Instintos básicos
Vamos a adentrarnos en una temática compleja y conflictiva, la de la sexualidad, y para hacerlo me gustaría recordar el comienzo de otra película, que aquí su título se tradujo como Bajos instintos, pero su traducción original es Instintos básicos. Tal vez haya sido una decisión de marketing, o una elección del traductor, no lo sé, pero lo cierto es que no significan lo mismo.
Es muy distinto decir que un instinto sexual es bajo a decir que es básico; porque bajo sugiere algo degradado, en tanto que básico implica que está en la base, en el origen mismo de la sexualidad humana. Entonces eso ya abre otra dimensión para pensar el tema.
Pero vayamos a la película.
En la primera escena, de no más de dos minutos, se ve a una mujer muy hermosa teniendo relaciones sexuales con un hombre. La vemos moverse sobre él, la escuchamos gemir y la escena es ciertamente muy erótica hasta que, en el momento del clímax, ella saca un elemento punzante que estaba escondido debajo del colchón y lo asesina apuñalándolo una y otra vez mientras que, con este acto de agresión final, alcanza la máxima excitación y llega al orgasmo.
Cito esta escena para plantear, desde un comienzo, que la sexualidad no siempre está ligada al amor, que no es algo natural ni sencillo de manejar ni de constituir y que en el sujeto humano, y por eso la elección de un ejemplo tan extremo, muchas veces para que el disfrute sea total, para que el placer se vuelva goce es necesario algo del orden del dolor o, incluso, de la destrucción.
Piensen si no, en las amenazas que se hacen los amantes anunciando lo que se harán uno al otro, o en el comentario de una mujer a sus amigas después de una relación muy intensa: «¿Y… qué tal estuvo?», le preguntan; y ella, para transmitir la potencia erótica de su compañero y la medida de su disfrute les responde: «Mortal… Es un animal… me mató».
Por lo general, se tiene la idea de que la sexualidad busca como resultado la consecución del orgasmo, y que ese momento es una comunión de dos cuerpos que se entrelazan íntimamente conectados. Pues bien, no es así.
En mi novela Los padecientes hay una escena erótica que juega el protagonista, Pablo, con una joven de nombre Luciana, y en ella se describe el acto sexual hasta sus últimas consecuencias, físicas y psicológicas, entrando en la mente de lo que ese hombre está sintiendo.
Lo que quise transmitir en esa descripción, y espero haberlo logrado, es que en el instante del orgasmo el sujeto siempre está solo. Que el orgasmo es del uno, no es de la pareja, que en ese momento final lo que se espera del otro es que no moleste. El orgasmo es un acto que se disfruta en la más profunda soledad. Algunas personas incluso pueden decirlo: «quedate quieto… no te muevas…, dejame a mí… no me digas nada», u otras frases por el estilo. Es decir que lo que lo que el amante pide en ese momento es que se lo deje solo con su cuerpo, con sus sensaciones, en la posición que más le gusta y con el movimiento rítmico que desea, con sus fantasías incluso, porque allí aparece toda una cuestión que no es de dos sino de uno. Y conocer y respetar ese momento es parte de la construcción de una pareja.
Esto se sabe y suele expresarse de muchas maneras diferentes. Una paciente, hablando de la buena sexualidad que tenían con su pareja, me lo dijo así: «Es genial. Porque nosotros nos conocemos, ya tenemos el ritmo del otro incorporado, y él sabe exactamente cómo me gusta a mí».
Es decir que, a veces, se desarrolla un cierto conocimiento acerca de cómo no molestar al otro en un momento tan intenso y tan íntimo; en qué posición le es más fácil alcanzar el orgasmo, qué lo incentiva o qué le molesta.
Pero a pesar de lo que esta paciente decía, lo cierto es que no hay un saber universal acerca de la sexualidad, porque cada quien encuentra su máximo disfrute en la manera única y particular en la que su mente y su cuerpo lo demandan. Y el mejor de los amantes es aquel que acepta que, en ese instante, no es el protagonista de la historia.
El buen partenaire sexual no es el que tiene todo preparado, todo bajo control y utiliza la misma técnica con todas las personas, porque la sexualidad humana es un territorio de incertidumbres y no de certezas.
Aclaro esto porque hoy abundan los gurúes que se postulan como los poseedores de las respuestas a todas las preguntas posibles, incluso hay quienes hablan como si conocieran el secreto del amor y pudieran enseñar cómo se goza y cómo se hace gozar al otro, cuando de lo único de lo que se trata, como dijimos, es de molestar lo menos posible y tener la sensibilidad para ir descubriendo qué es lo que el otro encuentra placentero.
