¿A favor del amor?
En los capítulos anteriores hemos venido hablando sobre esa suerte de «prensa» extraordinaria a favor del amor. Y decíamos que no necesariamente el amor es algo bueno, dijimos que es una emoción, un afecto y que, como tal es algo que lo sienten las personas; que las personas sanas aman de un modo sano y las personas enfermas, de un modo enfermo. De manera que, cuando alguien es amado por una persona sana, el amor puede ser algo maravilloso, pero cuando es amado por un enfermo, el amor puede llegar a límites realmente peligrosos.
Todos hemos oído acerca de gente que mata a su novia o su marido porque éstos los han dejado de querer, o porque comprobaron o fantasearon alguna traición y después dicen: «Sí, es cierto, la maté, pero yo la amaba».
Entonces, me pregunto, metiéndonos ya en la temática del amor y de los celos: ¿Cuál es la relación que existe entre ambos? ¿Ustedes creen que son dos cosas indisociables y que necesariamente el que ama es celoso?
No hace mucho, en una charla una mujer me preguntó: «¿Se ama porque se cela o se cela porque se ama?» Y fíjense cómo la pregunta que ella hace supone ya que hay algo indisociable entre el amor y los Celos. Ya sea que se ame porque se cela o se cele porque se ama, no importa cuál es el huevo y cuál la gallina, pero aparecen como afectos inseparables. Pero la pregunta que se impone es: ¿Los celos son inevitables cuando alguien está enamorado?
Celos, envidia y posesión
Pareciera que la opinión general se vuelca en sentido afirmativo ante esta pregunta y sostiene que siempre algo de celos hay en una relación de pareja, que es una muestra de que el otro les importa y que no es posible no desear poseer a quien amamos. Pero, para pensar con claridad sobre esta problemática, sería indispensable empezar discriminando algunas cosas que suelen confundirse y colocando cada una de ellas en su lugar.
Es un hecho que los celos suelen confundirse con la posesión, y también con la envidia. Alguien nos habla de una persona y nos dice que es muy celosa, muy posesiva, porque tiene mucha envidia y en ese enunciado ya cruzó tres conceptos diferentes y los expresó como si todos fueran el mismo, y no es así. Entonces, me parece interesante diferenciar cada uno de ellos, porque si empezamos a pensar apoyados en conceptos erróneos, necesariamente llegaremos a conclusiones poco confiables.
Empecemos por diferenciar la envidia de los celos y digamos que la envidia es una relación que hace referencia al vínculo que se establece entre dos personas, en el cual una de ellas desea tener lo que la otra tiene. Pero ¿cuál es la característica primordial de este modo vincular? Que eso que el otro tiene, para el envidioso no tiene ningún valor. No se trata de que lo quiera por el atractivo del objeto. No, eso es lo de menos. Lo quiere solamente porque le molesta que lo tenga el otro, y el mejor ejemplo de esto lo podemos observar en el comportamiento de los niños.
Lleven dos golosinas exactamente iguales a dos chicos; denle una a cada uno y van a ver cómo es casi seguro que alguno de los dos va a protestar y a decir que quiere la que tiene el otro. «Pero ¿si son iguales?», tratarán de explicarle en vano. A lo que el chico responderá que no le importa, que igual quiere la que tiene el otro.
Esta es, entonces, una relación entre dos personas, en la cual una de ellas no quiere que la otra tenga algo y envidia al otro por poseerlo. Pero el detalle diferencial, repito, es que ese algo puede no valer nada para él, como ocurre en el ejemplo de las golosinas; es decir que el envidioso quiere apoderarse de ese objeto y quitárselo al otro, no porque lo considere algo importante, sino solamente porque no quiere que lo tenga él.
Como ven, se trata de una relación altamente destructiva y enfermiza porque el único placer que brinda es el dolor del otro, la molestia del otro.
Ustedes saben que la envidia es considerada uno de los pecados capitales y yo agregaría que es el más enfermo de todos: no brinda otro placer más que ser testigos de la frustración del otro.
Piensen en los demás pecados. La gula, por ejemplo, tiene su costado disfrutable, la pereza, también, y ni hablar de otros, como la lujuria, que pide a gritos ser quitada de esa lista y ganar un lugar entre los placeres capitales.
Y es que hay una relación entre esos pecados y el deseo. Piensen qué cosas se prohíben en los mandamientos, por ejemplo, y si lo analizan a la luz de los deseos inconscientes más fuertes que tenemos, van a encontrar una importante relación entre unos y otros.
Pero la envidia… ¿Qué placer aporta? Ninguno, excepto la malsana satisfacción de destruir al otro, de que el otro lo pase mal. ¿Quién de nosotros no ha escuchado decir: «No quiero que tenga eso…, porque no» o «mirá, antes de dárselo prefiero tirarlo»?
Y en ese «prefiero tirarlo» aparece la demostración más clara de que en la envidia el objeto no tiene ninguna importancia, no vale nada, es capaz de tirarlo a la basura; pero que el otro lo tenga, eso sí que no.
Los celos, en cambio, están definidos por una relación triangular en la cual el temor que siente el celoso es que una persona, a la cual quiere mucho, le dé a algún otro lo que sólo debería darle a él. Aquí no sucede lo que ocurre en el caso de la envidia, donde el otro se guardaba la golosina para él, sino que se lo va a dar a otra persona en lugar de dárselo a él; se lo da otro porque lo quiere más y lo quiere más porque seguramente es mejor, porque vale más.
Como vemos, en este caso el objeto sí es algo valioso que puede ser dado a uno o a otro, y el celoso teme que le den a otro algo que él valora mucho y quiere para sí. En la envidia, el objeto (la golosina) no valía nada; en cambio en los celos, el objeto, sea el que fuere (el amor, la sexualidad, el puesto de trabajo) es muy importante para el sujeto. Por eso el celoso vive temiendo que su pareja, por ejemplo, se enamore de otro o se acueste con otro, porque ese amor y esa fidelidad sexual son algo muy valioso para él.
Remarquemos, entonces, las diferencias en la estructura de los celos y la de la envidia.
Decíamos que en los celos hay una relación triangular, hay también algo muy valorado y hay un temor enorme de que eso pueda ser dado a otro.
Generalmente, la persona celosa sufre mucho; vive en una eterna intranquilidad, está todo el tiempo pendiente y atemorizada ante la posibilidad de perder aquello que ama.
