8

El huésped de la alacena

Atravesaban un campo en barbecho cuando el conductor preguntó:

— ¿Había viajado en alguna de éstas, Pátera?

Soñoliento, Seda negó con la cabeza antes de advertir que el conductor no lo veía. Bostezó e intentó desperezarse, y el movimiento le provocó un dolor cortante en el brazo derecho y la oprimida carne del pecho y el estómago.

— No, nunca. Pero una vez anduve en barca. Por el lago, ¿sabes?, pescando todo el día con un amigo y su padre. Se parece. Este aparato tuyo es más o menos igual de ancho que la barca y apenas un poco más corto.

— A mí me gusta más esto… Las barcas se balancean demasiado. ¿Adonde vamos, Pátera?

— ¿Quieres decir…? -Había vuelto a aparecer el camino (aunque quizás era otro). Pareció que la flotadora juntaba fuerzas como un caballo, y pasó por encima de un tosco muro de piedras.

— ¿Dónde tengo que dejarlo? Mosqueta me dijo que lo llevara a la ciudad.

Sintiéndose estúpido de cansancio, luchando contra él, Seda se sentó en el borde del asiento.

— ¿No te dijeron?

— No, Pátera.

¿Adonde quería ir? Recordó la casa de su madre y las anchas, profundas ventanas de su cuarto, la borraja que crecía junto al alféizar.

— En mi manteón, por favor. En la calle del Sol. ¿Sabes ir?

— Conozco esa calle, Pátera. Ya la encontraré.

Una carreta llevaba leña al mercado. Inclinándose la flotadora viró en el aire y la carreta quedó atrás. El carretero llegaría al mercado antes que nadie; pero ¿a qué llegar primero al mercado con una carrada de leña? Seguro que leña ya habría, leña que no se había vendido el día anterior. Acaso el carretero quisiera comprar algo después de haberse desprendido de la carga.

— De nuevo va a hacer calor, Pátera.

Era eso, claro. El carretero… Seda se volvió a mirarlo pero ya no estaba; sólo había un niño con una mula, una mula cargada y un niño que él no había visto nunca. El carretero quería evitar el calor. Vendería lo que había llevado y hasta el crepúsculo se sentaría a beber en el Gallo o algún lugar así. En la taberna más fresca que encontrara, sin duda, y se gastaría la mayor parte del dinero de la leña, para hacer el lento camino de vuelta durmiendo en el pescante. ¿Y qué si ahora él, Seda, se dormía en ese amplio asiento tan torturantemente blando? El conductor, la buena flotadora medio mágica, ¿no lo llevarían de todos modos a donde quería ir? Si llegaba a dormirse, ¿aprovecharía el conductor para robarle las dos tarjetas de Sangre, el lanzagujas dorado de Jacinta y eso que aún no se atrevía a mirar, el objeto cuya identidad creía haberse imaginado mientras todavía estaba en esa vitrina de alhajas que Sangre tenía junto a la recepción? ¿No le robarían? Ese hombre del piso de arriba, el hombre sentado en un sillón cerca de la escalera, ¿habría vuelto a su casa? ¿Habría llegado a su casa sano y salvo? En esa flotadora habrán dormido, sin duda, muchos hombres que habían bebido demasiado.

Seda sintió que había bebido demasiado; había bebido de las dos copas.

Sin duda, Sangre era un ladrón; él mismo lo había admitido. Pero ¿emplearía a un conductor que robaba a los invitados? Parecía improbable. Él, Seda, podía dormirse allí mismo, si quería; con toda tranquilidad. Pero tenía hambre.

— Muy bien -dijo.

— ¿Qué, Pátera?

— A la calle del Sol. Yo lo guiaré. Sé el camino.

El conductor, un hombre corpulento a quien le empezaba a asomar la barba, lo miró por encima del hombro.

— En el cruce con Comercio. ¿Es ahí, Pátera?

— Sí. -Seda se tocó el mentón, áspero también, como quizá el del conductor. — Estupendo.

Volvió a acomodarse en el asiento almohadillado, olvidando casi el objeto que llevaba bajo la túnica pero decidido a no dormir hasta después de lavarse, comer y aprovechar cualquier ventaja derivada de la situación. Al conductor no le habían advertido que era prisionero de Sangre; era evidente por lo que decía, y eso le proporcionaba una oportunidad que quizá no se repitiera.

Pero a decir verdad ya no era prisionero. Sangre y Mosqueta lo habían liberado, cierto que sin alharaca, al acompañarlo hasta la flotadora. Ahora, le gustase o no, era una especie de empleado de Sangre; un agente a través del cual Sangre podía obtener dinero. Seda sopesó mentalmente la frase y decidió que era la correcta. Él se había entregado por completo a los dioses, con un juramento sagrado. Ahora, le gustase o no, tenía la lealtad ineludiblemente dividida. Daría las veintiséis mil tarjetas que consiguiera (si por cierto las conseguía) no a los dioses sino a Sangre, aunque actuaría en nombre de los dioses. A los ojos del Capítulo y del mundo, sin duda, sería un empleado de Sangre, si alguna vez el Capítulo o el Vórtice se enteraban de lo que iba a hacer.