Recuerdo que una paciente me dijo en una sesión que si en el momento en el que estaba teniendo un orgasmo su pareja no estaba, mejor. Claro que era un chiste, pero ya hablamos acerca del chiste y su relación con el inconsciente. Además, no estaba mal lo que decía. A su manera, lo que reclamaba era el derecho a que se le permitiera experimentar su modo personal de llegar y disfrutar del orgasmo. Si en ese momento el compañero sexual hace algún movimiento inconveniente, ya sea verbal o físico, la magia se interrumpe y algo del disfrute se pierde. Es ese famoso: «estaba allí y se me fue» o, como decía la misma paciente: «Fue un orgasmito, no fue de esos fuertes, de esos que te dejan temblando».
¿Y eso por qué? Porque no pudo quedarse sola en ese momento en el que se funde lo físico con lo psíquico, el placer con el dolor. Por eso no debe sorprender que a muchas personas les sea más sencillo alcanzar el orgasmo cuando se masturban que cuando tienen relaciones sexuales.
El orgasmo femenino y la mentira
Si bien el del orgasmo es un tema difícil de abordar, suele referirse a él como el momento de descarga de una gran tensión que se ha ido acumulando a partir de los juegos preliminares y luego durante el acto sexual propiamente dicho.
Pero para poder pensar sobre esta cuestión, es necesario antes introducir un concepto psicoanalítico que es el de Principio de Placer. Les pido que me acompañen en el desarrollo de esta idea para poder entender mejor el tema del que estamos hablando.
Los analistas, cuando hablamos de placer-displacer, no hacemos referencia a lo que a una persona le gusta o le disgusta, sino a una cuestión de tensión psíquica, porque la psiquis funciona sobre la base de diferentes grados de tensión que pueden aumentar o disminuir.
Ahora bien, hay un límite por encima del cual esa tensión empieza a ser vivida como displacentera y necesitamos, entonces, disminuir ese exceso de tensión porque genera un aumento de la ansiedad. ¿Cómo? De muchas maneras. Pienso en las veces que alguien le dice a un amigo: «llorá que te va a hacer bien, descargate». Allí, en esa invitación a la catarsis, le está proponiendo un modo posible de descarga de la tensión psíquica excesiva.
A ese funcionamiento que hace que la psiquis tienda a mantener constante un nivel de tensión, que nunca será cero, porque no tendríamos deseo de nada, y a disminuir cualquier exceso por registrarlo como displacentero, lo llamamos Principio de Placer.
Sin embargo, en la sexualidad ocurre algo que parece contrariar esto, porque dado este esquema podemos entender que el placer estaría en la descarga de la tensión acumulada y que el fin de la relación sexual es entonces el orgasmo. Pero si esto es así, ¿por qué, entonces, muchos lo alejan, lo posponen en el tiempo lo más que pueden, por qué si el placer está en la disminución de la tensión se disfruta tanto de una tensión extrema que psíquicamente debería ser vivida como displacentera?
Podríamos decir que esto se da, tal vez, porque en la sexualidad se juega un más allá del Principio del Placer, lo cual explicaría por qué el orgasmo tiene algo de doloroso. Basta con ver el descontrol, el pulso que se acelera, los gemidos, los gestos del rostro, para entender que algo de esto hay. De hecho, los niños en sus fantasías imaginan que el acto sexual es algo agresivo. Y no debe de extrañarnos, sobre todo si pensamos en las manifestaciones físicas y verbales que lo acompañan.
Ahora bien, si hablar del orgasmo es hablar también de algo enigmático, en los hombres esto parece zanjarse un poco porque se confunde el orgasmo con la eyaculación. ¿Pero esto es así? Me pregunto cuántas veces alguien eyacula y sin embargo el placer obtenido no ha sido demasiado grande, sino que se trató solamente de una descarga seminal provocada por ciertos estímulos corporales, pero sin la aparición de la sensación fuerte, casi descontrolada que produce el orgasmo, mientras que otras veces esas sensaciones sí aparecen aun en ausencia de eyaculación.
Esto no siempre se entiende, por eso hay veces que luego de una relación maravillosa, pero en la que el hombre no eyaculó, la pareja suele preguntarle: «¿Y, vos, no vas a terminar hoy?»
Y aunque él le jure que está en el cielo y que pasó un momento increíble, puede que ella no se conforme con esto e insista: «Sí, claro. Pero ¿no vas a terminar… no te gustó?»
En esos casos, lo que se exige es una prueba, casi diría una garantía de que el hombre lo ha pasado bien.
Del mismo modo, también algunos hombres, por supuesto hablo de aquellos cuya elección es la heterosexualidad, necesitan constatar que su pareja ha disfrutado del encuentro sexual pero, como ni siquiera tienen esa prueba engañosa de la eyaculación, es que suelen ser más inseguros y les cuesta eludir la pregunta: «¿Y, llegaste? Pero no me mientas, decime la verdad».