¿En cuál de las etapas que conducen a la
construcción
del amor queda ubicada la persona celosa?
Dijimos anteriormente que en la construcción de un amor hay tres momentos:
- Enamoramiento.
- Desilusión.
- Aceptación de las diferencias y desarrollo del amor.
En el primer momento el amado es alguien maravilloso, no tiene defectos, nadie es mejor porque está terriblemente idealizado, casi endiosado. El amado se ve engrandecido en tanto que el enamorado se va empequeñeciendo hasta el punto tal de no poder entender, cómo alguien tan perfecto se ha fijado en él.
Por eso depende tanto de su objeto de amor, porque siente que lo completa, lo llena; en esta etapa el enamorado dice frases del tipo: «yo ya había perdido la esperanza de encontrar alguien como vos».
Dijimos también que era el tiempo de las ilusiones, en el sentido psicológico del término; es decir, pensada la ilusión como un trastorno de la percepción. Y rescatemos este concepto porque nos va a servir mucho para poder explicar algunos fenómenos que se dan en el sujeto celoso.
Bajo el influjo de estas ilusiones, el objeto de amor es percibido de un modo deformado, se lo ve más alto, sus ojos son más lindos, su voz es más dulce, incluso las actitudes son interpretadas de otra manera.
«No sabés lo dulce que es Roberto —me decía una paciente hablándome de un hombre con el que había comenzado a salir— me llamó a las cuatro de la mañana para ver cómo estaba y preguntarme si había llegado bien.»
Pero, como aclaramos también, esto pasa y viene la desilusión; por eso siete meses después la misma paciente protestaba: «¿Me tiene que llamar a las cuatro de la madrugada; no sabe que mañana trabajo?» O, «¿no confía en mí y me está vigilando?»
Nada dura para siempre.
Y este tipo de cosas se generan en ese segundo momento en el que comenzamos a percibir algunas imperfecciones en el ser amado, imperfecciones que ya existían, pero que el enamoramiento nos impedía percibir. Aparece algo del orden del defecto, de lo que no nos gusta tanto. ¿Y por qué aparece esto? Porque todo ese amor que dijimos se había volcado en el otro al punto tal de no querer hacer nada sin él, de no poder pensar en otra cosa que no sea él, es recuperado y vuelve al yo del enamorado.
Técnicamente diríamos que el yo recupera su investidura libidinal y que, entonces, ahora sí se puede pensar en otras cosas y actuar de un modo diferente.
Al principio el otro llamaba y el enamorado salía corriendo a su encuentro. En cambio, tiempo después, puede decir que ahora no, que está haciendo otra cosa, que va a pasar después. ¿Por qué ahora puede esperar para verlo y antes no? Porque ha recuperado ese afecto que estaba volcado en su totalidad en el otro y empieza a aparecer el valor propio y vuelve a sentir que es alguien más allá de estar o no con el otro.
Pues bien, si se superan estas dos etapas, dijimos, accedemos a un tercer momento de la relación, que puede con suerte transformarse en un amor maduro, o al menos, en una pareja viable.
Eternamente enamorados…
(no es tan bueno como parece)
Efectivamente hay personas que quedan capturadas en el enamoramiento, pero eso que parece ser una muy buena noticia, suele no serlo. Porque aunque pueda parecer algo maravilloso esto de ser amado de esa manera tan idealizada, de saber que la otra persona está siempre pendiente de nuestros deseos, es necesario poner el acento en lo difícil que puede llegar a ser para alguien tener que soportar el lugar del que siempre completa al otro, del que tiene todo lo que el otro necesita.
Me decía una paciente que le resultaba agobiante sentirse tan necesitada por su novio. Se quejaba de que él no podía hacer nada si ella no lo aprobaba, que le consultaba ante cada cosa y terminó esa sesión diciendo: «por favor, que baje un cambio… soy simplemente una mujer».
Fíjense que lo que estaba planteando en realidad es que la idealización extrema, sostenida todo el tiempo, le resultaba muy agobiante; y lo que esto marca es que cuando ese deslumbramiento inicial se prolonga más de lo debido, ya no es grato para ninguno de los dos.
Lo que ocurre es que hay quienes no están en condiciones psicológicas para emprender una relación sana y, entonces, cuando se les termina la novela rosa, se les termina el amor. Porque, en definitiva, la relación de amor tiene que ver con eso de poder discriminar lo que el otro tiene para dar, de lo que no tiene; y es más, a lo mejor lo tiene pero no lo quiere dar, y es su derecho.
Por eso se hace necesaria una cuota de madurez para tener ese respeto por la voluntad del otro e intentar ser feliz a pesar de esto que no puede o no quiere dar.
Cuando alguien no es respetuoso de esta dinámica, la relación se vuelve patológica. ¿Por qué? Porque va a buscar de cualquier modo lo que no obtiene y va a atormentar al otro, lo va a presionar y esto va a hacer que su pareja se sienta mal, cuestionada y exigida todo el tiempo.
Ahora utilicemos todo esto que estuvimos viendo y apliquémoslo a los celos. Recuerdo algunos versos de un poema de Eliseo Jiménez, que se llama, justamente, «Celos», y me parece que pueden servir para graficar lo que siente el sujeto celoso. Dice el poema en una de sus partes: «Tú sabes que en los ojos de los hombres / hay miradas impuras».
Pues bien, el celoso es antes que nada un sujeto que vive con la sensación de estar permanentemente en peligro; torturado por el temor de que venga otro a robarle lo que ama, y entonces, fíjense cuando dice, «en los ojos de los hombres hay miradas impuras», podríamos preguntar ¿de qué hombres? Y la respuesta es: de todos los hombres. Por eso, cada vez que su pareja sale a la calle o va a hacer alguna compra, el celoso teme que los otros (hombres en este caso) le vayan a dirigir miradas impuras, y esto se vuelve un tormento.
Otro verso dice: «Cuando te envuelve una mirada de esas,/ y sientes que resbala por tu cuerpo / ¿qué es lo que piensas? di, ¿qué es lo que piensas?»
Y está muy bien la repetición de la pregunta, porque así le sucede en realidad, ya que es lo que le pasa en la cabeza todo el día: «¿Qué estás pensando? ¿De quién te acordaste?»