Sangre lo había convertido en empleado, explotando la situación en beneficio propio. (Meditabundo, Seda se acarició la mejilla y de nuevo sintió la aspereza de la barba recién crecida.) En beneficio personal de Sangre, como no cabía menos esperar' pero la relación, como todas las relaciones, los ataba a los dos. Él era empleado de Sangre, le gustase o no, pero también lo era sin que importase la opinión de Sangre. Él ya había aprovechado la relación al exigir la devolución del lanzagujas de Jacinta. En realidad, Sangre lo había reconocido antes aun al decirle al doctor Grulla que visitara el manteón.

También podían utilizarlo para otras cosas.

Empleado, pero ciertamente no un empleado de confianza. Era muy probable que si no podía volver a utilizarlo, Sangre planeara deshacerse de él, una vez que le hubiese entregado las veintiséis mil; dado lo cual sería sensato emplear la transitoria relación para, antes de que se acabara, establecer sobre Sangre algún tipo de dominio. Era algo más a tener en cuenta.

Y eso el conductor, que sin duda sabía tantas cosas de posible valor, no lo sabía.

— Conductor -dijo Seda-, ¿tienes conocimiento de cierta casa de la calle de la Lámpara? Es amarilla, creo, y hay una pastelería enfrente.

— Claro que sí, Pátera.

— ¿Podemos pasar por ahí, por favor? Pienso que no nos desviaremos mucho.

La flotadora aminoró para dejar paso a la recua de mulas de un mercader.

— Si piensa quedarse un rato largo, Pátera, no lo puedo esperar.

— Ni siquiera voy a bajarme -le aseguró Seda-. Sólo deseo verla.

Observando todavía el camino ya más ancho, el chofer asintió satisfecho.

— Entonces me alegrará complacerlo, Pátera. No hay ningún problema.

El campo parecía fluir. No era sorprendente pensó Seda, que para distancias demasiado largas los ricos no usaran literas sino flotadoras.

— ¿Lo pasó bien, Pátera? Caray, se ha quedado hasta tarde.

— No -dijo Seda, y lo reconsideró-. De alguna manera sí, supongo. En verdad, fue muy distinto de todo lo que acostumbro hacer.

El conductor rió, cortésmente.

— En cierto modo lo pasé bien -decidió Seda-, Algunas partes de la visita las disfruté enormemente, y debería tener la honradez de admitirlo.

El conductor volvió a asentir.

— Sólo que no todo. Sí, sé muy bien qué quiere decir.

— Sin duda el hecho de haberme caído y lastimado el tobillo influye en mi opinión. Fue realmente doloroso, y todavía es un estorbo. Cierto doctor Grulla, muy amable, me puso el hueso en su sitio y me lo enyesó gratis. Me imagino que lo conoces. Según me dijo tu amo, hace cuatro años que el doctor Grulla está con él.

— ¡Si lo conozco! He flotado con ese boticario por un mundo entero de comarcas. A veces habla sin mucho sentido, pero si uno no se cuida es capaz de dejarlo sordo, y hace más preguntas que un portero.

Seda asintió a su vez, de nuevo consciente del objeto que Grulla le había deslizado en la faja.

— Me pareció amistoso.

— No hace falta que me lo jure. Usted no fue conmigo, ¿no, Pátera?

Era evidente que, tal como había dado a entender, Sangre tenía varias flotadoras.

— No, no contigo. Fui con otra persona, pero se marchó antes.

— Ya me parecía. ¿Sabe?, cuando llevo a los invitados de vuelta yo les hablo del doctor. A veces les ocupan los muchachos y las chicas. ¿Entiende lo Le que digo, Pátera?

— Pienso que sí.

— Pues yo les digo que lo olviden. Allí tenemos un doctor que revisa a todo el mundo, y si alguien tiene algún problemita… Hablo de los más viejos, ¿sabe, Pátera? Bueno, quizá el doctor sepa de algún remedio. A él le viene bien, porque a veces le dan algo. Y también me viene bien a mí. Unos cuantos me han agradecido que les hablara de él, después de la fiesta.

— Me temo que yo no tengo nada para darte, hijo -dijo Seda, rígido. Era perfectamente cierto, se aseguró; las dos tarjetas que llevaba en el bolsillo ya estaban gastadas o casi gastadas. Servirían para comprar una buena víctima para el ésciles. Faltaban menos de dos días.

— No importa, Pátera. Ya me lo imaginaba. Considérelo un regalo para el Capítulo.

— Sin embargo, cuando nos despidamos puedo darte mi bendición. Y lo haré.

— No importa, Pátera -dijo el conductor-. No soy hombre de sacrificios y esas cosas.

— Tanta más razón para que un día la precises, hijo -dijo Seda, y no pudo evitar una sonrisa; había hablado con una voz sepulcral. ¡Suerte que el conductor no lo veía! Con la villa de Sangre ya muy lejos, el ratero se desvanecía para que reapareciera el augur. Había hablado exactamente como el Pátera Perca.

