¿Qué es la Pulsión de Muerte?
(o por qué elegimos sufrir)

Sería difícil desarrollar un concepto tan complejo en el ámbito de un libro que, como éste, no apunta al desarrollo de la teoría psicoanalítica. Para los que sientan interés en el tema los remito al texto «Más allá del Principio del Placer», de Sigmund Freud.

Pero digamos al menos que, así como desde lo biológico nacemos con el germen de nuestra propia destrucción, es decir, que llevamos en nosotros la información que le indica a nuestras células que debemos envejecer y morir, también desde lo psicológico tenemos una fuerza que apunta al aniquilamiento personal.

En capítulos anteriores lo llamamos Inconsciente Estructural. Básicamente es una fuerza que nos impulsa a elegir lo que va a hacernos mal y a repetir esa elección una y otra vez.

Por eso es que solemos relacionarnos de un modo enfermo y es a partir de ese modo como aparecen los celos, la posesión, los amores incondicionales o las relaciones violentas de las que hemos estado hablando.

Elegimos esos vínculos porque en algún punto nocivo satisfacen a una parte de nosotros: a nuestra pulsión de muerte. Pero el precio de esa satisfacción es nuestro sufrimiento.

Y este libro ha tratado de eso.

No ha sido mi intento el de volcar una mirada cínica sobre el amor, sino intentar pensar un poco más acerca de una temática tan compleja e importante sobre la que no hay un saber posible y en la que, sin embargo, solemos comportarnos como si supiéramos perfectamente de qué se trata.

Por eso, me pareció interesante que cuestionáramos esos lugares comunes que atraviesan el decir cotidiano y que muchas veces nos hacen tomar decisiones equivocadas.

No es cierto que el amor todo lo puede. No es cierto que el que ama no puede engañar. No es cierto que a la relación amorosa no haya que ponerle condiciones. No es cierto que el amor y el deseo vayan siempre de la mano. Pero decir que todo esto no es cierto no implica que sea imposible.

El arte de amar

Seguramente muchos hayan leído o al menos hayan escuchado hablar del libro de Erich Fromm llamado El arte de amar. Les confieso que siempre me ha gustado ese título. Porque pensar al amor como un arte es pensar al enamorado como a un artista, como alguien que construye una obra, que la cuida, que vuelve sobre sus pasos y se corrige, se mejora e intenta dar lo mejor de sí para que el fruto de su trabajo sea algo noble y bello.

Ése y no otro es el desafío de toda persona que intenta construir una relación sana, ya sea ésta una relación de pareja, de amistad o, incluso, una relación tan primaria como la de padres e hijos.

Este libro ha sido una invitación a reflexionar sobre el amor, resistiendo la tentación de caer en los tópicos que lo idealizan y lo ven como fuente de toda felicidad o como una fuerza que todo lo vence.

Lejos de eso, he tratado de pensar en el amor tal y cual lo veo a diario atravesando la vida de los hombres, produciéndoles sueños y desilusiones, placeres extremos y dolores insoportables.

En este breve recorrido hemos hablado de los celos y el deseo, de la infidelidad y la violencia, de la pareja y la sexualidad, del enamoramiento y la ilusión vana de hacer de dos uno.

No ha sido mi interés generar la idea de que el amor no existe o de que es algo sin importancia. Pero ocurre que sólo una cosa es capaz de producir tanta angustia y tanto dolor como la muerte, y esa cosa es el amor.

Pero quisiera concluir este libro con el relato de un suceso que recordé durante uno de aquellos encuentros, y que tiene que ver con la historia de amor, de deseo y de sexo más fuerte que conocí en mi vida.

Me tocó presenciarla y, de algún modo, fui parte de esa historia. Hoy quiero compartirla con ustedes. Es mi manera de decirles que está perfecto soñar con encontrar el amor. Siempre y cuando, el amor sea esto.

La vieja atorranta

Hace muchos años, cuando era un psicólogo muy joven, trabajé en algunos geriátricos. Era más o menos fácil conseguir trabajo en esos lugares, porque no son muchos los profesionales que deseen trabajar con ancianos. Prejuicios, o tal vez, una manera de protegerse. No es fácil ver morir a un paciente y, por cuestiones obvias, en esas instituciones es algo que suele ocurrir bastante seguido.