Y muchas veces, aunque se le diga la verdad, ésta no alcanza para convencerlo. Por eso, esta idea estereotipada que circula sobre el fingimiento del orgasmo femenino tiene en realidad dos posibles motivos: el primero de ellos es tranquilizar al otro demandante que quiere escuchar que ha estado a la altura de las circunstancias. Como si con los gritos exagerados se le estuviera diciendo: «¿Así está bien? ¿Estás tranquilo? Vos decime cuántas veces lo necesitás y yo te lo doy».
El otro motivo posible, el de la mentira, suele ser que muchas mujeres se avergüenzan de no llegar al orgasmo. Como si hubiera algo que está mal en eso, como si fueran menos mujeres. Entonces el fingimiento viene a cubrir lo que ellas viven como una falencia personal. Pero, tanto en ambos casos, la problemática que se pone en juego es la de la inseguridad, ya sea de uno o del otro.
La respuesta ante la demanda de la comprobación del orgasmo del partenaire sexual aparece entonces como un modo de encontrar tranquilidad ante la ausencia de un saber posible sobre la sexualidad. Y esto se liga a lo que ya expusimos acerca de la falta del instinto en el hombre.
¿Ustedes imaginan a un perro preocupado por saber cómo la pasó la perra? Seguramente, no; porque allí sí, hay un saber sobre el cómo, el cuándo y el porqué del encuentro sexual. En cambio, como en la naturaleza de la sexualidad humana no hay un saber natural, el partenaire intenta averiguar hasta dónde ha llegado a satisfacer al otro, cómo ha estado, qué clase de amante es; en otras palabras, cuál es, sexualmente hablando, su lugar de importancia para el otro.
La satisfacción
Ya hicimos referencia en un capítulo anterior a la diferencia existente entre el Instinto y la Pulsión y dijimos que el instinto sexual permite llegar a la satisfacción total. Por eso, cuando dos perros culminan el acto sexual, a ninguno de los dos se les ocurre cuestionarse por qué lo hicieron, si valió la pena o si están arrepentidos de haberlo hecho, como muchas veces les sucede a algunas personas.
Por el contrario, se dan vuelta y se quedan unos minutos pegados mirando para lados opuestos, abotonados es el término común con el que se designa ese momento. Es un comportamiento natural para dar por terminado el acto sexual y garantizar que hasta la última gota de la simiente entre en el cuerpo de la hembra en busca de la procreación. Porque el fin del instinto sexual, recordemos, es la reproducción. Algo que los sujetos humanos solemos evitar, excepto en las contadas ocasiones en las que estemos buscando un embarazo.
Pero, en cambio, ponemos en juego otros mecanismos que pasan por la palabra, por las caricias. El perro no se preocupa por acompañar a la perra hasta su cucha luego del acto sexual, ni se queda haciéndole mimos. Ellos no necesitan de eso, nosotros sí, porque en el hombre las cosas son diferentes, porque la pulsión no es instinto. No hay un saber posible ni mucho menos una satisfacción total al respecto.
Tratar de comunicar algo del orden de la pulsión en un libro que no pretende ser utilizado como material de estudio es muy complicado, porque se trata de un concepto teórico que, como todo concepto proveniente del psicoanálisis, da cuenta de cosas que ocurren en la clínica. Por eso es algo tan difícil de transmitir.
Pero al menos quedémonos con las diferencias con el instinto que marcamos en capítulos anteriores y sepamos que la pulsión tiene cuatro elementos: la fuente u origen, que es alguna zona del cuerpo, lo que llamamos zonas erógenas, el objeto, que como vimos no es fijo como el del instinto sino que varía de sujeto en sujeto, la finalidad, que es la satisfacción, la cual jamás se alcanza del todo y que en su insatisfacción sostiene la existencia del deseo y, por último, que le impone permanentemente a nuestra psiquis un trabajo, un esfuerzo para que haga algo con ella.
Y no ahondaremos más sobre esto porque sería algo que excede la intención de este libro. A todo aquel que le interese profundizar lo remito al texto freudiano Pulsión y destinos de la pulsión.
Pero retomemos una de las cosas que tienen que ver con el fin de la sexualidad humana que, como dijimos, ya no es la procreación sino el placer. Con esto quiero decir que el sujeto humano tiene relaciones sexuales, no porque su naturaleza lo lleva a procrear, sino porque le gusta. Es más, los padres se encargan de terminar con todo el atisbo natural de sus hijos no bien se desarrollan.
