4
Era ya tarde cuando salieron de la ciudad. Más allá de la franja negra de la pantalla, las tierras del cielo habían estado claras y brillantes como Seda (que por lo normal se retiraba temprano y se levantaba al alba) no las había visto nunca; se había pasado el viaje mirándolas, el pensamiento ahogado de asombro. Había allí montañas sin nombre llenando hasta el borde valles inviolados con vastas sombras negras. Había estepas y sabanas, y una llanura que bordeaba un lago que a Seda le había parecido más grande que el lago Limna: todo en la sombría cúpula del cielo de la noche mientras a ellos los bañaba la luz del sol.
Mientras recorrían las sucias, peligrosas calles de la Orilla, Alca había observado:
— Del lado nocturno pasan cosas raras, Pátera. Yo diría que usted no lo sabe, pero es cierto.
— Sí que lo sé -le había asegurado Seda-. No olvides que yo confieso, o sea que oigo. Por lo menos he oído unas cuantas historias raras que no puedo contar. Tú habrás visto cosas todavía más raras.
»Lo que iba a decir -Seda había explicado- era que nunca oí algo tan raro como lo que piensas hacer, o intentar. Ni lo oí ni lo vi.
Seda había suspirado.
— ¿Me permites hablar como augur, Alca? Comprendo que esto ofende a muchos, y Nuestra Graciosa Faia sabe bien que no quiero ofenderte. Pero ¿por una vez me permites?
— Si es algo que no le gustaría que oyera nadie, pues vaya, no.
— Todo lo contrario -había declarado Seda quizá con un leve exceso de fervor-. Es algo que desearía poder decirle a la ciudad entera.
— Baje la voz, Pátera, o lo conseguirá.
— Te dije que me había hablado un dios. ¿No lo recuerdas?
Alca había asentido.
— Mientras andábamos he estado pensando en eso. A decir verdad, me es difícil pensar en otra cosa. Antes de hablar con… con el desgraciado Musk… bien, antes de hablar con él, por ejemplo, tendría que haber meditado qué quería decirle. Pero no lo medité, o no mucho. Más que nada estuve pensando en el Extraño; no tanto en lo que me había dicho como en la sensación de tenerlo cerca hablándome.
— Estuvo de maravilla, Pátera. -Para sorpresa de Seda, Alca le había puesto una mano en el hombro. — Lo hizo muy bien.
— No estoy de acuerdo, aunque no quiero discutirlo ahora. Quería decir que esto que hago no es demasiado insólito, como tampoco el hecho de que tú me ayudes. Dime, ¿el sol sale alguna vez? ¿Se apaga alguna vez como apagamos tú o yo una lámpara?
— No sé, Pátera. Nunca lo pensé. ¿Se apaga?
Sin responder, Seda había seguido bajando la calle embarrada, pegado a Alca paso a paso.
— Imagino que no. Si se apagara no se verían las tierras del cielo allá en el lado nocturno.
»Y lo mismo es con los dioses, Alca. Cuando la nube oscura que llamamos pantalla se interpone entre nosotros y el sol, decimos que es de noche, o es el lado nocturno, término que antes de llegar a la calle del Sol nunca había oído.
— En realidad no quiere decir que sea de noche, Pátera. Quiere decir… Bueno, mírelo así. En el lado de día las cosas se hacen de cierta manera, ¿entiende? Es la manera normal. Y después hay la otra manera, y el lado nocturno es cuando las cosas se hacen así… cuando todo está del lado oscuro de la pantalla.
— Sólo estamos en el lado nocturno de la pantalla la mitad del día -le había dicho Seda-. Pero en el lado nocturno de lo que nos separa de los dioses, sea lo que sea, estamos casi de continuo, toda la vida. Y no deberíamos. No era nuestro destino. Yo recibí ese rayo de sol, ¿comprendes?, y no tendría que parecer extraño. Tendría que ser algo común y cotidiano en este mundo.
Había esperado que Alca se riese, y que no lo hiciera le causó sorpresa y placer.
Habían alquilado un par de burros a un hombre que Alca conocía; uno grande y gris para Alca y otro negro, más pequeño, para Seda.
— Porque de vuelta tendré que traerlo yo -había dicho Alca-. Esto hay que arreglarlo ahora. Con usted no se queda. Seda había asentido.
— Ya le dije que lo van a descubrir, Pátera. A lo mejor habla con Sangre, como usted pretende. Pero después de que lo agarren. La cosa no me gusta pero así está. O sea que no necesitará el burro para volver, y yo no pienso perder lo que le he dejado en prenda a este hombre, que es el doble de lo que me pedirían en el mercado.
— Entiendo -le había asegurado Seda. Ahora, mientras trotaban por una senda estrecha que para él al menos era casi invisible, golpeando las puntas de sus únicos zapatos decentes contra las piedras del suelo, las palabras de Alca no dejaban de inquietarlo. Apartando los ojos de las tierras del cielo, dijo:
— En la ciudad, mientras alquilábamos los burros, me previniste que Sangre iba a prenderme. En ese caso ¿qué crees que me hará?
Alca se volvió para mirarlo; la cara era una mancha pálida a la sombra de la turba de árboles.
— No lo sé, Pátera. Pero no le va a gustar.
— Acaso no lo sepas -le dijo Seda-, pero puedes imaginártelo mejor que yo. Conoces a Sangre, has estado en su casa, y seguramente conoces a gentes que también lo conocen. Has hecho negocios con él.
— Lo he intentado, Pátera.
— Bien, lo has intentado. De todos modos sabes qué clase de hombre es. ¿Me mataría si yo me metiera en su casa, o lo amenazase? Estoy plenamente dispuesto a amenazarlo de muerte si no devuelve el manteón al Capítulo. No pienso que llegue tan lejos.
— Espero que no, Pátera.
