7

El trato

— No es mucho -dijo el hombrecito inquieto-, pero me pertenece mientras él me deje tenerlo.

«No es mucho» era una habitación moderadamente grande y muy atestada del ala norte de la villa de Sangre y, mientras hablaba, el hombrecito inquieto hurgó en un cajón. Puso un frasco bajo el cañón de un arma de aspecto rudimentario, metió la punta por un desgarrón en la toga de Seda y disparó.

Seda sintió un dolor agudo, como si lo hubiera picado una abeja.

— A muchos esto los mata -le informó el hombrecito inquieto-, así que veremos qué pasa con usted. Si en uno o dos minutos no se muere, le daré un poco más. ¿Problemas para respirar?

Con los dientes apretados por el dolor en el tobillo, Seda tomó aliento y sacudió la cabeza.

— Bien. En realidad era una dosis mínima. No va a matarlo aunque sea sensible, pero le curará esos cortes profundos y llegará a sentirse demasiado mal y me dirá que ya basta. -El hombrecito inquieto se inclinó a mirar a Seda a los ojos. — Respire hondo de nuevo y suelte.

Seda obedeció.

— ¿Cómo se llama, doctor?

— Aquí no usamos mucho los nombres. Levante ese brazo.

Seda lo levantó, y la abeja picó de nuevo.

— Calma el dolor y combate la infección. -Agachándose, el hombrecito inquieto subió la pernera del pantalón de Seda y aplicó a la pantorrilla la boca de aquella extraña arma.

— Esta vez no funcionó -le dijo Seda.

— Funcionó, sí. Aunque usted no sintió nada. Ahora podemos quitar ese zapato.

— Yo me llamo Pátera Seda.

El hombrecito inquieto alzó los ojos.

— Doctor Grulla, Seda. Ríase si quiere. ¿De veras es augur? Eso dijo Mosqueta.

Seda asintió.

— ¿Y saltó de una ventana del segundo piso? No vuelva a hacerlo. -El doctor Grulla desató los cordones y quitó el zapato. — Mi madre esperaba que fuera alto, ¿se da cuenta? Ella era alta, y le gustaban los hombres altos. Mi padre era un hombre pequeño.

Seda dijo: -Me doy cuenta.

— Lo dudo. -El doctor Grulla se inclinó sobre el pie de Seda; por entre el pelo gris se le veía el cuero cabelludo, de color rosado. — Voy a tener que cortar el calcetín. Si tiro tal vez le duela más. -Sacó unas tijeras exactamente iguales a las que Seda había encontrado en el balneo de Jacinta. -Ahora ella está muerta, así que ya no importa, me imagino. -El calcetín roto cayó al suelo. — ¿Quiere ver cómo era él?

La ausencia de dolor era intoxicante; Seda se sentía mareado de felicidad.

— Me encantaría -dijo. Y se las arregló para añadir-: Si le interesa mostrármelo.

— No puedo impedirlo. Lo está viendo ahora mismo, ya que me le parezco en todo. Somos lo que somos por los genes, no por el nombre.

— Por la voluntad de los dioses. -Los ojos de Seda le dijeron que el pequeño médico le estaba palpando con los dedos la hinchazón del tobillo derecho; pero él no sentía nada. — Si la madre de usted era alta eso explicaría que usted también lo fuese.

— ¿No le hago daño?

Seda negó con la cabeza. -Yo no me parezco a mi madre; ella era menuda y morena. No tengo idea de cómo era mi padre, pero sé que yo soy el hombre que antes de mi nacimiento cierto dios deseó que fuese.

— ¿Su madre murió?

— Partió hacia el Marco Central -dijo Seda- un mes antes de mi designación.

— Tiene ojos azules. Es la segunda persona así que veo en mi vida… no, la tercera. Lástima que no sepa quién fue su padre. Me gustaría echarle un vistazo. Mire si puede ponerse de pie.

Seda podía y lo hizo.

— Magnífico. Permita que lo tome por el brazo. Quiero que se suba a esa mesa. Es una fractura bonita y limpia, al menos eso parece, y voy a arreglarla y enyesarla.

No planeaban matarlo. Seda saboreó el pensamiento. Y si no planeaban matarlo, aún quedaba una oportunidad de salvar el manteón.

Sangre estaba levemente borracho. Seda se lo envidió casi tanto como que ahora fuera dueño del viejo manteón. Como si le hubiera leído la mente, Sangre dijo:

— ¿No le han traído nada, Pátera? Mosqueta, que alguien le sirva una copa.

Asintiendo, el joven se deslizó fuera de la sala, con lo que Seda se sintió mejor.

— Tenemos otro material, Pátera. Supongo que usted no consume…

Seda dijo: -Su médico ya me dio una droga para aliviar el dolor. Dudo que convenga mezclarla con otra cosa. -Era muy consciente de ese dolor, que empezaba a volver; pero no tenía intención de permitir que Sangre lo notara.

— Tiene mucha razón. -Sangre se echó hacia adelante en su gran sillón de cuero rojo, y por un momento Seda pensó que iba a caerse. — De todo un toque ligero: ése es mi lema. Lo ha sido siempre. Incluso en esa iluminación suya un leve toque es lo mejor.

Seda sacudió la cabeza. -A pesar de lo que me ha sucedido, no puedo estar de acuerdo.

— ¡Pero qué dice! -Con una amplia sonrisa, Sangre fingió encolerizarse. — ¿La iluminación le indicó que viniera a meterse en mi casa? No, no, Pátera. No intente contarme eso. Fue codicia, lo mismo que usted me achacaría a mí. Como esa sibila de lata le contó que yo había comprado el local, cosa que he hecho, y muy legalmente, usted se imaginó que valía la pena quitármelo. No me venga con cuentos. Soy zorro viejo.

— He venido a robarle a mi vez el manteón -dijo Seda-. Sin duda es una cosa que vale la pena. Usted nos lo quitó legalmente y yo pensaba quitárselo a usted, si podía, de la manera que pudiese.

Sangre escupió, y se volvió buscando su vaso, estaba vacío y lo dejó caer en la alfombra.

— ¿Qué creyó que iba a hacer? ¿Buscar entre mis papeles esa mierda de manuscrito? Daría igual, joder. El comprador oficial es Mosqueta, y con pagar un par de tarjetas tendría una nueva copia.

— Iba a obligarlo a que me lo cediese -dijo Seda-. Pensaba esconderme en su dormitorio, y cuando usted llegara, iba a amenazarlo para que hiciese exactamente lo que yo le ordenase.

