Café, medialunas y Psicoanálisis
(o algunas herramientas para abordar al amor)

En cuanto abrí la puerta sentí el impacto. Era el primero de los encuentros programados y, si bien todos augurábamos un buen comienzo, fue una sorpresa encontrar, en una mañana de sábado algo fría, el lugar desbordado de personas y verlas tomando un café mientras esperaban, por suerte, con gran interés a que diera comienzo mi exposición. Aunque, sabrán comprenderme, no pude evitar reparar en el resto de los ingredientes que había en esas mesas: tostadas, medialunas, manteca, mermelada, y confieso que al sentarme en mi banqueta, frente al atril en el que estaban mis pocos apuntes, me pregunté si mi anhelo sería posible, si ése sería el ámbito adecuado para hablar de los temas que nos convocaban: las emociones y los conflictos humanos.

Pero en respuesta a esa primera impresión —algo prejuiciosa, no voy a negarlo—, vino a mi memoria y a mi rescate aquella vieja costumbre que tenían los griegos de reunirse a reflexionar y debatir sobre los temas importantes de la vida alrededor de una mesa poblada de vinos y manjares.

Como testimonio de esto llegó hasta nosotros El Banquete, de Platón, libro que justamente lleva ese nombre porque alude a eso, a un banquete en el que cinco amigos se juntan a comer, aún bajo los efectos de la resaca de una reunión parecida que habían tenido el día anterior ya que, según parece, los pensadores de entonces eran bastante afectos a la charla, la comida y el buen vino.

Aquellas reuniones tenían una característica: giraban siempre en torno a un tema de conversación previamente elegido. Y en el encuentro de esa noche en particular a la que alude el libro, uno de los asistentes, Erixímaco, propone consagrar la velada a Eros. Los demás aceptan y acuerdan que cada uno de los comensales a su turno hará una exposición acerca del amor. Se convino el orden en el que hablarían y así dio comienzo a la velada.

Hay que decir que Eros, en realidad, no era más que una deidad bastante menor, algo así como un dios de segunda o tercera categoría. La realmente importante en esos temas era Afrodita, Diosa del Deseo y, comenzando a andar nuestro camino, digamos que no es lo mismo el deseo que el amor y que, si nos dejamos guiar por los relatos de la mitología clásica, podríamos al menos arriesgar la idea de que para los griegos, el deseo era aún mucho más importante que el amor.

Según se mire, no muy distinto a lo que pasa en estos tiempos.

Pero volviendo a El Banquete, cuando le llega el momento de exponer a Aristófanes, éste desarrolla una teoría para explicar el origen de las distintas tendencias amorosas. Es lo que se conoce como «El Mito de los Andróginos» y veremos cómo la idea que recorre esa teoría, expuesta en una noche de borrachera hace tantos siglos, guarda mucha relación con la manera en la que muchas personas, probablemente la mayoría, piensan aún hoy al amor.

Según este mito, en el comienzo, el mundo estaba habitado por seres circulares llamados Andróginos, formados cada uno de ellos por dos de los que somos ahora. Es decir que había andróginos compuestos por dos hombres, otros por dos mujeres y un tercer grupo formado por un hombre y una mujer. Eran seres eternos y completos que, por eso, no necesitaban reproducirse y desconocían la muerte.

Esta condición de inmortalidad y completud los embriagó de soberbia, hasta el punto tal de que se animaron a compararse con los dioses. Estos, enojados y a modo de represalia, los partieron al medio dividiendo a cada uno en dos mitades que mezclaron y esparcieron por el mundo. En ese mismo acto, también les fue arrebatada la vida eterna y nos dice Aristófanes que, a partir de entonces, todos vamos por la vida deseando encontrar esa otra mitad para unirnos con ella y ser nuevamente seres completos e inmortales.

Así, los andróginos compuestos por dos hombres dieron origen a la homosexualidad masculina, los compuestos por dos mujeres a la homosexualidad femenina y los compuestos por un hombre y una mujer, a la heterosexualidad.

