27
LA RUEDA DE PRENSA iba a celebrarse en el mismo hotel en que seguían alojados los representantes de los países que participaban en la expedición, incluyendo a Jens. No había otro lugar con la suficiente capacidad, a excepción de las tribunas de prensa ampliadas, en el Cabo, pero era muy difícil organizar el transporte de todos los periodistas hasta allí.
La realidad, como Jens ya había advertido, era que el número de periodistas presentes en el Cabo tras el lanzamiento había aumentado, en lugar de disminuir, con la llegada de nuevos corresponsales. Ahora, tras conocerse las noticias de la tormenta solar, los daños en las naves y el accidente de Tad, se notaba un movimiento renovado de hombres y mujeres con distintivos de color naranja.
El gran salón de baile estaba dotado de palcos elevados en la parte posterior, por encima de la pista cubierta de sillas plegables. Estos palcos ofrecían la posibilidad de alojar unos pocos grupos de personas no vinculadas con la información pero, al mismo tiempo, interesadas o relacionadas con la rueda de prensa. Uno de estos grupos estaba formado por todos los delegados nacionales para el desarrollo internacional del espacio, incluyendo a Jens.
—Una vergüenza lo de ese joven suyo —dijo Sir Geoffrey, roncamente, tomando asiento al lado de Jens.
Jens asintió.
—Sí —respondió. Por un momento, pensó que debería añadir algo más, pero no se le ocurrió nada. Finalmente, abandonó la idea y se inclinó hacia delante para ver a los representantes del control de la expedición, que estaban subiendo uno tras otro a la tarima instalada en el otro extremo de la sala, sentándose tras la larga mesa de conferencias. Había cinco personas, una de ellas morena y con aspecto oriental, pero la única que Jens reconoció fue Bill Ward, que ocupaba el asiento central.
Tras unos instantes para probar los micrófonos que tenían sobre la mesa, junto a sendos vasos de agua, Bill Ward se aclaró la garganta.
—Muy bien —comenzó. Su voz amplificada resonó por todo el salón—. Creo que ya podemos empezar. Primero leeré un breve comunicado; luego, podrán hacer las preguntas que quieran.
Se aclaró la garganta de nuevo y bajó la vista hacia unos papeles que había extendido sobre la mesa.
—A las veintitrés horas, veintiséis minutos del vigésimo segundo día de la expedición a Marte —leyó—, el control de expedición recibió del laboratorio espacial 2 la predicción de una importante erupción solar, predicción que fue transmitida a la nave de la expedición con la información de que disponían de unas cinco horas para desacoplar las naves y separarlas, a fin de realizar el experimento SO82 consistente en una prueba de las comunicaciones por láser entre las naves durante una tormenta solar…
Tosió, interrumpiéndose un segundo, y luego prosiguió:
—Ambas naves, por lo tanto, se separaron hasta una distancia de ciento cuarenta kilómetros, mientras sus tripulaciones instalaban paneles protectores para formar lo que llamamos un refugio para tormentas, como describe el experimento ML 99. La duración de su permanencia en el interior del refugio fue calculada por el control de la expedición, previendo unas quince horas durante las cuales las naves no estarían en comunicación con la Tierra, al haber orientado sus espejos láser el uno hacia el otro.
Se detuvo otra vez para tomar un sorbo de agua del vaso que tenía ante sí.
—Aproximadamente a las diecisiete horas, cuarenta y un minutos del vigésimo tercer día, la tripulación de la Fénix Uno descubrió que su LCO había perdido el contacto con la Fénix Dos. Buscaron la avería dentro de la zona protegida, sin encontrarla. Por entonces, el contador que indicaba la radiación exterior debida a la tormenta solar comenzaba a dar señales de que esta radiación estaba disminuyendo. El contador siguió descendiendo y, cuando llegó al punto en que los martenautas podían moverse sin peligro por el interior de la nave, los tripulantes de la Fénix Uno abandonaron el refugio y siguieron el sistema LCO averiado hasta el punto en que atraviesa el casco de la nave para conectar con la unidad motriz que regula la orientación del espejo.
»Resultaba evidente que la avería estaba en el exterior del vehículo y no en su interior. Dado que las comunicaciones por radio seguían impedidas por la tormenta solar, el comandante en jefe de la expedición, Tadell Hansard, temiendo que el espejo LCO de la Fénix Dos estuviera también averiado, decidió salir al exterior para comprobar la unidad motriz y el espejo.