La puerta se abrió. Entró Mosqueta, seguido de un lacayo de librea que traía una bandeja. El lacayo dejó la bandeja junto a Seda, en una mesa de marquetería.

— ¿Algo más, señor?

Seda tomó la copa baja y sorbió el acuoso líquido blanco. -No, gracias. Muchas gracias, Mosqueta.

El sirviente se marchó; Mosqueta sonrió con amargura.

— Esto empieza a interesarme. -Sangre se inclinó hacia delante, la cara roja todavía más roja. — ¿De verdad me habría matado, Pátera?

Seda, que no lo habría hecho, estaba seguro de que no le creerían.

— Esperaba que no fuese necesario.

— Ya. Ya. ¿Y no se le pasó por la cabeza que no bien se fuera yo llamaría a gritos a ciertos amigos de la Guardia Civil? ¿Que ni siquiera tendría que recurrir a los míos, porque la Guardia haría el trabajo? -Sangre se rió y Mosqueta se tapó la sonrisa con una mano.

Seda volvió a sorber la bebida, preguntándose fugazmente si no le habrían puesto alguna droga. Si querían drogado, reflexionó, no necesitaban ningún subterfugio. Fuera lo que fuese, sin duda era una bebida muy fuerte. Con droga o sin ella, le mitigaría el dolor del tobillo. Se arriesgó a un trago prudente. Esa noche ya había bebido coñac, el coñac que le había dado Suncho; parecía que hubiese sido mucho tiempo atrás. Hiciera lo que hiciera además, seguro que Sangre no le cobraría la copa. (Menos de una vez al mes Seda bebía algo más fuerte que agua.)

— Bueno, ¿no se le ocurrió? -gruñó Sangre disgustado-. ¿Sabe, Pátera?, tengo a algunos trabajando que no piensan mucho mejor que usted.

Seda devolvió la copa a la bandeja.

— Iba a hacerle firmar una confesión. No se me ocurrió ninguna otra cosa.

— ¿A mí? ¿Confesar qué?

— No importaba. -La fatiga había envuelto a Seda como un capote. No sabía que pudiera haber sillones tan cómodos como ése: un sillón para dormir días enteros. — Una conspiración para derrocar al Ayuntamiento, tal vez. Algo por el estilo. -Recordando ciertas situaciones embarazosas en clase, se obligó a tomar aliento para no bostezar; el débil latido del pie le parecía muy lejano, como si el amable hechizo de la copa lo hubiera empujado allende los límites de las más remotas tierras vironesas. — Se la habría dado a un… a otro augur, un conocido mío. Iba a dárselo bajo sello y hacerle prometer que si me pasaba algo lo llevaría al Juzgado. Algo por el estilo.

— No está mal. -Sangre se sacó de la faja el pequeño lanzagujas de Jacinta, puso el pulgar sobre el seguro y apuntó cuidadosamente al pecho de Seda.

Frunciendo el ceño, Mosqueta le tocó el brazo.

Sangre soltó una risita. -Bueno, no te preocupes. Quería ver qué hubiera hecho él en mi lugar, nada más. No parece muy molesto. -El malévolo ojo del lanzagujas se torció a la izquierda y escupió, y el estallido de la copa bañó a Seda en licor picante y añicos.

Se secó con los dedos.

— ¿Qué quería que yo le firmase? Me alegrará complacerlo. Déme el papel.

— No sé. -Sangre dejó el arma enchapada en oro sobre el soporte que había sostenido el vaso. — ¿Usted qué tiene, Pátera?

— Dos cajones de ropa y tres libros. No, dos; mi ejemplar personal de las Escrituras lo vendí. Mis cuentas… aquí las tengo, y si quiere se las doy ahora mismo. Mi viejo estuche para plumas, pero se ha quedado en la túnica, en el cuarto de esa mujer. Si manda a alguien que lo traiga, confesaré que he trepado por el techo y he entrado en la casa de usted sin permiso, y encima le daré el estuche.

Sangre sacudió la cabeza. -No necesito su confesión, Pátera. Lo tengo a usted.

— Como guste. -Seda recordó su habitación, encima de la cocina del manso. — El gammadión de Pas. De acero, claro, pero la cadena es de plata y acaso tenga algún valor. También un altar portátil que perteneció al Pátera Perca. Como lo he instalado en mi vestidor, se podría decir que es mío. Hay un tríptico bastante bueno, una lamparita policromada, un paño de ofertorio y cosas con una caja de tejo para transportarlas. ¿Los quiere? Yo tenía la esperanza necia, sin duda, de pasárselos a mi sucesor.

Con un ademán, Sangre rechazó el tríptico.

— ¿Cómo cruzó la puerta?

— No la crucé. Corté una rama en el bosque y la até a esta cuerda. -Seda se señaló la cintura. — Arrojé la rama por encima de las moharras y empleé la cuerda para escalar el muro.

— Habrá que tomar algunas precauciones. -Sangre echó a Mosqueta una mirada significativa. — Dice que estuvo en el techo; o sea que fue usted quien mató a Hiérax.

Sintiéndose como si acabaran de despertarlo, Seda se enderezó en el asiento.

— ¿Le puso el nombre del dios?

— Fue Mosqueta. ¿Por qué no?

— Era un buitre grifo -explicó Mosqueta-, un pájaro de montaña. Hermoso. Pensé que acaso podría enseñarle a matar.

— Pero fue inútil -continuó Sangre-. Mosqueta se enojó con el pájaro e iba a acuchillarlo. Mosqueta tiene las caballerizas, allí detrás.

Seda asintió, educado. Una vez el Pátera Perca le había señalado que era imposible deducir de la apariencia de un hombre qué podía darle placer; estudiando a Mosqueta, Seda decidió que nunca había acordado a la sagacidad del Pátera Perca todo el respeto que merecía.

— Entonces le dije que si no lo quería me lo diese a mí -continuó Sangre- y lo puse en el tejado como mascota.

— Entiendo. -Seda hizo una pausa. — Le cortó las alas.

— Mandé que lo hiciese un ayudante de Mosqueta -explicó Sangre- para que no se escapase. De todos modos no cazaba.

Seda asintió, sobre todo para él mismo.

— Pero a mí me atacó, quizá porque recogí ese trozo de piel. Estábamos al lado de la almena, y en la excitación del momento él, me niego a llamarlo Hiérax, Hiérax es un nombre sagrado, olvidó que ya no podía volar.

