26
Cristina entró descalza, con el pelo húmedo y la bata china; se llevó una mano a la boca. Lépez estaba de pie en medio del estar y apuntaba a la cabeza de Saravia con una 38. Saravia había hecho la cama y la había vuelto a su fase diván. Estaba sentado cerca del apoyabrazos. Había un disco puesto en la bandeja del Winco. El brazo con la púa descansaba a un costado. El arma de Lépez era plateada.
—Quieta —dijo Lépez—. Un movimiento en falso, y la cabeza de tu “amorcito” tiene un nuevo agujero.
Ella se arregló la bata con la mano izquierda, la misma con la que se había tapado la boca. Olía a un perfume exquisito; Saravia y el doctor hicieron una profunda aspiración. Era fresco, floral.
—Pétalos, ¿no? —dijo Lépez.
“Sí”, hizo ella.
El doctor sonrió con una mueca siniestra. Sin dejar de apuntar, dijo:
—Deje que la rosa se deshoje, Cristina…
La bandeja del Winco giraba muda. El doctor hablaba muy lentamente.
—Deje que se caigan esos pétalos, vamos. Tiene un olor tan rico… ¿Qué podríamos ver que no hubiésemos visto antes? Todos sabemos que una mujer tiene pechos, pubis…
—¿Cómo entró? —dijo ella. A Saravia le pareció que estaba más enojada que asustada.
—Por abajo —dijo Saravia—. Ayer cuando fui a buscar las telarañas dejé abierto y…
—…ya no había más arañas para picar a Lépez. Las que lo picaron a él, me estuvo contando, son pasado. También me contó todo lo que aprendieron de medicina, estando juntos… Miremeló: si hasta oye. Y usted… ¿a ver esos brazos?
Ella mantuvo su bata cerrada.
—Cristina, qué miedo tiene… Vino el doctor a revisarla. Desnúdese —ordenó.
Saravia se paró y Lépez le asestó un golpe de cañón entre los ojos. El cuerpo de Saravia salió despedido hacia atrás y rebotó contra la pared. La herida de su frente, la pequeña cicatriz abierta entre los chichones, era una media luna de sangre.
—Lépez va a contar hasta tres —dijo—. Si al llegar a tres, esa bata no está en el piso, esta mañana va a ser trágica. Usted sabe quién soy, Cristina, y lo que puedo llegar a hacer en ocasiones… —el tono de voz de Lépez era tranquilo, lo que no quería decir que estuviera tranquilo, porque de inmediato gritó—: ¡Desnúdese, carajo, que la voy a revisar!
Ella no se movió.
—Que le quiero oler el perfume —agregó.
La mosca verde y roja que se había posado sobre el caño de la 38, salió volando. Lépez la vio decolar cuando dijo “uno”.
—No lo haga, Cristina…
—Ayyyy… “No-lo-ha-ga-Cris-ti-na” —repitió Lépez—. Dos.
Cristina dejó sus hombros al descubierto. La bata se deslizó por su cuerpo, saliéndole primero del lado izquierdo, desnudándola, blanca menos los pezones y la cara, que estaba roja, roja. Después la bata se replegó hasta casi salírsele del todo, hasta quedar enganchada de algo firme, de un bastón en el que ahora ella se dejaba de apoyar, lo levantaba, lo dirigía hacia la oreja del doctor. El arma. Los brazos de Cristina estaban cubiertos por tiras de tela y pedazos de cinta adhesiva.
—Qué grande —dijo Saravia—. ¿Cómo se le ocurrió traer el rifle?
—Es un fusil —dijo ella—. Tuve un presentimiento…
—Ja ja —se rio Lépez. Se espantó la mosca de la cara. No había dejado de apuntar. Saravia no supo si la risa era nerviosa o burlona—. Conque esas tenemos… La señorita, telefonista de Lépez, tiene un presentimiento y le apunta al doctor con un arma larga de guerra… Cargada, me imagino.
—Imaginesé —dijo ella, firme. Tenía los músculos de la cara rígidos.
El doctor carraspeó.
—Justo estábamos hablando con él —hizo una pausa— de lo mucho que usted había cambiado en todo este tiempo de enfermedad…
—Baje el arma —dijo ella.
—Lo mucho que sabe acerca del arte de curar… ¿O me equivoco? Lo que aprendió arrimando la oreja a la puerta de mi oficina; entrando sin golpear, en cualquier momento; preguntándole al paciente, al salir: “¿cuál era la afección, qué le recetó el doctor?”. Lo que aprendió de chusma…
—Baje el arma —repitió ella—. Hágalo suavemente, sin movimientos raros.
—¿Espiando en mis libros, tal vez? Permitamé… —dijo, y estuvo a punto de girar la cabeza, cuando Saravia gritó:
—¡No la mire! —con toda su fuerza.
Lépez se quedó unos segundos callado. Parecía sorprendido por el énfasis de Saravia. Hizo viento con las aletas de su nariz. Llevó la punta del cañón hasta el entrecejo de Saravia. Movió el arma hacia la derecha, ojo izquierdo, hacia la izquierda, ojo derecho, probando. Puso el gatillo en celo, con el percutor hacia atrás.
—¡Bájela! —gritó ella.
—Le recuerdo, señorita, que está hablando con un campeón de tiro… Si quisiera, en este mismo instante, podría hundirle este ojo, cualquiera de los dos, sin tocarle el párpado, sin rozarle el arco superciliar, ni el músculo orbicular. Hundirle el ojo limpiamente.
Saravia observó que el caño del fusil de ella bajaba un poco la punta; no por indecisión, tal vez por cansancio. La sangre que manaba de su frente le corría por los costados de la nariz, igual que el sudor a ella. Los únicos que no parecían estar afectados por la situación eran Lépez y la mosca.
—Voy a contar hasta tres —dijo Cristina—. Si no la ha bajado hasta entonces, le dispararé…
“No sonaba muy cowboy”, pensó Saravia. Quizás a él le diera miedo.
—Uno —dijo ella.
Lépez sonrió como sonríen los hámsters después de comer.
—Voy a proponerle algo —dijo, suavemente—. Si usted dice “tres”, yo le perforo un ojo a él. Ya sabe lo rápido que soy. Puede elegir el ojo, si quiere, antes de llegar a dos. O elíjalo usted, Saravia. El que menos le sirva…
—Yo soy la que va a disparar.