»Así, el coronel Hansard vistió su traje espacial y salió fuera de la nave sin tener conocimiento de que la radiación en el espacio todavía se hallaba en niveles peligrosamente altos. La intensidad de la tormenta solar había sido mayor de lo previsto y, de hecho, resultó lo bastante intensa para sobrecargar el contador de la Fénix Uno, con el resultado de que éste comenzó a indicar un prematuro descenso de la radiactividad.
»A consecuencia de ello, el coronel Hansard sufrió un envenenamiento por radiaciones grado actualmente desconocido. Por fortuna, el LCO de la Fénix Dos no quedó afectado por la tormenta solar y, al hallarse fuera de contacto con la Fénix Uno por ese medio, se comunicó con el control de expedición por el LCO y con la Fénix Uno por radio, pues la tormenta había descendido a niveles que permitían su empleo. De esta manera, pudo transmitir un aviso sobre la peligrosidad de las condiciones en que el coronel Hansard había abandonado la nave y, tan pronto como regresó al interior, sus compañeros tomaron las medidas necesarias para descontaminarle y contrarrestar los efectos de la radiación.
»En estos momentos, según nuestros últimos informes de la Fénix Uno, se encuentra descansando tranquilamente. Sin embargo, las dos naves han sufrido importantes daños en sus sistemas de control electrónico, debido a la inesperada magnitud de la erupción, y las tripulaciones están muy atareadas comprobando y reparando sistemas.
Bill dejó de hablar, recogió las hojas y levantó la mirada hacia la multitud allí congregada.
—En las mesas del fondo hay copias de este comunicado —explicó—. Ahora, pasemos al apartado de preguntas.
Casi antes de que hubiera terminado de hablar, se había puesto en pie una mujer de la primera fila. A sus espaldas, varios periodistas que habían sido una fracción de segundo demasiado lentos volvieron a sentarse.
—Corre el rumor… —Su voz era tan débil que apenas se oía desde el palco en que estaba Jens. Enseguida, alguien acercó un micrófono y el resto de sus palabras se oyó por los altavoces— … de que el martenauta estadounidense. Tadell Hansard: recibió en realidad una dosis fatal de radiación. ¿Podría decirnos qué hay de cierto en ello?
La periodista tomó asiento de nuevo. Bill inclinó su cabeza hacia el individuo de facciones orientales que estaba a su derecha.
—¿Quieres responder tú. Kim? —preguntó. La memoria de Jens completó el nombre del individuo. Doctor Kim Sung, uno de los médicos de la NASA. Kim Sung se adelantó hacia su micrófono.
—Siento responder que no tenemos idea de la radiación que recibió Tad. No hay forma de saber el grado de radiación en el exterior de la Fénix Uno cuando él sufrió la exposición y tampoco hay forma de determinar la importancia del daño causado, físicamente o en cualquier otro sentido, al menos por el momento. No obstante, yo diría que dar por sentado que cualquier grado de envenenamiento radiactivo ha de ser necesariamente fatal es cometer un grave error.
Varios periodistas se habían puesto ya en pie, pero la mujer de la primera fila insistió.
—Sin embargo, usted no descarta completamente la posibilidad de que haya recibido una dosis fatal de radiación, ¿no es así, doctor?
—En ausencia de datos suficientes, debemos considerar todas las posibilidades, es cierto —respondió Kim—. Sin embargo, nosotros no concedemos gran importancia a ésta en concreto.
—El siguiente —anunció Bill Ward, inexorable, mientras la mujer comenzaba a abrir la boca otra vez. Su dedo señaló hacia un individuo varias filas más atrás, con un acento europeo que Jens no logró identificar.
—¿Tienen alguna información sobre la importancia de los daños sufridos por las dos naves, señor? —preguntó—. Y, en caso afirmativo…
—No, no tenemos ninguna información todavía —contestó Bill Su dedo se movió—. Lamento tener que cortarle, pero somos muchos aquí y vale más que nos limitemos a una pregunta por persona. ¡El siguiente!
—¿Podría decirnos si bastaría el daño causado por la radiación a los sistemas electrónicos para incapacitar permanentemente por sí solo una nave como la Fénix Uno o la Fénix Dos? —La pregunta la hizo otra mujer.
—¿Jim? —Bill giró la cabeza, pasando la pregunta a un hombre calvo y de facciones redondeadas, sentado a la derecha de la mesa. Era James Howell, ingeniero de sistemas de la expedición.