Sangre estiró la mano buscando el lanzagujas. -Está diciendo que lo maté yo. ¡Mentira, maldita sea! Lo mató usted.

Seda volvió a asentir.

— Murió por desventura cuando luchaba conmigo; pero si quiere puede decir que lo maté yo. Era lo que intentaba hacer, por cierto.

— Y le robó este arma a Jacinta antes de que ella lo empujase por la ventana con el azot… Tiene que ser una caída de treinta codos. ¿Qué impidió que la matara?

— ¿En mi lugar usted lo habría hecho? -preguntó Seda.

Sangre rió. -Y la hubiera echado a los pájaros de Mosqueta.

— Lo que yo le he hecho a usted ya es sin duda mucho peor que lo que me hizo Jacinta; por no hablar de lo que pensaba hacerle. ¿Me va a matar? -Si Sangre arremetía, decidió Seda, pese a la pierna herida quizá pudiera arrebatarle el arma. Y con el cañón en la cabeza de Sangre podría obligarlos a que lo dejaran ir. Preparado, calculó la distancia en tanto se acercaba al borde del sillón.

— Quizá. Quizá, Pátera. -Sangre jugó con el lanzagujas; lo palmeó, le dio la vuelta, lo sopesó. Ahora parecía casi sobrio. — Comprenderá, espero que lo comprenda, en todo caso, que no hemos cometido ningún delito. Nadie: ni yo, ni Mosqueta ni ninguno de mis hombres.

Seda iba a hablar pero decidió callarse.

— ¿Se cree que ha averiguado algo? Muy bien, me lo imagino. Ha hablado con Cinta y piensa que es una prostituta. El azot se lo dio uno de nuestros huéspedes de esta noche. Menudo regalito, buenísimo para venir de un consejero. Tal vez alardeó también con otros regalos. ¿He dado en el blanco?

Seda asintió con cautela, los ojos en el lanzagujas.

— Había tenido varios… visitantes.

Sangre se rió. -Míralo, Mosqueta, se está ruborizando. Sí, Pátera, lo sé. La cuestión es que no pagaron, y a la ley sólo eso le importa. Eran invitados míos, y Jacinta es huésped permanente de esta casa. Así que si ella quiere hacerle pasar un buen rato a alguien, es asunto de ella y mío, pero no suyo. Me dice que vino a recuperar el manteón. Bien, nosotros no se lo quitamos. -Sangre enfatizó el comentario con un golpecito del arma en la cara de Seda. — Si vamos a hablar de lo ilegal tenemos que hablar también de lo legal. Y legalmente usted no fue nunca el dueño. Según la escritura que tengo, el manteón pertenecía al Capítulo. ¿Es así?

Seda asintió.

— Y el municipio se lo retiró al Capítulo por acumulación de impuestos impagos. No a usted, porque suyo no fue nunca. Creo que esto pasó la semana pasada. Fue todo correcto, estoy seguro. Se notificó al Capítulo y demás. ¿Ellos no se lo contaron?

— No -suspiró Seda, y se obligó a relajarse-. Yo sabía que podía pasar, y de hecho se lo advertí al Capítulo. Pero no me informaron.

— Pues tendrían que pedirle disculpas, Pátera, y ojalá lo hagan. Pero ni Mosqueta ni yo tenemos nada que ver. Mosqueta le compró el manteón al municipio; una operación de lo más normal. Actuó en mi nombre y con mi dinero, pero eso tampoco es ilegal: es un negocio entre él y yo. Trece mil tarjetas, pagamos, más los gastos. No robamos nada, ¿no?

— Si usted cierra el manteón perjudicará a todo el barrio, a varios miles de familias pobres.

— Que se vayan a otro lado, si quieren, y de todos modos yo diría que es asunto del Capítulo. -Sangre señaló con el arma los moretones en el pecho de

Seda. — Siempre se perjudica a alguien, y no es eso lo que estamos discutiendo. Pero usted luchó con mi mascota y saltó por una ventana, y está molido. Jacinta usó el azot para defenderse, a lo cual tiene todo el derecho del mundo. No estará pensando en cantar, ¿no?

— ¿Cantar?

— Ir a quejarse a los verdolagas.

— Entiendo. No, desde luego que no.

— Muy bien. Me alegra que sea razonable. Piénselo. Se coló en mi casa con la idea de quitarme una propiedad, que es de Mosqueta, pero eso usted no lo sabía. Y ya que lo admitió delante de los dos, si hace falta lo juraremos ante el juez.

Seda sonrió, y tuvo la impresión de que hacía mucho que no sonreía.

— En realidad no me va a matar, ¿no, Sangre? No tiene ganas de arriesgarse.

El dedo de Sangre encontró el gatillo del arma.

— Siga hablando así y a lo mejor lo mato, Pátera.

— No creo. Se lo encargaría a otro, probablemente a Mosqueta. Pero no, lo que intenta es que me vaya con miedo.

— Pátera, si me sigue hablando así terminará mal. No le quedarán marcas, pero no le gustará nada. Mosqueta tiene experiencia. Lo hace muy bien.

— A un augur no. El que lastima a un augur, sea como sea, padece el disgusto de los dioses.

El dolor fue súbito como un golpe, y tan agudo que lo dejó sin aliento. Seda sintió que le habían aplastado la cabeza.

— Hay unos lugares detrás de las orejas -explicó Sangre-. Mosqueta los aprieta con los nudillos.

Boqueando, con las manos de Mosqueta en los mastoides, Seda no podía ni asentir.

— Si hace falta lo hacemos sin parar -continuó Sangre-. Y si al fin hay que dejarlo para irse a dormir, por la mañana empezamos de nuevo.

La niebla roja que había empañado la visión de Seda empezaba ahora a despejarse.

— No es necesario que me explique mi situación -consiguió decir.

— Puede que no. Igual lo haré cada vez que se me antoje. Pero volviendo adonde estábamos… Tiene razón. Si no es indispensable, preferiríamos no matarlo. Hay tres o cuatro razones diferentes, todas muy buenas. Por empezar, usted es augur. Si alguna vez los dioses tuvieron en cuenta a Virón, hace mucho que se olvidaron. Por mi parte, yo nunca le vi nada al asunto, salvo como medio para que personas como usted consigan lo que quieran sin trabajar. Pero por usted vela el Capítulo, y si alguna vez se destapara que lo liquidamos, si se habla, digo, porque nunca podrán probar nada, la gente se pondría intranquila, lo que no es bueno para los negocios.