Cuando el adolescente tiene sus primeras poluciones nocturnas, en el caso de los hombres, o la primera menstruación (menarca) en el caso de las mujeres, lo cual indica que ya podría procrear, viene el momento, si es que no lo hicieron antes, de explicarle cómo vivir la sexualidad sin inconvenientes, cómo cuidarse para no contraer enfermedades de transmisión sexual, pero, también, para no correr el riesgo de que se produzca un embarazo no deseado.
No hay nada más antinatural que la sexualidad responsable. Allí se ve claramente cómo el ser humano es, antes que nada, un producto de la cultura.
¿Por qué? Porque si sigue la vía natural, el joven va a andar embarazando, o embarazándose todo el tiempo. Entonces ¿qué hacemos? Le tiramos la cultura encima y le decimos: «vení para acá. Mirá es muy lindo tener relaciones, pero hacelo con responsabilidad». Les enseñamos lo que es un preservativo, por ejemplo, o llevamos a la joven al ginecólogo para que le explique cómo debe cuidarse para vivir una sexualidad responsable. ¿Y qué es lo que le estamos diciendo cuando le explicamos todo eso?
Que su meta no es la meta instintiva, que no es un animal, que lo tiene que hacer por placer y para disfrutarlo, que debe evitar los problemas que conlleva, vivirlo según las leyes de la naturaleza. Es decir, empezamos a acotar el tema este de cuál es la meta de la sexualidad humana y le transmitimos que el fin es que lo pase bien sin correr riesgos de salud, que lo disfrute sin cometer descuidos.
Después, con el tiempo, a lo mejor llegará el momento en el que esa persona desee y decida tener un hijo, pero es preferible que no sea a los catorce años. Es más, todos sabemos que el embarazo adolescente se estudia y se reconoce como un problema social. Y esto pasa porque en la especie humana se da una paradoja, que es que, para cumplir con la función de padres, no siempre coinciden la aptitud física con la psíquica.
Por ejemplo, y aunque la naturaleza diga lo contrario, está mucho más capacitada para ser madre una mujer de cuarenta y cinco años que una chica de quince. Y por eso hemos desarrollado las técnicas para evitarlo en la adolescencia y para propiciarlo, incluso por métodos asistidos, cuando se es adulto.
Pensemos que no es poco el trabajo que se nos impone al tener que manejar esta falta de sincronía entre lo natural y lo humano con respecto a lo sexual. El hecho de que un joven esté físicamente apto para procrear quince o veinte años antes de alcanzar la aptitud psíquica, no es un detalle menor. Y también con eso tenemos que lidiar a la hora de vivir la sexualidad.
Sexo, moral y religión
A lo largo de las conferencias que he dado por todo el país, muchas veces recibí comentarios o preguntas referidas al rol que los condicionamientos sociales y religiosos podrían jugar con respecto al tema de la sexualidad. Recuerdo que alguien me preguntó directamente: «¿Y qué pasa con la prohibición de fornicar? ¿Cómo hacemos para no vivir con culpa el disfrute sexual con semejante mandato?»
Lo cierto es que la cultura siempre ha intentado mantener al hombre bajo control, y esa prohibición del acto sexual se basa en dos premisas. La primera, que hay en el sexo algo que no está bien, algo malo, y la segunda, que es necesario acotar la sexualidad a lo biológico, a lo natural, olvidando el hecho de que el ser humano no es un ser natural sino un ser cultural.
Hay religiones que, incluso, prescriben cómo deben tener relaciones sexuales los esposos para evitar que sus cuerpos se rocen, para que no haya besos ni caricias, para que no se miren ni se hablen y que sólo el pene y la vagina se contacten teniendo como único fin la procreación. Justamente lo contrario a lo que hemos planteado en un pasaje anterior de este libro, aquello de no reducir la sexualidad a la genitalidad.
Con esas prohibiciones y mandatos culpabilizantes, lo que se intenta es producir un borramiento de lo más importante de la sexualidad humana: el placer. Porque la idea madre es que hay algo de malo en el placer, una especie de miedo al hedonismo. Pero hay que decir que entre alguien que se permite experimentar el placer de la sexualidad y un hedonista, es decir aquel que hace del placer su máxima de vida, hay un abismo.
No estoy diciendo que la búsqueda del embarazo no pueda ser, en algunos casos, lo que incita el encuentro sexual. Es obvio que el deseo de tener un hijo puede ser también un deseo auténtico y fuerte. Pero obsérvese que ese anhelo es de un orden diferente del de la búsqueda del placer, y esto es así hasta el punto tal de que, cuando una pareja decide tener un hijo, puede hacer pública esta decisión. Como si no estuvieran hablando de su sexualidad. Pueden decir, por ejemplo, «que han empezado a buscar». Y los demás le desearán suerte, hablarán de nombres, padrinos o regalos. En cambio, cuando lo que se está buscando es un mayor placer o la concreción de alguna fantasía, eso queda en el marco íntimo y privado de la pareja.