—Teóricamente, si se estropearan simultáneamente los suficientes sistemas, uno de los vehículos Fénix podría quedar totalmente paralizado. Sin embargo, esto duraría sólo el tiempo necesario para que la tripulación pudiera reparar las averías y sustituir las piezas que haga falta para poner la nave otra vez en funcionamiento, que es precisamente lo que están haciendo ahora en la Fénix Uno y Dos, según nos informan.
—¡El siguiente! —intervino Bill.
—Suponiendo que Tad enferme gravemente por la radiación, o algo peor —preguntó un hombre de raza negra, con turbante, que se había puesto en pie entre las filas de asientos que ocupaban la parte derecha del salón—, ¿cómo afectará esto al desarrollo de la expedición?
—La expedición —respondió Bill Ward—, ya es redundante, por el mismo hecho de que consiste en dos naves idénticas, cada una de las cuales es capaz de realizar el viaje a Marte por sí sola. Desde luego, si Tad necesita reposar durante cierto tiempo, habrá que hacer algún arreglo en el programa de trabajo de las Fénix Uno y, probablemente, también en el de la Fénix Dos.
—¿Puede decirnos —gritó otra mujer, en la parte trasera de la sala—, si es cierto que las tripulaciones de la Fénix Uno y Dos habían solicitado una reestructuración de los experimentos prioritarios antes de que se diera la presente emergencia?
—Se había hablado del asunto, sí —respondió Bill con aspereza—. Los martenautas y el control de la expedición estamos evaluando y reevaluando constantemente todos los elementos de la expedición, para conseguir el máximo rendimiento en todo momento. Naturalmente, cualquier cuestión como ésta debe posponerse al problema fundamental que es poner ambas naves de nuevo en condiciones. ¡El siguiente!
—Suponiendo que el coronel Hansard muera a consecuencia de la radiación recibida… —comenzó un hombre entre las primeras filas.
Jens sintió un brusco espasmo en el estómago. Le llegó tan inesperadamente que lo sintió como un dolor inesperado. Apoyándose en el brazo de la butaca que ocupaba, logró ponerse en pie y se dirigió, tambaleándose, hacia el ancho y silencioso corredor alfombrado que había tras los palcos.
De repente, se dio cuenta de que alguien le había seguido. Se trataba de Sir Geoffrey, y el viejo le sostenía por el codo, tranquilizándolo.
—Se está incómodo ahí dentro, ¿verdad? —murmuró Sir Geoffrey junto a su oído—. Le hace falta una copa. Venga conmigo.
Condujo a Jens por el corredor sosteniéndole con una firmeza sorprendente para alguien de la edad que aparentaba. Se introdujeron en un ascensor, descendieron al vestíbulo del segundo piso y en un bar amplio y oscuro, con muebles excesivamente acolchados, que atendía una camarera. Sir Geoffrey llevó a Jens hasta un compartimiento en la pared junto a la barra y le hizo sentar allí, sentándose él mismo frente a Jens. La camarera se aproximó.
—¿Qué desean tomar? —inquirió.
—¿Cuál es la especialidad de la casa? —preguntó Sir Geoffrey a su vez.
—¿El combinado especial? El Shamrock. Es el nombre del local, Shamrock Lounge.
—¿Shamrock? Whisky irlandés, ¿verdad? Muy bien, traiga uno para él.
—¿Nada para usted?
—No. Yo… bien, maldita sea, tráigame uno también.
—Dos shamrocks —repitió la camarera, retirándose.
—Yo siempre pido el especial —explicó Sir Geoffrey, mirando hacia Jens—. Te dan más por tu dinero, y hay más de un cincuenta por ciento de probabilidades de que la bebida esté bien preparada, además.
Jens pensó que debería decir algo, pero el esfuerzo era excesivo para él.
—Está bien —dijo Sir Geoffrey, intentando darle ánimo—, no se preocupe. Tan pronto como haya tomado uno o dos tragos se sentirá mejor. El alcohol, el café y el yodo, eso lo cura todo. Por separado, naturalmente. Alguien que haya tenido malaria podría querer añadir la atabrina, quizá. Pero no estamos en zona de malaria, ¿verdad?
Se produjo un breve silencio hasta que regresó la camarera con dos grandes vasos de cóctel, llenos hasta el borde de un líquido verdoso, y los dejó cuidadosamente frente a Jens y su compañero.
