17

SIR GEOFFREY MAYENCE conducía por una serpenteante carretera hacia el extremo de Merritt Island que se adentraba en el océano. Su estado de ánimo era particularmente bueno. A cada lado del camino había una fila de árboles que ocultaban el sol de la tarde, todavía intenso. Sus ramas se entretejían sobre el asfalto, bañándolo de fresca sombra. Sir Geoffrey había logrado convencer a un coleccionista de automóviles de la ciudad para que le prestara un clásico Cadillac convertible de los años cincuenta. Ahora rodaba con la capota recogida, y la brisa agitaba sus cabellos grises. Cuando llegó al macizo pórtico de piedra que señalaba la entrada de la finca Kelly, estuvo a punto de no advertirlo.

Frenó bruscamente hasta detener el Cadillac, y retrocedió hacia la entrada. Frente a él había un individuo rollizo, con camisa blanca y pantalones oscuros. Sobre una de sus abultadas caderas se apoyaba un revólver dentro de su cartuchera, sostenida por un cinto canana. Avanzando desde los arbustos, agitaba un brazo hacia él, indicándole que se detuviera. Sir Geoffrey frenó de nuevo y el que parecía ser un guardia se acercó hasta el automóvil, junto a la ventanilla del conductor.

—Buenas tardes, señor —saludó—. ¿Desea usted ver a alguien?

—¡Sir Geoffrey Mayence! —bramó éste—. Vengo a visitar a la duquesa Stensla.

—Sí, señor. Un momento.

El guardia desabrochó del cinturón un emisor-receptor de radio, que colgaba sobre su otra cadera, y repitió por él lo que Sir Geoffrey acababa de decirle. Se produjo una ligera pausa hasta que el altavoz emitió una respuesta, con el suficiente volumen para que llegara a oídos de Sir Geoffrey.

No está citado.

—Claro que no estoy citado, maldita sea —estalló Sir Geoffrey—. ¡Quiero darle una sorpresa a Clothilde!

El hombre de la puerta sonrió a Sir Geoffrey de una forma que quizás intentara ser tranquilizadora, pero que a Sir Geoffrey le pareció irritante.

—Lo siento. Será mejor que telefonee para pedir una cita.

—¡Infiernos, voy a hacer! —contestó Sir Geoffrey—. Llame por ese cacharro suyo y dígale al del otro lado que quiero dar una sorpresa a Clothilde.

El guardia no hizo ningún gesto de cumplir su orden.

—Ponga marcha atrás y dé la vuelta ahora mismo.

—¡Oh, no quiera ser más asquerosamente cretino de lo que ya es! —le increpó Sir Geoffrey.

Introdujo la primera velocidad e hizo saltar el Cadillac hacia adelante.

Oyó un grito tras él y, mirando por el retrovisor, vio que el guardia había desenfundado su pistola y la agitaba en el aire. Si me dispara esa maldita cosa, pensó Sir Geoffrey, pondré la marcha atrás y lo aplastaré contra un árbol. Sin embargo, la estrecha carretera privada describía una curva hacia la derecha, entre un grupo de pinos, y perdió de vista al guardia antes de que éste pudiera usar su arma.

Sir Geoffrey siguió conduciendo, un poco más calmado. Al poco tiempo llegó frente una gran mansión ante la que se extendía un cuidado césped. Sir Geoffrey no prestó atención a la zona de aparcamiento, y detuvo su Cadillac justo enfrente de la puerta principal. Salió del automóvil y ascendió los escalones.

Penetró en el edificio sin llamar, casi tropezando con un hombre vestido con camisa y pantalones blancos.

—¡Eh, usted! —llamó Sir Geoffrey.

El hombre, que estaba alejándose de él hacia el otro extremo del vestíbulo, dio media vuelta y regresó sobre sus pasos.

—Busque a la duquesa Stensla y dígale que Sir Geoffrey Mayence está aquí —ordenó.

—¿Señor? —preguntó el hombre—. ¿Qué dice usted?

Sir Geoffrey repitió su frase en un español aceptable.

Sí, señor —respondió el otro, saliendo de nuevo.