Espontáneos e indeseados, en la memoria de Seda se asomaron las facciones de Mosqueta, perfectas pero corruptas como la cara de un demonio. En voz tan baja que no pensó que Alca llegara a oírla, Seda dijo:
— Vengo preguntándome qué haría yo si ellos me atrapasen. ¿Debería quitarme la vida? Digo, si me atrapasen, pero espero que eso no ocurra; y estoy decidido a que no ocurra. Quitarse la vida es una falta grave, y sin embargo…
Una cadena o más adelante, Alca soltó una risita.
— ¿Matarse, Pátera? Sí, puede ser buena idea, según y cómo. No lo olvide. Pero ¿no le dirá a Sangre nada de mí?
— He jurado -le recordó Seda-. Jamás rompería el juramento.
— Bien. -Alca se volvió de nuevo, la postura atenta mientras los ojos buscaban en las sombras.
Estaba claro que la referencia al suicidio no había impresionado mucho a Alca, y por un momento «da se sintió molesto. Pero Alca tenía razón. ¿Cómo podía servir a un dios ya decidido a abandonar la tarea si se ponía difícil? Era justo que Alca se riese; él no era más que un niño lanzado a conquistar el mundo con una espada de palo; algo que en realidad había hecho no muchos años antes.
Pero a Alca le era fácil mantener la calma y fácil burlarse de sus miedos. Alca, que sin duda se había metido en docenas de villas de campo, no iba a meterse en aquélla y ni siquiera iba a ayudarlo. Con todo, recordó Seda, la posición de Alca no era en absoluto inexpugnable.
— Nunca violaría un juramento solemne hecho a todos los dioses -dijo Seda en voz alta-. Y además, si Sangre diera contigo y te hiciera matar (y no me parece de los que matan propiamente hombres), no quedaría nadie que me ayudase a escapar de él.
Alca se aclaró la garganta y escupió, un ruido demasiado fuerte en la sofocante quietud del bosque.
— No pienso hacer un cuerno por usted, Pátera. Ya se puede ir olvidando. Usted trabaja para los dioses, ¿no? Que lo salven ellos.
Casi en un susurro, pues lo que acababa de entender lo entristecía, Seda dijo:
— Lo harás, Alca.
— ¡Escupa ya!
— Porque nunca estarás seguro de que a la larga no voy a hablar. No lo haré, pero tú no me tienes confianza. Por lo menos no tanta.
Alca gruñó.
— Y como eres mejor de lo que finges, nunca podrías olvidar la idea de que yo necesité que me ayudaras, acaso no yo en particular, sino un augur que ha sido una especie de compañero, aun por una sola noche. Es probable que lo negases un centenar de veces o más. Por eso, y si puedes, al final me ayudarás, Alca, y es posible que muy pronto. Lo sé. Y porque me ayudarás, será mucho mejor que Sangre no sepa de ti.
— Metería un poco la nariz, tal vez, pero nada más. Luego quizá me iría dos o tres años a Palustria hasta que Sangre se marchara o se olvidara de mí. La gente no es como usted cree, Pátera. No niego que haya estudiado mucho, pero aún hay cosas que no conoce.
Lo cual era harto cierto, admitió Seda. Por alguna razón inescrutable, los dioses impulsan la vida en el Vórtice sin saber nada de él; y si antes de actuar esperasen ser tan sabios como para no equivocarse, estarían siempre esperando. De pronto conmovido, Seda deseó poder esperar para siempre, como algunos hombres.
Y sin embargo sabía que no se equivocaba sobre Alca, y de que Alca sabía muy poco de sí mismo. Alca hablaba a veces con la Máitera Menta; y Alca esa noche había matado a un hombre -asunto serio incluso para un delincuente, ya que el muerto tenía amigos- porque el hombre iba a matar al llamado Suncho. Alca podía ser ladrón y hasta asesino; pero no tenía talento para el asesinato ni inclinación innata al mal. Tal vez ni siquiera Sangre tenía esa inclinación. Él, Seda, había visto en el cristal a alguien que sí la tenía, y se prometió que nunca volvería a confundirla con la mera deshonestidad o la desesperación.
— Pero a ti te conozco, Alca -le dijo en voz baja. Movió el cuerpo en un vano intento de encontrar un punto más cómodo en la silla-. Quizá me fíe demasiado de la gente en general, como dices; pero contigo acierto. Cuando creas que lo necesito me ayudarás.
Alca hizo un gesto fugaz, impaciente, apenas visible en la penumbra.
— No hable, Pátera. Ya estamos muy cerca.
Si realmente había habido un sendero, ahora lo estaban dejando. Con pies que veían, los burros eligieron su camino por una ladera sembrada de piedras, a menudo bañada por la inquietante luz del cielo. En lo alto de la colina Alca tiró de las riendas y desmontó; Seda hizo lo mismo. Subrepticia como un ladrón, la más tenue brisa nocturna se alejaba con mezclados perfumes de roble rojo y morera, de hierba y helechos marchitos y casi pulverizados, con el olor de un zorro furtivo y la propia esencia de la noche. Los burros alzaron los largos hocicos husmeando el aire y Seda se abanicó con el ancho sombrero de paja.
— ¿Ve esas luces, Pátera? -Más allá de las copas de los árboles, Alca señaló un débil resplandor dorado. — Es la casa de Sangre. Nos hemos acercado bordeándola por detrás, ¿se da cuenta?, desde que dejamos el camino. Del otro lado hay un portón de rejas de hierro y una pista de hierba para flotadoras que llega hasta el frente. ¿Ve esa línea negra, medio ondulada, entre nosotros y la casa?
Seda entornó los ojos y atisbo, pero no vio nada.
— Es un muro de piedra no muy alto, como ese arbolito de ahí. Arriba tiene unas grandes puntas de lanza, pero yo diría que es sobre todo para impresionar. Parecería que si tiráramos una cuerda y la enlazáramos en una de las puntas, podríamos trepar por el muro; no sé de nadie que lo haya hecho. El problema es que Sangre está protegido, ¿comprende? Que yo sepa, guardias y un gran talus. No sé qué más. ¿Alguna vez ha hecho algo así, Pátera?