Entonces, cuando el deseo de paternidad o de maternidad aparece como un deseo genuino del sujeto, se convierte en un maravilloso proyecto de vida, pero cuando el embarazo no es el fruto de ese deseo, sobreviene la angustia.
El paciente viene conmovido, desorientado y dice que no sabe qué hacer, si tenerlo o no, si utilizar la pastilla del día después o esperar unas semanas, y esta situación puede impactar sobre la pareja de un modo tal que, aquellos que hasta hace unos días fantaseaban con vivir juntos, a veces llegan a preguntarse para qué se involucraron con esa persona. ¿Y por qué tanta angustia, tanto nerviosismo si lo que ha ocurrido es un hecho totalmente natural?
Justamente por eso, porque las cuestiones del ser humano y la naturaleza no siempre, es más, sería mejor decir que casi nunca, van de la mano.
Matrimonio igualitario
Adentrados en esta temática, es válido recordar que hace poco tiempo, la sociedad argentina se vio conmovida por un fuerte debate de ideas que tuvo como desenlace la promulgación por parte del Senado de la Nación de la ley de matrimonio igualitario que permite casarse a dos personas del mismo género y les otorga, incluso, el derecho a la adopción.
Con profunda emoción recibí la invitación del Senado para ser uno de los expositores ante la comisión encargada de tratar este tema. Y así fue como, en una fría mañana porteña, me encontré formando parte de la historia argentina en una más de las luchas por los derechos de igualdad ante la ley, de un modo mínimo y modesto, intentando simplemente acercar algún pensamiento que pudiera ayudar a reflexionar a quienes debían decidir sobre un tema tan sensible a la comunidad.
Lo primero que hay que decir es que esta discusión puso sobre el tapete dos ejes sobre los que es necesario reflexionar: la sexualidad y el amor. Y, como en aquellos teoremas matemáticos cuya demostración se hace por «el absurdo», es decir por la negativa, me pareció importante detenerme en los motivos de aquellos que sostenían una oposición a la aceptación de esta ley.
Así encontré que las objeciones se levantaban básicamente a partir de cuatro pilares: la sexualidad natural, algunas cuestiones sociales, una idea de salud y, por supuesto, por motivos religiosos.
Acerca de la oposición a la idea de la naturalidad de la sexualidad humana, acabamos de hacer ya un extenso desarrollo.
En cuanto a las objeciones sociales, es cierto que la homosexualidad implica una elección diferente de la heterosexualidad, pero ser diferente en la elección sexual no implica que deban ser diferentes ante la ley.
También una persona alta es diferente de una baja, un hombre a una mujer, y un blanco a un negro, y la sociedad, apoyada en estas diferencias, durante mucho tiempo las proyectó al territorio de los derechos civiles. Así, hasta hace muy poco las mujeres, por ser distintas de los hombres, no eran consideradas capacitadas para votar y, en los Estados Unidos de Norteamérica, por ejemplo, estaba prohibido el matrimonio interracial. Hoy, un hijo fruto de la posibilidad de esa unión es el presidente de esa nación.
Acotar los derechos de una persona basándose en la diferencia sólo es concebible cuando esa diferencia hace a una condición de edad, de enfermedad o de conducta ante la ley. Porque en esos casos la ley protege al sujeto de sí mismo (ya sea porque se trata de un niño o alguien que por alguna enfermedad no está en condiciones de hacerse cargo de sus decisiones) o protege a la sociedad, en el caso de personas que sean peligrosas para los demás, acotando sus derechos.
Objeciones basadas en la salud
La homosexualidad ha debido enfrentar diferentes y tremendos juicios por parte de la cultura según los momentos de la historia. Así fue considerada primero un delito, luego un pecado o una enfermedad producida por alguna degeneración congénita. De allí el término «degenerados» con el que se los estigmatizaba hace algunos años y, por qué negarlo, con el que muchos los siguen estigmatizando aún hoy.
Pero, por suerte, en la mayoría de los países la ley ya no pena la homosexualidad y la Organización Mundial de la Salud (OMS) a su vez ha dejado de considerarla una enfermedad para verla como una elección de amor diferente.
A pesar de esto, sin embargo, en el transcurso de este apasionante debate pude escuchar muchas cosas, algunas muy inteligentes y otras basadas en el puro prejuicio.
Algunos legisladores e incluso médicos y psicólogos sostuvieron, fracasando en la ironía y mostrando en cambio un desconocimiento que asusta, que si la decisión es dar igualdad ante la ley a las diferencias sexuales, ¿por qué no permitir también la zoofilia (sexo con animales) la necrofilia (sexo con muertos) o la pedofilia (sexo con niños), ya que también son elecciones diferentes que una persona puede hacer?