A solas en el amplio vestíbulo, Sir Geoffrey comenzó a explorar la casa, probando puertas al azar hasta que dio con una que se abría a una especie de biblioteca. Pasó a su interior, dejando la puerta completamente abierta para que Clothilde supiera dónde encontrarle. La habitación era alargada y muy agradable, con mucha claridad. En una mesa lateral había varias jarras para licor, de cristal tallado. Sin embargo, todas ellas estaban vacías. Al volverse para examinar el resto de la sala. Sir Geoffrey advirtió por primera vez la presencia de un hombre sentado frente a una pantalla de video iluminada que había en una mesa junto al ventanal, con el dispositivo de control en sus manos. El hombre tendría unos cincuenta años y calvicie incipiente. Además, se balanceaba sobre la estrecha línea que separa un mero exceso de peso de la obesidad descarada. Contemplaba a Sir Geoffrey con manifiesta hostilidad, como si éste hubiera interrumpido con su entrada alguna conversación.

—No se preocupe por mí —rogó Sir Geoffrey amistosamente—. Le ruego que continúe.

El otro, sin embargo, cortó la comunicación y dejó el dispositivo de control sobre la mesa, con gesto decidido.

—Sir Geoffrey Mayence —se presentó a sí mismo. Sir Geoffrey estudió las facciones del otro—. Su rostro me parece familiar. Nos hemos conocido antes, ¿no es cierto?

—No —contestó el hombre grueso. Su voz era ligeramente ronca.

—Extraño —dijo Sir Geoffrey—. No suelo olvidar ningún rostro.

Se volvió hacia las jarras de licor con aire esperanzado, como si hubieran podido llenarse solas mientras no las miraba.

—¿Dónde puede haberse metido? —Desde el vestíbulo llegaba la voz de la duquesa—. ¿Seguro que dijo Geoffrey Mayence?

—¡Aquí estoy! —gritó Sir Geoffrey.

Inmediatamente, el hombre de camisa y pantalones blancos entró en la biblioteca, seguido de cerca por la duquesa.

—Aquí está —señaló el hombre, antes de salir otra vez.

—¡Geoffrey, eres tú! —exclamó la duquesa.

—Hola, Clo —saludó Sir Geoffrey.

La duquesa avanzó hacia él, con movimientos lentos y refina dos. Vestía un traje con pantalones, de color verde jade, que lanzaba destellos al moverse.

—Willy, querido —comenzó, mirando más allá de Sir Geoffrey—, ¿no tenías una llamada en el otro teléfono?

—Sí —respondió éste. Se puso en pie sin mirar a Sir Geoffrey ni decirle nada y salió de la biblioteca cerrando la puerta detrás de él, sin ruido pero con firmeza.

—Pensé que podía dejarme caer por aquí y darte una pequeña sorpresa —explicó Sir Geoffrey.

—¡Geoff! —exclamó la duquesa, con evidente ternura en su voz—. Hace ya catorce años.

—No, no puede ser.

—Catorce años —insistió.

—¿Tanto? Tal vez tengas razón —suspiró Sir Geoffrey—. Parece como si fueran unos pocos meses.

Extendiendo uno de sus brazos increíblemente largos, propinó una palmada a la duquesa sobre su bien provisto trasero. Ésta aceptó el cumplido con tanta dignidad como si le hubiera besado la mano.

—Siéntate. Geoff, por favor —invitó—. ¿Qué quieres tomar?

Sir Geoffrey lanzó una mirada ausente hacia las jarras vacías y meditó unos instantes.

—¿Qué tal unos daiquiris? —concluyó—. ¿Te apetecerían?

La duquesa se acercó al teléfono que el hombre llamado Willy había estado utilizando antes, alzó el auricular, marcó tres números y habló hacia la pantalla desconectada.

—Una jarra de daiquiri para la Sala Rosa —pidió, y cortó la comunicación. Volvió hacia él y tomó asiento en un sofá que había frente a un gran sillón gris muy acolchado.

—Siéntate. Geoff —repitió—. Cuéntame qué ha sido de tu vida.