El celoso vive abrumado por esos cuestionamientos que dirige, a veces en silencio, a su pareja: ¿qué es lo que piensa, qué es lo que mira, qué es lo que siente? Tiene la necesidad de tener bajo control todos los aspectos de la persona que quiere, por el temor a que se vaya con alguien mejor. Como decíamos al comienzo del encuentro, de que le dé a otro lo que él quiere para sí.
Si ustedes leyeran todo el poema, se darían cuenta de que a ese hombre en realidad, no le alcanza con nada. Ni la sonrisa, ni el cuerpo, ni la mirada que se le entrega a él. Es como si quisiera tener hasta la exclusividad de su pensamiento y aún más. Querría tenerlo todo.
Pero, recordemos algo que dijimos en el primer encuentro: todo no se puede.
Y ésta es la tortura del celoso; o la celosa. Que no le alcanza con nada, porque lo que busca es otra cosa; lo que busca no se lo puede dar la persona que ama porque siempre querrá más. ¿Recuerdan lo del deseo que se desplaza permanentemente?
Bien, así actúa la dinámica de los celos: si le da su cuerpo, quiere su amor, si le da su amor, quiere sus pensamientos, si le da sus pensamientos, querrá también sus recuerdos y seguirá, hasta que en algún momento, la pareja no va a poder darle todo, porque lo que está pidiendo es otra cosa. Algo que ni él mismo sabe qué es. Para encontrar una respuesta a esos interrogantes, entre otras cosas, está el psicoanálisis.
Pero me gustaría compartir con ustedes otra poesía, que esta vez sí la voy a presentar en su totalidad, porque es un regalo que quiero hacerles. Es una de mis preferidas. Se llama «El amenazado», es de Jorge Luis Borges y está en su libro El oro de los tigres. Dice así:
Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz.
La hermosa máscara ha cambiado,
pero como siempre es la única.
¿De qué me servirán mis talismanes:
el ejercicio de las letras,
la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras
que usó el áspero Norte para
cantar sus mares y sus espadas,
la serena amistad, las galerías de la biblioteca,
las cosas comunes,
los hábitos, el joven amor de mi madre,
la sombra militar de mis muertos,
la noche intemporal, el sabor del sueño?
Estar contigo o no estar contigo es
la medida de mi tiempo.
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se
levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido
los que miran por las ventanas, pero la sombra
no ha traído la paz.
Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio
de oír tu voz, la espera y la memoria,
el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con sus mitologías,
con sus pequeñas magias inútiles.
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.)
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo.
Como verán, esta poesía tiene un lenguaje mucho más lunar que la anterior, pero de todas maneras, aparecen también estas cuestiones que venimos trabajando. Por ejemplo, cuando habla de «el horror de vivir en lo sucesivo», lo que está diciendo es que el tiempo va a seguir pasando y, probablemente, él quisiera detenerlo ahora, porque está con ella y no quiere que nada cambie esto.
Recuerdo un verso de una canción francesa que dice: «deberíamos morir cuando estamos siendo felices», y Borges lo dice de esta manera: «el horror de vivir en lo sucesivo». Como si alguien pudiera decir: «basta para mí, aquí me quiero quedar», que es lo que ocurre en los momentos de felicidad; el deseo de eternizar ese momento, pero como a esta altura ya sabemos, todo no se puede.
Pero veamos dos cosas más que aparecen en el poema de Borges. Una de ellas es esa frase que dice: «estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo». Es decir que la presencia o ausencia del amado marca el tiempo, el ritmo del deseo del enamorado. Como si el pulso de la vida misma dependiera de esa presencia o ausencia.
Y una línea más que me parece maravillosa, es ésta: «el nombre de una mujer me delata, me duele una mujer en todo el cuerpo».
Porque aquí hizo su aparición la idea del dolor; que es algo inseparable del amor. Y es una genialidad de Borges el modo en el que dice que desde este lugar sólo se puede sufrir. Esta es la trampa en la que a veces nos hace caer el amor. Por eso el poema se llama «El amenazado».
Dice Freud que nunca estamos menos protegidos contra el dolor que cuando amamos. Porque es imposible no ser un enamorado en peligro ya que, todo el que ama, corre un riesgo.
El celoso, y llegamos por fin a una primera definición, es aquel al que ese riesgo se le vuelve una tortura.
¿Los celos son una forma de demostrar amor?
(el que no cela no ama… pero el que cela es un gil)
Hay una canción popular que dice: «el que cela molesta, pero el que no, irrita». Es decir que, en definitiva, algo se tendría que celar porque es una manera de demostrar que se quiere; porque si no se cela ni un poco es como si no se amara.
Estimo que esta idea ronda en la cabeza de no pocas personas, pero pienso que la frase es falaz porque parte de un supuesto erróneo.
Veamos: dice que el que cela molesta pero el que no, irrita. Así formulada, la frase es un axioma; es decir, una verdad que hay que aceptar y dar por verdadera sin cuestionarla. Pero resistamos esa trampa y analicémosla un poco a ver qué pasa.
En primer lugar, eso de que el que cela molesta es al menos dudoso, dependerá de quién estemos hablando. Porque a algunas personas les encanta que las celen, que les estén encima. Porque si no, es como si no recibieran el reconocimiento del otro.
Recuerdo una paciente muy enojada que hablando de su marido protestaba: «Claro… salgo toda arreglada y él no es capaz de preguntarme adonde voy. ¿Ves que ya no le gusto? ¿Qué ya no le importa si yo me voy con otro?».
Y la pareja, que a lo mejor pensó que estaba muy linda pero no dijo nada para que no le cayera mal, para que no se sintiera perseguida, termina teniendo que dar explicaciones.
Es cierto que hay quienes, como esa paciente, se irritan si no son celadas; pero eso es porque confunden los celos con el amor, porque no tienen incorporada la importancia que en la pareja juegan la confianza y la libertad. Pero hay que tener cuidado con no llevar también esto a una máxima errónea.
Otra canción dice en una de sus estrofas: «Si amas a un pájaro déjalo libre; si vuelve a ti es tuyo, sino nunca lo fue».