Como vemos, este mito deja sobrevolando dos cuestiones muy importantes. La primera, la unión existente entre la sexualidad y la muerte y la segunda, la idea de que es posible encontrar nuestra otra mitad que nos complete.

Desde ya, les adelanto que éste no es más que un sueño romántico, un anhelo inalcanzable ya que —y aquí nos metemos de lleno en una idea psicoanalítica—, la completud no existe. Nadie puede tenerlo todo, y vivir implica aceptar que todo tiene un costo y que en cada logro hay una pérdida.

La sensación de completud que genera el amor, y esto lo sabemos porque mal que mal todos nos hemos enamorado alguna vez, es sólo un engaño que dura apenas un rato, si tenemos mucha suerte.

Como dice Alejandro Dolina, «amar es inventarse cada día falsedades compartidas». O podríamos ser un poco menos poéticos y más psicoanalíticos y decir, junto a Jacques Lacan, que «amar es dar lo que no se tiene a quien no lo es».

Y es que, debo ser sincero: creo que en estos tiempos el amor tiene demasiada buena prensa y parece flotar en el aire la idea de que es siempre algo maravilloso; les aseguro que no es así, que no todos los amores son necesariamente buenos y que, en ningún caso, nos proporciona la completud anhelada.

Sin embargo, lejos de lo que pudiera parecer, no es ésta una postura cínica acerca del amor; por el contrario, considero que el amor es uno de los motores más importantes de la vida. Y, para no caer en confusiones, digamos que sostener que la sensación de completud que el amor genera es engañosa, no implica afirmar que el amor no pueda ser un sentimiento verdadero.

Pero no nos apresuremos. Ya iremos recorriendo el camino que nos lleve a pensar con mayor detenimiento qué cosa es el amor. Porque no todos decimos lo mismo cuando hablamos del amor.

Como irán descubriendo a lo largo de estas páginas, los analistas estamos mucho más cerca de Borges que de Platón. Y pienso en ese hermoso párrafo que aparece en Historia de la eternidad en el cual Borges cita a Lucrecio y le hace decir lo siguiente:

«Como el sediento que en el sueño quiere beber y agota formas de agua que no lo sacian y perece abrasado por la sed en medio de un río: así Venus engaña a los amantes con simulacros, y la vista de un cuerpo no les da hartura, y nada pueden desprender o guardar, aunque las manos indecisas y mutuas recorran todo el cuerpo. Al fin, cuando en los cuerpos hay presagio de dichas y Venus está a punto de sembrar los cuerpos de la mujer, los amantes se aprietan con ansiedad, diente amoroso contra diente; del todo en vano, ya que no alcanzan a perderse en el otro ni a ser un mismo ser.»

Es impactante ver cómo la fuerza de la poesía puede embellecer tanto una idea que, no lo neguemos, suena bastante desalentadora, ésta de que el amor genera sensaciones engañosas y de que la completud no existe.

Y con esta premisa, como les decía, empezamos a andar ya por el camino del psicoanálisis, y en este derrotero nos van a acompañar algunos conceptos, uno de los cuales, por ejemplo, les va a sonar familiar porque es casi de uso cotidiano, y es el concepto de Inconsciente.

¿Qué es el Inconsciente?

Recuerdo que cuando pronuncié el término «inconsciente» en aquel primer encuentro, percibí que la mayoría de los concurrentes asentían, como dando a entender que sabían de lo que estábamos hablando, pero me permití dudarlo por un segundo y, como si fuera un juego de asociación libre, les pedí que dijeran lo primero que se les viniera a la mente acerca de lo que les sugería esa palabra:

Olvido.

Dolor.

Que no es consciente.

Represión.

Esta última idea provenía, obviamente, de alguien ya ligado al ámbito de la psicología, más exactamente de una alumna de la Universidad de Buenos Aires. Y hubo quien agregó:

—Es como alguien que vive dentro de nosotros y nos hace hacer cosas que no queremos hacer… un extraño.

¿Se dan cuenta de cuántas cosas surgen en nuestro imaginario a la hora de pensar qué es el Inconsciente? Y debo decir que, de alguna manera, el Inconsciente es todo eso que dijeron, y mucho más.