—No hay mucho que contar —respondió Sir Geoffrey, acomodándose en el sillón—. Lila murió hace seis años. Desde entonces, no he hecho más que ir a la deriva.

—¡Lila! ¡Santo cielo! ¿Qué le sucedió?

—Oh, el corazón, ya sabes —explico Sir Geoffrey. Desvió la mirada hacia la brillante claridad que atravesaba las ventanas, con un parpadeo. Se aclaró la garganta—. Fue muy rápido. Acabábamos de volver de una cena y se sintió indispuesta. Fui al cuarto de baño a buscar una medicina que solía tomar y cuando regresé…

—Geoff —musitó la duquesa junto a él, posando suavemente su mano sobre una de sus huesudas rodillas.

—Bueno, eso ya pasó —dijo Sir Geoffrey, con el rostro vuelto hacia la luz—. ¿Y qué es de tu vida. Clo?

—He estado aquí y allí, desde luego —explicó la duquesa—. ¡Ah!, y estuve casada una vez, desde nuestro último encuentro. Nadie importante. Un italiano.

—¿Te dejó algo de dinero? —preguntó Sir Geoffrey, volviendo a fijar su mirada en ella.

—Sigue vivo. Se portó como un caballero, eso sí —la duquesa sonrió casi maliciosamente hacia él—. Me he preguntado muchas veces por qué no hemos coincidido nunca, tú y yo, en ningún lugar. Había llegado a pensar que estabas evitándome.

—¿Yo? ¿Evitarte? —se sorprendió Sir Geoffrey—. No. Estos últimos seis años, y bastantes más antes de ellos, he estado ocupándome de misiones en los rincones más extraños del mundo…

Se interrumpió, ante la llegada de un camarero vestido de blanco que traía una bandeja con una jarra llena de un líquido espumoso y ambarino y dos copas de cóctel. El sirviente depositó la bandeja sobre la mesa y, tras la silenciosa aprobación de la duquesa, se retiró sin decir palabra. Cuando la puerta se cerró tras de él. Sir Geoffrey ya estaba llenando las copas con el combinado de la jarra.

—Bien, bien, esto está bien —aprobó, vaciando su copa y volviéndola a llenar—. No sé por qué, en este país tienen la maldita costumbre de preparar los daiquiris con ron blanco. No saben a nada. Este si es como debe ser.

La duquesa bebía a pequeños sorbos.

—¿Has pensado en volver a casarte. Geoff? —preguntó.

—¿A mi edad? —Sir Geoffrey miró hacia ella por encima del borde de su copa—. Es verdad, ahora estás libre, ¿no?

—Ya sabes que no lo he dicho por mí —respondió la duquesa—. Confieso que me gustaría verte a mi lado, pero los dos sabemos que nunca te vería, ¿verdad? Además, ya soy demasiado vieja para el matrimonio, en todos los sentidos.

—No te creo en absoluto.

—Pues deberías creerme. Contigo es diferente: eres un hombre y, además, no vas a crecer nunca. Por mi parte, yo estoy más cómoda siendo independiente. Tengo la intención de retirarme, y eso es lo que tendrías que empezar a pensar tú también, Geoff. Retírate y disfruta de los años venideros.

—¿Retirarme de qué? —preguntó Sir Geoffrey—. El mundo sigue ahí todavía.

—No nuestro mundo, querido. ¿Es que no te das cuenta?

—Vamos. Clo —dijo Sir Geoffrey—. No me vengas con esas. Aquí estás tú, en el centro de la acción, con una mansión enorme, criados españoles y todo lleno de gente como el Willy ese que acaba de salir.

—Es sólo la imagen —contestó la duquesa—. Pero no hay gran cosa bajo ella, en estos últimos tiempos. Las computadoras me han quitado todo el trabajo, querido: literalmente. Mis invitados nunca participan en nada realmente importante: es sólo papeleo para engrasar la maquinaria y para que cierta gente piense que controla las cosas por debajo de la mesa, además de por encima. Pero las computadoras producen mucho más papel del que puede producir mi gente, y a mucho menor precio. No. ya es hora de que me retire. Estaba pensando instalarme en las Indias Occidentales, quizás en St. Croix.