—¿Ah, sí? ¿Izquierdo o derecho?
El fusil le temblaba en las manos. Apoyó el talón de la culata contra el hombro izquierdo, como lo haría un miembro de pelotón de fusilamiento. Saravia pensó que el problema era que Cristina no daba miedo, porque ella tenía miedo. Saravia pensó que Lépez sí daba miedo. “Izquierdo”, pensó. Le parecía que las partes izquierdas de su cuerpo servían menos. El cuerpo de él temblaba como una gelatina. ¿Iba a acertarle igual, con tanto movimiento?
—Dos —dijo ella. Afirmó el dedo en el gatillo.
—Derecho —dijo Lépez—. Lamento si le gustaba más. De todas maneras, lo que perderá es la bifocalidad, ¿entiende lo que le digo? Además, un tiro de 38 desde esta distancia, produce un agujero de entrada del diámetro de un ojo, y uno de salida que le comerá la occipitalidad de su cráneo, afectando otros órganos vitales… ¿No es así, doctora?
—Sí —dijo ella.
—¿Qué venía después de dos? —Lépez apretó sus dientes.
—Dos y medio —dijo ella.
—Ah —hizo el doctor. Giró la cabeza y la vio desnuda.
—¡Nooo! —gritó Saravia, y se levantó. Lépez alzó la mano y le bajó la culata sobre la frente, a medio centímetro de la cortadura anterior. El segundo corte se extendió hasta el vello de la ceja izquierda. Saravia cayó viendo un alero de sangre explotar desde su ojo. Ella seguía apuntando, pero sin disparar. Lépez parecía más seguro.
—¿Y? ¿El tres? ¿Cuándo llega?
La mosca se acercó a la herida de Saravia, que ahora lloraba, movía sus manos aleteantes, se detenía a mirar la camisa manchada por una gota, dos. La mosca se posó al costado de su cabeza, sobre la pared. Llevaba puesto el casco rojo para no escuchar la detonación. El pecho de Saravia subía y bajaba. La tercera gota cayó; entonces ella dijo “tres”.
“¡Blam!”, sonó el disparo.
La punta del fusil parecía fría, igual que cuando estaba colgado. Pero subía y bajaba más que antes, con más temblequeo. A la punta de la 38 le salía un hilo de humo. Lépez sonrió. Saravia vio la sonrisa con la misma bifocalidad de siempre. ¿Había errado el tiro?
—Distraía —dijo Lépez, con voz médica—. Ese zumbido… ¿no? No permitía apreciar la tensión en todo su alcance. ¿Entienden lo que les digo?
Saravia miró a su costado. A diez centímetros de su oreja, el cráter donde antes había revoque con una mosca arriba le dejó la boca amartillada en O. Lépez volvió a amartillar su 38, en clic. La boca de Saravia, después de ese breve recreo, regresó a su imitación de castañuela.
—No nos permitía regodearnos tranquilamente con la visión de este perfecto cuerpo de mujer —Lépez volvió la cara hacia la punta del caño del fusil. Ella apretaba las mandíbulas de rabia—. Qué erotismo, ¿no? Una belleza así, desnuda, con un fusil entre las manos… Caramba. ¡Qué hermosas pechuguitas, Cristina!, ¿nunca se lo había dicho? Tanto tiempo al lado suyo, sin decírselo… ¿Vio ese cuerpo, Saravia? Mírelo bien… ¡Mireló, le estoy diciendo! Vea algo puro antes de irse de este mundo…
“¿Me va a matar?”, pensó; “¿nos va a matar? ¿Lépez es capaz de eso?”
—No hable pavadas —dijo ella, sin dejar de apuntar—. ¿A qué vino? Diga a qué vino y lo dejamos ir sin denunciarlo a la policía…
—A cobrarles la visita —dijo él—. Baje el arma, Cristina.
Ella no la bajó.
—Lección número uno: ¿está cargado ese Garand Beretta del 64? Había cuatro balas. ¿Se acordó de cargarlo, Cristina?
Ella pateó en el piso la bata caída hasta que salieron tres balas largas.
—La cuarta está acá adentro —dijo.
—¿Y por qué no la disparó? Ya ve, yo disparé, hice lo que tenía que hacer.
—Porque usted no le hizo nada a Saravia.
—Sabe, m’hija, para esto hay que ejercitarse, no es como en la medicina casera… ¿Entiende lo que le digo? Yo puedo tirarle a él, acertarle en un grano, y después meterle un tiro a usted sin girar siquiera la cabeza, sin apuntar, en ese lunar que tiene tan lindo ahí debajo…
—¿Adónde? —preguntó ella, mirándose.
Cuando volvió la vista tenía el revólver a quince centímetros de su cara.
—Fin de la lección uno —continuó Lépez—: hay que ver rápido los detalles. Lección dos: si va a portar un arma, mejor que sepa cómo funciona. Lección tres: si va a usar un arma, es mejor que esté decidida a usarla; ¿entiende lo que le digo?
Ella hundió el agujero del fusil en el cachete del hámster. Parecía más decidida que antes, observó Saravia, entre dos puntadas en la frente. La boca de la 38 se hundía debajo de la papada de ella.
—¿Disparo yo primero? —preguntó el doctor.
—Primero las damas —dijo Saravia, desde su lugar.
Lépez torció el rabillo sonriente de su ojo y agregó: “Los de afuera son de palo”.
—¡Qué quiere de nosotros, qué quiere! —gritó Saravia, en un ataque de nervios. Se iba a parar, pero temía provocar una explosión en aquellas armas.
—Cobrarme las lecciones.
—¡Si le vamos a pagar! —continuó Saravia—. Tenemos plata. Llevesé todo y…
—No —dijo ella—. Yo sé lo que quiere. —A Lépez—: Aquí me tiene: tómeme. Pero déjelo a él, que es un buen tipo.
—¡No! —gritó Saravia. Las piernas le decían “levantate, salame, pegale una patada a ese doctor”. Lépez desarrimó su arma y su cachete hundido.
—¿Cómo se defienden, eh? —dijo, reflexivo—. Cómo se quiere el casalito…
Bajó el arma, se friccionó el brazo y volvió a extenderlo hacia Saravia.