Seda negó con la cabeza.
— Sí, eso pensaba. Bueno, veamos lo que puede ocurrir: usted intentará pasar por encima de ese muro, con la soga o como sea, sólo que no lo conseguirá. Más o menos hacia el alba decidiría volver a la ciudad sintiéndose peor que la mierda de la calle V pensando que yo me partiré de risa. Pero no. Yo haré un sacrificio porque usted habrá vuelto vivo, ¿me entiende? Un cordero negro a Tártaro, ¿se da cuenta? Un cordero grande, pasado mañana en el manteón; le doy mi palabra.
Alca se detuvo a tomar aliento.
— Y cuando termine el sacrificio le haré jurar que nunca más intentará una estupidez semejante. Usted cree que puede obligar a Sangre a que jure que le devolverá el manteón; y no puede. Y cree que después él cumplirá el juramento, lo que no hará ni por todos los dioses del Marco Central. Pero yo puedo arrancarle a usted un juramento, Pátera, y lo haré… Ya verá si no. Y sé que usted cumplirá. Usted es de los que cumplen.
— Eres realmente muy bueno, Alca -dijo Seda-. No me lo merezco.
— Si de verdad fuera bueno no habría alquilado estos burros, Pátera. Habría venido caminando para que usted se cansara; y así habría vuelto mucho más rápido.
Preocupado, Alca hizo una pausa y se pasó los dedos por el pelo.
— Claro que si llega a entrar, estar agotado no le servirá de mucho. Cuando uno está hecho polvo no trabaja bien, al menos en mi oficio. El problema es que he saqueado más de cien casas, y aquí no entraría ni por mil dorados. Hasta la vista, Pátera. Que Faia le sonría.
— Un momento. -Seda lo agarró de la manga. -¿Tú nunca has estado en esta casa? Dijiste que sí.
— Un par de veces por negocios, Pátera. No la conozco mucho.
— Dijiste que seguramente iban a prenderme, y concedo que bien puedes tener razón. De todos modos mi intención es que eso no ocurra, y si ocurre le habré fallado al Extraño, el dios que me ha enviado, así como le habré fallado si no lo intento esta noche. ¿A ti nunca te sorprendieron, Alca? Seguro que sí.
Alca asintió de mala gana.
— Una vez, Pátera, cuando era un mocoso. Me molió a sopapos. Por los campos de Faia, creí que me mataba. Y para terminar me echó a la calle a puntapiés. Fue en nuestro barrio. Ya le mostraré la casa un día.
Trató de soltarse pero Seda le retuvo la manga.
— ¿Cómo te descubrieron, Alca? ¿Qué hiciste mal? Dímelo, te lo ruego, y así no cometeré el mismo error.
— Ya lo ha cometido, Pátera. -Dio la impresión de que Alca se estaba excusando. — Mire. Yo había entrado en algunas casas y me creí muy listo y pensé que nunca me descubrirían. Tenía algunas tretas, ¿me entiende lo que digo? Y empecé a alardear y a llamarme maestro del arte, y a pensar que ante un tipo como yo se quitaría el sombrero el mismísimo Tártaro. Llegué a no preocuparme por cosas que un tipo listo no debe descuidar.
Alca quedó en silencio y Seda preguntó: -¿Qué cosas descuidaste?
— Deudas, Pátera -se rió Alca-. Pero con Sangre eso no sirve, porque no es de él de quien usted tiene que cuidarse.
— Cuéntamelo igual -insistió Seda.
— Bien, Pátera, ese tipo de la casa que le digo tenía un buen criado, ¿se da cuenta? Se ocupaba de los zapatos y esas cosas allá arriba, en El Armiño. ¿Ha oído hablar de El Armiño? Uno o dos dorados la cena. Los lugares de clase como ése atienden los ésciles, porque el esfigsedo es día de fiesta, ¿entiende? Así que esperé a que se fuera y cuando hubo polvo de por medio me colé como un soldado. Si la costilla se salía de la plancha, si la mujer llegaba a despertar, se tragaría la escoba, y yo luego iría a mi antojo por la casa. El problema fue que el fulano tenía deudas, ¿entiende? Allá en El Armiño. Le exigen que pague y él tiene que regresar a la casa. Así fue como me pescó y me pasó la deuda.
Seda asintió.
— Ahora usted esta noche, Pátera, está haciendo lo mismo. No es demasiado perspicaz. No tiene idea de quién hay ahí dentro, ni del tamaño de las habitaciones ni de cómo son las ventanas. Ni puñetera idea de lo que tiene entre manos.
— Tú deberías poder decirme algo -dijo Seda.
Alca se ajustó el pesado gancho.
— Esto es una hermosa casa de piedra con un ala a cada lado. Las alas tienen tres plantas y el medio dos. Cuando se entra por el frente como entré yo, hay una sala delantera grande. Hasta allí llegué. El que me habló de las plantas me dijo que hay un sótano principal y debajo otro. Allí están los guardias. En mi cristal usted vio uno. Y está ese culo alto, con perdón, Pátera. Como ya le dije.
— ¿Tienes idea de dónde duerme Sangre?
Alca negó con la cabeza, un movimiento apenas visible.
— Pero en lado nocturno no duerme ni una hora. Los chispas son todos así. Los negocios los tienen en pie hasta que llega la sombra. -Advirtiendo la incomprensión de Seda, Alca explicó: -Gente que viene a hablar como vine yo, o los que trabajan para él sin sombrero así sabe de dónde vienen y adonde van, Pátera.
— Entiendo.
Alca tomó las riendas del burro más bajo y montó en el suyo.