Sir Geoffrey volvió a llenar su copa por tercera vez.

—¡Por favor, Clo! El mundo no cambia nunca. La gente sigue siendo la gente. Ahora disponen de juguetes nuevos, eso es todo. En realidad, todo este asunto del espacio, de la expedición a Marte, no es más que otro juguete.

—¿Lo dices en serio? —preguntó la duquesa, mirándolo con atención—. Yo pensaba que eras el chiquillo que fabricaba cohetes a los doce años: cohetes que funcionaban, quiero decir.

—Dios mío. Sí, tal vez lo hice. Pero esta es la cuestión: yo estaba simplemente jugando. Ahora los que juegan son unos gobernantes idiotas.

—¿Es que han hecho alguna vez algo distinto?

—Supongo que no —admitió Sir Geoffrey—. De todos modos, aquí estamos todos: tú, yo, gente como Verigin. Ambedkar y todos los demás, intentándolo de nuevo.

—Mis invitados no se dedican a nada que tenga que ver contigo, querido. Te lo hubiera dicho hace mucho tiempo, de ser así.

—Nunca he pensado lo contrario —rió Sir Geoffrey, con cierta sequedad—. Serían unos estúpidos si pensaran encontrar algo que me comprometiera. Pero ese joven Wylie, con él es distinto. Tengo la impresión de que alguien pretenderá utilizarlo para su propio juego.

—Nada importante —respondió la duquesa—. ¿Qué significa Wylie para ti?

—Bueno, es un joven tragafuegos, tal como era yo. Se toma todo este asunto muy en serio, lo de las astronaves y el planeta Marte. No me gustaría verlo servido en forma de pastel, eso es todo.

—Tal vez sea uno de esos que insisten en ser servidos en forma de pastel —aventuró la duquesa.

—Quizá tengas razón —admitió Sir Geoffrey—. Sin embargo, así es como lo veo.

—Naturalmente, si las cosas se ponen desagradables, siempre puedo darte aviso.

—Te lo agradezco —contestó Sir Geoffrey—. Pero, ¿qué hacemos aquí hablando de esta forma? Creo que acabo de proponerme en matrimonio y que he sido rechazado, ¿no?

—Geoff, tú no me quieres —dijo la duquesa—. Y si has de querer a alguien, ha de ser alguien joven, como tú.

—¿Como yo?

—Ya sabes a qué me refiero. En realidad, tú no has crecido nunca. Por mucho que vivas, tu lugar estará siempre entre los jóvenes.

—¡Esto sí que…! —comenzó Sir Geoffrey—. Pues hay un buen número de personas, en varios gobiernos, que me toman muy en serio, aunque tú no lo hagas.

—No te conocen tanto como yo. En serio. Geoff, deberías comenzar a pensar en el retiro. Busca alguna joven cariñosa y dedícate a disfrutar de los próximos doce años.

—Los últimos doce años, ¿eh?

—¿Por qué no? —admitió la duquesa con calma—. O menos, si resultan menos. A nuestra edad, cualquier tiempo de vida que nos quede ya es un regalo, Geoff.

—¡Maldita sea! ¡Yo no necesito una esposa! Lo que yo necesito es alguien como tú, con quien pueda hablar. Además, acabas de recordarme que soy más viejo que Matusalem. ¿Quién va a querer cargar conmigo?

—Yo cargaría contigo si tuviera veinte años menos, Geoff. Ese no es el problema, y tú lo sabes.

Sir Geoffrey sirvió los últimos residuos de daiquiri en su propia copa, con aire pesimista.

—¡Esto sí que es bonito! Vengo a darte una sorpresa, después de catorce años, y sólo se te ocurre echarme un sermón para que me case con otra.

—Tengo que aprovechar la oportunidad. Sólo Dios sabe cuándo te volveré a ver.

—Bien, ¿qué me dices de mañana por la noche, para cenar juntos? No sé qué piensan hacer mis colegas, pero yo pienso quedarme una o dos semanas por aquí, a disfrutar del clima. A no ser que tú también te vayas, ahora que ya ha pasado el lanzamiento.