—Ya ve, volvió a cambiar el turno —dijo—. Ustedes cansaron a Lépez. ¿Se acuerda que soy campeón del Tiro Federal Argentino, no, Saravia? ¿Se acuerda o no se acuerda?
Saravia negó con la cabeza.
—¿Se olvidó de los diplomas en mi consultorio? Sabe qué pasa, viejo… Usted es un mediocre de mierda que cree que todo el mundo es igual, y no. Algunos de nosotros somos famosos, expertos, profesionales, artistas… Y ustedes, Cristinas o Saravias, son apenas satélites. Hay quien dispara el tiro y quien aplaude cuando la bala ha dado en el blanco. ¿Entiende o no entiende lo que le digo?
Saravia hizo un lento “sí”. Cristina ladeó un poco el arma, le pesaba.
—¿Cuál es el blanco ahora? No es su cabeza, Saravia, a la que le acertaría con los ojos cerrados. Un blanco para Lépez es el centro de su corbata roja, esa manchita verde que le salió. Un blanco para Lépez es el pezón que estoy viendo desde acá, sin apartar los ojos de la mira que le apunta, Saravia… Los Lépez somos vistas privilegiadas… Somos los elegidos…
Hablaba con devoción, como si estuviera declamando un discurso patriótico.
—Ustedes… ustedes prestan oídos a lo que nosotros hacemos. Prestan los cuerpos dóciles a las más sofisticadas perversiones que estos artistas de la salud somos capaces de maniobrar en su piel y en su cabeza. Y no se trata simplemente de médicos, como le explicaba antes. ¿A usted le gusta la música? Chopin hizo sus Conciertos Goldemberg y ustedes prestaron sus orejas…
—Fue Bach. Son Variaciones. “Goldberg.”
—Ah, me está oyendo bien… ¿Cómo no saberlo? “Tin tin, tiribín, titín tirin tin tin” —tarareó—. ¿Ve que la sé? Sé que son treinta, más dos arias, una de comienzo y una de culminación. Bach las compuso para que Goldberg, su amigo pianista, hiciera dormir al rey. La música sólo era efectiva si el oyente se quedaba dormido. Pero a mí, que soy un creador y un destructor, me sirven para despertar. Me inspiran. Cuando escucho las Variaciones Goldberg, ese pianito se convierte en mis entrañas, y entonces sí, Saravia, las siento. Porque soy yo. Lépez es Bach. Y puedo apuntarle a la cabeza y seguir siéndolo…
—Goldberg era un joven organista postrado, en la Corte de…
—¿Qué importancia tiene? Usted escucha la música que le sirven en los casets, tal como se la dan. Nosotros los artistas nos comemos esa música, no nos limitamos a oírla. Y sólo si nos habla de algo que nos pasó, o nos recuerda alguna cosa que nos sirva para seguir creando: la despedazamos, la masticamos, la devoramos y la incorporamos para regalarle más obra al mundo. Para hacer más blancos, más estrais. Para que otros como usted, que aceptan la realidad como viene, que leen libros pero nunca van a ser capaces de escribir su propio libro, se sientan emocionados. Para que la gente de mierda que son ustedes, que tienen como únicos rituales la Navidad y los cumpleaños, aplaudan mi copa ganada en el torneo de bowling, mi medicina eficaz, mi diploma de tiro. Es la oportunidad que Lépez les da para asistir a una fiesta y alabar a un triunfador, como se aplaude un concierto bonito…
—Yo también soy un triunfador… —dijo Saravia, sin mucha convicción.
—Ah, claro. No lo había visto bien. “Este tipo tan bien vestido… no queda otra que sea un triunfador.” Ese saco barato, la camisa mal planchada de Chemea y esa corbata ridícula… ¡roja a lunares blancos! ¡Vean cómo se viste un triunfador! Roja a lunares blancos, Saravia…
—¿Y qué?
—Más mersa no puede ser, Saravia. Más inadecuada, más mal elegida… Ésa es la ropa de un fracasado.
—No…
—Sí. Si no le cree a Lépez, preguntelé a su novia, a ver qué opina.
Ella había dejado caer la punta del fusil y lo subió hasta la cabeza de Lépez. Los brazos le temblaban de dolor. Saravia la miró. Sin desviar la vista de la mira, ella dijo:
—La corbata… —parecía que el temblor de los brazos se le había contagiado a la voz— es un poco… No es discreta.
—No, no —se burló Lépez—. Decíselo como me lo decías a mí: “¿Vio la corbata horrible de Saravia? ¡El cree que es elegante!”. Digalé…
—No… —dijo ella, mordiéndose el labio.
—¿Por qué no me dijo que era fea…? —el tono de Saravia era triste y demandante a la vez.
Lépez participó en el diálogo de ellos.
—Si se lo decía y lo ofendía… ¿cómo lo iba a conquistar después? Es evidente que ese trapo colgante es todo un fetiche para usted.
—¿Por qué no me dijo que no le gustaba cómo iba vestido…?
—¡Tarde para reproches! —gritó Lépez, ante el silencio doloroso de Cristina—. ¡Tarde!
—¡Cállese! —gritó al fin ella. Apoyó el final del caño en la sien del doctor. A Saravia le pareció que se le había acercado demasiado.
—¿Puso el cerrojo, Cristina? —dijo Lépez—. Mire que para disparar hay que cerrarlo…
—La está tratando de distraer —gritó Saravia.
—¡Cómo la cuida, Saravia! Yo les hago estas aclaraciones para que aprendan, ¿entienden lo que les digo? ¿Le quitó el seguro? Mire que con el seguro puesto no dispara…
—¡No le preste atención, Cristina!
—Si no me presta atención, no aprende… Hay un egosistema y en el medio está Lépez, que les dice “este remedio es conveniente”, “esa chuza lleva mucho efecto”, “esa corbata no combina con el saco, ni con nada; recuérdelo bien: NADA dentro de nuestro sistema solar”. Ustedes cumplen. Ustedes hacen lo que les dice Lépez. Ustedes rotan alrededor de mí, siempre girando… Fijesé bien, Cristina, porque si no sacó el seguro, el tiro no le va a salir.
—¿Cómo se saca? —dijo ella.
“Error”, pensó Saravia.