Por supuesto que no es del todo lícito analizar una frase que tiene aspiración poética desde una mirada científica o psicológica. Pero utilicémosla solamente como un disparador de ideas y veremos que, como la anterior, esta frase también es falaz. A lo cual el autor tiene derecho, porque es una canción y no un postulado científico. Pero decir: «dejala que se vaya que si es tuya va a volver y, si no lo hace, es que nunca lo fue», es creer que las cosas son eternas y no pueden perderse, y no es así como funciona el mundo.
Muchas veces ocurre que hay personas que nos han amado de verdad, que metafóricamente podríamos decir que fueron nuestras, y que sin embargo se han ido de nuestra vida para siempre, y eso no quiere decir que en su momento no haya sido un amor auténtico. Lo que quiero decir es que las situaciones pueden cambiar y, sobre todo, que las cosas se pueden perder. Y remarco esto porque es algo que suele olvidarse en una relación, sobre todo cuando es duradera. Más de un paciente me ha dicho: «Yo pensé que estaba todo seguro, todo tranquilo. Y no. Claro, ahora me doy cuenta de que la tendría que haber seguido seduciendo, que debería haberla cuidado más…».
Y es muy interesante esta idea de que lo que se tiene se puede perder. Porque plantea la inexistencia de la certeza en el amor.
Pero en definitiva, los celos ¿son o no son una manifestación del amor?
Para responder a esto retomemos la idea de las tres etapas en la construcción del amor, a ver si podemos establecer en qué punto de este recorrido que hemos planteado está el celoso.
Veamos, decimos que el otro es la razón de su vida, que sólo tiene pensamientos para él y que lo ve idealizado. Evidentemente estamos hablando del lugar que alguien ocupa durante la etapa del enamoramiento.
Pero digamos que, en las personas celosas, el amor se comporta como si no pasara nunca por la etapa de desilusión y, por ende, jamás llegan a construir un amor maduro, ya que se quedan cristalizadas en el plano del enamoramiento. El otro siempre permanece idealizado, es el que vale, el objeto adorado al que se teme perder.
Los celos son, antes que nada, un modo enfermo de relacionarse. Un indicador de inseguridad y algo con lo cual hay que tener cuidado, porque de ningún modo señalan la presencia de un gran amor por el otro, sino una falta de amor por uno mismo.
La persona celosa no sale nunca de este lugar donde el otro es el importante y, con su amor desmesurado, condena a su pareja a la angustia permanente, porque no importa cuánto ésta le dé, el celoso nunca va estar tranquilo, porque el problema no es con el otro sino con él mismo.
La supuesta desconfianza en su pareja no es más que una proyección de la falta de confianza que tiene en sí mismo. Por usar un término frecuente, digamos que se trata de un problema de autoestima, aunque sería más preciso decir que hubo algo durante el desarrollo de la psiquis de esa persona que lo ha dejado con una fuerte sensación de desprotección.
Pero ¿por qué se da esta falencia, con qué tiene que ver?
Para explicar eso digamos que no nacemos con una personalidad, sino que ésta se construye a lo largo del tiempo y a partir de la interrelación del chico con su entorno, especialmente con sus padres. Y que es a partir de este contacto que va desarrollando un carácter y encontrando una identidad propia.
Si ustedes le preguntaran a un chico de dos o tres años ¿de quién es este juguete? Les respondería: del nene. No diría: es mío. Porque él aún no es él. No tiene algo en lo que se reconozca y habla de sí mismo en tercera persona. Sólo más adelante esta identidad, esta personalidad, se irá construyendo hasta que pueda decir: Mío.
Pues bien, a ese momento del desarrollo en el que se produce ese cambio psíquico que le permite a alguien reconocer un yo propio y diferenciado del resto, es al que los analistas denominamos Narcisismo y, generalmente, es allí donde puede encontrarse el origen de este tipo de inseguridades personales.
Pero en definitiva ¿qué es lo que el celoso espera de
su pareja?
(ni siquiera él lo sabe)
Lo que el celoso va a intentar es que el otro calme una falta que es de él. Pero no lo va a poder lograr nunca. Por eso lo peor que se puede hacer por una persona celosa es darle el gusto. Si ustedes quieren hacer algo para ayudarlo no le den el gusto. Y permítanme poner un ejemplo para ejemplificarlo.
Imaginen que una mujer se levanta a la mañana para ir a trabajar y su pareja la mira y le dice:
—¿Te vas así vestida al trabajo?
—Sí —contesta ella—, ¿por qué?
—No, nada… es que das ordinaria… demasiado provocativa, pero qué sé yo, si a vos te gusta.
Pues bien, les aseguro que si esa persona va, se cambia, se pone un pantalón ancho o un jogging, después va a ser:
—Pero, cómo… ¿vos no llegabas a la seis?
—Sí.
—¿Y qué te pasó?, ya son las seis y cuarto.
Y luego será:
—No, ¿cómo que te vas a quedar a estudiar en casa de tus compañeros? Mejor vengan a estudiar acá.
O si no:
—No te quedes a dormir, yo te voy a buscar, yo te llevo, yo te traigo…
No hay que ejemplificar mucho más para comprender que esta situación, más tarde o más temprano, va a resultar asfixiante. Y, además, no acabará nunca, porque siempre va a querer algo más, porque en realidad lo que está pidiendo es otra cosa, algo que ni él mismo sabe qué es.
En cambio, si cuando esa mujer sale con la minifalda y él le pregunta: «¿Te vas así?», ella respondiera: «Sí, me voy así», allí es cuando, quizá, lo esté ayudando. ¿Por qué?
Porque es probable que al no obtener lo que está pidiendo se angustie y, a lo mejor, esa angustia lo va a llevar a buscar algo para resolverla. Un análisis, por ejemplo.
Porque una cosa es que su calma venga de afuera, que dependa de que otro haga lo que él quiere, y otra es ir a ver a un profesional y consultar porque siente que la mujer se viste de un modo provocativo y eso lo afecta. Allí sí se abre un espacio para un cuestionamiento personal: ¿qué le pasa con esto de que su mujer no haga lo que él espera, por qué se angustia tanto? Dicho de otro modo, si no viene otro a aliviar su dolor desde afuera se abre la posibilidad de buscar una solución desde adentro, lo cual puede conducirnos a la búsqueda del origen real del conflicto, que tendrá que ver con el propio sujeto y no con su pareja.
Celos enfermizos
(¿existen otros?)