No es fácil intentar transmitir un concepto tan complejo con palabras sencillas, pero vamos a intentarlo. Para lo cual pido la ayuda del lector para realizar un pequeño ejercicio; simplemente que, en este mismo instante, piense cuál es su segundo nombre, pregunta que en aquella ocasión le hice a una joven que estaba ubicada en la primera mesa. Me respondió que su segundo nombre era Denise.

Alguien había sugerido que el Inconsciente era aquello que no es consciente. Bien, hasta que yo les pedí que pensaran en su segundo nombre, esa palabra «Denise», en nuestro ejemplo, no estaba en su consciencia, lo cual quiere decir que entonces era inconsciente. Pero ¿ése es el concepto de Inconsciente para el psicoanálisis?

La respuesta es sí y no, porque no hay una sola teorización acerca de lo que es el Inconsciente. Por el contrario, hay tres momentos en la teoría psicoanalítica que determinan tres modos bien distintos de concebirlo.

El primero de ellos tiene que ver con esta idea de que es inconsciente lo que no está en la consciencia y es el ejemplo del nombre Denise. Hasta que yo formulé la pregunta, no estaba en su consciencia y entonces era, al menos por el momento, inconsciente. Y podemos deducir que, según esta Concepción, el inconsciente sería algo así como una alacena de la cual podemos sacar su contenido con el solo esfuerzo de ir a buscarlo.

Bueno, ahí tenemos lo que los analistas llamamos Inconsciente Descriptivo, un lugar en donde está aquello que es inconsciente sólo por el hecho de no estar en la consciencia, pero que puede hacerse consciente no bien le prestamos la atención necesaria. Esto es lo que técnicamente se llama «Preconsciente» y es la primera formulación freudiana del Inconsciente.

Tienen que saber que en psicoanálisis, la teoría guía la práctica clínica, es decir que los conceptos en los que nos basamos los analistas no son algo menor, porque a partir de ellos pensamos a los pacientes y establecemos una dirección para esa cura en particular. ¿Por qué les digo esto?

Porque en esa época en la cual se pensaba en un Inconsciente que podía ser traído de nuevo a la consciencia, como en el caso del segundo nombre, el psicoanálisis se constituye como «el arte de hacer consciente lo inconsciente» y en esa dirección avanzaba el tratamiento. Que el paciente recordara, que trajera a su memoria una vivencia olvidada, que la hiciera consciente y entonces estaría curado. Y no es así, aunque aún hoy muchos profesionales, incluso, confundan con eso al psicoanálisis.

Pero lo cierto es que ése fue apenas un primer ideal de Freud que estaba enamorado de la técnica que iba descubriendo y, como todo enamorado en su primera etapa, se hacía ilusiones demasiado grandes acerca del objeto de su amor. Pero, no bien avanzó un poco, comprendió que el asunto era bastante más complicado que eso.

¿Y cómo se fue dando cuenta de esto? Porque empezó a percibir que había recuerdos que se resistían a volver, como si alguna fuerza los retuviera presos en un lugar inaccesible para el pensamiento, o como si desde la consciencia misma se levantara una barrera para no dejarlos pasar. Dedujo, entonces, la existencia de una resistencia a la posibilidad de retorno de esos recuerdos. Y es aquí donde descubre la existencia de un Inconsciente de otro tipo, diferente, más difícil de ser traído a la consciencia, y la cosa empieza a complicarse.

En uno de sus primeros textos ya había anticipado claramente esta idea, pero como suele ocurrir en análisis, es probable que ni él mismo hubiera podido escuchar la importancia de lo que estaba diciendo.

El texto al que hago referencia se llama «Las Neuropsicosis de Defensa» y, aunque no pretendo apelar a conocimientos académicos de los lectores, me parece honesto definir desde qué lugar estoy hablando, porque si no, el discurso se instala con la prepotencia de quien está transmitiendo una verdad revelada, y no es ésa mi intención. Por el contrario, muchos de ustedes van a encontrar diferencias entre los conceptos que aquí se despliegan y sus ideas o creencias. Tienen derecho a hacerlo.