Seda dijo: -Entonces yo no habría muerto en vano. -Y volvió a sentir los dedos de Mosqueta detrás de las orejas.

Sangre movió la cabeza y la contingente tortura se detuvo, suspendida al filo de la posibilidad.

— Pero también compramos la finca para que algunos piensen en nosotros. ¿Le dijo a alguien que venía?

Seda estaba dispuesto a mentir si hacía falta, pero en lo posible prefería las evasivas.

— ¿A las sibilas, dice? No, nada de eso.

Sangre hizo otro gesto y el peligro pasó.

— De todos modos podría despertar la atención de alguien, y no sé bien quién lo ha visto. Cinta lo vio, y habló con usted y todo. Probablemente hasta sabe cómo se llama.

Aunque no lo recordaba, Seda dijo: -Sí. ¿Confía en ella? Es la esposa de usted.

Detrás, Mosqueta ahogó una risita. Sangre lanzó una carcajada, palmeándose el muslo con la mano libre.

Seda se encogió de hombros. -Un sirviente se refirió a ella como su ama. A mí me tomó por un invitado, claro.

Sangre se secó los ojos. -La chica me gusta, Pátera, y el hecho de ser la ramera más guapa de Virón la convierte en un bien muy valioso. Pero aparte de eso… -Sangre borró el asunto con un ademán. — Lo que iba a decirle es que prefiero tenerlo de amigo. Un buen amigo. -Viendo la expresión de Seda volvió a reírse.

Seda intentó parecer despreocupado. -Mi amistad es fácil de obtener. -Ésta era la conversación que había imaginado mientras espiaba la villa desde el filo del muro; frenéticamente buscó las frases ya ensayadas. — Devuelva mi manteón al Capítulo y lo bendeciré por el resto de mi vida. -Una gota de sudor le resbaló de la frente a un ojo. Temiendo que si buscaba el pañuelo Mosqueta pensase que estaba armado, se enjugó la cara con la manga.

— Eso no me sería lo que se dice fácil, Pátera. He pagado trece mil por su finca, y no me devolverán ni una. Pero se me ha ocurrido una forma de amistad que puede cargarme el bolsillo, y esto siempre me gusta. Usted es un ladrón común. Lo ha admitido. Bueno, yo también. -Sangre se levantó, y desperezándose, pareció admirar los costosos muebles de la sala. — ¿Por qué dos de la misma especie van a andar con escarceos de gatos, buscando la oportunidad de apuñalarse?

Mosqueta acarició el pelo de Seda. Esto hizo que Seda se sintiera sucio, y gritó:

— ¡Para ya!

Mosqueta paró.

— Usted es valiente, Pátera. Y tiene recursos. -Sangre cruzó la sala para estudiar una pintura gris y dorada en la que Pas condenaba a los espíritus perdidos; tenía una cabeza lívida de ira mientras la otra pronunciaba la sentencia. — En la situación de usted, yo no me habría atrevido a tratar así a Mosqueta, pero usted se atrevió y se salió con la suya. Es joven, es fuerte y encima tiene un par de ventajas que los demás no tenemos. De un augur no sospecha nadie, y lo han educado bastante bien; mejor que a mí, no lo niego. Y ahora, de ladrón a ladrón, y yendo al grano, dígame: ¿no sabía que robarme una propiedad estaba mal?

— Sí, por supuesto. -Seda hizo una pausa para ordenar sus ideas. — Sin embargo hay veces que uno debe elegir entre dos males. Usted es un hombre rico; despojado de su manteón seguiría siendo rico. En nuestro barrio hay cientos de familias, gentes muy pobres, que sin mi manteón serían mucho más pobres. Me pareció un argumento convincente. -Esperó el dolor aplastante de los nudillos de Mosqueta. Como no llegaba, añadió: -Usted me propuso que habláramos de ladrón a ladrón, y yo di por sentado que me proponía hablar con libertad. Para ser franco, ahora me parece tan convincente como antes.

Sangre se volvió a mirarlo.

— Seguro, Pátera. Me asombra que no diera con algo igual de bueno para matar a Cinta. Esos dioses suyos hicieron más de una vez cosas peores, ¿no le parece?

Seda asintió. -Sí, peores superficialmente. Pero los dioses son nuestros superiores y pueden actuar con nosotros como juzguen apropiado, lo mismo que usted le cortó las alas a esa mascota sin sentirse culpable. Yo no soy el superior de Jacinta.

Sangre rió. -Es el único hombre vivo que piensa eso, Pátera. Bueno, la moral se la dejo a usted. Al fin y al cabo es su oficio. Los negocios son cosa mía, y lo que tenemos aquí es un simple problema de negocios. Yo le pagué trece mil tarjetas al municipio por el manteón. ¿Cuánto piensa que vale realmente?

Seda recordó los rostros frescos y jóvenes de los chicos de la palestra y las cansadas, felices sonrisas de las madres; el dulce humo del sacrificio alzándose desde el altar por la puerta divina del techo.

— ¿En dinero? Es invalorable.

— Exacto. -Sangre contempló el lanzagujas que aún empuñaba y lo dejó caer en el bolsillo del pantalón bordado. — Así piensa usted, y por eso vino aunque sabía sin duda que había una buena posibilidad de que lo matasen. No es el primero que intenta entrar aquí, por cierto, pero es el primero que logra meterse en la casa.

— Me da cierto consuelo.

— Por eso lo admiro, y pienso que tal vez podríamos hacer algún pequeño negocio. En el mercado abierto, Pátera, la finca vale exactamente trece mil tarjetas y ni un mísero tarbit más. Nosotros lo sabemos porque estuvo en el mercado hace apenas unos días y cotizó a trece mil. Así que el precio de negociante es ése. ¿Entiende lo que le digo?

Seda asintió.

— Claro que yo proyecto hacer allí ciertas cosas. Cosas rentables. Pero no es el único lugar posible, así que oiga mi propuesta. Usted dice que es invalorable. Invalorable es mucho dinero. -Sangre se mojó los labios, entornó los ojos y clavó la mirada en la cara de Seda. — De modo que, como hombre que saca cuando puede una buena tajada, pero nunca aprieta a nadie, le digo que repartamos la diferencia. Usted me paga el doble de lo que pagué y yo se la vendo.

Seda hizo ademán de hablar pero Sangre levantó una mano.