¿Cuál de los dos era en realidad? Apartó este pensamiento.

— Pero desde aquí, esto parece un barco y no hay confusión posible, ¿no, Pátera?

La flotadora rodaba como un tonel esquivando peatones y traqueteantes carretas tiradas por mulas. El camino se había convertido ahora en una calle donde unas casas estrechas se apretaban unas contra otras.

A Seda le pareció necesario aferrarse al pasamanos forrado de cuero que había detrás del asiento del conductor; había supuesto previamente que el adminículo sólo estaba destinado a facilitar el embarque y el descenso.

— ¿Qué altura llegan a alcanzar estos aparatos? -dijo de pronto-. Siempre me lo he preguntado.

— Vacíos, cuatro codos. Al menos éste. Así se los prueba… Se los pone a la altura máxima y se los observa. Cuanto más alto flotan, en mejores condiciones está todo.

Seda asintió. -¿No podrías pasar por encima de los carros, en vez de rodearlos?

— No, Pátera. Hay que tener suelo debajo para impulsarse, ¿entiende? Pasando por arriba nos alejaríamos demasiado. ¿Se acuerda del muro que saltamos cuando tomé el atajo?

— Claro que sí. -Seda se aferró aún más al pasamanos. — Tendría unos tres codos de altura por lo menos.

— No tanto, Pátera. En el lugar por donde saltamos es un poco más bajo. Pero lo que iba a decirle es que no habríamos podido si esto hubiera estado lleno de pasajeros. Tendríamos que haber seguido por el camino.

— Comprendo. Eso creo, en todo caso.

— Pero mire allá delante, Pátera. -La flotadora aminoró. — ¿Ve a ese tirado en el camino?

Seda se enderezó para atisbar por sobre la librea del conductor.

— Ahora, sí. Por el dulce rostro de Faia, espero que no esté muerto.

— Borracho, lo más probable. Ahora fíjese. Flotaremos justo por encima de él. Ni lo va a sentir, Pátera. No más que él a usted.

Seda apretó los dientes pero, como le habían prometido, no sintió nada. Cuando el postrado quedo atrás, dijo:

— He visto flotadoras pasar así por encima de niños, niños que jugaban en la calle. Una vez, delante de mi palestra, a uno le dieron en la cabeza con la proa.

— Yo eso no lo hago nunca, Pátera -aseguró el conductor, muy serio-. Si un crío levanta el brazo puede meterlo en una turbina.

Seda casi no lo había oído. Intentó levantarse, se golpeó la cabeza contra la cubierta transparente, y al fin se quedó acuclillado.

— ¡Espera! Más despacio, por favor. ¿Ves ese hombre con dos burros? Para un momento y déjame salir. Quiero decirle una cosa.

— Sólo bajaré la cubierta, Pátera. Será mucho más seguro.

Cuando la flotadora se posó en el camino, Alca la miró agriamente. Al ver a Seda se le agrandaron los ojos.

— Que esta noche te bendigan todos los dioses -empezó Seda-. Quiero recordarte lo que prometiste en la taberna.

Alca abrió la boca para decir algo, pero lo pensó mejor.

— ¿Recuerdas que me diste tu palabra de que el ésciles vendrías al manteón? Quiero estar seguro de que la mantendrás, no sólo por ti sino también por mí. Tenemos que hablar de nuevo.

— Sí, claro -asintió Alca-. Mañana, a lo mejor, si no estoy muy ocupado. El ésciles, sí. ¿Qué pasó?

— Lo que tú habías predicho -le contestó Seda-. De todos modos, creo que por el momento el manteón está a salvo. Buenas noches, y que Faia te bendiga. Si no me encuentras en el manteón, llama en el manso.

Alca no dijo nada más; pero el conductor había oído la despedida y entre los dos se había alzado el palio transparente; se cerró, y el bramido de las turbinas ahogó la voz de Alca.

— Si habla con personajes así más le conviene cuidarse, Pátera -comentó el conductor meneando la cabeza-. Esa espada es puro simulacro; debajo de la toga sucia hay un lanzagujas. ¿Qué se apuesta?

— Ganarías tú, estoy seguro -aceptó Seda-, pero no hay lanzagujas que vuelva malo a un hombre bueno. Ni los demonios pueden.

— ¿Por eso quiere ir a la casa de Orquídea, Pátera? Me estaba preguntando.

— Me temo que no entiendes. -El misterio de Grulla acababa de hacerle a Seda una jugada particularmente dolorosa. De una sacudida la cambió de posición. Decidiendo que era inocuo revelar planes que Sangre ya conocía, añadió: -Mañana por la tarde tengo que encontrarme allí con tu amo, y no quiero equivocarme de lugar. ¿Así se llama la casa amarilla? ¿La Orquídea? Me parece que él mencionó una mujer de ese nombre.

— Así es, Pátera. Es la dueña. Sólo que el verdadero dueño es él, o a lo mejor él es dueño de ella. ¿Me entiende lo que digo?