— Le quedan cuatro horas, quizá cinco, antes que suba la sombra. Después tiene que volver. Si yo fuera usted, para entonces me alejaría del muro todo lo posible, Pátera. Podría pasar un guardia recorriendo el borde. Sé que a veces lo hacen.
— De acuerdo. -Seda asintió, reflexionando que para acercarse al muro aún tenía que cubrir cierto terreno. — Gracias de nuevo. Pienses lo que pienses, no te traicionaré; y si puedo no dejaré que me pesquen.
Mientras miraba a Alca que se alejaba, Seda se preguntó cómo habría sido realmente en sus épocas de escolar, y qué le habría hecho entonces la Máitera Menta para dejar en Alca una huella tan honda. Porque a pesar del aspecto duro y el sesgo de ladrón, Alca creía; y, al revés que la de muchos hombres en apariencia mejores, tenía una fe que era mucho más que superstición. La estampa de Escila no estaba por casualidad en la pared de aquella pieza lúgubre y vacía. Esa presencia le había revelado a Seda más que el cristal: muy en lo hondo del ser de Alca, el espíritu adoraba de rodillas.
Inspirado por este pensamiento, Seda también se hincó, aunque las afiladas piedras de la colina le cortaban las rodillas. El Extraño le había prevenido que nadie lo ayudaría, pero seguramente no era ilícito pedir ayuda a otros dioses; y el patrón de los que actuaban fuera de la ley era el oscuro Tártaro.
— Habrá un cordero negro para ti solo, bondadoso Tártaro, tan pronto como pueda pagar uno más. Acuérdate de mí, que he estado al servicio de un dios menor.
Pero también Sangre actuaba fuera de la ley: traficaba óxido y mujeres y hasta hacía contrabando, eso al menos había dicho Alca. Era más que posible que Tártaro ayudase a Sangre.
Suspirando, Seda se sacudió las perneras de los viejos pantalones y empezó a bajar por la rocosa ladera. Las cosas serían como serían y a él no le quedaba otra elección que avanzar, con la ayuda del dios oscuro o sin ella. Acaso Pas el que Veía dos Veces tomara partido por él; acaso la Hirviente Escila, que en ese lugar tenía más influencia que su hermano. ¡Sin duda Escila no querría que la ciudad que más la honraba perdiese un manteón! Animado, Seda siguió su arduo camino.
Pronto las tenues luces doradas de la casa de Sangre desaparecieron tras las copas de los árboles, y con ellas la brisa. Al pie de la colina el aire volvía a ser caliente y bochornoso, denso y cargado de un verano que se alargaba más de lo razonable.
Aunque tal vez no. Mientras andaba a tientas entre troncos apretados, quebrando ramas y apartando hojas, se le ocurrió que si el año hubiera sido más normal, ahora la nieve habría cubierto el suelo del bosque y él no habría hecho lo que estaba haciendo. ¿Era posible que en realidad esa estación reseca, recalentada y aparentemente inmutable se hubiera prolongado para beneficiarlo?
Por unos segundos la idea lo detuvo entre un paso y otro. ¿Tanto calor y sudor para él? ¿Los sufrimientos diarios de la pobre Máitera Mármol, los ataques de furia de los chicos, los granos mustios y los arroyos menguantes?
No bien pensó en arroyos casi cae en un barranco; por pura suerte llegó a agarrarse de una rama que no veía. Cautelosamente bajó por la orilla accidentada y se arrodilló en las piedras lisas del cauce a buscar agua con los dedos; pero no encontró nada. Corriente arriba o abajo tenía que haber algún estanque: pero al menos allí, el cauce de lo que había sido una corriente no podía estar más seco.
Ladeando la cabeza, prestó atención a la música familiar del agua corriendo entre piedras. A lo lejos cantó un chotacabras; el áspero sonido se apagó y una vez más Seda sintió la callada expectativa de los árboles sedientos y la quietud del bosque que se cerraba alrededor.
Habían plantado ese bosque en los tiempos del caldé (así le había informado un maestro de la escola) para que la cuenca alimentara los pozos de la ciudad; y aunque ahora el Ayuntamiento permitía a los pudientes construir entre los árboles, el bosque seguía siendo muy extenso y se alargaba más de cincuenta leguas hacia el lado de Palustria. Si los arroyos estaban allí tan secos, ¿cuánto podría vivir Virón?
¿Habría que construir una ciudad nueva a orillas del lago, aunque sólo fuese por un tiempo?
Tan necesitado de luz como de agua, Seda trepó por la orilla opuesta y al cabo de cien zancadas, entre las densas hileras de árboles vio el bienvenido resplandor del tragaluz en las piedras ornadas y pulidas.
El muro que rodeaba la villa era cada vez más alto a medida que él se acercaba. Alca había hablado de una altura de entre ocho y diez codos. Desde la maciza base, Seda oteaba ahora los destellos furtivos del tragaluz en las ominosas moharras y el cálculo le pareció innecesariamente conservador. Ya un poco desalentado, desenrolló la fina cuerda de crin que llevaba a la cintura, guardó allí el hacha, e hizo -como le sugiriera Alca- un nudo corredizo en una punta de la cuerda y la arrojó a las empinadas puntas de lanza.
Por un momento que pareció al menos un minuto, la cuerda colgó sobre él como un milagro, negra como pez contra las brillantes tierras del cielo, perdida en la oscuridad allí donde cruzaba la interminable y tiznada mancha de la sombra. Un momento más y yacía a los pies de Seda.
La recogió mordiéndose los labios, abrió el nudo y volvió a arrojarla. De repente recordó las palabras del caballerizo a quien una semana antes había llevado el perdón de los dioses, resumen de cincuenta años de labor: «Hice lo que pude, Pátera, hice lo que pude.» Con ellas volvió el calor abrasador del dormitorio de cuatro tramos, las mantas rotas y desgastadas y el resto de pan duro (pan que algún hombre pudiente había destinado sin duda a su caballo) que el caballerizo ya no podía masticar.