Por eso aclaro —me parece pertinente— que todo lo que diga en este libro, proviene de las reflexiones de un analista que desea pensar junto a ustedes y, movido por sus propias inquietudes, habla y escucha a partir de la teoría y la práctica psicoanalítica. Y nuestras posibles diferencias no van a surgir sólo por cuestiones religiosas o concepciones de otras ciencias, sino que dentro de la misma psicología vamos a tener posturas totalmente enfrentadas a la hora de pensar qué es un paciente y cómo se trabaja, en qué dirección, cuáles de sus palabras son relevantes y cuáles no, si nos adentramos en su historia o nos dedicamos a observar su comportamiento presente.

Por eso, por un compromiso de honestidad intelectual, siempre es bueno esclarecer desde qué lugar alguien está hablando y admitir con respeto que hay otras maneras de concebir los mismos temas.

¿Psicólogo o psicoanalista?

Pero una vez planteado esto, seguramente muchos se estarán preguntando si es lo mismo consultar a un analista que a un psicólogo que trabaja con otra técnica. Y la respuesta es que no es lo mismo.

Pero entonces, y dado que un paciente no tiene por qué conocer las diferentes técnicas, ¿cómo puede alguien saber cuál es la técnica que mejor se adapta en su caso particular, si un analista, o un sistémico, o un cognitivo? Y de hecho, ésta es una consulta bastante habitual.

La respuesta es que no tiene por qué saberlo ya que, como dice el psicoanalista argentino Juan David Nasio en su libro Un psicoanalista en el diván, «lo realmente importante es la persona del terapeuta». Las cuestiones teóricas y técnicas son motivo de discusión interna entre psicólogos y no deben ser una preocupación para el paciente.

Podríamos pensar en una analogía entre la psicología y la medicina, y decir que, así como dentro de la medicina hay diferentes especialidades y, aunque todos son médicos, no es lo mismo un cardiólogo que un oftalmólogo, algo parecido ocurre con la psicología; se puede ser psicólogo clínico y tener la especialidad como psicoanalista, conductista, sistémico o gestáltico, por nombrar sólo algunas. Y, así como un hematólogo presta atención a ciertos aspectos de un paciente y no a otros, lo mismo ocurre con los psicólogos. Aunque debo decir que para ser analista, teóricamente, ni siquiera sería necesario ser psicólogo. Pero ése ya es otro tema.

Lo que quiero transmitir es la idea de que si alguien fuera y hablara de su vida ante distintos profesionales, utilizando incluso las mismas palabras, ha de saber que no va a escuchar lo mismo un analista que un conductista. Y no sólo no van a escuchar lo mismo sino que, seguramente, no pondrán el acento en la misma parte del discurso. Me permito un ejemplo para ilustrar lo que digo.

Cierta vez me dijo un paciente, al cual en mi libro Historias de diván llamé Darío, la siguiente frase: «Yo tuve una infancia muy feliz. Mis padres siempre fueron muy unidos y mi sueño como hombre es tener algún día una mujer y familia como la de mi papá». Pues bien, hay muchas maneras de escuchar esa frase según en dónde ponga el acento el terapeuta.

Alguien podría decir: bueno, este paciente tuvo una infancia feliz, con unos padres que fueron muy unidos, de modo que, en lo referente a los sistemas familiares, parece que todo está bien. Hay que buscar por otro lado.

Otro podría escuchar que manifiesta un anhelo de armar una familia como la que él tuvo y tiene alguna dificultad con este tema y preguntarse cuáles de sus conductas lo desvían de este anhelo, para ver cómo actuamos para corregir esas actitudes.

Un tercer terapeuta podría apoyarse en esa familia fuerte e idealizada para construir desde allí algo que haga al bienestar de ese paciente.