No podemos desconocer que también hay personas a las que les gusta alimentar los celos, que actúan siempre como si fueran a transgredir para intranquilizar a su pareja, y tienen actitudes sospechosas cuando en realidad no están pensando en hacer nada con nadie. Bien, esos sujetos también generan relaciones sufrientes.
Pero, además, podemos diferenciar los celos patológicos de los que estamos hablando, de aquellos que surgen de situaciones que pueden ser generadoras de celos. Entonces, si alguien le dice a su novio que necesita hablar con su ex pareja para arreglar algunas cosas que quedaron pendientes, y para hacerlo ha decidido irse con él una semana a una cabaña en las sierras, obviamente se entendería el malestar de su pareja. Pero en cambio, si lo que lo pone mal es que su novia tenga que encontrarse con el padre de sus hijos porque tienen que acordar algunas cosas que involucran a los chicos, ésa ya es otra historia.
Por eso, hay que tener en claro cuándo el estímulo viene de afuera y es tan fuerte que puede conmover aun a una persona que confía en sí misma, de cuándo la inseguridad es interior y lo que hace el sujeto es buscar excusas afuera para dar salida a sus sentimientos de frustración.
¿Es posible que la actitud demandante tenga que
ver
con que el otro no esté atento a nuestras necesidades?
Este es un argumento que debemos considerar con mucho cuidado, porque en esto de que el otro no esté atento a lo que necesitamos también puede haber una falacia. Convengamos que nadie tiene por qué adivinar lo que su pareja desea.
Recuerdo que, hace un par de sesiones, un paciente llegó muy enojado y me dijo que se sentía mal porque hacía dos días que no le hablaba a su mujer. Le pregunté qué había ocurrido y me dijo que pasó el fin de semana y ella no le había dicho nada acerca de un tema que para él era muy importante. Se cumplían dos años de su recibimiento como médico, algo que le había costado mucho esfuerzo porque proviene de una familia muy humilde, y esperaba algún gesto, una cena, lo que fuera: y ella ni siquiera se acordó.
Después de un silencio, le pregunté cuál era la fecha en la que su esposa, que es pianista, había recibido de regalo su primer piano. Me dijo que no lo sabía. Le inquirí, entonces, si en todos estos años que llevaban juntos, él jamás la había saludado en el aniversario de un hecho tan trascendente para ella. El paciente se quedó en silencio. Pero entendió a dónde apuntaba mi intervención.
Creer que quien está a nuestro lado tiene la obligación de conocer la importancia que cada cosa tiene para nosotros, de adivinar lo que pasa por nuestra cabeza, es ponerse un poco en el lugar de ser el centro del universo. Es mucho más auténtico poner en juego el deseo y hacerlo saber. Invitar a alguien a cenar, si ése es nuestro anhelo, en lugar de quedarse esperando que el otro intuya ese deseo. No siempre esto es más sencillo. Para algunas personas, esta actitud puede llegar incluso a ser más difícil; pero vale el esfuerzo, porque siempre es mucho más sano reconocer y poner en juego lo que se desea a esperar que, mágicamente, desde afuera llegue la actitud que lo satisfaga.
Las acusaciones del celoso
(un rasgo de inmadurez)
Una de las características más común en las personas celosas es la facilidad con la que generan situaciones de reproches y peleas.
Me contó una paciente que su esposo le hizo una escena al volver de un paseo porque un hombre no dejaba de mirarla. Y se preguntaba qué culpa tenía ella de que alguien la hubiera mirado.
Muchas veces, en situaciones como ésas suele haber una acusación velada. Probablemente su esposo pensara que el hombre la miró porque ella se puso ropa provocativa, o porque lo miró primero. Vaya uno a saber. Pero la imputación silenciosa es que ella había generado esa mirada que a él tanto lo molestó.
Pero hay otras situaciones que son aún más ilógicas, aunque bastante habituales. Por ejemplo, una persona va al supermercado y resulta ser que se encuentra con alguien con quien salió hace quince años, y la pareja se enoja.
—Pero, si yo no hice nada. Sólo vine a comprar —alega la imputada en su defensa. Pero no hay caso, de nada le sirve.
—Dejémoslo acá —responde el otro enojado.
—¿Pero qué hice; qué culpa tengo yo de que mi ex haya ido a comprar al mismo supermercado?
No hizo nada de malo, pero de todos modos, su pareja se enoja con ella. Bueno, ése es un rasgo de inmadurez. Lo cual no le quita responsabilidad ni a uno ni al otro. Al celoso por no hacer nada para encontrar el porqué de su actitud, y al celado porque debe hacerse cargo de haber elegido a una persona con ese comportamiento y, más aún, por continuar en una relación que le hace daño tolerando este tipo de actitudes.
¿Los celos siempre tienen que ver con la pareja?
(el tercero en discordia)
Los celos, como dijimos, ponen en juego una manera particular de relacionarse con otro y no se circunscriben solamente al ámbito de la pareja. De modo que podemos hablar de celos entre hermanos, por cuestiones laborales o entre amigos, algo muy común sobre todo en la época de la adolescencia. Aunque sería más preciso decir que toda relación es susceptible de verse afectada por los celos.
Supongo que la mayoría ha visto Amadeus, la maravillosa película de Milos Forman. Amadeus trata de la relación particular entre Salieri y Mozart. Debo aclarar que es sólo una ficción y que no hay que darle un valor documental, ya que Salieri fue un músico extraordinario cuya obra les recomiendo escuchar y, de ningún modo, ese hombre torpe y desprovisto de talento que presenta el film. Tampoco es cierto que odió a Mozart de esa manera. Pero vayamos a la película.
Salieri es un hombre que ha dedicado su vida a tratar de hacer una música que glorifique a Dios, una música que sea digna de lo celestial, y un día descubre la música de Mozart y comprende que a ese hombre le fue dada una genialidad de la que él carece. Pero al conocerlo comprueba que se trata, además, de un sujeto muy particular; alguien inmaduro y casi grotesco. Un compositor sutil y sublime en el cuerpo de un hombre totalmente ordinario. Y a Salieri eso le parece tan injusto que reniega de Dios y dedica su vida a perjudicar a Mozart.
Ahora, teniendo en cuenta lo que acabamos de esbozar, ¿de qué afecto se trata?, ¿envidia o celos?