Lépez sonrió. Giró su cabeza lentamente y le señaló el cerrojo abierto. Dio vuelta el revólver en su mano, que quedó de culata, y levantó el brazo sobre la cabeza de Saravia. Ella gritó “¡no!”, con los dientes apretados, y hundió el dedo en el gatillo del fusil. El gatillo no llegó al fondo. No hizo ni ruido. De un manotazo lateral, Lépez le arrancó el arma de las manos. La soltó en el aire, en un giro certero de su mano izquierda, y la atrapó por el talón. Con un movimiento fácil dejó listo el cerrojo; con otro, quitó el seguro. La mano derecha descargó un martillazo de 38. El mentón de Saravia se clavó en su pecho. La sangre le pegoteó el poco pelo sobre la frente. El dolor fue una inyección para caballos en el medio del cerebro. Lépez volvió a girar la 38, al estilo del Lejano Oeste. Con la boca del fusil apuntó, alternadamente, hacia los pechos tímidos de Cristina, a uno y a otro. Hundió el agujerito en los pezones. “Así que gatillaste…” Los ojos de Lépez le explotaban en las órbitas. “Así que estabas decidida a disparar… Mirá vos.”
Ella intentaba cubrirse con las manos. Saravia trató de ponerse de pie. Lépez le aplicó dos golpes rápidos de cañón; sobre la frente, cada uno de los golpes le hizo sangrar un chichón. “Para vos también hay, hijo de puta, para tu cabeza de novio hay un tiro, vos no te enamorás más, Saravia, ¿entendés lo que te digo?” Tac tac, hicieron los golpes; ay ay hicieron ella y él. Lépez era un brazo extendido con el caño apoyado entre los senos de Cristina; “sienta el frío, así, muy bien; te quiero ver reaccionando; ¿sabés qué hace un tiro de fusil a quemarropa?”. Lépez era otro brazo hurgando con la 38 en la frente jugosa de Saravia; “¿sabe, Saravia, sabe lo que le hace? ¡Contestemé, carajo!”.
Saravia respondió: “No sé”.
—Ah, no sabe… ¿Y vos, Cristina, sabés?
—Sí —dijo ella.
—Explicale a él, dale. Anticipáselo.
—Abre un boquete en la espalda, del tamaño de toda la espalda.
—Es maravilloso que sepa eso y no que al seguro hay que sacarlo para gatillar. ¿A quién le pensaba disparar con el seguro puesto? Cuando giré la cabeza la primera vez no le miré el lunar, sino el fusil. Hay que ser rápido con los detalles. Todo, en este mundo, es rápido. Decíselo a Saravia, que no sabe. Decile que va a ser rápido, que no te va a doler nada; que irte te va a gustar porque después lo vas a recibir a él en un Sueño de amor a lo Liszt, a él que tantas veces habrá oído el Romeo y Julieta de Tchaicovsky, que tal vez haya disfrutado leyendo el libro. De Shakespeare, claro, ese Lépez de la literatura.
—Usted nunca mató a nadie… —dijo Cristina. Lloraba.
A Saravia le lloraban dos largos hilos de sangre desde el medio de los chichones. Sobre el pelo tenía una laguna roja.
—Siempre hay una primera vez —dijo Lépez—. ¿Quién era Schubert antes de la Inconclusa? Un proyecto. ¿Quién era Verdi antes de Nabucodonosor?
—Pero usted no es… no es… un asesino… —continuó ella—. Usted es un buen médico, no un asesino…
—¿Un buen médico, querida? ¿Qué es esto? Si te aplicaba emplastos de veneno, compresas de sanguijuelas para hacerte doler… porque a vos te gustaba, ¿te acordás? ¿Te acordás cómo te gustaba el dolor?
Saravia se removió en el diván.
—¡Quieto, la puta que te parió! —que ellos se movieran, lo sacaba de quicio. Volvió a Cristina—: ¿No te acordás que pedías más y más? “Pégueme”, ¿no te acordás? ¡Qué memoria más frágil la de los enamorados! ¿Saravia qué te hace? ¿Te muerde? ¿Te da latigazos? ¿Te vuelca a cachetadas hasta desmayarte sobre la cama? ¡Qué le dije, Saravia, carajo! —El culatazo lo volvió a sentar—. El próximo, le juro que es el tiro… ¿Entiende lo que le digo?
—Sí —dijo él.
—¿Se va a hacer el héroe, ahora?
—No —dijo él.
Las fuentes de sangre eran tres; la tercera le caía del pelo en vertiente.
—Así me gusta, que haga lo que dice el Doctor. —Levantó el fusil y lo ubicó en posición de descanso—. ¿Por qué no nos prepara unos tecitos de ésos tan buenos que hace, Cristina? El mínimo movimiento en falso y le abro la cabeza a este imbécil como si fuera un durazno prisco. ¿Las medialunas musicales, para quién eran?
—Acá arriba no hay hierbas —dijo ella—. Tengo que bajar…
Lépez se sacó el reloj de la muñeca.
—Yo miro la hora en ése —dijo, señalando el de la pared—; ¿están sincronizados? —Le tiró su reloj. Cristina lo atajó en el aire—. Pongaló en hora.
Cristina lo hizo. Lloraba a medida que ajustaba las agujas.
—Tiene diez minutos. Cuando sean y cuarto, si usted no vino le arranco, de un tiro, el meñique de la mano derecha.
Saravia corrió la mano a su espalda.
—Cada minuto que pase, súmele un dedo. El minuto once, imagineseló. Es como un dedo, pero sin uña. Como uno de los suyos…
Saravia se tapó la entrepierna.
—Haga rápido, Cristina —le dijo.
—Ya ve. Eso no lo dije yo —aseguró Lépez.
Aferró la mano derecha de Saravia y se la subió, abierta, contra la pared. Después hizo lo mismo con la izquierda. En todo el movimiento no había soltado ninguna de las dos armas. Cristina levantó una bandeja y salió corriendo. “Clap clap”, hicieron las puertas vaivén; “tac”, la puerta trampa.
—Si baja las manos, es hombre muerto. ¡Abra más los dedos!
Saravia lo hizo. Subió los brazos hasta donde pudo. No sabía si iba a lograr mantenerlos diez minutos en alto. El sudor se confundía con la sangre del rostro; que le entraba por los orificios. Tenía la camisa empapada.
—¿Quiere que le afloje el nudo de su corbata tan bonita? —se burló Lépez.