— Creo que sí. Sí, por supuesto. -Seda recordó que el nombre que aparecía en la escritura del manteón no era el de Sangre sino el de Mosqueta. — Posiblemente Sangre tiene una hipoteca sobre la casa, y el pago está atrasado. -Estaba claro que de algún modo Sangre tenía que proteger sus intereses contra la posible muerte del propietario oficial.

— Calculo que sí, Pátera. Como sea, usted habló de demonios, y pensé que a lo mejor era eso.

A Seda se le erizó el pelo de la nuca. Era ridículo (como si hubiese sido un perro, se diría más tarde), pero allí estaba; intentó aplastárselo con una mano.

— Sería útil que me dijeras todo lo que sepas sobre este asunto, hijo. Útil tanto para tu amo como para mí.

Con cuánta severidad los instructores de la escola habían prohibido, a él y a todos los acólitos, que nunca se rieran cuando alguien hablaba de fantasmas (al oír hablar a Sangre de exorcismo, Seda había previsto los habituales relatos con ojos desorbitados sobre pasos espectrales y figuras amortajadas) o demonios. Quizá sólo fuera el agotamiento, pero descubrió que ahora no había peligro de que se riera.

— Yo nunca he visto nada -admitió el conductor-. Apenas he estado dentro. Pero uno oye cosas. ¿Me entiende lo que digo, Pátera?

— Desde luego.

— Las cosas a veces se complican. Por ejemplo, una chica va a ponerse el mejor vestido que tiene y lo encuentra con las mangas rotas y un tajo en el frente. A veces la gente se vuelve loca, digamos. ¿Se da cuenta? Después se les pasa.

— Posesión intermitente -dijo Seda.

— Supongo, Pátera. Pero bueno, dentro de un minuto lo verá. Ya casi llegamos.

— Magnífico. Gracias, hijo mío. -Seda estudió la nuca del conductor. Si el hombre lo creía invitado de Sangre, probablemente no había problema en mirar el objeto que le había dado Grulla; pero había una posibilidad, bien que ligera, de que alguien interrogara al conductor cuando regresara a la villa. Convencido de que maniobrar la flotadora entre la corriente cada vez más densa de hombres y carros lo absorbía demasiado para volver la cabeza, Seda extrajo el objeto.

Como sospechaba, era un azot. Le silbó a un pequeño piesligeros que había advertido antes y mantuvo el arma baja para que el conductor no la viera si miraba por sobre el hombro.

El demon era una gema roja sin facetar; podía suponer que se trataba del mismo azot que él había tomado del cajón de Jacinta y que ella le había quitado de la cintura. Examinándolo, a Seda se le ocurrió que el demon habría debido ser una gema azul, un jacinto. Estaba claro que, al contrario que el lanzagujas, no lo habían adornado en un estilo del agrado de Jacinta. Hasta era posible que en realidad no fuera de ella.

Con un balanceo casi imperceptible, la flotadora fue deteniéndose y se posó en el pavimento.

— La casa de Orquídea, Pátera.

— ¿Esa de la derecha? Gracias, hijo. -Seda se deslizó el azot bajo el calcetín del pie sano y lo tapó con la pernera; poder doblarse sin dificultad era un alivio considerable.

— Un lugar de no creer, dicen, Pátera. Yo ya le he dicho que sólo entré un par de veces.

Seda murmuró: -Aprecio mucho que te hayas desviado por mí.

La casa de Orquídea parecía una de esas típicas casas antiguas y amplias de la ciudad, un descomunal cubo de roca de nave con fachada de colores, arcos amarillos y columnas estriadas como fantasmagorías de un pintor muerto. Habría un patio, muy probablemente con estanque seco en el centro, y una galería umbrosa alrededor.

— Es una sola planta, Pátera. También puede entrar por detrás, por la calle de la Música. Le quedará más cerca.

— No -dijo Seda, ausente. No era lo adecuado presentarse a la puerta trasera como un vendedor.

Estudiaba la casa y la calle, imaginando qué aspecto tendrían después del amanecer. Esa tienda de los postigos blancos tenía que ser la pastelería. En una o dos horas habría sillas y mesas para los clientes que quisieran consumir allí lo que compraban, mezclados aromas de mate y café fuerte y en el escaparate pasteles y magdalenas. Mientras Seda miraba se cerró un postigo.

— A esta hora, ahí dentro -el conductor disparó el dedo hacia la casa amarilla- han de estar preparándose para cerrar. Dormirán hasta el mediodía, lo más probable. -Se estiró en un bostezo. — Yo también, si me lo permiten.

Seda asintió, cansado. -¿A qué se dedican ahí?

— ¿En La Orquídea? -El chofer se volvió a mirarlo. — Pátera, todo el mundo sabe a qué se dedica Orquídea.

— Yo no, hijo. Por eso te pregunto.

— Es un… ya sabe, Pátera. Calculo que hay treinta chicas más o menos. Montan espectáculos, ¿sabe?, y cosas así, y hacen muchas fiestas. Las hacen para otros, o sea. Para eso les pagan.