—No. no tan deprisa —la duquesa lo examinó críticamente—. Pero tengo compromisos para los dos o tres próximos días. ¿Te parece bien el martes que viene por la tarde? Podemos salir a pasear en coche y volver aquí para la cena.

—¡Estupendo! —exclamó animadamente Sir Geoffrey—. No hay ningún buen restaurante por aquí, al menos no lo bastante para compararse con tu personal, si es que aún tienes el tipo de servicio que tenías antes.

—Yo siempre tengo el tipo de servicio que tenía antes —respondió la duquesa, poniéndose en pie. Sir Geoffrey se levantó automáticamente, una fracción de segundo después que ella.

—Así pues, ¿vas a estar ocupada, por ahora?

—Temo que sí, querido. Después de todo, no esperaba que fueras a presentarte de improviso. ¿El martes que viene, entonces?

—Si, a toda costa, el próximo martes. Ya te llamaré por teléfono.

Llegaron a la puerta de la biblioteca y salieron al vestíbulo. La duquesa acompañó a Sir Geoffrey hasta la puerta principal y permaneció en lo alto de la escalinata hasta que él se hubo introducido en el descapotable. Antes de que el Cadillac se perdiera de vista por la estrecha carretera privada. Sir Geoffrey la saludó agitando el brazo.

Al rebasar la curva entre los pinos, volvió a ver a su viejo amigo, el guardia, que ahora le sonreía a unos cuatro metros de distancia. Sir Geoffrey detuvo el automóvil, y el guardia se acercó amistosamente.

Sir Geoffrey abrió la portezuela y salió al exterior, disfrutando al ver una súbita alarma en los ojos del guardia cuando se irguió ante él con toda su estatura.

—Vuelva a amenazarme con esa pistola suya —gritó Sir Geoffrey—, y yo mismo me encargaré de metérsela por su gordo culo.

La expresión del guardia se alteró de modo extraño. Bajo sus pupilas, suspendidas entre los párpados fruncidos y una piel grasienta y arrugada, resplandeció el blanco de sus ojos. Sus hombros parecieron encajarse, adelantándose ligeramente. Su estatura disminuyó y aumentó su corpulencia, como un viejo toro en un rincón de su prado que viera un movimiento en el otro extremo, pero dentro de sus límites. Sir Geoffrey se puso en tensión, preparándose para una pelea.

Sin embargo, el momento de furia pasó. Ni el rostro ni el cuerpo del guardia se movieron, pero la tensión desapareció.

—Sí, señor —respondió el guardia.

Sir Geoffrey regresó al Cadillac, lo puso en marcha y se alejó por la carretera pública. Avanzó tal vez medio kilómetro antes de que su cabeza comenzara a aclararse. Por primera vez se dio cuenta de que había sido algo más que su propia furia y corpulencia lo que había impedido que el guardia reaccionara violentamente a sus palabras.

Este descubrimiento contribuyó a serenarle. Sin duda, el guardia había querido conservar su empleo, aun a costa de soportar las groserías de alguien como Sir Geoffrey. De pronto, se sintió desolado. ¿Quién diablos era él, al fin y al cabo, para amenazar a nadie? Tal vez en otro tiempo hubiera podido hacer algo con un cerdo grasiento como aquel, pero desde entonces habían pasado muchos años. Ya no tenía edad para ir retando físicamente a hombres más jóvenes que él. Ya no tenía edad para muchas otras cosas, como la bebida y las mujeres… De repente, sin saber por qué, se sintió más animado y comenzó a reír a carcajadas.

—¡Esto sí que es bueno! —gritó hacia el paisaje que le rodeaba—. ¡Ha logrado que me sintiera como si ya tuviera un pie en la tumba!

Inexplicablemente, este pequeño fragmento de comprensión le hizo sentir mejor, en lugar de deprimirle. Le hacía ver una nueva faceta de la Duquesa, y de sus sentimientos hacia él. En su interior creció una nueva ternura hacia aquella mujer, la especie de ternura que no recordaba haber sentido desde la muerte de Lila.

Condujo de vuelta al motel sintiéndose bastante humilde, para ser él, y más feliz de lo que se había sentido en mucho tiempo.