Saravia temblaba de odio y miedo. La adrenalina le tapaba el olor a desodorante, la sangre le tapaba el olor a todo lo demás. Era la carnada de un anzuelo mudo, porque el mar comenzaba a hacerse oír otra vez, desde lejos, mezclándose con las palabras que… ¿dijo o no dijo Lépez?; con el sudor, con el castañeteo de los dientes. Tres minutos.
—No quiero —dijo—. Está por venir la policía —dijo.
—¡Qué novedad! Siempre está por venir la policía. ¿Se cree que no tengo razones para estar acá, Saravia? ¿Se cree que soy tan idiota? ¿No supone que ya inventé una coartada?
Le asestó un golpe con el caño del fusil en la mejilla. No había sido un gran golpe, pero Saravia sintió que algo se rompía. Escupió un pedazo de muela. Se tocó el lugar de la rotura con la lengua. Eran tres piezas. Una de arriba y dos de abajo. Las esquirlas habían quedado afiladas como vidrios partidos. Escupió los otros pedazos. Seis minutos. “¡Más arriba esas manos!”, exigió Lépez. Acercó su nariz a los dedos pegados a la pared. Aspiró. “Masa de pizza”, dijo.
En rojo, lo vio asegurar su rodilla sobre el apoyabrazos del diván y aferrar la 38 con ambas manos. Había ubicado el fusil entre las piernas, y lo sujetaba con el pie izquierdo. Si Saravia se movía y repentinamente le pateaba el caño, tal vez él perdiera el equilibrio, y Saravia podía tomar aquel fusil y dispararle. O amenazarlo. ¿Pero cómo iba a hacer todo eso? Era inútil. No tenía pasta de héroe. El mar estaba carmesí. Era, sencillamente, el fracasado que Lépez había descrito, sólo que, además, estaba enfermo. Casi no oía lo que el doctor le decía; lo vio gesticular una palabra en falso, con el mar instalado allí, otra vez en su cabeza, embravecido y rojo. Ahora rojos sus ojos y rojo Lépez agachado al final de la cancha, con una bola pendiente para cobrar el estrai y Saravia, pobrecito, palito. El uno, el cinco, el diez; cualquiera. No importaba. Igual se iba a caer. Y si ella tardaba más del tiempo permitido, el estrai rojo iba a incluir a su indefenso Saravita, y Silvia se saldría con la suya de ser la última en probarlo, y se lo diría a sus amigas y a todos; por eso era mejor que Saravia no saliera vivo de ésta, porque… ¿después? Después jamás Cristina, y lo que podía haber sido una obertura sería un réquiem. Del susto se había vuelto sordo, rojo y sucio. Nueve minutos, y estaba por tener nueve dedos. Lépez sonrió. Para él todo era alegría, pelado como era. Lo único que pretendía era marcar en el bowling, y cobrar con marca.
Cristina apareció en el último suspiro de los diez. Lépez le había apoyado el orificio de salida del arma sobre la base del meñique, pero lo tuvo que sacar para regresar a la posición anterior. Ella traía la bandeja con las hierbas adentro de frascos, y por suerte se había puesto una pollera y un pulóver. Ahora Saravia se sentía aliviado. Hubiera dado hasta el anular de la mano derecha para que se le ocurriera vestirse.
—¿Cómo quiere el té? —preguntó ella. Ya no lloraba.
Lépez le pellizcó el culo enfundado cuando ella se agachó para buscar las tazas. Cristina y Saravia lo miraron con furia.
—Ah, el amor, el amor… —dijo el doctor—. Para mí de Vira Vira, Cristi. ¿Trajo Vira Vira?
—Sí.
—Entonces, para ustedes también. Si no tiene contraindicaciones con la dieta de la doctora, por supuesto… Ah, y meta estas facturas en el horno.
—No sé —dijo ella.
—Tarada mía… Agarra la bandeja de chapa y la mete ahí, lejos del fuego, para que se hagan tiernas… ¿A ver? —pellizcó una medialuna y lo miró a Saravia—: ¿Esto no es masa de pizza?
—No —dijo Saravia.
—Tiene el mismo gusto.
—Esta es dulce, y lleva un huevo. Y ralladura de limón.
—Me parecía. Pero lleva levadura, como la masa de pizza… —Sí.
—Por eso digo, sirve para masa de pizza.
—A lo mejor.
—¿Y con masa de pizza hizo facturas?
Saravia levantó los hombros.
—¿Y quedan bien?
Saravia hizo “no sé” con la boca.
—Usted tiene cada invento más pelotudo, Saravia…
Cristina acomodó las medialunas con forma de notas sobre la placa. Al dirigirse hacia el horno, pasó por delante de la línea de tiro, miró a Saravia y le guiñó un ojo. Saravia tiritó de pánico. ¿Qué inconsciencia se le habría ocurrido a Cristina? El perfume de pétalos de rosa lo mareó como una droga. Lépez siguió el recorrido del cuerpo de ella con la nariz, en una aspiración sostenida. Sacó una silla de la mesa y se sentó. Descargó el fusil con una sola mano y lo desarmó en dos movimientos. Dejó la culata de madera apoyada en el piso. Desvinculó el cerrojo y se lo colgó del cinturón. Pateó la bala suelta hasta los pies de Saravia, que como única respuesta apoyó la espalda en la pared.
—¿Cómodo, Saravia? —dijo el doctor—. Mejor, porque tenemos que hablar. Tengo que contarle la historia de Cristina, advertirlo sobre ciertas… inclinaciones de ella. Debe ser algo que todavía no le dijo… Lo descubro por la cara que ustedes ponen. Traigo también unas cartas para mostrarle… Letra de ella; un diario.
—Basta —dijo Cristina, con los ojos vidriosos.
—Basta, nada. No es justo que Saravia no sepa de quién se está enamorando, qué hay debajo del perfume a pétalos de rosa… Les voy a leer este regalo para que lo disfruten. Hay también unas fotos de cuando era chica. Disculpen que no se las pueda dejar. Son cosas íntimas, y los involucrados son gente muy enferma… ¿Entiende lo que le digo, Saravia? Por eso, si se portan bien, después de leerlas en voz alta, me voy y aquí no ha pasado nada. Nadie denuncia a nadie. Si insisten, plan B. Lépez no tiene compasión. ¿Qué está escondiendo, Cristina? ¿A ver?