—Bébalo ahora —urgió Sir Geoffrey, cuando la camarera se hubo retirado—. Tómelo de golpe, si le place. Lo más irritante del mundo es invitar a alguien a beber para que se tranquilice y que se quede sentado ahí, jugando con el vaso. Muchas mujeres lo hacen. Mire, fíjese cómo lo hago yo.
Tomó su propio vaso. Jens extendió la mano y levantó el que había ante sí hasta sus labios. En el instante antes de tocar el líquido pensó que no sería capaz de beber nada pero, enseguida, lo sintió en su boca. Tenía un sabor mentolado nada desagradable.
—Así está mejor —aprobó Sir Geoffrey—. Déjelo llegar al fondo y ya estará medio recuperado. Está preocupado por Hansard, ¿verdad?. No debería dedicarse a este oficio. Un aficionado como usted… ¡Oh, sí! Ya sé que es lo que quería su gobierno, pero resulta igualmente descorazonador. Camarera, otros dos.
—No, con uno ya basta… —protestó Jens, pero la camarera ya estaba pasando el pedido a la barra.
—Lo que tiene que admitir —prosiguió Sir Geoffrey—, es que en este tipo de asuntos siempre hay alguien que resulta herido. Así es la política internacional. Por eso el mundo necesita profesionales que saben que la maquinaria siempre acaba atrapando a alguien. Pero necesitamos la maquinaria. Si no. estaríamos golpeándonos en la cabeza el uno al otro con hachas de piedra. Así que, ¿dónde está usted? Tome ahora el segundo. Wylie. Igual que con el primero.
De hecho, Jens comenzaba a sentirse, si no mejor, al menos anestesiado hasta cierto punto. Alzó el segundo vaso.
—Sucede siempre lo mismo —explicó Sir Geoffrey, con firmeza—. Siempre. Debe aprender a darlo por supuesto y dejar que suceda…
—Y al infierno con todos, ¿no? —Jens quedó un poco sorprendido de sus propias palabras. El primer combinado estaba comenzando a ejercer sus efectos.
—No, nada de al infierno con todos —respondió Sir Geoffrey, irritado—. Al infierno con la situación y con aquellos que estén tan involucrados en la misma que no puedan librarse. Usted mismo es una pieza de la máquina, si realiza bien su trabajo. No se quema en el primer problema que se presenta: se mantiene en buen estado de funcionamiento para poder ser utilizado otra vez, y otra.
—¿Por qué no destruir la máquina, para variar?
Sir Geoffrey le miró con fijeza.
—Vamos Wylie. Usted no va a romper ninguna máquina, aunque pudiera.
—Esta expedición —comenzó Jens, algo espesamente. Se interrumpió, sorprendido, al ver que su segundo vaso estaba vacío. Sir Geoffrey hizo una señal con la mano al encargado de la barra—. Esta expedición fue saboteada antes de que los martenautas entraran en la lanzadera y despegaran de tierra.
—Sin duda —replicó Sir Geoffrey—. Y usted lo sabía y no hizo nada; nada que valiera de algo, quiero decir.
—Sí —afirmó Jens, volviendo a sentirse enfermo al pensar en Tad Hansard.
—Tampoco hará nada más adelante, téngalo por seguro. Ahora beba, enfréntese a los hechos de la vida y volvamos a ese palco antes de que acabe la rueda de prensa y alguien se dé cuenta de que nos hemos ido. Alguien importante, quiero decir. Nuestros compañeros no cuentan.
Fedya, vestido con su traje espacial, estaba sobre el casco de la Fénix Dos. A medio kilómetro de distancia, la parte iluminada de la Fénix Uno parecía un rectángulo convexo bajo la cruda luz solar. A sus espaldas, Fedya llevaba una unidad propulsora individual y de su cinturón pendía un cable procedente de una bobina alimentadora fija en el casco de la Fénix Dos, junto a su compuerta tres.
Con la mirada puesta todavía en el reflejo del distante vehículo espacial, se elevó sobre la punta de sus pies, desactivó el magnetismo que mantenía las suelas de sus botas unidas a la superficie metálica, y tomó impulso para alejarse de la nave. No tuvo ninguna sensación de movimiento, pero al extender las piernas no halló ninguna superficie sólida y, al volverse, vio que estaba separado de la Fénix Dos por una distancia igual a su propia altura.
Miró hacia la Fénix Uno de nuevo y, alzando su mano enguantada hacia el pecho del traje, activó la unidad propulsora.