Yo, como analista, no escuché nada de eso. Y aclaro que fue mi escucha, porque no todos los analistas escuchamos lo mismo, tampoco. Pero lo que yo escuché es que ese paciente «sueña con tener algún día una mujer como la de su papá». Y la mujer de su papá, es su mamá. Es decir que hay un deseo que se pone de manifiesto en sus palabras y que él ni siquiera percibe. Y me adelanto a las objeciones que podrían surgir argumentando que no es eso lo que el paciente quiso decir. Ya sé que su voluntad fue transmitir otra cosa, pero justamente eso es lo que dice la teoría psicoanalítica: que no es el sujeto el que hace uso del lenguaje, sino que es el lenguaje el que utiliza al sujeto para decir otra cosa diferente de la que él quiere decir. Y es, precisamente, a ese más allá de la voluntad del paciente a lo que, a diferencia de otras técnicas, le presta atención un analista. No al sentido que voluntariamente le quiso dar alguien a sus palabras, sino a lo que las palabras le hicieron decir aun en contra de su voluntad.

Este paciente adulto, Darío, tiene una cuestión erótica muy fuerte con la madre que no es capaz de concientizar, lo dice claramente, pero no lo escucha. Y si esto es así, quiere decir que su infancia probablemente no haya sido tan feliz como él cree, ya que los impulsos sexuales dirigidos a sus padres, típicos de los primeros años de vida, no han sido resueltos, lo cual pone en jaque la veracidad de toda la frase.

Pero entonces si lo que dice no provino de su voluntad, de su decisión, ¿de dónde surge eso que decimos sin querer decir?

Los recuerdos reprimidos
(o decir lo que no se quiso decir)

Alguien había dicho en aquel primer encuentro que el Inconsciente era algo así como un extraño que vive dentro de nosotros y nos impulsa a hacer cosas que no queremos hacer. Yo agregaría que también nos hace decir cosas que no queremos decir, y aquí nos encontramos con la segunda formulación del concepto de Inconsciente. Lo que llamamos Inconsciente Dinámico.

Nombramos también a la Represión. Pues bien, este segundo inconsciente, a diferencia del primero, está relacionado con ese concepto de Represión, que también es algo de lo que se habla mucho, pero por lo general de un modo erróneo. Digo esto porque es común escuchar frases del estilo de «no te reprimas», sobre todo en amigas que aconsejan actitudes relajadas u hombres que a las cuatro de la mañana quieren convencer a una mujer para que haga lo que ella ya ha decidido hacer hace dos horas.

Pero esto de lograr, merced a un pedido o un consejo, que alguien voluntariamente elija reprimir o no, es imposible porque la represión es un mecanismo de defensa inconsciente. No actúa porque alguien decida usarlo sino que sucede sin que nuestra voluntad tenga nada que ver con esto.

Cité algunas líneas arriba un texto de Freud que explica un poco cómo se da este proceso.

¿Cómo actúa la Represión?
(sueños, chistes y todo lo demás)

Supongamos que en algún momento de nuestra vida, ante una situación determinada, surge alguna idea, alguna representación mental que resulta intolerable y amenaza con producir una ruptura del equilibrio psíquico y emocional, entonces se la reprime. Esto ocurre sin que nos demos cuenta. No es que esa persona diga: «en este momento estoy reprimiendo». No. Simplemente, a esa idea traumática se le prohíbe el acceso a la conciencia sin que el sujeto sepa nada de eso.

Pero eso que no pudo ganar un lugar en nuestro pensamiento no desaparece para siempre, sino que queda en el Inconsciente. Pero ya no se trata de un Inconsciente como el anterior, el Descriptivo, del que podíamos disponer cuando quisiéramos. Porque estos recuerdos están reprimidos y entonces no podemos traerlos a la consciencia voluntariamente, ya que hay una fuerza que no los deja pasar y los mantiene en ese territorio oscuro y desconocido.

«Tanto mejor —podría decir alguien— así no molesta y no vuelve nunca más.» Pero esto no funciona así y muchas veces esos recuerdos retornan, aunque deban hacerlo de un modo disfrazado. Pongo un ejemplo.

