16
WALTHER GUENTHER ENTRÓ EN LA SALA de estar de su suite en el motel, caminando a grandes zancadas, y se dejó caer en una butaca junto a las ventanas, pero de espaldas a ellas. El delegado paneuropeo parecía sufrir una hinchazón en la zona alrededor de los ojos y la luz de media mañana que se filtraba por las ventanas detrás suyo le hacía cerrar los párpados.
—¡Berthold! —llamó, con voz tan alta como pudo—. ¿Dónde está ese condenado café y coñac?
Berthold apareció por la puerta del dormitorio, enfrente de la que acababa de atravesar Guenther. Su secretario era un joven alto y de aspecto erudito, de facciones finas y cabello muy rubio. A pesar de su elevada estatura y de la anchura de sus hombros, tenía un aire general sorprendentemente frágil.
—Voy a averiguarlo, señor.
Salió por la puerta que conducía al pasillo. Al cabo de solamente uno o dos minutos, Guenther oyó el girar de una llave en la cerradura. Berthold volvió a entrar, sosteniendo una bandeja diestramente mientras guardaba la llave con la otra mano. Depositó la bandeja, que contenía una taza, una jarra de cristal llena de café y una copa de un coñac ambarino, sobre un velador junto al codo de Guenther. Llenó la taza con café de la jarra.
—Acababan de prepararlo, señor.
—¡Al infierno con sus almas de tortuga!
—Sí, señor.
Guenther vació la taza de café y probó el coñac.
—¿Bien? —preguntó al cabo de unos instantes—. ¿Dónde están los informes?
—Aquí están, señor.
Berthold tomó unas hojas mecanografiadas que había sobre una mesa cercana.
—¿Por qué parece tan satisfecho? —gruñó Guenther.
—Las transcripciones de las conversaciones de Wylie tienen hoy un punto que podría ser interesante —explicó Berthold—. He puesto la sección correspondiente en primer lugar.
—¿Ah, sí? —Guenther se enderezó en el asiento y apartó a un lado del velador la taza de café. Asió los documentos—. ¿Quién se supone que habla, ahora? ¿Wylie y esa chica suya?
—Sí, señor.
Guenther leyó.
—No veo qué… —Se interrumpió y siguió leyendo en silencio hasta el fin de la página. Enseguida volvió la mirada a la parte superior del escrito.
—¿Dragón? —preguntó—. ¿Qué dragón?
—Exactamente, señor.
—¡Sea un poco más explícito! —exclamó Guenther—. ¿En qué está pensando? ¿Cree que se trata de algún tipo de clave, solamente porque no resulta identificable en el contexto?
—No hay nada en esta serie de transcripciones ni en ningún otro lugar que explique la palabra «dragón», por lo que he podido averiguar.
—¿Ah, sí?
—Sí. También he verificado el zoológico local y los museos más próximos, por si había algún animal como ese lagarto que llaman dragón de Komodo, o alguna conocida escultura que representara un dragón.
—Y… ¿nada?
—Nada, señor.
Guenther terminó el coñac y se sirvió otra taza de café, mientras leía el resto de las conversaciones obtenidas mediante el láser que Jim Brille había enfocado a las ventanas de Jens. Finalmente, volvió a la primera página.
—¿Cuándo volverás a llevarme al dragón? —leyó en voz alta—. Y entonces Wylie le contesta: «No es alguien a quien puedas visitar cada día»…
Permaneció en silencio, pensativo.
—Recuerde nuestra sospecha —dijo Berthold suavemente—. Es posible que Alinde West sea una especie de enlace, si su juego no es simplemente el que aparenta ser.
—Sí… —murmuró Guenther. De pronto, alzó la cabeza—. Muy bien. Berthold. Tráigame otro coñac.
—Señor, el almuerzo será…
—¡Otro coñac! ¡Tráigalo usted mismo!
Berthold desapareció. Guenther siguió estudiando las hojas mecanografiadas que tenía en su regazo, hasta que Berthold regresó con el coñac.
—Naturalmente —comenzó, tomando la copa y bebiendo, mientras miraba a su secretario por encima del borde—, tendrá que realizar una investigación mucho más profunda: las películas proyectadas en los cines locales, anuncios en los periódicos, esos restaurantes que tienen aquí, con estatuas de animales y duendes y caricaturas en las puertas…
—Naturalmente, señor. Estaba esperando su permiso.
—Adelante. Berthold, adelante. Si esto nos permite demostrar que Wylie es más que máscara de papel, entonces…
En el interior de la desvencijada furgoneta reinaba un calor sofocante, aunque estaba aparcada a la sombra de algunos árboles y tenía las ventanillas abiertas. El delgado hombre de color que Gervais había puesto de guardia frente a la finca Kelly bebía Coca-Cola de una botella de dos litros, casi vacía ya.
—Siempre, siempre… —mascullaba en voz alta.