— Zanjémoslo como corresponde a un par de ladrones de pro. Yo se la vendo por veintiséis mil netas y pago todos los gastos. Nada de tretas, nada de dividir la propiedad. Se queda con todo lo que tengo.

Las esperanzas de Seda, que con cada palabra habían crecido más, se derrumbaron de pronto. ¿De veras imaginaba Sangre que él era rico? Algunos laicos creían ricos a todos los augures, él lo sabía.

— Ya le he dicho qué cosas tengo -replicó-. Todo junto no debe sumar doscientas tarjetas. La casa entera de mi madre valía muchísimo menos de veintiséis mil, y cuando yo tomé los votos fue a manos del Capítulo.

Sangre sonrió. -Entiendo, Pátera. ¿Le apetece quizá otra copa?

Seda sacudió la cabeza.

— Pues yo bebería una.

Una vez que Mosqueta se fue, Sangre volvió a sentarse.

— Ya sé que no tiene veintiséis mil ni por asomo. Tampoco me creo todo lo que cuenta, pero si tuviera incluso unos pocos miles no estaría en la calle del Sol. Pero bueno, ¿quién dice que como hoy es pobre tiene que seguir siendo pobre? Mirándome ahora no lo creería, pero yo también fui pobre en un tiempo.

— Le creo -dijo Seda.

Sangre dejó de sonreír.

— Y por eso me menosprecia. Tal vez eso le facilitó las cosas.

— No -dijo Seda-. Las hizo mucho más difíciles. Usted nunca viene a los sacrificios del manteón; en realidad vienen muy pocos ladrones, pero yo me disponía a robarle a uno de los nuestros y en el fondo del corazón la idea me repugnaba.

La risita de Sangre no prometía afecto, ni tampoco amistad.

— De todos modos lo hizo.

— Ya ha visto.

— Veo más de lo que piensa, Pátera. Veo mucho más que usted. Veo que quería robarme y casi lo consigue. Hace un minuto me habló de lo rico que cree que soy, tan rico que no dejaría escapar cuatro edificios viejos de la calle del Sol. ¿Cree que soy el hombre más rico de Virón?

— No -dijo Seda.

— ¿No qué?

Seda se encogió de hombros. -Ni cuando hablamos en la calle supuse que era el hombre más adinerado de la ciudad, aunque no tengo idea de quién será el más adinerado. Sólo pensé que era adinerado, lo cual es evidentemente cierto.

— Pues no soy el más rico -declaró Sangre-, y tampoco soy el más torcido. Hay hombres más ricos que yo y hombre más torcidos, montones. Y la mayoría, Pátera, no están ni con mucho tan cerca del Ayuntamiento como yo. De cualquier modo es algo a tener muy en cuenta.

Seda no respondió, ni dio a entender que hubiera oído.

— Así que si quiere de nuevo su manteón, ¿por qué no se lo saca a ellos? El precio, ya le dije, es veintiséis mil. Para mí no significa más; ellos tienen tanto como yo y la mayoría se lo pondrá más fácil. ¿Me está escuchando, Pátera?

Reacio, Seda asintió.

Como antes, Mosqueta abrió la puerta y entró precediendo al lacayo. Esta vez en la bandeja había dos vasos largos.

Sangre aceptó uno de los vasos y el lacayo saludó a Seda con una reverencia.

— ¿Pátera Seda?

A esas alturas, reflexionó Seda, toda la casa debía saber que lo habían capturado; al parecer todo el mundo sabía también quién era.

— Sí -dijo; habría sido absurdo negarlo.

El lacayo se inclinó profundamente, y en una expresión que Seda no alcanzó a desentrañar, le tendió la bandeja.

— Me he tomado la libertad, Pátera. Mosqueta me dio permiso. ¿Lo aceptará como un favor de mi parte…?

Seda tomó el vaso, sonrió y dijo: -Gracias, hijo. Es una inmensa amabilidad.

Por un segundo el lacayo se puso radiante.

— Si lo pescan -continuó Sangre cuando el lacayo se hubo ido-, yo no lo conozco. En mi vida lo he visto, y nunca le sugerí a nadie algo así. Ése tiene que ser el trato.

— Por supuesto. Pero ahora, esta noche, usted está sugiriendo que robe dinero para comprarle el manteón. Que yo, un augur, entre a robar en las casas de esos otros hombres como entré en la suya.

Sangre sorbió su bebida. -Le estoy diciendo que si quiere recuperar el manteón yo se lo vendo, nada más. Cómo consigue el dinero es cosa suya. ¿Cree que el municipio me preguntó de dónde había sacado las tarjetas?

— Es una solución razonable -admitió Seda-, y hasta el momento es la única que se ha propuesto.

Mosqueta le mostró una sonrisa burlona.

— El médico de aquí dice que me he roto el tobillo derecho -continuó Seda-. Me temo que tardará bastante en curarse.

Sangre alzó los ojos del vaso. -No puedo darle un montón de tiempo, Pátera. Un poco, lo suficiente para hacer unas pocas faenas. No más.

— Comprendo. -Seda se acarició la mejilla. — Pero cierto lapso me dará; tiene que dármelo. Durante el tiempo que me va a dar, ¿qué será de mi manteón?

— El manteón es mío, Pátera. Usted lo administra como siempre, ¿qué tal? Sólo le pido que a quien quiera saberlo le dice que el propietario soy yo. Es mío, y eso es lo que les dice.

— Podría decir que ha pagado los impuestos -sugirió Seda-, lo cual es cierto. Y que como acto de piedad nos permite seguir sirviendo a los dioses. -Era una mentira que a la larga, esperaba, acaso se volviera verdad.

— Está bien. Pero todo lo que recauden por encima de los gastos es mío, y siempre que yo quiera ver los libros tiene que traérmelos aquí. De lo contrario no hay trato. ¿Cuánto tiempo necesita?

Seda reflexionó. Dudaba que se atreviera a perpetrar los robos que Sangre le pedía.

— Un año al menos -aventuró. En un año podían pasar muchas cosas.

— Qué gracioso. Me imagino cómo rugieron cuando se apareció con un cordero para el ésciles. Tres semanas… No, digamos un mes. Pero es el límite. ¿En un mes se le curará el tobillo?

— No sé. -Seda intentó mover el pie y, como antes, lo encontró inmovilizado por el yeso. — No me parece muy probable.

Sangre gruñó: -Mosqueta, trae a Grulla.