Imaginen que una chica adolescente les presenta a sus padres el muchacho con el que sale. Un chico con barba, desprolijo, algo sucio y de malos modos. Cuando quedan a solas, los padres le dicen a su hija que ese chico no les gusta y que no quieren que lo vea nunca más. Pero ella mantiene la relación en secreto. Pasan los años y llega el momento en el cual los jóvenes se quieren casar. La joven, entonces, presenta al muchacho ya sin barba, bien vestido, limpio y educado. Entonces los padres la abrazan emocionados y le dicen: «Este sí. No lo vas a comparar con el otro mamarracho que nos presentaste hace cinco años». Es el mismo hombre, pero su imagen dista mucho de aquella que motivó su expulsión y los padres no pueden relacionar a un joven con el otro.

De un modo análogo, cuando algo de lo que fue expulsado de la consciencia quiere volver, debe disfrazarse. A estos disfraces, los analistas los llamamos «Formaciones del Inconsciente» y, aunque el término es teórico, todos las conocen. ¿O acaso nunca escucharon hablar de un sueño o de un chiste?

Esas son las maneras disfrazadas en las que algo puede volver del Inconsciente. También puede tomar la forma de lo que llamamos un lapsus, un acto fallido o, como suele ocurrir, de un síntoma que hace sufrir al sujeto.

Justamente, uno de los trabajos del análisis es desenmascarar ese recuerdo y para ello contamos con la asociación libre del paciente y las intervenciones del analista; que no necesariamente son interpretaciones, como suele pensarse, ya que la interpretación es sólo una de las tantas formas que tiene un analista de intervenir. También puede preguntar, señalar o quedarse en silencio.

Muchos, al pensar en un analista, tienen el estereotipo del profesional que no habla y sólo dice: «Ajá». Bromean con eso y creen que es algo fácil y que nos encanta quedarnos callados durante toda la sesión. Se equivocan. No saben lo difícil que resulta eso a veces. Porque el silencio del analista es un silencio diferente. Es un silencio activo que el profesional decide sostener para que la sesión no se convierta en una conversación entre pares.

Incluso hay pacientes que al principio se resisten al diván porque dicen que necesitan mirar al otro a los ojos cuando hablan. Esos pacientes requieren de tiempo para adaptarse a la técnica y comprender que el análisis no es un diálogo, sino un modo de relación diferente del habitual.

Pero mejor sigamos adelante, ya que no es la intención detenernos en los detalles de la técnica psicoanalítica. Apenas si quiero dejar algunas herramientas que seguramente nos van a servir más adelante, cuando pensemos en los temas que giran en torno al amor.

No obstante, antes de eso me gustaría terminar con la idea de lo que es el Inconsciente. Porque todavía no hemos dicho nada acerca del Inconsciente Estructural, tal vez el más difícil de aceptar y de entender.

El susurro del Inconsciente
(o ese ruido de fondo)

Para acercarnos en algo a un concepto tan complejo, me tomo de una frase de Freud que dice que «todo lo reprimido es Inconsciente, pero no todo lo Inconsciente es reprimido». ¿Qué quiere decir con eso? Que en el Inconsciente no están sólo aquellas cosas que expulsamos por dolorosas o traumáticas, sino que hay algo más, algo anterior a esto. Un Inconsciente diferente, que nació Inconsciente y que siempre lo será por más análisis que uno haga. Es decir, que hay un límite a la interpretación del analista. Que el psicoanálisis mismo no escapa al hecho de que todo no se puede. Esto es lo que solemos nombrar como «Castración», que es otra manera de hablar de la aceptación de la falta.

Pero pongamos un ejemplo para ilustrar el concepto de Inconsciente Estructural.

Cierta vez mi madre estaba mirando por el balcón de su casa que da a una calle muy transitada, y me dice: «hijo, mirá ese inconsciente».

Me asomé y vi que un hombre cruzaba la calle en medio de un tránsito feroz, con el semáforo en rojo y leyendo el diario. Y mi madre, que nunca leyó a Freud ni se analizó jamás, se dio cuenta de que allí había un acto peligroso del que el sujeto no se daba cuenta. Que ese hombre ponía en riesgo su vida, y por qué no, la de los demás, sin tener consciencia de eso.