Seda suspiró. -Supongo que es una vida bastante agradable.

— Podría ser peor, Pátera. Lo único…

En la casa amarilla alguien gritó. En seguida del grito hubo un estruendo de vidrios rotos.

El motor se estremeció, sacudiendo la flotadora como un perro que sacude el cuerpo de una rata. Sin darle a Seda tiempo de protestar, el aparato saltó al aire y se lanzó por la calle de la Lámpara dispersando nombres y mujeres y rozando una carreta de burros con un tañido tan alto que por un momento Seda pensó que la había destrozado.

— ¡Espera! -gritó.

Al doblar una esquina la flotadora casi vuelca, y perdió tanta altura que la proa rozó el polvo.

— Eso podría haber… sea lo que sea. -Seda se sujetaba con las dos manos, desesperado, sin pensar ya en el dolor ni el daño que le había hecho el de cabeza blanca. — Retrocede y déjame salir.

Las carretas bloqueaban la calle. La flotadora aminoró y se abrió paso entre el muro de una sastrería y el corcoveo de dos caballos.

— Pátera, ellos sabrán arreglarse. No es la primera vez que ocurre, ya le dije.

Seda intentó decir: -Se supone que yo…

— Usted tiene una pierna a la miseria y un brazo mal -interrumpió el conductor-. Y además, ¿qué pasa si lo ven entrar de noche en un lugar como ese? Ya será bastante mañana por la tarde.

Seda soltó el pasamanos.

— ¿De veras que te fuiste tan deprisa para cuidar mi reputación? Me resulta difícil creerlo.

— No pienso volver ahí, Pátera -dijo el conductor, testarudo-, y no creo que usted pueda llegar a pie. ¿Aquí por dónde tomo? Para ir al manteón, digo. -La flotadora frenó, suspendida.

Era la calle del Sol. No había transcurrido media hora desde que pasaron frente al talus y por la puerta de la villa. Seda intentó recordar el puesto de la Guardia y la manchada estatua del consejero Tarsio.

— A la izquierda -dijo, ausente, y luego-: Tendría que poner a Cuerno, que tiene mucho de artista, y a algunos mayores más a pintar el frente del manteón. No, primero la palestra y el manteón después.

— ¿Cómo dice, Pátera?

— Me temo que hablaba solo, hijo. -Era casi seguro que al principio había estado pintada; quizá entre el montón de papeles del desván del manso hubiera un registro de los motivos originales. Si también fuera posible encontrar dinero para pintura y pinceles…

— ¿Es lejos, Pátera?

— Unas seis calles más.

Un momento más y se bajaría. Al salir de la recepción de Sangre se había imaginado que una sombra inminente volvía el cielo gris. Ahora ya no hacía falta imaginación; la noche terminaba, virtualmente, y él no se había acostado. Pronto bajaría de la flotadora; quizá al fin y el cabo hubiera tenido que aprovechar la oportunidad de dormir un rato en el asiento. Quizá pudiera dormir dos o tres horas en el manso, aunque no mucho más.

Un hombre que transportaba ladrillos en una carretilla les gritó algo y se arrodilló, pero fuera lo que fuese no se oía. Seda se acordó que había prometido al conductor bendecirlo antes de despedirse. ¿Debía dejar el bastón en la flotadora? Después de todo era de Sangre. Sangre se lo había dado para que lo tuviera, pero ¿quería él guardar una cosa que pertenecía a Sangre? Sí, el manteón, pero únicamente porque el manteón no era de Sangre, en realidad, sino de él, de Seda, más allá de lo que dijeran la ley y hasta el Capítulo. El manteón había pertenecido al Pátera Perca, al menos moralmente, y el Pátera Perca lo había dejado a cargo a él, lo había hecho responsable del manteón hasta que él también muriese.

La flotadora volvía a frenar y el conductor estudiaba los edificios.

Seda decidió que retendría el manteón y el bastón también, al menos hasta que recuperara el manteón.

— Allá delante, conductor. El del techo de tejas. ¿Lo ves? -Empuñó el bastón y se aseguró de que la punta no resbalara en el suelo; era casi hora de partir.

La flotadora quedó suspendida. -¿Aquí, Pátera?

— No. Una, dos, tres puertas más allá.

— ¿Usted es el augur del que habla todo el mundo, Pátera? ¿El que tuvo la iluminación? Eso me contaron en la finca.

Seda asintió. -Supongo que sí. A menos que seamos dos.

— ¿Nos va a traer de nuevo el caldé? Lo que se rumorea es eso. Yo no quería preguntárselo, ¿sabe? Esperaba que el tema asomara solo. ¿Y entonces?

— ¿Estás preguntando si voy a restaurar el caldé? No. Eso no estaba en las instrucciones.

— Instrucciones de un dios. -La flotadora se posó en el pavimento y el palio de la cubierta se abrió y se deslizó por los flancos.

Seda se levantó trabajosamente. -Sí.