Otro intento. Él raído, inexperto boceto de la mujer que se había marchado porque el caballerizo ya no podía alimentarlos ni a ella ni a los niños.
Un último intento y regresaría al viejo manso de la calle del Sol -el lugar al que pertenecía-; se iría a la cama, y los piojos marrones que habitaban la descolorida manta azul de caballo le harían olvidar el absurdo plan de rescate.
Prueba final. «Hice lo que pude, Pátera, hice lo que pude.»
Descripciones de tres niños que el padre no había visto desde que él, Seda, había nacido. Muy bien, pensó, un solo intento más.
Con ése, el sexto, embocó el nudo en una punta y le asombró que nadie de la casa hubiera visto la cuerda alzándose sobre el muro para caer de nuevo. Tiró con fuerza y sintió que el nudo se ajustaba, se secó las manos sudadas en la toga, plantó los pies contra la ornada piedra del muro y empezó a trepar. Estaba ya a casi cuatro metros de altura cuando el nudo se rompió y Seda se precipitó al suelo.
— ¡Pas!
Lo dijo más alto de lo que pretendía. Tres minutos o más después de la exclamación se encogió en silencio junto a la base del muro, frotándose las magulladuras y prestando atención. Al fin murmuró: -Escila, Tártaro, Gran Pas: acordaos de vuestro sirviente. No lo tratéis así. -Y se levantó a recoger y examinar la cuerda.
El nudo se había cortado, casi limpiamente, en donde tenía que haberlo enganchado la punta. Obviamente, las moharras eran filosas como hojas de espada, y él habría podido suponerlo.
Retrocediendo al bosque, anduvo a tientas entre ramas que apenas veía buscando una horqueta de tamaño adecuado. Casi a ciegas, el primer golpe de nacha hizo más ruido que un disparo de escopeta, Seda esperó, prestando atención otra vez, convencido de que pronto oiría gritos de alarma y pies apresurados.
Hasta los grillos callaban.
Las puntas de los dedos de Seda exploraron la insignificante muesca que el hacha había abierto. Apartó la mano libre, volvió a golpear la rama con fuerza y luego, como antes, se quedó inmóvil, escuchando.
Breves y distantes (como cuando hacía ya tanto tiempo, niño y febril, a través de una ventana bien cerrada y con cortinas, había oído tres calles más allá el tintineo débil pero melodioso del organillo que anunciaba el mendicante mono gris), distinguió unos compases de música, optimistas y atractivos. Se desvanecieron en seguida, y detrás sólo quedó la canción monótona del chotacabras.
Una vez seguro de que no volvería la música, descargó el hacha una y otra vez contra la madera invisible, hasta que la rama se soltó y la pudo apoyar en el árbol padre. Le limpió la rama y llevó la tosca horqueta de la oscuridad del bosque a un claro iluminado junto al muro y anudó bien la cuerda en el punto donde los dos brazos se encontraban. Al primer lanzamiento la horqueta trazó un arco por sobre las puntas; y cuando Seda recogió la cuerda se enganchó firmemente.
Cuando logró encaramarse al remate oblicuo, donde se pasó varios minutos jadeando, estirado entre las moharras y el abismo, le faltaba el aliento y tenía la toga y los pantalones empapados.
Era indudable que lo habían visto; y si no, lo verían inevitablemente no bien se incorporara. Ponerse de pie sería una locura total. Mientras buscaba recobrar el aliento, pensó que sólo un loco como él podía tener esas ideas.
Cuando al fin se levantó, del todo preparado a oír el desafío de un grito o un disparo de advertencia, tuvo que recurrir a un último resto de autodisciplina para impedirse mirar hacia abajo.
Con todo, el remate del muro era un codo más ancho de lo que esperaba; tan ancho como el camino del jardín. Pasando entre las puntas (que, le habían dicho los dedos, eran de bordes serrados), se acuclilló a estudiar la villa distante y sus terrenos, acomodándose el sombrero bajo y cubriéndose con la toga negra la mitad inferior de la cara.
El ala más próxima, estimó, estaba a unos buenos cien codos. Al frente de la villa el paseo de hierba que había mencionado Alca se perdía de vista en buena parte, pero desde la parte trasera del ala cercana corría un camino blanco, al parecer de roca de nave molida, que alcanzaba el muro a unas cien zancadas a la izquierda. A lo largo de ese camino se alzaba media docena de cobertizos, grandes y pequeños, el más grande una especie de garaje, otro (notablemente alto y angosto, con lo que parecían estrechos respiraderos alambrados en muros por lo demás lisos) una especie de granero para aves.
El que más concernía a Seda era el segundo en tamaño, aquel cuya parte de atrás se abría a un extenso corral cercado y cubierto de malla. Los postes de la empalizada eran puntiagudos, en parte quizá para sostener la malla; y al incierto resplandor del tragaluz, daba la impresión de que la superficie cercada era de tierra desnuda, con alguna que otra hierba. Sin duda era una jaula para animales peligrosos.
Escrutó el resto del terreno. Al fondo de la villa original parecía haber una terraza o patio; aunque el ala lo tapaba en gran parte, vislumbró losas y un árbol florecido en una tina de cerámica.
Por los ondulantes prados había otros árboles dispersos con estudiada negligencia, y también había setos. Sangre había construido el muro y contratado guardias, pero en realidad no temía las intrusiones. Había demasiado follaje.
Aunque, si a los perros les gustaba estar en las sombras, el intruso que pretendiera ocultarse entre las plantas podía llevarse una sorpresa desagradable, en cuyo caso lo mejor para alcanzar la villa quizá fuera una carga rápida y directa. ¿Qué habría hecho en este caso un atracador experimentado y resuelto como Alca?