Creo que podríamos pensarlo como celos si, en lugar de quedar atrapados por el vínculo entre Salieri y Mozart, nos detenemos a analizar la relación de Salieri con Dios. Es allí donde se da la situación de celos. Porque Salieri ama a Dios y Dios tiene algo que él desea para sí: la posibilidad de elegir a quién le da el talento; y decide dárselo a otro que no es él, o sea a Mozart.
Allí el esquema es tal cual lo describimos para los celos: Salieri teme que Dios le dé a otro lo que tendría que haberle dado a él. Y en este caso, además, después comprueba que su temor era fundado.
Pero la relación es entre Salieri y Dios; Mozart es el tercero en cuestión, nada más. Y nada menos. Porque Salieri es capaz de destruirlo con tal de que no disfrute de lo que él consideraba que debía pertenecerle. Y esto es muy común que ocurra. Si no piensen en las veces que alguien enfrenta enojado al tercero proyectando sobre él la frustración que le genera que su objeto de amor lo haya elegido en su lugar.
¿Basta con conocerse para evitar los celos?
(no es tan fácil…)
Es muy común que no todo el mundo tenga un conocimiento de dónde le aprieta el zapato, pero aun si fuera así, es probable que no le alcance con eso para manejar de un modo sano algunas de las cosas que le pasan.
En el ejemplo que acabamos de dar, Salieri tiene ese conocimiento; sabe lo que le pasa, él quiere ser el compositor elegido por Dios, desea el talento, estudió y se comprometió con su sueño, intentó ser cada vez mejor, incluso abrazó la castidad, y ahora está enojado, dolido. Y todo esto lo ve con una claridad asombrosa; como si hubiera hecho veinte años de análisis. Aunque es de esperar que si hubiera hecho veinte años de análisis hubiera hecho con su angustia algo diferente. Pero lo que quiero decir es que a veces, alguien sabe qué es lo que le ocurre, pero no sabe qué hacer con eso, ni cómo comportarse para que lo que le pasa no lo invada de una manera destructiva.
Por eso, en un análisis no se trata sólo de conocimiento, en el sentido de información, sino de un saber de otro orden que se obtiene luego de recorrer un camino cuya intención es el develamiento de una verdad y cuyo precio, a veces, es el dolor.
Un sentimiento trágico
(o la envidia por la vida de la vaca)
Muchos pacientes en algún momento difícil de su vida, ante un abandono o una pérdida, me manifestaron que se sentían vacíos, que los angustiaba saber que alguien a quien amaban podía necesitar más de ellos y que, a pesar de todo el esfuerzo, no tenían más para dar.
Esta no es una mera queja, sino que es un decir que alude a un aspecto profundo y trascendente; a eso que Don Miguel de Unamuno llamó «el sentimiento trágico de la vida», es decir, esa sensación de que no vamos a poderlo todo, partiendo del hecho de que nos vamos a morir.
Nietzsche decía algo así como que él sentía envidia por la vaca, que andaba por allí pastando tranquilamente sin tener culpa por lo que había hecho en el pasado ni temor por la muerte que le esperaba en el futuro. Los hombres no tenemos esa suerte
En ese sentido, el sentimiento trágico de la vida parte de que somos una especie, la única, que es consciente de su propia finitud. Todos sabemos que nos vamos a morir, que lo que amamos se va a morir y que aquellos a quienes amamos también se van a morir, y en este sentido aparece esta demanda de amor infinita que tiene que ver con buscar algo que calme esa angustia y que nos garantice que no vamos a estar en falta de amor.
De allí viene, digo esto con mucho respeto e intentando no herir la susceptibilidad de nadie, pero de allí surge la ilusión planteada por las religiones. ¿Qué dice la religión? «Cálmense, que hay alguien que es superior a la vida y la muerte y que los va a amar a todos por igual y por toda la eternidad».
Yo no sé si Dios existe o no y no me corresponde entrar en ese tema, cada quien con su creencia. No es algo sobre lo cual un analista tenga que hablar. Pero me permito pensar acerca del tema desde un punto de vista psicológico y no teológico.
Siempre he sido muy respetuoso con esto y, tal vez por eso, en aquellos encuentros de sábados a la mañana, era común ver a una «hermana» de la comunidad católica que nos acompañaba casi todos los sábados. La hermana Luján.
Recuerdo que una mañana lluviosa y fría, de esas que le hicieron decir a un amigo que París había surgido para ser solamente una profecía de Buenos Aires, estábamos hablando de este tema y ella, con mucho respeto me preguntó si podía ser que los que tenían fe sufrían un poco menos.
Yo le respondí que estaba convencido de que era así. Porque esa fe, de alguna manera, los resguarda, les garantiza que más allá de las injusticias y de las pérdidas, todos nos reencontraremos algún día y que hay alguien, un Padre, que como decía el Cristo «nos ama a todos por igual».
Este es el sueño que propone la religión. En ese sentido, Cristo encontró una llave que podría contener la angustia del ser humano; lo que no pudo encontrar es la otra llave, aquella que nos convirtiera a todos en cristianos, que permitiera que todos aceptáramos eso que dijo.
Pero esa necesidad de amor y de seguridad tiene que ver con la sensación de que hay algo, un vacío, una falta que necesitamos llenar de alguna forma y es allí donde aparece este deseo de ser amado para siempre, de sentir que lo que amamos no se va a morir y que el amor no se va a terminar jamás.
Pero ésa no es la realidad de nuestra vida. Al menos aquí.
A lo mejor los que tienen fe tengan razón y después sea distinto, pero la parte que aquí nos toca, mientras transcurre nuestra vida terrenal, es asumir que siempre vamos a tener que convivir con una falta estructural, con un dejo angustioso, una disconformidad existencial que, cuando alguien enferma psicológicamente, la vuelca de un modo nocivo y se vuelve agresivo, posesivo, celoso o destructivo. En el fondo, todas esas reacciones no son más que una manera equivocada de intentar lo imposible: llenar esos huecos, esa falta.
Por suerte también están los otros, los que reconocen ese dolor con el que van a tener que convivir por el hecho mismo de ser humanos y lo llevan con dignidad. Borges, ya citado muchas veces en este libro, ante la pregunta de un periodista acerca de si era feliz, dijo algo así como que si en todos los idiomas se habían tomado el trabajo de inventar la palabra, eso quería decir que seguramente algo parecido a la felicidad existiría, pero que él era apenas un hombre. ¿Cómo podía, entonces, ser feliz?