Cuando la puerta se cerró tras Mosqueta, Seda preguntó:

— ¿Siempre tiene un médico en la casa?

— Lo procuro. -Sangre apartó el vaso. — Tuve un año un hombre que no funcionaba, luego un neurocirujano que apenas duró dos meses. Después anduve un buen rato buscando hasta que di con Grulla. De eso hace… -Sangre se interrumpió para calcular- casi cuatro años. Grulla cuida a mi gente, claro, y tres veces a la semana va a la ciudad a ver a las muchachas. Así es más práctico, y ahorramos cantidad de dinero.

— Me sorprende que un médico competente…

— ¿Trabaje para mí y se ocupe de mis putas? -Sangre bostezó. — Suponga que hubiera ido a tratarse el tobillo con un médico de la ciudad, Pátera. ¿Le habría pagado?

— Lo más pronto posible.

— Es decir nunca, probablemente. Trabajando para mí, él gana un sueldo regular. No tiene que aceptar casos por caridad, y cuando las chicas están entonadas a veces le dan una propina.

Un momento después entró el hombrecito inquieto, conducido por Mosqueta. Seda había visto no hacía mucho un dibujo de una grulla, y aunque no recordaba dónde, en ese momento le vino a la mente, junto con el médico que se había burlado de sí mismo. Ese hombre diminuto se parecía a una grulla tanto como él a la tela brillante de la que su madre había tomado el nombre de Seda.

Sangre señaló a Seda. -Doctor Grulla, usted lo ha reparado. ¿Cuánto tardará en estar bien?

El pequeño médico se acarició la barba.

— ¿Qué quiere decir bien, señor? ¿Tan bien como para andar sin muletas?

Sangre caviló. -Digamos que lo suficiente como para correr rápido. ¿Cuánto tardará?

— Es difícil saberlo. En buena medida depende de la herencia, pero dudo que él sepa mucho de esas cosas, y también del estado físico. Es joven, así que podría ser peor. -Grulla se volvió hacia Seda. — Siéntese un momento derecho, joven. Ahora que ha tenido oportunidad de calmarse, me gustaría auscultarlo otra vez.

Levantó la desgarrada toga de Seda, le puso la oreja en el pecho y le dio unos golpes en la espalda. Al tercero, Seda sintió que dentro de la faja, por debajo de la cuerda de crin, le resbalaba algo duro y frío.

— Tendría que haber traído mi maletín de instrumentos. Tosa, por favor.

Frenético ya de curiosidad, Seda tosió una vez y fue recompensado con otro golpe.

— Bien. Otra vez, por favor, ahora más fuerte. Que sea una tos profunda.

Seda tosió lo más profundamente que pudo.

— Excelente. -El doctor Grulla se irguió, dejando caer la toga. — De veras excelente. Es usted un espécimen magnífico, joven, un auténtico crédito para Virón. -El timbre de la voz le cambió casi imperceptiblemente. — Hay alguien allá arriba que lo quiere así. -Apuntó un dedo jocoso a las complejas figuras del techo, donde una pintada Molpe rivalizaba con Faia por bagatelas. — Alguna diosa infatuada, me imagino.

Seda se reclinó en el sillón, aunque con ese objeto duro en la columna era imposible estar cómodo.

— Si la prueba implica que su amo me dará menos tiempo, hijo mío, me cuesta considerarla favorable.

El doctor Grulla sonrió. -En ese caso tal vez no lo sea.

— ¿Cuánto? -gritó Sangre y dejó el vaso en el soporte que tenía al lado-. ¿Cuánto tardará en curarse del todo?

— De cinco a siete semanas, diría yo. Con el tobillo bien soldado, quizá pueda correr un poco antes. Dando por sentado que entre tanto haya un descanso y un tratamiento médico adecuados: estimulación sonora del hueso roto y otras cosas.

Seda carraspeó. -Yo no puedo costearme un tratamiento complicado, doctor. Lo único que puedo es renquear por ahí y rezar para que se cure.

— Pues aquí no puede venir -le dijo Sangre, malhumorado-. ¿Usted a qué apuntaba?

El doctor Grulla respondió: -Quizá, señor, podríamos recurrir a un especialista en la ciudad…

Sangre bufó: -Tendríamos que haberlo matado y terminar todo de una vez. Por la cerda de Faia, ojalá se hubiera hecho papilla. De especialista, nada. Lo verá usted cuando ande por esa zona de la ciudad. ¿Qué días va? ¿Esfigsedos y hiéraces?

— Correcto. Y mañana es esfigsedo. -El doctor Grulla echó una mirada al ornamentado reloj que había al otro lado de la sala. — Yo ya debería estar en la cama.

— Entonces lo verá usted -dijo Sangre-. Ahora lárguese.

Seda le dijo a Grulla: -Lamento sinceramente el trastorno, doctor. Si su amo me diera sólo un poquito más de tiempo, no sería necesario.

Ya en la puerta, Grulla se dio vuelta y casi pareció que guiñaba un ojo.

Sangre dijo: -Haremos un acuerdo, Pátera. Preste atención, porque no estoy dispuesto a ir mucho más allá. ¿No piensa beberse eso?

Sintiendo los nudillos de Mosqueta detrás de las orejas, Seda dio un sorbo aplicado.

— Dentro de un mes, un mes a partir de hoy, me traerá una cantidad sustancial. ¿Me oye? Si es lo bastante sustancial lo decidiré cuando la vea. De aceptarla, la descontaré de las veintiséis mil y le diré cuánto tiempo tiene para traerme el resto. Pero si no la acepto, usted y esa sibila de lata tendrán que despejar el campo. -Sangre torció la boca en una mueca desagradable y agitó la bebida. — ¿Hay alguien más viviendo allí?

— Otras dos sibilas -dijo Seda-. La Máitera Rosa y la Máitera Menta. Creo que usted conoció a la Máitera Mármol. El único augur soy yo.

— Las sibilas querrán venir a darme clases. Dígales que no pasarán de la puerta.

— Se lo diré.

— ¿Están sanas? Si necesitan un médico, cuando Grulla vaya a verlo a usted puede echarles también un vistazo.

Seda se sintió más cerca de aquel hombre.

— Es usted extremadamente amable. -En toda criatura era posible encontrar siempre algo bueno, se dijo recordando el don inadvertido pero infalible del omnigeneroso Pas. -Hasta donde yo sé, la Máitera Menta está bastante bien. La Máitera Rosa está mejor de lo que cabría esperar, y en todo caso, me temo, ya es ampliamente ortopédica.