Recuerdo que en uno de los geriátricos en los que trabajaba había una abuela de noventa y ocho años.

Yo hacía mi recorrida habitual, las visitaba en sus habitaciones a todas, menos a ella. No quería incomodarla porque era ya demasiado grande. Hasta que un día la abuela me mandó a llamar y me dijo:

—Yo veo que usted viene siempre acá y que habla con todas, menos conmigo, y me gustaría hacerle una pregunta. Dígame —me miró fijo—, ¿usted cree que porque soy vieja yo no tengo nada importante que decir?

Me quedé callado unos segundos y me disculpé. Le dije que no era eso lo que pensaba, sólo que no había querido molestarla.

—Escúcheme —me interrumpió—. Se habrá dado cuenta de que ya no me queda mucho tiempo, ¿no?

Asentí.

—Bueno, entonces ayúdeme. Tengo muchas cosas pendientes, y no quisiera irme de este mundo sin haber al menos intentado hacer algo con eso.

A partir de ese día trabajamos durante casi un año juntos. La abuela tenía mucho para hablar. Por suerte me lo pidió y espero haber hecho lo suficiente por ella.

Pero no es ésa la historia que quiero contarles, sino otra, ocurrida en otro geriátrico.

Muchos de ustedes trabajarán o habrán trabajado en alguna institución, y sabrán que lo que tiene que hacer todo el que trabaja en un establecimiento al ingresar es ir a la cocina, porque la cocinera es la que está al tanto de todo lo que pasa. Más que los médicos, incluso.

Llegué, entonces, una mañana, me dirigí a la cocina y, como era habitual, le pregunté a la cocinera.

—¿Y, Betty, alguna novedad?

—Sí, doctor —me llamó así aunque soy licenciado—. ¿Ya vio a la vieja atorranta?

—No —le dije asombrado—. ¿Entró una abuela nueva?

—Sí, una viejita picarona.

Me quedé tomando unos mates con ella y no volví a tocar el tema hasta que entró la enfermera y me dijo:

—Gaby, ¿ya viste a la atorranta?

—No —le respondí.

—Tenés que verla. Se llama Ana.

Lo primero que me llamó la atención fue que utilizara, para referirse a ella, el mismo término que había usado la cocinera: atorranta. Pero lo cierto es que habían conseguido despertar mi interés por conocerla. De modo que hice mi recorrida habitual por el geriátrico y dejé para el final la visita a la habitación en la que estaba Ana.

En esa hora yo me había estado preguntando de dónde vendría el mote de vieja atorranta. Supuse que, seguramente, debía ser una mujer que cuando joven habría trabajado en un cabaret, o que tendría alguna historia picaresca. Pero no era así.

Cuando entré en su habitación me encontré con una abuela que estaba muy deprimida y que casi no podía hablar a causa de la tristeza. Su imagen no podía estar más lejos de la de una vieja atorranta. Me acerqué a ella, me presenté y le pregunté:

—Abuela, ¿qué le pasa?

Pero ella no quiso hablar demasiado; apenas si me respondió algunas preguntas por una cuestión de educación. Pero un analista sabe que esto puede ser así, que a veces es necesario tiempo para establecer el vínculo que el paciente necesita para poder hablar. Y me dispuse a darle ese tiempo. De modo que la visitaba cada vez que iba y me quedaba en silencio a su lado. A veces le canturreaba algún tango. Y, allá como a la séptima u octava de mis visitas la abuela habló:

—Doctor, yo le voy a contar mi historia.

Y me contó que ella se había casado, como se acostumbraba en su época, siendo muy jovencita, a los 16 años con un hombre que le llevaba cinco. Yo la escuchaba con profunda atención.

—¿Sabe? —me miró como avisándome que iba a hacerme una confesión—, yo me casé con el único hombre que quise en mi vida, con el único hombre que deseé en mi vida, con el único hombre que me tocó en mi vida y es el hombre al que amo y con el que quiero estar.

Me contó que su esposo estaba vivo, que ella tenía ochenta y seis años y él noventa y uno y que, como estaban muy grandes, a la familia le pareció que era un riesgo que estuvieran solos y entonces decidieron internarlos en un geriátrico. Pero, como no encontraron cupo en un hogar mixto, la internaron a ella en el que yo trabajaba, y a él en otro. Ella en provincia y él en Capital.