Ella dejó la bandeja con las tazas encima de la mesa. Tenía guardado algo adentro de su pulóver.
—Muestrelé al doctor, antes de que se lo exija de mal modo… ¿A ver qué tenemos?
—Si me promete que las lee después del té…
Lépez frunció el hocico de hámster.
—Pensé que quería que me fuera pronto…
—Prometamé.
—Prometido.
Ella sacó, de adentro de su ropa, la bailarina, que Saravia vio roja.
—¡Una muñeca! —dijo el doctor—. Déle cuerda, ¿a ver?
Saravia vio a la bailarina girar sobre la mesa. Las tazas humeaban por detrás. Vio al médico abrir y cerrar la boca, sin comprender lo que seguía diciendo. Una ola estalló sobre sus ojos, e hizo que Saravia parpadeara tres veces. En el primer parpadeo vio el giro completo de la bailarina. En el segundo vio el sonido llegar en las palabras “flagelo” y “tisana”; dos palabras sin conexión con nada, aisladas, sueltas en la boca de Lépez. Al tercer parpadeo estaba sordo del todo. Ya no más olas, más mares, más playas. Apenas Saravia rojo apretando su cara y ella roja pasándole una taza, otra al doctor. No la podía sostener en las manos. Por pesada; por caliente. Vio al doctor sonreír, dejar los papeles manuscritos sobre la mesa, cambiar su taza con la suya, la de Saravia, que ya no tenía fuerzas para nada. Ni siquiera para alojar un tiro. Este pensamiento lo alegró un poco, antes de ver que Cristina se desesperaba y Lépez comenzaba a gritarle algo y a sostenerla por los brazos. Lépez la sacudió. Dijo algo rojo en dirección a Saravia. Usaba el caño del revólver como su dedo indicador. Lo apoyó sobre el único círculo de piel de la frente de Saravia que no sangraba, por estar muy hinchado y por encima del resto. Gritaba algo que él no distinguió. El pensamiento bueno lo salvaba de estar nervioso como ella, que se movía frenéticamente, tratando de avisarle algo. ¿A él, a Saravia? “Estoy sordo”, quiso decir, y el rojo en la cabeza se iluminó, y ya no pudo hablar pero sí oír de nuevo, repentinamente. “¡Tómese el té, carajo!”, era lo que Lépez quería y por lo que la contenía a ella, cada vez más anguila, resbalosa y difícil. “¡Tiene cianuro, Saravia, no lo haga!” Y él, pobrecito Saravia, el índice de la mano izquierda enganchado en el asa blanca; “tomesé el té o disparo”, “¡cianuro, Saravia!”. Lépez aferrando el pulóver para contener el manotear de Cristina; Lépez brazo sobre el cuello, brazo en la cinturita; Lépez revólver dirigido a cualquier parte; Lépez derribándola en el piso para volver a ocupar con su 38 el círculo de piel blanca entre lo rojo, ahí, en la cúspide del pensamiento que salvaba a Saravia. “Beba.” Saravia subió la taza, se la acercó a los labios; no se acordó qué era el cianuro, cuál era el efecto de Un tiro, aunque se lo habían explicado hacía poco; la inclinó, no se preguntó qué le haría esa medicina a su alma. El pensamiento que lo aislaba de la realidad era el siguiente: no iba a dejar que Lépez le borrara el índice de la mano derecha, porque ahí pensaba llevar su anillo de casado. Porque no lo pensaba llevar como el resto de la gente en el anular de la izquierda. Lo de ellos tenía que ser especial, bien a la vista, para que cada vez que él señalara algo, la gente supiera que estaba unido en matrimonio con Cristina. Era el dedo más importante de su mano, y no se lo iba a dejar arrancar. “Mejor muerto”, pensó. Acercó la taza un milímetro más. El té ya llegaba a sus labios. La fuerza le flaqueó en el momento en que pensaba “aunque sea dejemé solamente ese dedo”; con ese dedo solo no podía sostener ninguna taza. El líquido se volcó sobre sus pantalones ahí, donde Saravita dormía ajeno a la función. Y se despertó. Y se le despertaron las piernas a Saravia, se le despertó la frente en un cabezazo sanguinolento a la bola de bowling. Las patadas dieron en los sobacos del doctor, de puntín. La 38 de Lépez se desvió contra la pared y clavó la punta en el revoque flojo: disparó. El aire quedó hecho una nube de polvo de la que Saravia se había liberado para bailar su danza del quemado, y que contaminó los ojos de Lépez, haciéndole apuntar a cualquier parte. Disparó un tiro al piso, que impactó a quince centímetros de la cabeza de Cristina; disparó otro al aire y rompió una ventana. “Ya van cuatro”, contó ella; se levantó con su té caliente, le buscó la cara empolvada y lo arrojó. El quinto tiro de Lépez pegó en el medio de la distancia entre su propio zapato y el pie desnudo de Cristina. El doctor se tomó la cara quemada con las manos; parpadeó buscando en su ceguera algo vivo sobre qué disparar. Cristina corrió a refugiarse detrás del desayunador; se tropezó con el escalón con el que nunca se tropezaba y cayó en cuatro patas. Cruzó los dedos por Saravia. Gritó “basta, Lépez”, cuando el último tiro sonó en la habitación. Cristina sacó la cuchilla de la pileta —estaba mojada e impregnada en manteca— y levantó la cabeza por encima de la barra.
Saravia se debatía en el piso, a los gritos, con las manos sobre su costado. Lépez le apuntó a la cabeza y gatillo el tiro de gracia. La 38 no hizo ruido. ¿Qué experto tirador era que no contaba las detonaciones? “Bang, bang, bang, bang, bang, bang”, eran seis. Cristina apretó el mango de la cuchilla para darse seguridad. Lépez extrajo de su bolsillo una caja con balas. Saravia se recogió, retorciéndose contra el hogar. Al tratar de incorporarse, volteó varios libros del estante. Cristina se acercó decidida. Soltó una cuchillada sobre las manos de Lépez, que dejaron caer la caja al piso. Las balas se desparramaron. Un tajo enorme le había abierto la palma. “Puta de mierda”, dijo Lépez. Cristina comenzó a temblar. Las manos se le aflojaron a la vista del chorro de sangre que brotaba sin parar del puño apretado de Lépez. Él sacó un pañuelo del bolsillo para improvisar un torniquete. Los papeles y las fotos se cayeron al piso. Se agachó a recogerlos con la mano herida. Los dedos de Lépez quedaron estampados entre la caligrafía prolija de Cristina. Lépez juntó tres balas rojas, se acomodó a un costado, abrió el tambor de la 38. Cristina lloraba, sin animarse a asestar otro golpe. Se sentó sobre el diván, gritando mocos; soltó la cuchilla. “Clin clan”, sintió Saravia. Las hojas escritas estaban ahí, boca abajo, manchadas y dobladas. “Policía”, pensó, quiso Saravia. Lépez estaba arrodillado y miraba hacia la puerta de entrada. Sus dedos empujaron dos balas en los canales; la tercera cayó. “¡Policía!”, oyó Saravia.