Pues bien, hay algo que quienes sostienen ese argumento parecen no poder comprender, y es el hecho irrefutable de que un animal y un muerto no pueden elegir tener esa relación sexual y que un niño no está en condiciones madurativas de hacerlo, mientras que vivir en pareja con alguien del mismo género es una elección de dos adultos que voluntariamente deciden compartir sus vidas a partir del deseo y del amor.
La homosexualidad no es el acto perverso de alguien que somete a otro a padecer algo aberrante, sino la elección consciente de dos personas en la cual uno no es el objeto de goce del otro, sino que ambos se constituyen en sujetos del amor.
Objeciones religiosas
Éstas son, sin ninguna duda, las más difíciles de rebatir porque la fe es algo incuestionable y toda persona tiene derecho a vivir en la creencia que elige y bajo las normas religiosas que quiera siempre y cuando esto no se oponga a la ley de la Nación en la que vive.
Pero es necesario marcar la diferencia entre la religión y la ley, lo cual no es tan fácil como parece, ya que en algún momento de la historia la religión fue la encargada, también, de impartir la ley. Así el faraón en Egipto era el dios mismo encarnado y desde allí conducía la vida política de su nación. Algo parecido ocurrió con Europa y el avance de las religiones judeocristianas. Pero poco a poco fue marcándose una diferencia entre una institución y la otra.
Toda religión tiene su dogma y desde allí imparte lo que está bien visto a los ojos de Dios y lo que es pecado, y tiene derecho a hacerlo. Porque pertenecer o no a una religión es, en definitiva, una elección más de un sujeto que, en caso de decidirlo, deberá aceptar ciertas normas.
Por eso la Iglesia puede, desde sus creencias, sostener la decisión de casar solamente a parejas heterosexuales. Es el derecho de esta institución.
Pero una nación no legisla solamente para los que pertenecen a tal o cual religión sino para todos los habitantes de un país, para los que creen en Dios y también para los que no creen. Y lo que en este debate se dirimía era la igualdad ante la ley de los ciudadanos, no de los feligreses.
Me sorprendió, sin embargo, que algunos se hayan apoyados en citas bíblicas textuales para oponerse a la sanción de esta ley, porque a esta altura ya casi nadie sostiene la literalidad de las escrituras.
Vaya como simple ejemplo esta cita que, por supuesto, fue seleccionada por mí:
«No dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido.»
O esta otra:
«Las mujeres guarden silencio en la asamblea, no les está permitido hablar; en vez de eso, que se muestren sumisas. Si quieren alguna explicación, que pregunten a sus maridos en casa, porque está feo que hablen mujeres en las asambleas» (1a Corintios, capítulos 11 y 14).
Y esto para no hablar de lapidaciones u otros comentarios acerca de influencias demoníacas que sólo mentes fundamentalistas serían capaces de tomar literalmente.
Las perversiones
Pero lo que en realidad les costaba aceptar a quienes se oponían a esa ley era que la homosexualidad no es una perversión, que no es una enfermedad, sino un modo particular de elección amorosa. La perversión es otra cosa; es un tipo de relación en la cual no hay dos sujetos, sino que uno de los dos es degradado a la condición de objeto para el goce del otro.
Hay una frase que circula comúnmente y que dice que siempre un sádico busca un masoquista, o un masoquista busca a un sádico como complemento. Nada más falaz. Porque al sádico lo que lo excita no es el dolor, sino la angustia del otro, y el masoquista en su dolor obtiene placer. Entonces ¿para qué un sádico va a buscar a un masoquista, si el masoquista no le va a dar lo que él quiere? Porque lo que él quiere no es pegarle, sino que el otro se angustie cuando le pega.
Viene a mi memoria un chiste que escuché en los pasillos de la facultad en la época en la que estaba cursando psicopatología, que era el del masoquista que se arrodillaba y le decía al sádico: por favor, pégame, a lo que el sádico le respondía: no, no, de ninguna manera.
Ahí sí aparecía la obtención del placer para el sádico. ¿Cómo le iba a pegar si era lo que el otro deseaba, si era de lo que disfrutaba? De ningún modo, porque lo que él necesita para excitarse es que se angustie.
Pero la cultura que, como dijimos, se apropia de los términos clínicos, ha hecho de la palabra perversión un sinónimo de maldad. Así se dice de alguien en las noticias, como si fuera lo mismo, que es un sádico, un psicópata, un perverso o un psicótico. Todas estas, cosas bien diferentes.