Bueno, allí tenemos en acción al Inconsciente Estructural, al que también denominamos Ello, aunque se vive de un modo tan extranjero que Lacan prefirió llamarlo Eso. Una fuerza que nos impulsa a ir en busca de aquello que puede causarnos dolor. Y éste es un Inconsciente que jamás se hará consciente, porque no puede volver a la consciencia algo que nunca estuvo. Es un Inconsciente, digámoslo así, con el que se nace. Por eso es estructural.

Recuerdo que una paciente, promediando una sesión, me dijo una frase muy interesante. Estaba hablando de su relación con los hombres, de su dificultad para tener pareja, y en medio de su alocución me dice: «yo no sé por qué siempre me engancho con tipos casados».

Esa frase fue dicha por alguien que se analiza, y como tal, dice más de lo que cree decir.

Les propongo un juego. Desarmemos la frase corriendo el punto de lugar a ver qué pasa. Y vemos que lo primero que la paciente dice es: «YO». Es decir que el tema tiene que ver con ella, lo cual es la condición necesaria para poder trabajar desde el psicoanálisis cualquier problemática: que el paciente se involucre.

Si corremos un poco más el punto hacia la derecha, nos dice: «yo NO SÉ».

Allí hay un planteo interesante de lo que se experimenta como un desconocimiento. Algo que viene de un lugar otro, ajeno. Y allí, la paciente no sabe. En realidad, diría citando a Freud, aún no sabe que sabe.

Pero sigamos adelante. «Yo no sé POR QUÉ».

Es decir que hay un porqué, aunque ella lo desconozca, está reconociendo que hay un motivo para esto que hace.

Ahora viene, para nosotros los analistas, la frutilla del postre: «yo no sé por qué SIEMPRE».

Y digo eso porque aquí aparece esa palabra que instala la presencia del Inconsciente Estructural: Siempre. O nunca, lo mismo da. Palabras que hacen alusión a que el paciente no lo puede evitar. Le pasa siempre, o no lo logra nunca. Allí está actuando esa fuerza que lo arrasa y no le deja elección posible. En esa repetición inevitable, vemos la presencia de Eso.

Pero, ya que estamos, terminemos con la frase: «yo no sé por qué siempre ME ENGANCHO CON TIPOS CASADOS».

La paciente no dice que es su destino, que tiene mala suerte, que la felicidad no fue hecha para ella. No. Dice que es ella la que se engancha, es decir que asume que tiene responsabilidad en esto que le ocurre. Ese es otro punto fundamental para poder avanzar con el análisis.

Vemos cómo en esa frase pronunciada como al pasar la paciente ha dicho mucho: que el tema le incumbe, que no sabe de dónde viene pero que este comportamiento tiene un porqué que ella desconoce, que esto le ocurre siempre y no lo puede evitar, por ende, que es un síntoma del que sufre, que ella tiene que ver con eso que le pasa y que es algo que la lleva a una situación que le causa dolor.

Pero me parece que hasta aquí estamos bien con esto.

Retomemos, mejor, el tema de las Formaciones del Inconsciente, para lo cual nos tenemos que volver a situar en el territorio del Inconsciente Dinámico, es decir del Inconsciente Reprimido, de cuyo contenido sólo recibimos, dijimos, cosas deformadas, disfrazadas.

Entonces, las formaciones del Inconsciente son esas manifestaciones bajo las cuales vuelve algo de lo reprimido, es decir que implican un fracaso de la represión. ¿Por qué digo que la represión ha fracasado? Pues, porque mientras es exitosa, de eso no sabemos nada. Cuando algo reaparece es muestra de que el proceso represivo ha fracasado. El carcelero ha sido burlado. Pero digamos, muy someramente, en qué consiste cada uno de esos disfraces.