— ¿Brazos y piernas digitales? ¿De ese tipo? -Interesado, Sangre se inclinó hacia adelante. -Ya no circulan muchos así.

— Se los pusieron hace unos años; de hecho, antes de que yo naciera. -A Seda se le ocurrió que tendría que haber sabido algo más de la historia de la Máitera Rosa; de las historias de las tres sibilas, realmente. — Por lo que ella dice, en esa época todavía abundaban.

— ¿Cuántos años tiene?

— No estoy seguro. -Una vez más, Seda se reprendió mentalmente; tendría que haberlo sabido. -Supongo que figura en los archivos. Yo podría buscárselo, sería un placer.

— Era sólo por educación -le dijo Sangre-. Si le han puesto tantas piezas de metal ha de tener… uf, noventa años. ¿Cuántos diría que tengo yo, Pátera?

— Más de lo que parece, supongo -arriesgó Seda. ¿Qué cifra halagaría a Sangre? Una ridiculez no iba a servir-. ¿Cuarenta y cinco, tal vez?

— Tengo cuarenta y nueve. -Sangre alzó el vaso en una parodia de brindis. — Casi cincuenta. -Mientras Sangre hablaba, los dedos de Mosqueta se contrajeron, y Seda supo con certeza absoluta que no habría podido negar que Sangre mentía: que por lo menos debía tener cinco años más. — Y ninguna parte del cuerpo que no sea mía, salvo un par de dientes.

— No los aparenta.

— Escuche, Pátera, yo podría decirle… -Sangre movió la mano apartando el tema. — No importa. Es tarde. ¿Cuánto dije, dentro de un mes? ¿Cinco mil?

— Dijo una suma sustancial -le recordó Seda-. Yo tendría que traerle todo lo que hubiera conseguido y usted decidiría si era suficiente. ¿He de traérselo aquí?

— Sí. Le dice al ojo de la puerta quién es usted y alguien irá a buscarlo. Mosqueta, llama un chofer a la entrada.

— ¿Para mí? -preguntó Seda-. Gracias. Temía tener que caminar… Es decir, con la pierna así no habría podido. Me temo que habría tenido que pedirle a los carreteros que me llevaran.

Sangre sonrió, irónico.

— Para mí usted es una diferencia de trece mil tarjetas. Tengo que encargarme de que lo cuiden. Y ahora escuche. Le dije que las sibilas no debían venir a molestarme, ¿se acuerda? El aviso sigue vigente, pero dígale a la… la vieja, ¿cómo se llama?

— Máitera Rosa -respondió Seda.

— Ella misma. Le dice a la Máitera Rosa que si le interesa conseguir otra pierna o lo que sea, y puede juntar la mosca, quizá yo pueda ayudarla. O si tiene algo así que le gustaría vender, a lo mejor para echarle una mano a usted. Nadie le pagará mejor.

— Me temo que mis gracias se están volviendo monótonas -dijo Seda-. Pero tengo que agradecérselo otra vez, en nombre de la Máitera y en el mío propio.

— Olvídelo. Últimamente hay una gran demanda de esas piezas, y tengo un hombre que saber reacondicionarlas.

En el umbral apareció la acicalada cabeza de Mosqueta.

— La flotadora está lista.

Sangre se levantó, tambaleándose.

— ¿Puede caminar, Pátera? No, claro que no, no es bueno. Mosqueta, tráele uno de mis bastones, ¿quieres? De los caros no. Agárrese, Pátera.

Sangre le ofrecía la mano. Seda la tomó, asombrándose de lo fría que estaba, y con un esfuerzo se puso en pie, consciente siempre del objeto que Grulla le había metido en la faja y del hecho de estar aceptando ayuda del hombre a quien se había propuesto atracar. -Gracias de nuevo -dijo, y soportó una cortante ráfaga de dolor apretando los dientes.

Como anfitrión, Sangre iba a querer acompañarlo a la puerta; y si Sangre se le ponía detrás, bien podría advertir el objeto bajo la toga. Echando de menos la túnica que había dejado en el dormitorio de Jacinta, a medias incapacitado por el remordimiento y el dolor, se las arregló para decir:

— ¿Puedo apoyarme en su brazo? No tendría que haber bebido tanto.

Juntos fueron tambaleándose hasta la sala de recepción. La amplia puerta doble aún dejaba entrar la noche; pero era una noche (o eso imaginó Seda) que la sombra no tardaría en teñir de gris. En la avenida de hierba aguardaba una flotadora, la escotilla abierta, un conductor de librea delante de los mandos. Estaba a punto de terminar una noche única, repleta de acontecimientos.

Mosqueta dio unos golpes en el yeso del tobillo con un bastón cuarteado, sonrió al verle la mueca de dolor y le puso el bastón en la mano libre. Seda descubrió que seguía odiando a Mosqueta. Aunque casi había llegado a querer al amo de Mosqueta.

— … flotadora lo llevará de vuelta, Pátera -estaba diciendo Sangre-. Si se lo cuenta a alguien, nuestro pequeño trato queda cancelado, no lo olvide. El mes que viene una buena cantidad, y no hablo de unos cientos.

El conductor de librea se había bajado para ayudar. Un momento más y Seda estaba a resguardo en el ancho, acolchado asiento detrás del conductor, con el helado y anguloso misterio del doctor Grulla excavándole de nuevo la espalda.

— Gracias -le repitió a Sangre-. Gracias a los dos. -Esperó que para Sangre la frase incluyese a Mosqueta, aunque en realidad él se había referido a Sangre y el conductor. — No saben cuánto los aprecio. Sin embargo, usted mencionó nuestro trato. Y… me sentiría enormemente agradecido… -Tendió una mano exploratoria, con la palma hacia arriba.

— Por Faia, ¿y ahora qué pasa?

— Mi lanzagujas, por favor. Me repugna pedírselo, después de todo lo que ha hecho, pero lo tiene en el bolsillo. Si ya no teme que lo mate, ¿podría devolvérmelo?

Sangre se quedó mirándolo.

— Me ha dicho que le traiga varios miles de tarjetas… -continuó Seda-. Eso quería decir, presumo cuando habló de una suma sustancial. Varios miles de tarjetas y yo apenas me tengo en pie. Lo menos que corresponde es que me devuelva el arma; algo necesito para trabajar.