Y lo cierto es que la perversión es un cuadro clínico con características propias que pueden no tener nada que ver con la maldad ni con infligir dolor a otro. Y estoy pensando en la que sea tal vez la más clara de todas, una a la que, por algo, Freud le dedica un artículo especial, que es el fetichismo.
Ustedes saben, el fetichista es alguien que establece una relación con un objeto que actúa como causa y sostén de su deseo. Pero antes de avanzar me permito una pequeña digresión: casi todos los hombres tienen algo de fetichistas, aunque no lleguen a serlo. Las mujeres, en cambio, no. El fetichismo es una perversión exclusivamente de hombres, porque el fetiche viene a reemplazar un objeto que la mujer no tiene, algo que le falta.
Por supuesto que hablo de una falta imaginaria y no real, porque en la realidad a la mujer no le falta nada, sino que tiene otra cosa. Pero en el inconsciente de algunos hombres la ausencia de pene en la mujer actúa como algo que angustia e inhibe la excitación; entonces, el fetiche se ubica cubriendo esa falta y le permite acceder al disfrute sexual sin problemas.
Por eso es una perversión de hombres, porque el hombre intenta tapar con el fetiche eso que el fetichista cree, inconscientemente repito, que a la mujer le falta.
Cuando Lacan dijo que «la mujer no existe», o Freud que «no hay un representante psíquico del órgano sexual femenino», lo que decían en realidad es que lo que hay en el inconsciente es presencia o ausencia del pene. A esto lo llamamos la premisa universal del falo. Y todos sabemos que esto es así. De hecho, cuando los chicos empiezan a preguntar e interesarse por la diferencia anatómica entre hombres y mujeres, se les explica diciéndole que «los nenes tienen pito y las nenas no», es decir que aparece esto del que tiene y el que no tiene.
A veces algunos padres intentan ser explícitos y aclaran con todas las letras que los varones tienen pito y las nenas vagina, pero aun así, la hija les pregunta: «¿Y por qué yo no tengo pito?». No va a escuchar que tiene vagina, va a escuchar que no tiene pito. Porque en el inconsciente esto funciona de este modo.
Lo antedicho sólo intenta dilucidar lo enigmática que es la sexualidad, y ya no sólo para los niños, sino también para los adultos.
Pero, retomando, el fetiche es un objeto que aparece como condición del deseo y la excitación del fetichista. Casi todos los hombres, decíamos, son un poco fetichistas. Basta con ver los famosos almanaques de las gomerías.
¿Qué vemos allí?
Una mujer que pareciera estar totalmente desnuda, pero que seguramente no lo está. Porque puede que esté sin ropa, pero sentada sobre una moto, o con un par botas, o con lentes, no importa el detalle, pero seguramente habrá alguno. Porque una mujer totalmente desnuda sirve más para una clase de biología que para despertar el erotismo. Algo debe de tener, aunque más no sea una lapicera en la boca. ¿Por qué? Porque aparece el fetiche tapando una cierta falta y produciendo un estímulo erótico en el hombre que mira sin saber muy bien qué ve.
Como dijo Marcial, Marco Valerio: «Para mí… ninguna mujer se acuesta lo suficientemente desnuda».
Y esto es algo que las mujeres saben muy bien. Por eso, cuando han decidido concretar con alguien, se preparan, eligen atentamente su ropa interior y despliegan una serie de actos dedicados a producir el impacto erótico.
En cambio los hombres carecen de esas conductas fetichizantes porque saben, con ese saber no sabido, que las mujeres no lo necesitan. Y si no pregúntense cuántos hombres conocen que antes de salir con una mujer vayan a comprarse ropa íntima.
Pero entonces, si todos los hombres disfrutan de una cierta fetichización de la mujer, ¿cuál es la diferencia entre el fetichista, en tanto que perverso, y ese deleite que de todos modos produce la mujer producida para el encuentro sexual?
La diferencia es el valor de condición erótica del fetiche. Es decir, que un hombre puede disfrutar de que su amante lleve puesto, por ejemplo, un portaligas. Pero si el objeto no está, lo mismo da. En cambio el fetichista, en ausencia del portaligas no podría concretar la relación sexual. En un caso es un elemento más del juego erótico y en el otro una necesidad que sostiene el deseo y evita la angustia.
Y hasta tal punto el fetichista necesita de ese objeto que, para evitar que falte, suele llevarlo él. Entonces le pedirá a su amante que se ponga tal o cual prenda.
Recuerdo Casanova, la película de Fellini, en la cual había un pájaro metálico montado sobre un pene erecto, a cuerda, que subía y bajaba con una música horrorosa, y que Giacomo ponía en funcionamiento al empezar su encuentro sexual, el cual concluía justamente cuando la cuerda se terminaba y el movimiento del pájaro se detenía. He ahí un buen ejemplo de fetichismo.