—¡Todos con las manos en alto!
Estaban ahí, habían forzado la puerta trabada con las maderas, eran tres. Llevaban uniformes, cada uno apuntaba a una persona distinta. Saravia tenía la camisa embebida en sangre.
—Suelte el arma.
Lépez dudó. Su posición era la de un tirador; rodilla en tierra, espalda recta. Le faltaba apuntar. Cerró el tambor. Paseaba la mirada de un policía a otro, estudiándolos. Su tambor tenía dos balas, no tres. Seguramente, si hubiera tenido tres, habría jugado —“tac tac tac”— a explotar las tres cabezas como globos.
—Eso. Dejelá en el piso. Tranquilo…
Lépez, desarmado, se había puesto de pie. Le dio una vuelta al torniquete y se acomodó la ropa. Intentó una sonrisa en su cara quemada.
—Suerte que vinieron… —improvisó.
Cristina lloraba sin parar sobre sus manos abiertas. Saravia estaba mareado, despatarrado, afiebrado e inmóvil. Lépez era el único que, aunque herido, mostraba el aplomo suficiente para encarar la situación. Era “el Doctor”.
—Estos degenerados… —dijo.
—Sí, sí —dijo el oficial. Lo tomó de las muñecas y lo esposó—. Tiene derecho a guardar silencio y a pedir un abogado. ¿Usted es la señorita Cristina?
—Ssssí —tartamudeó ella.
Lépez también tartamudeó. Era evidente que no quería guardar silencio, ni pedir un abogado. Simplemente quería vengarse. Nada más. Con el pie, pisaba las cartas. Qué importaban ellos, gente común; aunque ella abrazara a Saravia, le abriera la camisa blanca y roja. Qué importaba si de hecho no existían; si eran de esa gente que pasa por la vida sin hacerse visible, sin recibirse de nada, sin ganar trofeos, sin dar cátedra. Él, Lépez, era un Doctor en Medicina. Cirujano, Otorrinolaringólogo y especialista en Patologías Dermatológicas. Se había pasado toda la vida estudiando. Había hecho un Master en Oxford, lo invitaban de universidades de todo el mundo para examinar y confrontar sus teorías científicas. “Era alguien.” Ellos no. ¿Qué tenían de atractivo y valioso el uno para el otro, para que ella lo acariciara y le dijera “es sólo un rasguño, amor, te voy a curar”? ¿Qué importancia tenía que se dijeran eso? Los dos policías más grandes lo condujeron hacia afuera. El piso estaba lleno de papeles y balas.
—¿Llamo a una ambulancia? —dijo el más buen mozo de los tres policías. Saravia observó que tenía la cara parecida a alguien.
—¿Tarnower? —preguntó.
—¿Qué dice?
—Usted es Tarnower… el doctor Tarnower.
El policía sonrió. “Es la misma sonrisa que gustaba a las madres”, pensó Saravia.
—Me confunde… ¿Si fuera médico, cree que estaría así vestido?
La voz era la misma.
—No me va a engañar… —protestó Saravia, retorciendo su cuerpo en el dolor—. Usted es Tarnower, el novio de la cubana.
—No tengo novia, señor, ni me llamo Tarnower.
—Sí es —porfió él.
—Le digo que no —contestó de mal modo el policía.
Cristina intentó explicarle:
—Él lo confunde porque tiene un gran parecido con otra persona. Es algo increíble. ¿Usted tiene un hermano gemelo que es médico?
—No, señorita. ¿Pido o no pido la ambulancia?
—Deje —dijo ella—. Soy enfermera.
Se miraron. Ella le dio un beso en la mejilla a Saravia.
—Es apenas un raspón —le explicó al oficial.
La puerta había quedado abierta, y desde allí se podía ver el patrullero. Los otros dos policías metieron a Lépez en el auto.
—Está asustado, eso es todo. Cuando uno está asustado, sangra más. Y cuando uno pierde sangre, puede tener confusiones acerca de las personas…
—Mire que no me cuesta nada llamar a una ambulancia, ¿eh?
—¿Cómo, cómo…? —dijo Saravia, desde el piso. Se había aflojado sobre el parquet.
—¿Qué? —preguntó ella, acercando la cara hasta la boca de Saravia.
—¿Cómo hizo para avisarles, Cristina…?
—¿A la policía?
—Sí.
Ella reflexionó.
—No los llamé —dijo.
Saravia oía las voces y el ulular del patrullero a lo lejos, tiznado por el sonido del mar. Había parado de llover.
—Llamó un señor que dijo ser sordo. Dejó cinco mensajes en dos minutos… —el oficial puso cara de pedir disculpas—. Tardamos porque se nos complicó…
—¿Mucho trabajo? —preguntó ella. Con el pie desnudo juntaba los papeles. Saravia la miró hacer.
—Uf —dijo el oficial—. Todos niños.
—¿Niños? —preguntó ella, agachándose.
Mientras juntaba las cartas y las fotos, su mirada se cruzó con la de Saravia. Él no las quería ver. Él la quería como era desde que la había conocido, él quería oír sólo sus palabras buenas, decirle cosas lindas, nomás. No quería que nada feo proviniera de Cristina. Señaló la boca del hogar con un gesto.
—Los chicos están terribles. Ayer tuvimos un caso tan desagradable… Si les cuento no me van a creer…
Cristina se arrimó mansamente hasta el hogar. Los troncos crepitaban.
—Mejor no les cuento, se van a amargar… ¿Seguro que no quieren que les mande una ambulancia?