En principio, la frase había sido Siempre, siempre me toca a mí. Sin embargo, los años pasados en distintos lugares, entre los que se contaba Willermore, centro de máxima seguridad para la rehabilitación de delincuentes crónicos, le habían enseñado a eliminar (al menos, en voz alta) las últimas palabras. Un coche atravesó los límites de la propiedad y giró para tomar la carretera hacia el centro de la isla. Un segundo después, pasaba junto a la furgoneta estacionada. En su interior había un individuo grueso con escasos mechones de pelo aplastados sobre el cráneo, que iba haciendo anotaciones en una libreta mientras conducía. El hombre delgado de la furgoneta, cuyo nombre era DeMars, accionó el encendido pero esperó que el otro automóvil desapareciera tras una curva de la carretera antes de comenzar a seguirlo.
Al cabo de un kilómetro, más o menos, volvió a ver el coche del individuo grueso, y aminoró su velocidad para mantenerse a una distancia de un par de manzanas. Cuando llegaron a la zona comercial, en una calle con bastante tránsito. DeMars se atrevió a acercarse más y permaneció casi inmediatamente detrás del otro vehículo hasta que éste se detuvo en el aparcamiento de un motel.
DeMars también aparcó allí, aunque algo apartado, y esperó que el otro entrara en el edificio. A través de las cristaleras del vestíbulo pudo ver que pasaba sin detenerse junto al mostrador de recepción y se dirigía directamente al ascensor. Este abrió sus puertas casi en el mismo momento en que llegaba allí y, tras dejar salir a los que bajaban, penetró en su interior y las puertas se cerraron a sus espaldas.
—Siempre, siempre —volvió a murmurar.
Permaneció un momento sentado en la camioneta, mordiéndose el labio superior. Luego, salió del vehículo, entró en el motel y se dirigió inmediatamente a los teléfonos públicos que había junto a la entrada. Marcó el número del Holliday Inn.
—Con el señor Jackson —pidió al telefonista del hotel.
—Un momento, por favor.
Se oyó un zumbido en la línea y, enseguida, la voz de Gervais.
—Habla Jackson.
—Soy yo —dijo DeMars—. Está en el Bell Tower Inn. Parece que vive aquí.
—¿Quién vive ahí?
—El gordo ese.
—Ya le dije los nombres correctos. Utilícelos.
—Willy Fesser —explicó DeMars.
—Averigüe en qué habitación se aloja y con qué nombre está inscrito.
—Siempre, siempre… —rezongó DeMars para sí.
—¿No me oye?
—No puedo hacerlo —se excusó DeMars, agitándose un poco mientras hablaba—. Tuve un pequeño problema en este hotel, hace algún tiempo. Me conocen. Ahora mismo, el recepcionista está vigilándome.
—¿Telefonea desde el mismo motel?
—El teléfono más próximo está a diez manzanas…
—Salga de ahí inmediatamente. Ya me encargaré yo de averiguarlo. Vuelva a llamarme mañana.
—Si —respondió DeMars—, señor.
—¿Cómo dice?
—Sí, señor. Le llamaré mañana por la mañana.
DeMars oyó cómo el otro cortaba la línea, colgó, y quedó mirando fijamente el aparato. Durante un instante, su rostro mostró las señales de una interminable vida indefenso ante el dolor, luego, volvió a su acostumbrado aspecto abotargado. Salió del motel y se encaminó a su camioneta.
Gervais, sentado frente a su mesa, verificó que la oficina de seguridad estuviera vacía antes de marcar un número en su teléfono. La pantalla de Video mostró la imagen de un hombre robusto y de edad madura, vestido con un ajustado uniforme de policía.
—¡Gervais! —exclamó— ¿Qué hay de nuevo?
—Sólo un pequeño detalle que nos gustaría comprobar, sargento —explicó Gervais—. ¿Podría encargarse de averiguar el nombre y número de habitación en que se aloja un huésped del Bell Tower Inn? Su verdadero nombre es Willy Fesser y no creo que tenga antecedentes. Nos gustaría saber el nombre que utiliza y el número de su habitación. Le mandaré una fotografía.
—Sí, imagino que podemos hacerlo. Parece que, después de todo, también los federales necesitan ayuda, ¿eh?
—Naturalmente, sargento —admitió Gervais—. No podríamos nacer nada sin la ayuda de la policía local.
—Claro, claro. Muy bien. Espero esa fotografía y ya le llamaré cuando sepamos algo.
—Gracias, sargento.
El sargento le guiñó un ojo desde la pantalla.
—Hasta la vista.
—Hasta luego.
Gervais colgó el teléfono, meditabundo. Si Fesser estaba registrado en ese motel con un nombre distinto al suyo propio, eso querría decir que estaba planeando algo, y ese algo, con toda seguridad, estaría relacionado con uno o más de los delegados, porque en esos momentos no había otro asunto en Merritt Island que pudiera atraer su atención. Abriendo un cajón de su escritorio, extrajo una lista de nombres y con su pluma plateada añadió las palabras Bell Tower Inn, en clara letra de imprenta, tras el nombre mecanografiado de Willy Fesser.