Sangre dejó escapar una risita, tosió y al fin se rió con fuerza. Quizá sólo porque la oía por primera vez al aire libre, a Seda esa risa le pareció el sonido que a veces, en los atardeceres tranquilos, brotaba de los fosos de la Alambrada. Tuvo que recordar, otra vez, que Pas amaba también a ese hombre.

— ¡Menudo tipo! En una de ésas lo consigue, Mosqueta. De verdad, es muy probable. -Sangre buscó en el bolsillo el pequeño lanzagujas de Jacinta y apretó el disparador. Cien agujas de plata salieron del arma y cayeron como un chaparrón sobre el césped perfecto.

Mosqueta se inclinó hacia Sangre. -Calle de la Lámpara. -Seda alcanzó a oír.

Las cejas de Sangre dieron un salto.

— Excelente. Tienes mucha razón. Siempre tienes razón. -Arrojó a las faldas de Seda el lanzagujas dorado. -Aquí tiene, Pátera. Que la use con salud… Me refiero a la salud de usted. Sin embargo, le vamos a cobrar ese lanzagujas. Mañana alrededor de la una vaya a vernos a la casa amarilla de la calle de la Lámpara. ¿Nos hará ese favor?

— Supongo que debo -dijo Seda-. Sí, por supuesto, si ustedes quieren.

— Se llama La Orquídea. -Sangre se apoyó en la puerta de la flotadora. — Y está enfrente de la pastelería. ¿Sabe algo de exorcismos?

Seda se arriesgó a asentir, pero con cautela.

— Bien. Traiga lo que haga falta. Todo el verano hemos tenido allí… bueno… problemas. Quizá lo que necesitamos es justamente un augur iluminado. Mañana nos vemos.

— Hasta mañana -dijo Seda.

El palio de la cubierta se deslizó en silencio a los costados del aparato mientras Sangre y Mosqueta retrocedían. Cuando el palio terminó de cerrarse, Seda oyó el amortiguado rugido del motor.

Era, pensó, como si realmente estuvieran flotando; como si un súbito torrente invisible los hubiera alzado para transportarlos por el camino verde, como si todo el tiempo la corriente amenazara hacerlos rodar pero no rodaran nunca.

Pasaban recuas de árboles, setos y macizos de flores. Ahí venía la majestuosa fuente de Sangre, con la empapada Escila revelándose entre chorros de cristal; en seguida desapareció y ante ellos se alzó la puerta principal, al tiempo que el talus retraía los largos brazos relucientes. Una inmersión, un contoneo y la flotadora se lanzó adelante, propulsada por la carretera como una hoja mustia, surcando un espectral espacio licuado, dejando atrás un altivo penacho de ondulante polvo de color gris amarillento.

Arriba aún brillaban las tierras del cielo, partidas en dos por el arco negro de la sombra. Mucho más arriba, oculta y sin embargo presente, brillaba la miríada de alfileres de fuego que le había revelado el Extraño; de un modo arduo de entender, también ellos contenían tierras incognoscibles. Seda se descubrió ahora más consciente de todos ellos que en la vida al margen del tiempo que había vivido en el campo de pelota: coloreadas esferas de fuego, infinitamente lejanas.

Todavía llevaba la pelota en el bolsillo, la única pelota que tenían. Tenía que estar atento y no dejarla en la flotadora de Sangre, pues en ese caso al día siguiente los niños no podrían jugar. No, al día siguiente no. Era esfigsedo. No había palestra. El día en que se preparaba el gran sacrificio del ésciles, si había algo que sacrificar.

Se tanteó los bolsillos hasta que, junto con la pelota, encontró las dos tarjetas de Sangre. Las sacó para mirarlas y las volvió a guardar. Como estaban bajo la pelota cuando lo registraron, no descubrieron las tarjetas. ¿Para qué?

El lanzagujas de Jacinta había caído al suelo alfombrado. Lo recogió, se lo puso en el bolsillo con las tarjetas y se reclinó estrujando la pelota con los dedos. Decían que fortalecía las manos. Diminutas luces para él invisibles ardían más allá de las tierras del cielo, ardían bajo sus pies, imperturbables, remotas, iluminando algo más grande que el mundo.

El misterio del doctor Grulla le oprimía la espalda. Se echó hacia adelante.

— ¿Qué hora es, conductor?

— Las tres y cuarto, Pátera.

Había hecho lo que el Extraño quería. Lo había intentado, al menos, aunque quizá había fracasado. Como si una mano hubiera corrido un velo, se dio cuenta de que el manteón viviría un mes más; por lo menos un mes, ya que en un mes podía ocurrir cualquier cosa. ¿Era posible que de hecho hubiese logrado lo que deseaba el Extraño? Una alegría desbordante le invadió la mente.

Al tomar una curva del camino, la flotadora se escoró a la izquierda. Allí estaban las granjas y los campos y las casas, todo líquido, todo vertiginoso a medida que ellos remontaban la corriente fantasma. Una colina se elevaba en una gran ola verde y parda que rompía ya en una clara espuma nocturna de empalizadas y frutales. La flotadora atravesó la ola, y voló sobre un vado.

Mosqueta ajustó el diafragma de la linterna oscura hasta que el haz de luz de ocho facetas fue menor que el pabilo y extrañamente deforme. La llave giró suavemente en la cerradura acertada; la puerta se abrió con un crujido casi inaudible.

El azor más cercano se agitó en la percha, volviendo la cabeza encapuchada hacia el intruso a quien no podía ver. Al otro lado de una red de algodón, el cernícalo que fue el primer halcón de Mosqueta, se enderezó parpadeando. Hubo un tintineo de campanillas; campanillas de oro que tres años antes Sangre le había regalado a Mosqueta para señalar una ocasión ya olvidada. Más allá del cernícalo, el peregrino azul grisáceo habría podido ser un grabado en color.

Una malla de alambre cerraba el fondo de la caballeriza. Allí el ave grande estaba posada en un travesaño, inmóvil como el halcón, inmadura aún pero mostrando ya en cada línea una fuerza que hacía que el halcón pareciese un juguete.

Mosqueta desató la malla y entró. No habría podido decir cómo sabía que el ave grande estaba despierta, pero lo sabía. En voz baja dijo:

— Hola, halcón.

La gran ave alzó la cabeza encapuchada, sacudiendo la grotesca corona de plumas rojas.

— Hola, halcón -repitió Mosqueta, acariciándolo con una pluma de ganso.