El conductor se bajó a abrirle la puerta.

— Yo nunca he creído que haya dioses, Pátera. En calidad no.

— Sin embargo, ellos creen en ti. -Asistido por el conductor, Seda subió penosamente el primer gastado peldaño de roca de nave a la entrada del manteón. Estaba en casa. — Al parecer tú crees en demonios, pero no en los dioses inmortales. Es una tontería, hijo. La verdad, es el colmo de la locura.

De pronto el conductor estaba de rodillas. Apoyado en el bastón, Seda pronunció la bendición más breve y común y trazó sobre la cabeza del hombre el signo de adición.

El conductor se incorporó. -Yo podría ayudarlo, Pátera. Aquí tiene una… una casa o algo así, ¿no? Podría echarle una mano.

— No me pasará nada -le dijo Seda-. Mejor vuelve y acuéstate.

Cortés, el conductor esperó a que Seda se alejase para encender las turbinas. Cojeando por el estrecho portal del jardín, cerrándolo detrás, Seda descubrió que no podía mover la pierna lastimada. Cuando llegó al cenador, ya se preguntaba si rechazar la ayuda del conductor no había sido una tontería. Necesitaba desesperadamente descansar, descansar apenas un minuto, en un banco abrigado por la parra, donde casi todos los días se sentaba a charlar con la Máitera Menta.

Lo empujó el hambre; tan cerca estaban la comida y el sueño. Pensó que Sangre hubiera tenido que ser más hospitalario y darle algo de comer. Una bebida fuerte no era lo mejor para un hombre en ayunas.

Le palpitaba la cabeza y se dijo que con un bocado se sentiría mejor. Luego se iría a la cama y dormiría. Dormiría hasta… en fin, hasta que alguien lo despertara. La verdad era ésa: hasta que alguien lo despertara. Sólo en la verdad había poder.

El familiar olor a moho del manso fue como un beso. Se dejó caer en una silla, sacó el azot del calcetín, se lo apretó contra los labios y lo contempló. Lo había visto en manos de ella, y si había que creerle al doctor, era un regalo de despedida. ¡Qué ridículo que él tuviera algo semejante, tan hermoso, tan precioso y tan letal! Tan lleno del conocimiento olvidado del mundo anterior. Antes de dormirse tenía que esconderlo, y esconderlo bien; no estaba nada seguro de poder subir al primer piso por esa escalera torcida y empinada, y menos seguro aún de poder bajar sin caerse a preparar la comida; pero era muy cierto en cambio que no podría pegar ojo sin tener el azot a mano, sin volver a cerciorarse, cada vez que lo asaltara alguna duda, de que no se lo habían robado.

Con un gruñido y una murmurada plegaria a Esfigse (sin duda ya era esfigsedo, había decidido Seda, y en todo caso Esfigse era la diosa del coraje ante el dolor), subió despacio la escalera, sacó de debajo de la cama la caja herrumbrosa y por completo inútil que supuestamente tenía que guardar los fondos excedentes del manteón, metió el azot en la caja y volvió a esconder la llave bajo la jarra de agua de la mesa de noche.

Bajar resultó algo más fácil de lo que había esperado. Apoyándose sobre todo en el bastón y la baranda, y adelantando el pie sano un paso cada vez, consiguió avanzar con un mínimo de dolor.

Mareado de entusiasmo fue a la cocina, apoyó el bastón en la pared y tras una breve labor con la bomba se lavó las manos. La sombra de arriba atisbaba por todas las ventanas y, aunque él siempre se levantaba temprano, era la mañana más temprana y por eso más fresca que había visto en algún tiempo. En realidad, descubrió con delicia, no estaba tan cansado, o no tenía tanto sueño.

Tras una segunda sesión con la bomba, se echó agua a la cara y el pelo y se sintió todavía mejor. Estaba cansado, sí; y tenía mucha hambre. Sin embargo, podía enfrentarse al nuevo día. Quizá hasta fuera un error irse a la cama después de comer.

Los tomates verdes esperaban en el antepecho, pero, por cierto, ¿no eran cuatro? Perplejo, hizo memoria.

Ahora sólo había tres. ¿Era posible que alguien se hubiera metido en el jardín con la intención de robar un tomate inmaduro? La que cocinaba para las sibilas era la Máitera Mármol. Brevemente Seda la imaginó inclinada sobre una sartén humeante, salteando el tomate sobre un fino colchón de tocino y cebolla. Se le hizo la boca agua, pero nada era menos propio de la Máitera Mármol que tomar un préstamo como aquél.

Crispando la cara a cada paso y divertido con sus muecas, cojeó hasta la ventana y miró mejor. Allí estaban los restos del cuarto tomate: una docena de semillas y flecos de piel. Además, al tercero lo habían agujereado de un mordisco; casi lo habían perforado.

Ratas, claro, aunque en realidad no parecía obra de una rata. Separó la porción dañada, cortó el resto y los otros dos tomates en rodajas y muy tarde se percató de que para cocinar hacía falta fuego en la cocina.