Pero como vemos, y separando el concepto clínico de Perversión con la idea de maldad, el fetichista no lastima a su partenaire. Si ella quiere usa el portaligas, si no, él no podrá concretar, pero eso no la lastima más que en su autoestima. Y esa inseguridad ya no es culpa del fetichista.
A todos nos falta algo
Es cierto que también las mujeres exigen ciertas cosas de un hombre para erotizarse, pero esas cosas no son del mismo orden que el fetiche, sino que son elementos que le dan a su amante un brillo que lo vuelve atractivo. En ese sentido tienen que ver con eso que los analistas llamamos valor fálico, y también ellas deben encontrarlo en alguien para erotizarse, ya que nadie está completo y no debemos creer que el hombre no está en falta. Por el contrario, lo está tanto como la mujer y de allí que también requiera de ciertos elementos que lo vuelvan atractivo. Pero esos elementos no tienen, como el fetiche, el lugar del sostenimiento de la posibilidad erótica.
En ese sentido, puede ser que el poder o la inteligencia sean algo que a alguna mujer la seduzca, pero seguramente su falta no va a producirle angustia y no va a inmovilizar su deseo.
Ahora, si damos por válida esta idea de que a todos nos falta algo, debemos preguntarnos entonces ¿qué es lo que nos falta?
Pues bien, ya hemos respondido a esa pregunta, nos falta el instinto. Somos seres sociales, sujetos fruto ya no de lo natural sino de la palabra y el deseo. Y eso que nos falta nos pone en un lugar de desconocimiento.
Por eso, ante una desgracia, por ejemplo, nos preguntamos: «¿Y ahora qué hago? Me enteré de que mi padre tiene cáncer, ¿cómo se hace? ¿Se lo tengo que decir o no? ¿Cómo debo comportarme para que no se dé cuenta? ¿Cómo hago para sobrellevarlo? ¿Se va a morir?». Nos preguntamos cómo y por qué, porque no tenemos un instinto que nos dé respuestas.
Entonces, y volviendo a la primacía universal del falo, el tener o no tener siempre es un «como si». De allí que las distintas personas puedan proyectar este valor fálico, este tener o no tener, en distintas cosas; y habrá personas a las que les atraerán los deportistas, o los intelectuales, a otras la belleza, la inteligencia, alguien con una actitud más tierna, o más erótica.
Pero este desplazamiento hacia uno u otro lugar ¿es voluntario? No. ¿Es casual? Tampoco. Lo que quiero decir es que hay muchas cosas que se ponen en juego detrás de lo que parece una libre elección. Cosas que tienen que ver con la historia, los miedos y la estructura de cada persona en particular.
Por eso es importante analizarse, para poder asumir los propios deseos y respetarlos, para poder diferenciar incluso cuando se trata de un deseo verdadero o se mezcla algo de ese impulso destructivo que todos llevamos dentro (Goce). Para eso también sirve el análisis, para poder reconocer si en esa elección que un sujeto hace no está implícita la aparición del dolor, para que no entre en juego la seducción del padecimiento, porque en ese caso, esa elección es enferma.
La sexualidad es, entonces, un enigma que cuestiona permanentemente y cuyos comportamientos presentes han tenido como origen el inicio mismo de la historia emocional de cada sujeto; eso de lo que todos hemos oído hablar y que llamamos Complejo de Edipo. Que no es, como creen algunas revistas semanales, que la mamá tiene preferencia por el varón y el papá por la nena. No. Entonces ¿qué es el Edipo?
Pues bien, cito nuevamente a Juan David Nasio y digo que: «el complejo de Edipo no es una historia de amor y odio entre padres e hijos, es una historia de sexo, no involucra sentimientos tiernos u hostiles, sino que es un asunto de cuerpos, de deseos, de fantasías y de placer. El Edipo es una inmensa desmesura, es un deseo sexual propio de un adulto vivido en la cabecita y el cuerpo de un niño o una niña de cuatro años que no tiene la maduración ni psíquica, ni física para asumirlo y cuyo objeto son los padres».
Es decir que el Edipo es una historia de sexo entre padres e hijos, donde tanto unos como otros se ven involucrados de un modo fuerte, y que esa historia condicionará nuestras elecciones futuras y nuestro modo de desear. Y ése es uno de los grandes inconvenientes de la sexualidad: que se inicia, justamente, con las personas con las que después no se podrá tener sexo.
Porque los primeros en tocar y erogenizar el cuerpo de un chico son sus padres. Lo hacen cuando lo bañan, cuando lo miman, cuando lo cuidan. Y el gran desafío es, entonces, poder constituirnos en sujetos deseantes a pesar de que no haya un saber posible sobre este tema y que el punto de partida haya estado cargado de deseos prohibidos.