Comparto este pensamiento borgeano haciendo la salvedad de que, por supuesto, me estoy refiriendo a una felicidad plena y total, a la completud absoluta, ya que a pesar de todo lo dicho, por suerte, siempre nos la ingeniaremos para tener algunas alegrías.
¿Pueden ser los cambios el origen de los celos?
(apostar a la reinvención)
No hace mucho, durante una sesión, una paciente había estado hablando acerca de que los celos eran un problema en su pareja y me dijo que pensaba que era porque les costaba aceptar los cambios y que eso los terminaba confundiendo y hacía que se sintieran inseguros el uno del otro.
«Pero en realidad —me dijo textualmente— no es que mi marido ya no me ame, sino que ha cambiado. Estamos en pareja hace veinte años, hemos pasado por muchísimas etapas y tengo que aceptar que es inevitable que hayamos cambiado, ¿no?»
Cambiar es algo inevitable y no es posible vivir sin modificarse en algún punto. Pero hay quienes, como mi paciente hasta entonces, se aferran a lo establecido y les cuesta moverse al ritmo de su propia vida. Por eso causa gracia cuando alguien después de veinte años dice: «Vos ya no sos el de antes». Pero ¿qué es lo que esas personas pretenden? ¿Que alguien conserve la ingenuidad, los gustos o sostenga las travesuras de cuando tenía trece años?
Discépolo escribió aquello de: «Si yo pudiera como ayer creer sin presentir». Y ése es un amor típico de la adolescencia o de la muy temprana juventud. Esto de querer sin presentimientos. Un adulto ya no puede. Ha vivido muchas desilusiones, quizá lo hayan engañado y, probablemente, él haya hecho otro tanto. La vida lo ha marcado y, a fuerza de pérdidas, de dificultades, aprendimos que aunque alguien se esfuerce y haga todo lo posible, muchas veces las cosas no salen como lo deseamos. Y en ese contexto ¿cómo no tener presentimientos?
Claro que el enamorado digno apuesta a lo grande, pero esa apuesta no toma el rostro del optimismo, que es a mi entender una actitud de modesta inteligencia. Tanto como el pesimismo, ya que creer que siempre las cosas van a salir bien es tan obtuso como pensar que siempre van a salir mal.
He notado que a muchas personas les gusta esa frase que dice algo así como que hay que mirar el vaso medio lleno en lugar de verlo medio vacío. En realidad el vaso está lleno hasta la mitad. Con una parte que tiene y otra que le falta, y así es como lo mira el hombre que, parafraseo a Hermann Hesse, no tiene más ganas de mentirse a sí mismo.
Entonces, cuando en ese devenir constante de la vida uno de los miembros de la pareja va cambiando y el otro no acompaña ese cambio, la pareja entra en crisis porque, justamente, la «sociedad de dos» que se sostiene en el tiempo es aquella que se va reinventando, que puede consensuar nuevos pactos, que produce acomodamientos a estos cambios sucesivos que se van produciendo tanto en uno como en el otro.
Toda relación humana se construye sobre la base de acuerdos, dichos o tácitos, y a veces la diferencia entre que algo funcione o no está en la inteligencia que se tenga para advertir en qué momento se hace imprescindible modificar un acuerdo preexistente que ya no sirve, por otro que sí se acomode a la realidad presente del vínculo.
Celos entre padres
(Kramer vs. Kramer)
Dijimos que no siempre los celos tienen que ver con la pareja. Recuerdo el caso de un matrimonio que competía, sin darse cuenta, para ver cuál de los dos quería más a su hijo y a cuál de ellos su hijo quería más.
Esta competencia surgía en actitudes nimias, en chistes, pero estaba todo el tiempo latente y era el origen de muchas discusiones y peleas que, por supuesto, conscientemente encontraban otros motivos aparentes.
Ocurre que la relación de los padres con los hijos presenta dificultades distintas a las de una pareja, pero no por eso deja afuera la posibilidad de la aparición de los celos.
Para ahondar un poco más sobre esto, me gustaría poner como ejemplo una escena de una película que a lo mejor muchos de ustedes hayan visto: Kramer vs. Kramer.
Para los que no la vieron, la película cuenta la historia de un matrimonio que se separa. Un día el marido, al que le estaba yendo muy bien en su trabajo, que estaba a punto de ser ascendido, de ganar mucho dinero, llega a su casa y ve a su mujer que está en la puerta del ascensor, con la valija en la mano y que ha decidido irse. No entiende lo que está pasando e intenta convencerla para que no lo haga, pero no hay manera, ella ya lo ha decidido y se va.
La pareja tiene un hijo pequeño al que, al principio, el padre no sabe muy bien qué decirle. Además, en el fondo, él espera que ella vuelva. Pero, después de unos días, la mujer envía una carta. El padre abre la carta, contento porque cree que ella va a comunicar su regreso, y se sienta junto a su hijo para compartir con él lo que su mujer ha escrito; pero cuando la empieza a leer, ve que está dirigida al chico y que es un intento de explicarle el porqué de su abandono.
Le dice que cuando un matrimonio se separa, la mayoría de las veces son los papás los que se van y los hijos se quedan con las mamás. Sin embargo, a veces las que se van son las mamás, porque ellas también tienen derecho a buscar algo importante para sus vidas más allá de los hijos. Y que ella quiere encontrar algo importante más allá de él.
El nene, imaginen la situación, no quiere seguir escuchando y empieza a vivir esta nueva realidad de un modo muy angustioso. Lo primero que hace es enojarse con el padre porque, según le parece, hace todo mal. Prepara el desayuno y se le queman las tostadas, se le vuelca la leche, y el hijo le dice: «Mamá lo hacía mejor, mamá lo hacía mejor». Y el hombre no sabe qué hacer: se siente impotente ante esa situación, se enoja, se desespera.
Pero el tiempo avanza y ocurre algo maravilloso, y es que empiezan a adaptarse a esta nueva realidad, a reírse, a distribuirse las tareas. El papá limpia la casa mientras que el hijo lo ayuda a cocinar; las tostadas ya cada vez se queman menos y todo parece encaminarse, hasta que en un momento determinado el chico cae en una etapa depresiva y le dice al padre que se siente culpable de que su mamá se haya ido, que algo debe de haber hecho mal.
