad, una escalera de ese tamaño habría requerido toda una cuadrilla sólo para instalarla.

Intentó apresurarse a cruzar las tejas intermedias, pero tropezaba a menudo con las superficies convexas, esmaltadas e inestables. Dos veces crujieron bajo sus pies impacientes; y cuando casi había llegado al escotillón, un resbalón imprevisto lo hizo caer y sólo se salvó de rodar techo abajo agarrándose a la tosca mampostería de la tercera chimenea.

Lo tranquilizó notar que como las alas y el conservatorio, ese techo estaba rodeado de almenas ornamentales. De no haber sido por la chimenea habría pasado un mal momento; la caída lo habría magullado, y el ruido bien habría podido llamar la atención de alguien dentro de la villa. Pero al final de ese accidente ignominioso no se había precipitado del tejado a la muerte. Ahora que lo pensaba, las benditas almenas (que tanto lo habían ayudado desde que se lanzó desde el muro) eran un reconocido símbolo artístico de Esfigse, la diosa-leona de la guerra; y León se llamaba el gato encornado de Mucor -el animal que ella llamaba Lince, y que no le había hecho nada. Considerando todo esto, ¿quién podía negar que la Feroz Esfigse también lo favorecía?

Seda recobró el aliento, aseguró los pies y soltó la chimenea. Allí, a menos de un palmo del zapato derecho, estaba lo que lo había hecho resbalar, como una mancha en la superficie rojo arcilla del tejado. Se agachó a recogerlo.

Era una tira de piel cruda, un retazo irregular, del tamaño de un pañuelo, del cuero de algún animal, cubierto aún de pelo basto por un lado y por el otro con un resto de carne podrida y grasa rancia, fétida de corrupción. La tiró a un lado con un bufido de disgusto.

El escotillón se levantó sin dificultad; debajo había una escalerilla de hierro empinada, en cerrado caracol. A pocos pasos del último peldaño empezaba una escalera más convencional que llevaba obviamente al piso superior de la villa originaria.

Seda miró hacia abajo, y se detuvo un momento a saborear el triunfo.

Había estado cargando la cuerda de crin mal enrollada y al resbalar la había soltado. La recogió y se la enrolló a la cintura, bajo la toga, como había hecho ese anochecer al salir del manteón. Siempre era posible, recordó, que volviera a necesitarla. Pero se sentía como en el último año de la escola, cuando había comprendido que en realidad el curso final sería más fácil que el anterior, que los instructores querían tan poco como él que fracasara, y no le permitirían fracasar a menos que retaceara esfuerzos a un extremo casi criminal. Tenía abierta ante él la villa entera y sabía, al menos aproximadamente, dónde estaba la cámara de Sangre. Para conseguir su propósito sólo tenía que encontrarla y esconderse antes de que Sangre se retirase. Después, se dijo con una placentera sensación de virtud, emplearía la razón, si la razón servía; si no servía…

No servía, y la culpa no era suya sino de Sangre. Los que se oponían a la voluntad de un dios, aun un dios menor como el Extraño, estaban destinados a sufrir.

Estaba envolviendo la cuerda en el largo mango del hacha, cuando oyó a sus espaldas un leve ruido. Soltó el escotillón y se dio vuelta. Con un brinco que lo hizo más alto que muchos hombres, un gran pájaro agitó las alas contrahechas, chilló como doce demonios y le atacó los ojos con el pico ganchudo.

Instintivamente Seda retrocedió al escotillón y se defendió dando puntapiés. El pie izquierdo alcanzó al pájaro en el cuerpo sin conseguir evitar el ataque. Hubo un trueno de vastas alas y viendo la arremetida Seda la esquivó.

Por un prodigio de buena suerte llegó a agarrarlo del pescuezo aterciopelado; pero los carpelos de las alas eran duros como nudillos de hombre y de músculos mucho más poderosos. Los dos rodaron golpeándose sin piedad. Tenía el borde de la almena entre dos merlones metido en la espalda como una cuña. Luchando todavía por salvar la cara y los ojos del cruel pico ganchudo, de un tirón sacó el hacha; un carpelo le dio en el brazo como un martillo y el hacha cayó a la piedra de la terraza de abajo.

El otro carpelo del cabeza blanca le golpeó la sien, y el mundo de los sentidos puso de manifiesto su naturaleza ilusoria; se redujo a una miniatura de brillo artificial, que Seda intentó alejar hasta que, titilando, se apagó.