Como siempre le parecía a Seda, las cenizas del último fuego eran polvo gris e inerte sin una sola ascua. Otros hablaban de encender un fuego con las ascuas del previo; sus propios fuegos, al parecer, no se alzaban nunca de esas supuestas ascuas. Puso unos pedazos de papel viejo sobre las cenizas frías y añadió astillas de la caja que había junto a la cocina. Un chubasco de chispas blancas del encendedor no tardaron en dar una buena llama.

Había dado un paso hacia la pila de leña cuando advirtió un movimiento furtivo; deteniéndose, se volvió rápidamente para mirar atrás. Una cosa negra se había movido por arriba de la alacena, rápida y esquiva. Con demasiada vividez, Seda recordó al de cabeza blanca posado en la cumbre de la chimenea; pero esto era sólo una rata. En el manso había ratas desde que él había llegado de la escola, y sin duda desde que había llegado el Pátera Perca.

Ratas o no, el fuego ya crepitante no podía esperar. Seda eligió unos leños adecuados, los llevó hasta la cocina (en un momento casi se cae) y los apiló con cuidado. A esas alturas la rata sin duda se había ido, pero de todos modos fue a buscar el bastón de Sangre, parándose ante la ventana que daba a la calle de la Plata a estudiar la indistinta, maltrecha cabeza en que culminaba el ángulo del mango.

Hizo rotar el bastón, levantándolo más para captar la grisácea luz del día.

Acaso, cabía la posibilidad, una leona. Tras una breve incertidumbre decidió considerarla una cabeza de leona; la leona simbolizaba a Esfigse, era el día de ella y la idea lo complació.

Los leones eran gatos grandes, y gatos grandes era lo que hacía falta para las ratas, alimañas demasiado grandes y fuertes para los gatos de tamaño común. Sin muchas esperanzas, golpeó con el bastón a lo largo de lo alto de la alacena. Hubo un revoloteo y un ruido que tardó en identificar como un graznido. Otro golpe y una pluma negra cayó flotando.

A Seda se le ocurrió que quizá una rata se hubiera llevado el pájaro muerto para comérselo. Posiblemente había allí arriba en la pared un agujero de rata, pero el pájaro era demasiado grande.

Se quedó quieto, escuchando. El ruido que había oído no era de rata, eso seguro. Al cabo de un momento revisó el cubo de la basura: el pájaro ya no estaba.

De haber tenido bien el tobillo, se habría subido al taburete; tal como estaban las cosas, ni hablar de la cuestión.

— ¿Estás ahí arriba, pájaro? -gritó-. ¡Contéstame!

No hubo respuesta. Ciegamente volvió a golpear el borde de la alacena con el bastón; y esta vez hubo un graznido totalmente inconfundible.

— Ven aquí -dijo Seda con firmeza.

La tosca voz del pájaro respondió: -¡No, no!

— Pensé que habías muerto.

Arriba de la alacena, silencio.

— Tú me robaste el tomate, ¿no? Y ahora crees que te haré daño. Pues no, lo prometo. Te perdono el robo. -Seda intentó recordar cuál era el supuesto alimento de los grajos en libertad. ¿Semillas? No, el pájaro ya no come semillas. Carroña, sin duda.

— Córtame -sugirió roncamente el pájaro.

— ¿Sacrificarte? Te juro que no lo haré. Las Escrituras me previnieron que el sacrificio sería ineficaz, y después de eso ya no debería haberlo intentado. He sido severamente castigado por uno de tu especie, créeme. No soy tan necio como para intentar de nuevo el mismo sacrificio.

Inmóvil, alerta, Seda esperó. A los dos segundos tuvo la certeza de que oía los sigilosos movimientos del pájaro por encima del chasquido de látigos y el clamor de carretas que entraba por la ventana de la calle de la Plata.

— Baja -repitió.

El pájaro no contestaba, y Seda se alejó. El fuego de la cocina ya ardía bien ahora y en el hornillo asomaban unas llamas amarillas. Rescató la sartén del vertedero, la secó, vertió el aceite que quedaba -sacudiendo la alcuza para desprender una vacilante última gota- y puso la sartén en el hornillo.

Si los ponía a freír con el aceite frío los tomates parecerían empapados en grasa, y si el aceite se calentaba demasiado tendrían mal sabor. Apoyando el bastón de Sangre en la puerta de la alacena, juntó las duras rodajas verdes, las llevó cojeando hasta la cocina y con cuidado las distribuyó por la sartén, recompensado por una nube de aromático vapor siseante.

Arriba de la alacena hubo un cloqueo.

— Te puedo matar cuando quiera; me basta atizarte con el bastón -le dijo Seda al pájaro-. O apareces o lo hago.

Por un momento, un largo pico carmesí y un brillante ojo negro asomaron por encima del borde de la alacena.

— Yo -dijo sucintamente el grajo de noche, y en seguida desapareció.

— Bien. -La puerta del jardín ya estaba abierta; Seda quitó el pesado cerrojo y abrió la ventana de la calle del Sol. — Ya sube la sombra, y pronto estará mucho más claro. Creo que los de tu especie prefieren la noche. Mejor vete cuanto antes.