Saravia dijo, casi riendo de dolor:
—Mejor mande un obstetra. Si tarda lo de ustedes, tal vez lo precisemos para cuando ella vaya a parir el primogénito de nuestra familia…
Ella lo miró riéndose. El oficial sonrió exhibiendo los mismos dientes de Tarnower. “Es”, supo Saravia. Ella arrojó los papeles al fuego. Las fotos se arrugaban como si un puño invisible las apretara, hasta reducirlas a cenizas. La tinta de las hojas pintó el fuego de una tonalidad venenosa.
—No me van a creer —dijo el oficial—. Antes de ayer, dos nenes de salita celeste, es decir de cinco años, ataron de pies y manos a uno de salita rosa, es decir de tres años. A las vías.
—¿Y? —se alarmó Cristina.
—Nada. Las autoridades del ferrocarril lo vieron a tiempo y el tren no salió. Y ayer, por la tarde… mejor no les cuento…
Ellos no pidieron que él contara. Se querían quedar solos. No iban a hablar de nada, no iban a preguntarse nada; iban a ser una pareja… Eso era todo. Y en esa pareja, el oficial sobraba, como había sobrado Lépez.
—Es ho-rri-ble. En Moreno, aquí nomás, los alumnos prendieron fuego a su escuela, con la maestra adentro. Le habían pegado con una azada.
—¿Y la maestra? —preguntó Cristina.
—Politraumatismos con quemaduras de no sé cuántos grados… Está en coma. ¡Y hoy, la que tuvimos hoy! Mejor que no la sepan, si son impresionables… Aunque en ésta, los perjudicados fueron los chicos; peor: dos bebés. ¿Son impresionables?
—Mucho —dijo Saravia, que había vuelto a sentarse.
—Ah —hizo el muchacho. En el silencio sólo se oyó el crujido de los leños y el patrullero que arrancaba—. Me pregunto qué clase de rufián puede envenenar potes de papilla para bebés con un producto para matar ratas…
El nuevo oficial venía caminando con la gorra en la mano. Le dijo que saliera un momento. “Comprendido”, contestó él. Le preguntó si el “yacente” y la “denunciante” se encontraban en condiciones de declarar, a lo que el oficial respondió: “No llaman una ambulancia, porque ella es enfermera”. “¿Pero están en condiciones de declarar?” “Sin lugar a dudas”, dijo. Saravia no lo escuchó, porque estaba pensando “¿qué les habrá sucedido a los mellizos pelirrojos?”. Estuvo por preguntarle si los habían internado, si les habían alcanzado a hacer lavajes o, por el contrario… Se le anudó la garganta. El nuevo oficial era un gorila inmenso; sacó del bolsillo un bloc y una birome que parecían de juguete.
—Tengo que hacerle algunas preguntas —le dijo a Cristina. Anotó un número—. ¿Nombre?
—Cristina Fernández.
—¿Actividad?
—Telefonista.
—¿No era enfermera?
—De él solamente —respondió.
Se miraron entre ellos. Saravia sonrió, aunque le dolía todo.
—¿Conocían al detenido?
Ella levantó las cejas y asintió con la cabeza.
—Necesito que me responda con palabras, señorita, esto es un interrogatorio.
—Disculpe. Sí, yo lo conocía bien.
—¿De dónde lo conocía?
—Era la telefonista de su oficina. El señor que se llevaron detenido es el doctor Marcos Fernández Lépez.
—¿Abogado?
—No. Doctor en medicina.
El policía pareció distenderse.
—¿Ésa era la única relación que tenían entre ustedes?
Ella miró a Saravia, que se estaba estudiando la herida. Tocaba los bordes de la muesca que había producido la trayectoria de la bala en su costado izquierdo, debajo de las costillas.
—Responda, por favor. No tengo todo el día.
“Conteste”, dijeron por la radio. “Oficial Carámbula, conteste, por favor.” Carámbula desprendió la radio de su cinturón y dijo “adelante”. Oprimió una tecla. “¿Me oye, Carámbula?” “Afirmativo, cambio.” “Otro uno-dos infantil en la estación de Padua.” “Intime detalles, cambio.” “Tres niños desollaron vivo a un cuarto, y se fabricaron máscaras con la piel.” La expresión de Saravia se desfiguró. Esos niños estaban, definitivamente, peor que él. “¿Todos menores?, cambio”, indagó Carámbula por radio. “Si digo niños, más bien que son menores; dónde vio niños mayores, Carámbula; no pregunte boludeces…”, le contestaron. “Afirmativo”, alcanzó a decir Carámbula, colorado. Colgó su radio del cinturón y volvió al interrogatorio.
—No me dijo si tenía alguna otra relación con el doctor… ¿Lépez?
—Sí, Lépez.
Carámbula estaba preparado para anotar.
—Es mi padre —dijo ella, bajando la vista.
“Oficial Carámbula, responda”, dijo la radio. Carámbula le dio la mano a Cristina.
—La niñez está hecha pedazos… ¡Hola, hola! Escucho; cambio… —atendió, para después agregar, mirando hacia afuera—: Parece que va a limpiar… ¿No hay olor a quemado?
—¡Las medialunas! —gritó Cristina.
Fue corriendo hasta el horno, se puso un guante de tela con la forma de la cabeza del Pato Lucas y sacó la bandeja. Ahora sí que eran notas en un pentagrama imaginario. Negras y delgadas. Las tiró a la basura y abrió la ventana del dispositivo. Carámbula caminaba hablándole al aire por su micrófono. Se subió a otro patrullero donde Tarnower lo estaba esperando. Saludaron con las manos levantadas. Cristina cerró la puerta del frente.
Saravia había vuelto a acostarse en el piso. Vio irse al policía en su uniforme rojo, y roja no era solamente la luz, sino todo el patrullero. Pero la luz era especialmente roja. Roja que daba vueltas, roja tifón; roja dolor de Saravia. Golpe en el piso, cabeza “corto y fuera”; “estoy ciego, estoy rojo, estoy sordo y no puedo hablar. No puedo pararme, porque no tengo equilibrio. No quiero pararme en un mundo donde las noticias son así de espantosas. ¿Se habrá afectado mi cóclea, mis nervios auditivos, mis otolitos? Me desmayo, Cristina, entre sus brazos de ramitas frágiles”.
—Yo conozco un niño mayor, pero uno bueno —dijo ella, aunque él no pudo oírla, ni sentir su abrazo maternal.