Es decir que, después de setenta años de estar juntos los habían separado. Lo que no habían podido hacer ni los celos, ni la infidelidad, ni la violencia, lo había hecho la familia.

Y ese viejito, con sus noventa y un años, todos los días se hacía llevar por un pariente, un amigo o un remisse en el horario de visita, para ver a su mujer.

Yo los veía agarraditos de la mano, en la sala de estar o en el jardín, mientras él le acariciaba la cabeza y la miraba. Y cuando se tenían que separar, la escena era desgarradora.

¿Y de dónde venía el apodo de vieja atorranta? Venía del hecho de que, como el esposo iba todos los días a verla, ella le había pedido autorización a las autoridades del geriátrico para ver si, al menos una o dos veces por semana, los dejaban dormir la siesta juntos. Y, entonces, ellos dijeron:

—Ah, bueno… mirá vos la vieja atorranta.

Cuando la abuela me contó esto, estaba muy angustiada y un poco avergonzada. Pero lo que más me conmovió fue cuando me dijo, agachando la cabeza:

—Doctor, ¿qué vamos a hacer de malo a esta edad? Yo lo único que quiero es volver a poner la cabeza en el hombro de mi viejito y que me acaricie el pelo y la espalda, como hizo siempre. ¿Qué miedo tienen? Si ya no podemos hacer nada de malo.

Conteniendo la emoción, le apreté la mano y le pedí que me mirara. Y entonces le dije:

—Ana, lo que usted quiere es hacer el amor con su esposo. Y no me venga con eso de que ¿qué van a hacer de malo? Porque es maravilloso que usted, setenta años después, siga teniendo las mismas ganas de besar a ese hombre, de tocarlo, de acostarse con él y que él también la desee a usted de esa manera. Y esas caricias, y su cara sobre la piel de sus hombros, es el modo que encontraron de seguir haciéndolo a esta edad. Pero, déjeme decirle algo, Ana: ése es su derecho, hágalo valer. Pida, insista, moleste hasta conseguirlo.

Y la abuela molestó.

Recuerdo que el director del geriátrico me llamó a su oficina para preguntarme:

—¿Qué le dijiste a la vieja?

—Nada —le dije haciéndome el desentendido—. ¿Por qué?

La cuestión fue que con la asistente social del hogar en el que estaba su esposo, nos propusimos encontrar un geriátrico mixto para que estuvieran juntos. Corríamos contra el reloj y lo sabíamos. Tardamos cuatro meses en encontrar uno.

Sé que, dicho así, parece poco tiempo. Pero cuatro meses cuando alguien tiene más de noventa años, podía ser la diferencia entre la vida y la muerte. Además, ella estaba cada vez más deprimida y yo tenía mucho miedo de que no llegara. Pero llegó.

Y el día en el que se iba de nuestro geriátrico fui muy temprano para saludarla, y en cuanto llegué, la cocinera me salió al cruce y me dijo:

—No sabés. Desde las seis de la mañana que la vieja está con la valija lista al lado de la puerta. —Yo me reí.

Entonces fui a verla y le dije:

—Anita, se me va.

Y ella me miró emocionada y me respondió:

—Sí, doctor… Me vuelvo a vivir con mi viejito. —Y se echó en mis brazos llorando.

Yo la abracé muy fuerte.

—Ana —le dije—. Nunca me voy a olvidar de usted.

Y, como habrán visto, no le mentí.

Jamás me olvidé de ella, porque aprendí a quererla y respetarla por su lucha, por la valentía con la que defendió su deseo y porque, gracias a esa vieja atorranta, pude comprobar que todo lo que había estudiado y en lo que creía, era cierto; que es verdad que la sexualidad nos acompaña hasta el último de nuestros días y que se puede pelear por lo que se quiere aunque se deje la vida en el intento.

Y además, porque la abuela me dejó la sensación de que, a pesar de todas las dificultades, cuando alguien quiere sanamente y sus sentimientos son nobles, puede ser que enamorarse sea realmente algo maravilloso y que el amor y el deseo puedan caminar juntos para siempre.

Gabriel Rolón

Marzo de 2012