Seda se arrepintió en seguida de la idea; Alca habría vuelto a la ciudad o habría encontrado una casa más accesible. Eso había dicho. El tal Sangre no era un magnate común, ni un comerciante rico ni un comisionado ducho en intrigas y engaños. Era un delincuente astuto, al parecer más preocupado por su seguridad de lo que cabía esperar. Un delincuente con secretos, pues, o con enemigos también fuera de la ley, daba la impresión. Obviamente no era amigo de Alca.
Una vez, a los doce años, con varios muchachos más, Seda se había metido en una casa vacía. Ahora recordaba el miedo y la vergüenza, las habitaciones deshabitadas, resonantes, con los muebles amortajados en polvorientas fundas blancas. ¡Qué lastimada y abatida había estado su madre cuando se enteró de lo que él había hecho! Se había negado a castigarlo, diciendo que la naturaleza del castigo debía decidirla el propietario de la casa violada.
El castigo (la mera idea hizo que se moviera molesto en el adarve del muro) no había llegado nunca, aunque se había pasado semanas y meses temiéndolo.
O quizá no había llegado hasta ahora. Aquella casa desierta, a fin de cuentas, se le había agrandado en el fondo de la mente mientras recogía la cuerda de crin y el hacha y salía en busca de Alca, entonces sólo una figura vaga que recordaba de ésciles pretéritos. Y de no haber sido por Alca y Máitera Menta, de no haber sido por los arreglos que había estado haciendo en el techo del manteón, pero sobre todo de no haber sido por el claro recuerdo de esa casa cuya ventana trasera había contribuido a forzar, de no haber sido por todo eso junto, nunca habría emprendido esa incursión a la villa de Sangre.
Mejor dicho, a una casa del Palatino que supuestamente pertenecía a Sangre. Del Palatino, donde, ahora se percataba, los ricos respetables nunca habrían admitido a un hombre de esa especie como vecino. Mejor que esa ridícula escapada clamorosamente juvenil habría sido quizá…
¿Qué? ¿Redactar acaso otra solicitud al Pátera Rémora, coadjutor del Capítulo, aunque pareciese claro que el Capítulo ya había tomado una decisión? ¿O buscar una entrevista con Su Cognescencia el Prolocutor, la entrevista que no había podido obtener unas semanas antes, cuando al fin se le había hecho evidente (eso había pensado entonces) la grave situación económica del manteón? Se le crisparon los puños al recordar la expresión del taimado y menudo protonotario de Su Cognescencia, la larga espera culminada con la información de que Su Cognescencia se había retirado a dormir. Su Cognescencia era muy anciano, había explicado el protonotario (como si él, Pátera Seda, fuese extranjero). Últimamente Su Cognescencia se cansaba con suma facilidad.
Y con eso el protonotorio había desplegado una sonrisa malévola, más-que-comprensiva, y Seda había querido pegarle.
Muy bien, pues: ya había explorado las dos posibilidades. Con todo, seguro que podría haber hecho alguna cosa más, algo sensato, y práctico, y sobre todo, legal.
Estaba pensándolo cuando el talus que le había mencionado Alca asomó en una esquina del ala más lejana, pesado y deslizante, apareciendo fugazmente sólo para desvanecerse y aparecer de nuevo a medida que el movimiento lo llevaba del resplandor del tragaluz a la sombra y de la sombra, una vez más, a la luz brillante de la apertura en el cielo.
Lo primero que se le ocurrió a Seda fue que lo había oído; pero se movía demasiado despacio. No; era apenas una patrulla de rutina, uno más de los cientos de circuitos que recorrían alrededor de la alta villa almenada desde que Sangre la había contratado. Nervioso, Seda se preguntó si la máquina tendría buena vista, y si escaneaba por rutina el adarve del muro. Una vez la Máitera Mármol le había dicho que ella veía menos que él, aunque él leía con gafas desde los nueve años. Pero quizás eso no era ahora más que un defecto de la edad; el talus tenía que ser más joven, aunque también más rudimentario. Lo mejor, por cierto, era que él no se moviera.
Sin embargo, le costaba cada vez más mantenerse inmóvil, y el talus se iba acercando. Daba la impresión de llevar casco, una descarada cúpula lustrosa más amplia que la de muchas tumbas respetables. Por debajo del casco refulgía la mirada de un ogro labrado en metal negro: nariz ancha y aplastada, protuberantes ojos rojos, grandes mejillas chatas como tejas de pizarra y boca abierta retraída en una sonrisa salvaje. Era probable que los afilados colmillos blancos que sobresalían de los labios encarnados fuesen mera bravata, pero flanqueando cada colmillo se veía el delgado cañón de un zumbador.
Muy por debajo de la amenazante cabeza, el blindado cuerpo del talus, casi un vagón, rodaba sobre unas cintas oscuras que lo transportaban en perfecto silencio por la hierba bien cortada. No había lanzagujas, espada ni ciertamente un hacha como la de Seda capaz de dañar la textura del talus más que con un rasguño. Enfrentado directamente, podía vérselas de sobra con un pelotón entero de guardias armados. Seda resolvió -con ánimo firme- no enfrentarlo nunca directamente, y si podía ingeniárselas no enfrentarlo nunca.
Cerca ya de la pálida franja que era el camino de piedra blanca, la máquina se detuvo. Lenta y silenciosa, la enorme cabeza ceñuda giró para examinar›1 fondo de la villa, cada uno de los edificios por turno, luego el camino de entrada y por último el muro, recorriéndolo (así pareció) dos veces de un extremo a otro. Seda tuvo la certeza de que se le había detenido el corazón, helado de miedo. En un momento más perdería la conciencia y caería hacia delante. El talus lo arrollaría, seguro, lo desmembraría con esas brutales manos de acero más grandes que las palas más anchas; pero no importaría, porque él ya estaría muerto.