De los dos brazos gemelos que sobresalían del aparato, surgieron chorros de gas frío. Tampoco ahora sintió ningún movimiento, pero al volverse otra vez vio la Fénix Dos alejándose sensiblemente de él. La línea brillante y fina del alambre que la bobina soltaba lentamente formaba una curva catenaria entre él mismo y la nave que acababa de abandonar. Otra vez volvió a concentrarse en la sección de fuselaje iluminada de la Fénix Uno, hacia donde pretendía dirigirse.
Durante cierto tiempo, resultó difícil percibir cambio alguno en ella. Gradualmente, sin embargo, advirtió que el rectángulo parecía crecer hacia su derecha y encogerse hacia su izquierda. Se movía en una dirección que le haría dejar la nave atrás por su derecha, si no la corregía.
La corrigió, aumentando paulatinamente la presión del propulsor derecho hasta que el rectángulo dejó de crecer como antes.
Siguió moviéndose por el espacio. El cable unido a su pesado cinturón no ejercía la menor tensión que pudiera sentir. De pronto, observó que el rectángulo volvía a cambiar de forma. Ahora estaba estrechándose con bastante rapidez, de modo que debía estar aproximándose a la Fénix Uno. Aproximándose en un ángulo excesivamente elevado. Volvió a corregir.
El rectángulo se ensanchó de nuevo. Había llegado lo bastante cerca para ver, dentro de la zona iluminada, la silueta erguida del espejo LCO de cobre y una esquina de la compuerta tres de la Fénix Uno.
Fedya corregía constantemente, mientras descendía sobre la otra astronave. Jugando con los controles de sus propulsores, derivó hacia ella. De pronto, se dio cuenta de que debía comenzar a decelerar. El fuselaje y la compuerta aumentaban velozmente de tamaño. Accionó el mando que invertía las toberas de los propulsores y abrió sus válvulas al máximo.
Al igual que antes, en los primeros instantes su acción no pareció causar ningún efecto. El casco siguió creciendo amenazadoramente, e instintivamente, encogió los pies preparándose para una caída. Pero, entonces, el crecimiento disminuyó, disminuyó… y despertó a la realidad, a pocos metros de su destino, para descubrir que había invertido su movimiento y estaba alejándose de la Fénix Uno.
Cerró las válvulas, invirtió otra vez los propulsores y comenzó a cubrir el camino hasta el casco con débiles chorros de gas. A pesar de todo, pasaron más de cinco minutos antes de que sus pies tocaran la nave y sus suelas magnéticas se adhirieran al vehículo ajeno.
Se acercó a la compuerta tres y aseguró el extremo del cable que había traído de la Fénix Dos en una abrazadera, soldada junto a la compuerta precisamente con este propósito. Mientras lo soltaba de su cinturón y lo fijaba al casco, se abrió la compuerta y, con movimientos tan solemnes como los de un antiguo caballero con armadura, otra figura con traje espacial surgió para ayudarle a anudar el cable a la abrazadera y empalmarlo al extremo de otro cable que esperaba allí, antes de pasar ambos al interior de la Fénix Uno.
Los movimientos de la otra figura revelaban la identidad del ocupante del traje. Se trataba de Anoshi. En otras circunstancias, hubieran acompañado su encuentro con alguna chanza a través de los auriculares pero ahora, sin embargo, regresaron en silencio al interior de la nave, atravesando la última escotilla del tubo de acceso y ascendiendo hasta el nivel A, donde pudieron salir de los trajes.
Ya más cómodo, Fedya se enfrentó no sólo a Anoshi, sino también a Bap y Tad. Tad ni siquiera estaba sentado. Se hallaba en pie, junto a su consola de mando. Fedya se acercó a él y estrechó su mano.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó.
—Muy bien. Me siento dispuesto a todo, sencillamente muy bien.
Fedya le sonrió. No obstante, era evidente que Tad no tenía aspecto de encontrarse muy bien. Parecía… distinto. No había ningún cambio notable, pero su rostro parecía más pálido y afilado de lo que Fedya había visto nunca. Durante un segundo Fedya quedó atónito, intentando descubrir qué causaba esta impresión. Por fin, se dio cuenta de que Tad ya había perdido parte de su cabello. Siempre lo había llevado muy corto, de forma que la diferencia no era muy visible, pero ahora tenía las entradas más pronunciadas y allí donde quedaba cabello se veía la piel a su través. Además, toda su figura tenía un aire tenso, un poco forzado, como si estuviera intentando mostrarse cortés durante un compromiso social mientras la gripe, o un resfriado, le hacían desear ardientemente volver a casa, a la cama.