— No vuelo.

— Vuela. No te haré nada. Eres libre.

Seda estuvo un momento observando y al fin concluyó que el pájaro esperaba que él dejase de lado el bastón. Lo arrojó a un rincón de la cocina, sacó un tenedor y se puso a saltear las rodajas de tomate; chisporroteaban, humeantes, y les añadió una pizca de sal.

Llamaron a la puerta del jardín. Seda se apresuró a retirar la sartén del fuego.

— Un momento -dijo en voz alta. Seguramente se estaba muriendo alguien, y antes de morirse deseaba recibir el Perdón de Pas.

La puerta se abrió sin darle tiempo a cojear, y entró la Máitera Rosa.

— Se ha levantado temprano, Pátera. ¿Sucede algo? -Echó una mirada a la cocina, los ojos no del todo enfocados. Uno no tenía pupila y, por lo que Seda sabía, era ciego; el otro era una creación protética de fuego y cristal.

— Buen día, Máitera. -Torpemente, Seda conservó en las manos el tenedor y la sartén humeante; no había dónde ponerlos. — Anoche tuve un pequeño percance. Me caí. Todavía duele bastante y no he dormido en toda la noche.

Se felicitó: todo era perfectamente cierto.

— De modo que ya se está preparando el desayuno. En el cenobio aún no hemos comido. -La Máitera Rosa olisqueó hambrienta: una inhalación seca, mecánica. — Mármol sigue dando vueltas por la cocina. Para cualquier minucia esa chica tarda una eternidad.

— Estoy bien seguro de que la Máitera Mármol hace cuanto puede -dijo Seda, rígido.

La Máitera Rosa no le hizo caso.

— Si quiere darme eso, se lo pasaré a ella. Puede encargarse hasta que usted regrese.

— Estoy seguro de que no hace falta. -Advirtiendo que si quería comerse los tomates tenía que hacerlo en ese momento, Seda utilizó el tenedor para cortar en dos la rodaja más fina. — ¿Tengo que ir ahora mismo, Máitera? Apenas puedo andar.

— Se llama Cardencha, y es del grupo de Mármol. -La Máitera Mármol volvió a inhalar. — Eso dice el padre. Yo no la conozco.

Seda (que la conocía) se quedó helado, con el trozo de tomate a medio camino de la boca.

— ¿Cardencha?

— El padre vino a aporrear la puerta antes de que nos retiráramos. Dijo que la está cuidando la madre. Primero llamó aquí, pero usted no contestaba.

— Tendría que haber venido en seguida, Máitera.

— ¿Para qué si ni él consiguió despertarlo? Esperé hasta que lo vi de pie. -El ojo sano de la Máitera Rosa estaba clavado en la media rodaja de tomate. Se lamió los labios y se secó la boca en la manga. -¿Sabe dónde vive?

Seda asintió míseramente y entonces, en un súbito y deplorable arranque de gula, se metió la media rodaja en la boca, masticó y tragó. Nunca había probado algo tan sabroso.

— No es lejos. Supongo que si es preciso caminaré.

— Podría mandar a la Máitera Mármol con el Pátera Pardo, cuando acabe de cocinar. Para que le enseñe el camino.

Seda negó con la cabeza.

— O sea que de todos modos irá, ¿no? -Con un instante de retraso, la Máitera Rosa añadió: -Pátera.

Seda asintió.

— ¿Quiere que me lleve eso?

— No, gracias -dijo Seda, con la penosa conciencia de estar siendo egoísta-. Tendré que conseguir una túnica, un cuello y lo demás. Usted mejor vuelva al cenobio, Máitera, o se quedará sin desayuno. -Ensartó una de las rodajas más pequeñas.

— ¿Qué se ha hecho en la toga?

— Y una toga limpia. Gracias. Tiene razón, Máitera. Mucha razón. -Seda le cerró la puerta, virtualmente en la nariz, echó el cerrojo y se zampó la jugosa rodaja entera. La Máitera Rosa no le perdonaría nunca lo que acababa de hacer, pero él ya había hecho al menos cien cosas que la Máitera Rosa tampoco le perdonaría. Quizá la mancha del mal le ensuciara el espíritu por toda la eternidad, de lo cual se arrepentía sincera y profundamente; pero en la práctica la diferencia era escasa.

Tragó buena parte de la rodaja y masticó el resto con energía.

— Bruja -graznó una voz sofocada.

— Vete -farfulló Seda. Volvió a tragar-. Vuela a tu hogar en la montaña. Eres libre.

Removió las otras rodajas, las coció medio minuto más y se las comió rápidamente (paladeando el sabor un poco aceitoso casi tanto como esperaba), rascó del molde un resto de pan y lo frió en el jugo y se comió el pan mientras subía de nuevo a su cuarto.

Detrás de él, abajo, el pájaro chilló:

— ¡Adiós! -Y después: -¡Hasta luego! -desde el techo de la alacena.