Al fin pareció que el talus lo veía. Por un largo momento la cabeza dejó de moverse y los ojos feroces lo miraron a la cara. Leve como una nube, inexorable como un alud, empezó a deslizarse hacia él. Despacio, tan despacio que al principio Seda no se permitió creerlo, el trayecto se fue desviando a la izquierda, los ojos lo abandonaron y entre los flancos redondos él pudo distinguir las escalas de cáñamo que permitían a las tropas de asalto entrar en combate a bordo de la achatada espalda del talus.
No se movió hasta que hubo desaparecido tras la esquina del ala más cercana; luego volvió a pasar entre las puntas, dejó caer la cuerda y la horqueta y saltó. Aunque dio en la tierra reseca con las rodillas dobladas y rodó hacia delante, volviendo a poner en práctica las lecciones de la infancia, sintió la picadura del golpe en las plantas de los pies y quedó tendido sin aliento.
La puerta trasera, a la cual llevaba el camino blanco, era de rejas, angosta y empotrada. Tal vez (o tal vez no, reflexionó Seda) el llamador que había al lado sirviese para llamar a un sirviente humano. De pronto no tuvo miedo y tiró de la cuerda, mirando por los intersticios de cuatro dedos de ancho para ver quién aparecía, mientras sobre su cabeza sonaba funestamente la campana. No se oyó ni un ladrido. Sólo por un momento le pareció advertir un centelleo de ojos en las sombras de un gran sauce que había entre el muro y la casa; pero era una imagen demasiado breve y los ojos (si habían sido ojos) habrían estado a una altura de siete codos o más.
El propio talus abrió la puerta.
— ¡Quién es usted! -bramó. Pareció inclinarse hacia delante mientras enfocaba en él los zumbadores.
Seda se bajó más el sombrero de ala ancha.
— Alguien con un mensaje para Sangre, tu amo -anunció-. Apártate de mi camino. -Rápidamente se puso bajo la puerta, de modo que no pudieran bajarla de nuevo sin aplastarlo. Nunca había estado tan cerca de un talus, y ahora lo dominó la curiosidad; estiró la mano y tocó la placa angulada que era el pecho de la máquina. Lo sorprendió encontrarla levemente tibia.
— ¡Quién es usted! -volvió a bramar el talus.
— ¿Quieres mi nombre o la tésera que me han concedido? -replicó Seda-. Tengo las dos cosas.
Aunque no había dado en absoluto la impresión de moverse, ahora el talus estaba más cerca, tan cerca que la placa del pecho ya le apretaba la toga.
— ¡Atrás!
Imprevistamente, Seda se sintió niño de nuevo, un niño enfrentado a un adulto, un gigante indiferente y gritón. En una historia que le leía su madre había un niño audaz que se lanzaba entre las piernas de un gigante. Ahora habría podido hacer lo mismo: las inconsútiles bandas negras sobre las cuales se alzaba el talus le mantenían el cuerpo de acero al menos a tres codos del suelo.
¿Podría correr más que un talus? Se mojó los labios. No si eran tan rápidos como las flotadoras. Pero ¿eran tan rápidos? Importaría muy poco si éste decidía disparar.
Como la placa del talus lo empujaba, retrocedió y casi cayó de espaldas.
— ¡Fuera de aquí!
— Dile a Sangre que ya estuve. -Seguramente lo anunciarían. Era mucho mejor dar la impresión de que lo deseaba. — Dile que tengo información.
— ¿Quién es usted?
— Óxido -susurró Seda-. Ahora déjame entrar.
De pronto el talus retrocedió blandamente. La puerta cayó con estrépito a un palmo de la cara de Seda. Era muy posible que hubiese una tésera, una palabra o seña que ordenaba admisión inmediata. Pero sin duda no era óxido.
Se alejó de la entrada, descubriendo con alguna sorpresa que le temblaban las piernas. ¿Atendería el talus también la puerta principal? Muy probable; pero no había nada malo en averiguarlo, y el fondo de la villa parecía realmente poco prometedor.
Mientras tomaba el largo sendero que bordeando el muro lo llevaría a la puerta delantera, reflexionó que Alca (y por extensión otros del mismo oficio) habría intentado entrar por los fondos de la villa, previendo lo cual, tal vez, un planificador lúcido habría decidido tomar allí más precauciones.
Un momento después se reprendió por la idea. Cierto que Alca no se habría atrevido a probar la puerta de delante, pero el talus no lo habría aterrorizado como a él. Recordó la basta, torva cara de Alca, los ojos entornados, las orejas prominentes y la maciza mandíbula mal afeitada. Alca habría tenido cuidado, sí; pero nunca miedo. Más importante todavía, Alca creía en la bondad de los dioses, en su benigno cuidado personal; algo en lo que él, cuyo oficio era profesarlo, apenas se esforzaba en creer.
Meneando la cabeza, sacó las cuentas del bolsillo
y reconfortó los dedos en el lustre cristalino y la masa oscilante de la cruz vacía. Nueve décadas, cada una para alabar y rogar a una de las divinidades mayores, con una década adicional, inespecífica, de la cual colgaba la cruz. Por primera vez se le ocurrió que en cada década había también diez cuentas. ¿Habían sido Diez los Nueve en un tiempo lejano? Apartó de la mente este pensamiento herético.
Primero la cruz. -A ti, Gran Pas.
El espacio vacío en forma de X guardaba un secreto, eso al menos le había confiado un maestro tiempo atrás, un misterio mucho más oscuro que el de los brazos desmontables que él mostraba a los niños y niñas más chicos de la palestra y usaba (como todos los augures) para probar y establecer conexiones sagradas. Desafortunadamente, el maestro no se había sentido preparado para confiarle el secreto, y era probable que no lo supiera si en realidad había tal secreto. Seda desechó la idea encogiendo los hombros, y se apretó contra el pecho el enigmático vacío de la cruz vacía.