Esto es bastante común que ocurra en los chicos de padres que se separan. Piensan que fue por culpa de ellos que el matrimonio ha fracasado. Pero este papá lo calma, lo abraza, lo contiene y le hace entender que no fue por él que la madre se fue. Es un período difícil y doloroso, pero del que salen juntos y, después del cual, las cosas empiezan a funcionar bien.
Por supuesto, todo tiene un costo en la vida y, en este caso, el costo es que el padre que estaba a punto de recibir un ascenso, de ganar mucho dinero, empieza a empobrecerse. Ya no puede dedicarle tanto tiempo al trabajo porque tiene que ocuparse de su hijo, bañarlo, vestirlo, llevarlo al colegio, ayudarlo a estudiar, estar para dormirlo y, entonces, lo despiden del trabajo porque ya no es el empleado modelo de antes, el hombre emprendedor con destino de grandeza. Busca trabajo de otra cosa, de medio día para poder encargarse de su hijo y lo consigue. Y cuando por fin parecía ser que las cosas se acomodaban, reaparece la madre.
Ella ha armado una nueva pareja con un hombre adinerado, se instaló en una hermosa casa, construyó un proyecto y, ahora que está bien consigo misma, quiere recuperar a su hijo y, por eso, vuelve a buscarlo.
Pero el padre no está dispuesto a entregarlo. Quiere que su hijo se quede con él y, entonces ella le inicia una demanda legal; por eso la película se llama Kramer vs. Kramer, que es la carátula del juicio por la tenencia del hijo.
En el transcurso del proceso judicial hay un momento en el cual se perfila claramente que ella tiene todas las de ganar. Le ha ido bien, tiene una nueva familia, un hogar lujoso, en tanto que él, por estar con el hijo, ha perdido ingresos económicos, su condición es muy austera, y, como si esto fuera poco, ella es la madre; y todos sabemos que la ley suele creer que los hijos están siempre mejor con sus madres; algo que podríamos discutir largamente, ya que no puede emitirse un dictamen universal sobre esto y siempre dependerá de cada caso.
Pero la cuestión es que el abogado le dice al padre que no hay manera de que él gane este juicio, excepto que tome una decisión drástica.
—Si queremos ganar —le dice—, tenemos que subir al chico al estrado para que cuente cómo sufrió cuando lo dejó la madre, cómo se sintió abandonado y todo lo que vos hiciste por él.
Y el hombre se imagina la situación que deberá afrontar su hijo en ese lugar, rodeado de testigos, abogados, prensa, el juez, el jurado y dice:
—Yo no puedo permitir que mi hijo pase por eso.
—Pero si no lo hacemos vamos a perder.
A lo cual le responde:
—Bueno, perdamos entonces, pero yo no voy a exponer a mi hijo a todo eso.
El juicio sigue adelante y, como era de esperar, pierden. Y así llegamos a la escena final, que es la del día en el que la madre tiene que ir a buscar al hijo para llevárselo con ella.
En la casa del padre todo está listo: el chico vestido, su valija preparada en un rincón y ambos esperando. Padre e hijo se miran, están quebrados y el chico intenta retener su llanto sin conseguirlo. Entonces el papá lo acaricia, le sonríe, mira el reloj y suena el timbre.
Es la madre; pero le pide al hombre que baje un minuto sin el hijo. El lo hace y cuando llega abajo la encuentra destruida y en una crisis de llanto. El la mira sin entender y ella le dice que peleó todo este tiempo por recuperar a su hijo porque lo ama, porque quería lo mejor para él. Y que hoy, antes de salir fue al cuarto que le había preparado, pintado y adornado especialmente porque quería darle un hogar, y entonces comprendió que no podía llevárselo porque su hijo ya tenía un hogar. Y se echa en los brazos de su ex marido, y lloran juntos, fuertemente abrazados.
Es una imagen muy fuerte y conmovedora.
Nos referíamos a los celos que pueden surgir entre los padres por el cariño de sus hijos, pero también al sentimiento de posesión que en algún momento puede hacernos creer que alguien, en este caso el hijo, es un objeto cuya posesión puede ser disputada sin tener en cuenta sus deseos. Pero cuando ambos padres lo miran y lo ven como lo que es, una persona con deseos propios, con derecho a elegir, la actitud de los dos cambia. Lo que esta historia muestra es cómo el amor, cuando es sano, funciona de otra manera y genera otras actitudes. Porque ese padre era capaz de perder lo que amaba con tal de cuidarlo y dijo: «que se lo lleve la madre», pero ella a su vez, también renunció a lo que más ama con tal de no lastimarlo y dice: «Éste es su hogar, ésta es su casa y aunque yo lo quiera tanto, es aquí donde debe estar». Y se abrazan y otra vez se reencuentran, ya no como pareja, pero sí como dos padres que aman a un hijo con un amor sano y maduro. Y es que la posesión está en contradicción con el amor. Se poseen los objetos, no los sujetos, y nadie que trate a otro como si fuera una cosa puede amarlo verdaderamente.
Entonces, es cierto esto de que las relaciones humanas son complejas y muchas veces la posesión, los celos, la envidia se mezclan pero, si hay un punto en el cual el amor se convierte en algo deseable en la vida de los hombres es éste en el que alguien, antes que nada, respeta y vela por lo que ama. Allí no hay lugar para la posesión. Se poseen los objetos, no los sujetos. Los sujetos desean y elijen por sí mismos.
Hay quienes no entienden esto, y me viene a la mente una hermosa metáfora que tienen algunos pueblos africanos, que dice que cuando cerramos el puño, es cierto que nadie puede quitarnos nada, pero no es menos cierto que tampoco nadie puede colocar nada nuevo en nuestra mano.
Por eso compartí con ustedes el relato de esta película. Porque me parece que esta historia muestra de manera precisa cómo al principio hay una puja entre dos personas que aman sinceramente, pero que ese amor se juega de un modo celoso y no tiene en cuenta al objeto amado. Pero cuando todo empieza a verse más claro, comprenden que, en ocasiones, para hacer bien las cosas tal vez sea necesario sufrir: para ganar a veces hay que perder. Cuando alguien es capaz de enfrentar una situación de esta manera, queda la sensación de que, de vez en cuando, el amor tiene sentido.