El Lapsus es un error verbal. Quiero decir algo y digo otra cosa. Me confundo de nombre, me trabo y no puedo decir una palabra sin equivocarme. Incluso a veces esto pasa repetidamente. El otro día un paciente quiso decirme que era una persona intolerante, pero en cambio me dijo que era una persona intolerable. Y hay una distancia importante entre que él tenga baja tolerancia o que resulte él mismo alguien difícil de tolerar para los demás.

Los Actos Fallidos son torpezas cometidas en las acciones. En el Caso Mariano, del libro Historias de diván, encontramos uno.

Mariano es un paciente joven, casado felizmente con una mujer a la que ama y con dos hijos. Sin embargo, hace tiempo que tiene una amante, Valentina.

Alguien podría cuestionar diciendo que si la engañaba, entonces no la amaba tanto. Pero yo le respondería que se equivoca, que la ama muchísimo pero, como dijimos antes —y es la clave de este libro— el amor y el deseo no son la misma cosa, y a veces pueden entrar en conflicto y llevar a alguien a una situación difícil. Pero ya hablaremos en los próximos capítulos, entre otras cosas, del amor, el deseo y la infidelidad. Por ahora sigamos con el ejemplo.

El tema es que Mariano llega a un punto en el que, inconscientemente, no quiere más esto, pero está inmovilizado y no se anima ni a cortar con su amante ni a confesarle su infidelidad a su mujer. Entonces, mientras se baña para ir a encontrarse con su amante, deja el teléfono prendido, sobre la almohada, al lado de su mujer, sabiendo que podía recibir un mensaje de texto de Valentina. Y el mensaje llega, la mujer lo ve y descubre todo.

Eso es lo que se llama un acto fallido. Y, con ese acto cometido involuntariamente, Mariano se las arregló para poner todas las cartas sobre la mesa. Él deseaba hacerlo, pero no se animaba. Pues bien, ese acto supuestamente desafortunado, hizo lo que él no podía hacer. ¿Pero era eso lo que él quería?

No conscientemente, por eso es un Acto Fallido. Porque produce un sentido que viene, no de algo que la persona quiere, sino de un deseo inconsciente que desconoce.

De los sueños, no es necesario hablar demasiado, me parece. Sólo decir que más allá del contenido manifiesto, de lo que podemos recordar cuando despertamos, en un lenguaje oscuro, casi como si se tratara de un jeroglífico, se esconde un contenido latente que tiene un sentido inconsciente que puede ser develado.

Los chistes dan un marco de justificación que a veces relaja la represión y permite decir algo de lo que se oculta, total, era una broma ¿no?

En cuanto a los síntomas, el tema se vuelve más complejo de explicar porque tiene que ver con un sufrimiento que se le impone a alguien a partir de cosas no resueltas y, por lo general, son los que traen a alguien a análisis.

«No puedo salir a la calle, soy impotente, cuando estoy por lograr algo me angustio, me gusta el sexo pero no puedo tener un orgasmo, sufro desmayos pero los médicos dicen que no tengo nada.» Esas son sólo algunas de las muchas maneras en las que un síntoma puede afectarnos. Y en gran medida.

Miren si no la película Mejor… imposible.

En ella Jack Nicholson interpreta a un neurótico obsesivo que no puede tocar las cosas si no se pone guantes, que no puede pisar las baldosas de un determinado color, que tiene que escuchar todos los lunes la misma música, distinta de la de los martes y de la de los miércoles y que no puede siquiera besar a una mujer porque pensar en el intercambio de fluidos lo angustia.

Los síntomas pueden condicionar la vida de una persona hasta el punto tal de volverle insoportable su día a día, y es con esa situación con la que más lidiamos en un tratamiento. Lo cual no implica que un análisis tenga como meta la supresión de éstos, sino que eso es algo que se da por añadidura al trabajo analítico.

Pero ¿por qué todo este preámbulo? ¿Qué relación hay entre lo inconsciente, el síntoma y el amor?

Para responder a eso, y antes de pasar al tema que nos convoca, me permito citar una vez más a Juan David Nasio: «En los asuntos del corazón (…) no elegimos sino lo impuesto y no queremos sino lo inevitable».