— A ti, Gran Pas, te ofrezco mi pobre corazón y mi espíritu entero, mi mente y toda mi creencia…
La hierba fue raleando y desapareció, reemplazada por extrañas plantitas como verdosos paraguas de capas múltiples y aspecto sano, floreciente, que sin embargo se deshicieron en polvo no bien Seda las pisó.
La puerta delantera de Sangre, en todo caso, prometía menos que la otra, pues en una caja de metal negro, arriba del dintel, relucía un ojo. Si llamaba, Mosqueta o cualquiera como él, no sólo podría verlo desde dentro sino también interrogarlo, sin duda, hablando por una boca de la caja.
Durante cinco minutos o más, sentado en una piedra oportuna, frotándose los pies, Seda sopesó la conveniencia de someterse al escrutinio de ese ojo, y al desconocido inquisidor que lo examinaría a través de él. Como mentiroso se sabía menos que competente; y cuando trató de urdir un cuento que pudiera llevarlo ante la presencia de Sangre, lo descorazonó que sus maquinaciones fueran tan poco convincentes y frágiles. Por último, con una clara sensación de alivio, tuvo que concluir que la perspectiva era imposible: tendría que meterse en la villa a escondidas, si lo lograba.
Después de atarse de nuevo los cordones se puso en pie, avanzó otros cien pasos a lo largo del muro y una vez más lanzó la horqueta hacia las moharras.
Como había indicado Alca, había un edificio central de dos plantas, con alas con tres hileras de ventanas superpuestas, aunque las estructuras tenían casi la misma altura. Tanto el edificio como las alas eran de la misma piedra lisa y grisácea que el muro, y eran todas tan altas que parecía del todo imposible arrojar la horqueta hasta el techo. Para entrar directamente tendría que descubrir una puerta sin cerrojo o forzar alguna bisagra de la planta baja, exactamente como unos años antes había hecho con otros niños para meterse en la casa abandonada. La idea lo estremeció.
En el extremo del ala derecha, no obstante (la estructura más remota desde donde él estaba), había un modesto anexo cuyos merlones decorativos se alzaban al parecer no más de diez codos por encima del césped; y el tamaño y la contigüidad de sus numerosas ventanas sugería que tal vez fuese un conservatorio. Seda pensó que esto podía servirle más tarde y volvió la atención al terreno.
El ancho paseo de hierba que ondulaba tan graciosamente hasta la columnata del pórtico estaba bordeado de brillantes macizos de flores. A cierta distancia de la entrada, una magnífica Escila de porcelana se retorcía pálidamente entre los chorros de una fuente ostentosa, escupiendo agua tanto por la femenina boca como por los tentáculos levantados.
Agua perfumada; olisqueando como un sabueso el aire casi inmóvil, Seda captó una fragancia de rosas té. Posponiendo cualquier juicio sobre el gusto de Sangre, asintió aprobando esa prueba tangible de civismo pío. A lo mejor Sangre no era tan malo, al fin y al cabo, pese a lo que pensaba Alca. Sangre había aportado tres tarjetas para un sacrificio; bien podía ser que abordándolo correctamente fuera dócil a la razón.
Era posible que en última instancia el recado del Extraño no se redujera sino a eso. Dando rienda suelta uno o dos segundos a tan placentera línea de pensamiento, Seda se imaginó sentado cómodamente en una lujosa estancia de la villa, riéndose a gusto de sus propias aventuras con el hombre de aire próspero con quien había hablado en la calle del Sol. Vaya, ni siquiera iba a ser del todo intempestivo hablar de una contribución para financiar las necesarias reformas.
En la otra punta del paseo de hierba…
El rugido distante de una flotadora que se acercaba hizo que girase la cabeza. Encendiendo el polvo que levantaba con sus propias luces móviles, se precipitaba hacia la puerta principal por el camino público. Rápidamente Seda se tendió tras las hilera de puntas de lanza.
Cuando la flotadora frenó, dos figuras en plateada armadura de conflicto salieron disparadas del pórtico montando galopadoras. En ese mismo momento, el talus bordeó el conservatorio (si eso era) a toda velocidad, esquivando árboles y matas a medida que cruzaba el parque casi tan deprisa como las galopadoras; detrás del talus corría una docena de bestias serpenteantes, al parecer sin rabo, barbudas y con cuernos en la cabeza.
Mientras Seda miraba fascinado, los gruesos brazos metálicos del talus se desplegaron como telescopios, veinte codos o más, y se prendieron a un anillo que había en lo alto de la pared cerca de la puerta. Se oyó el golpeteo de una cadena invisible. Los brazos se retrajeron, arrastrando anillo y cadena, y la puerta se levantó.
La sombra de una nube que venía del este veló las columnas del pórtico, y luego los escalones de debajo; Seda murmuró una frenética invocación a Tártaro e intentó estimar la velocidad de la nube.
Cuando la flotadora planeó por debajo del redondeado arco de la puerta, las turbinas dejaron escapar un gemido tenue, extrañamente solitario. Una de las bestias encornadas saltó al dosel transparente, dando la impresión de agazaparse en el aire vacío, hasta que los hombres blindados la arrancaron de allí entre gruñidos y maldiciones, amenazándola con las escopetas recortadas.
Mientras la flotadora barría orgullosamente el paseo de hierba, escoltada por las galopadoras y acompañada por las seis bestias encornadas -que una y otra vez se alzaban sobre las patas traseras para espiar alrededor- el talus dejó caer de nuevo la pesada puerta. La nave, desaceleró y se posó en la hierba ante la ancha escalera de piedra y el talus llamó a las bestias encornadas con un aullido agudo, escalofriante, que ninguna garganta humana habría podido emitir.
Mientras los pasajeros de ropas fulgurantes desembarcaban en el jardín, Seda saltó del muro y se lanzó por el parque hacia el conservatorio; con un esfuerzo desesperado lanzó la horqueta hasta las almenas ornamentales y por la cuerda de crin trepó hasta la azotea.