21
Saravia pedaleaba y pensaba si no había sido un error dejar sola a Cristina. La bicicleta era pesada, la cadena estaba oxidada, los frenos fallaban, el asiento tenía el cuero vencido y las grietas hacían que se doblara en dos como una cartulina. Llegar a Carrefour le costó más de lo previsto. Las calles de tierra habían resultado desparejas y con baches. Seguramente por allí pasaban los camiones de las distintas proveedurías. Las ruedas se habrían hundido en el barro, dejando esos pozos profundos. La tierra que quedaba a la vista formaba tres senderos delgados, con banquinas de surcos llenos de agua.
Saravia llegó haciendo equilibrio entre dos surcos. Dejó la bicicleta en el estacionamiento. La cerrajería quedaba a un costado de la entrada. Saravia le dio la dirección y el nombre de Cristina a un chico que no estaba dispuesto a hablarle; anotó en el papel “URGENTE”. El chico señaló un cartel con displicencia. O era mudo, o adivinaba que Saravia era sordo. El cartel indicaba: “Urgencias 20% de recargo”.
—¿Tarda mucho si no es urgencia?
—Uf —sopló el chico, en un gesto de fastidio.
Saravia subrayó la palabra URGENTE. Le dejó el papel y entró al supermercado.
El lugar era descomunal. De un lado había chicas entregando bonos para rifas y varios papeles. A él solamente le preocupaba el de las ofertas. Había vino bastante barato, pero ningún cabernet malbec. Los borgoñas eran dos: Sáenz y Santa Ana; demasiado ordinarios. De las cosas de la lista encontró una lata de palmitos, aunque eran nacionales. ¿Para qué quería que fueran importados? A veces se conseguían chilenos, a buen precio. Pensó que debería comprarse algunos mariscos para él, y prepararlos con ajo y cebolla.
Sacó otro papel del bolsillo, uno que había guardado en su billetera. “Tarta Olga.” La haría adentro del horno de ladrillos, en el momento de hornear las facturas, o antes. También podía hacer pizza. De tomates y albahaca. Había que aprovechar que ella tenía hierbas frescas. En el departamento de Celeste, Silvia había tratado de sembrar en las macetas del balcón, sin resultado. Ese era un detalle extraño. En ocasiones él le compraba una rosa y si por algún motivo no iba a su casa a dársela, o iba a otro lado y dejaba la flor en el departamento, en un florero con agua, antes del otro día se deshojaba. En la casa de Silvia era aún peor. Las flores no duraban ni una hora. Habían probado con todos los métodos caseros: disolver una aspirina en el agua, cortar el tallo en diagonal, etcétera. En el fondo del tacho de basura de Cristina los triángulos de aloe vera exprimidos aparecían relucientes como recién cortados. En el consultorio pasaba lo mismo: la flor del escritorio de ella, que sobresalía entre los muñecos, duraba dos o tres días. A Cristina le gustaban los crisantemos. Silvia prefería rosas rojas. ¿Cómo sabía que le gustaban los crisantemos? Lo acababa de inventar, parado frente a las botellas de vino. Eligió tres de Carcassonne y una de champán. Aunque a Cristina podía gustarle la sidra. Eligió un champán dulce. “Como ella”, pensó. “Menos mal que no existe el champán diet”, pensó.
¿No había sido un error dejarla sola? Manejaba el chango nervioso por los pasillos, buscando la farmacia. Tenía anotado: “Hipoglós, gasa, cinta, algodón, cotonetes y genioles”. “genioles” lo había agregado él. Se controló para no gritarle demasiado a la anoréxica de guardapolvo azul. Dijo:
—Buenas tardes, señorita, quiero Hipoglós, gasa, cinta, algodón, cotonetes y genioles.
Ella dijo “¿está apurado, buen mozo?”, o “¡no me hable alto, gangoso!”, o “qué hombre más pulcro y sabroso…”; por la modulación de sus labios parecía que recitaba un verso escolar. Saravia inventó otros: “¡qué flor de nabo ñañoso!”, o “¡qué maricón tan goloso!”. En fin, veía la terminación en “oso”. Ella sonrió.
—Soy sordo —dijo él.
—¿Y habla? —preguntó, escuálida y asombrada.
Tenía el peinado armado de tal forma que parecía llevar cuatro orejas peludas y un cuerno. Se señaló la boca y después hizo aquel gesto chabacano que denotaba sus humildes orígenes sin educación.
—Hablo, sí… —se sorprendió Saravia.
El rostro de ella era un campo minado de interrogantes.
—Soy sordo, no mudo.
—Ah, yo creía… ¡qué pava!
Saravia se quedó esperando que le trajera las cosas. Ella fue y volvió para agregar, modulando bien claro con la boca, o tal vez elevando demasiado la voz (la gente daba vuelta la cabeza para mirar):
—Yo pen-sé que los sor-dos e-ran tam-bién mu-dos, porque ha-blar y no o-ír-se, la ver-dad…
Apoyó el Hipoglós sobre el mostrador. Trajo la cinta, un rollo de venda elástica que Saravia le devolvió, una bolsa grande de algodón Estrella —para elegir entre la bolsa grande o la pequeña había estado un rato—, los cotonetes, los genioles.
—Quiero una tirita, no una caja.
—No hay tiritas sueltas —ella insistió en hablar—. No hay —repitió. Saravia decidió que llevaría eso, estaba bien—. ¿En serio que no oye?
Saravia miró la lista.
—¿Gasa?
—No.
Imposible pedirle que entendiera a esa multiorejuda. La vio señalarse la única oreja de carne visible adentro de ese batido al spray, la izquierda, y hacer “¿no?” con la cabeza y con los ojos. Para esa raquítica estar sordo debía ser una especie de circunstancia mágica y divertida, como ir a Disney y estar en el castillo de Fantasía.
—Soy sordo, no idiota —dijo Saravia, ofendido, mientras se alejaba del mostrador.
Avanzó por el pasillo de las góndolas de productos para bebés, donde había señoras conversando y niños en brazos llorando a gritos. Gritos que Saravia no podía oír. “Estar sordo, aquí, es fabuloso”, pensó. Como ver una película de muchedumbres, de ésas que ocurren en manifestaciones o estadios de fútbol, con el volumen a cero, y pasar en su lugar una grabación con el sonido del mar. Verlos hablar, reírse, llorar, alentar a sus equipos, aplaudir, vivar, eructar, zapatear, chasquear los dedos, masticar con las bocas abiertas, explotar globos de chicles o bolsas de papel infladas, desenvolver pastillas de menta, resoplar, roncar, rascarse, hacer tintinear sus pulseras, patalear de bronca, trompearse, chasquear los dientes, quebrar sus anteojos, encender cigarrillos o carusitas, comer pochoclo, morder una manzana, arrancar sus motos y sus coches y marcharse de allí. No oír los carritos pasar, los bebés chillar, las madres arrastrar los zapatos, los adolescentes chacoteando por nada. No oír el ruido de los pescados al caer en la bandeja de la balanza del vendedor, haciendo “splash” o “pac”, según sea fresco o congelado; no oír el ruido de las latas apiladas por los muchachos de mameluco; no escuchar las ofertas anunciadas una y otra vez por los altavoces; qué privilegio. No sentir la sierra del carnicero, la máquina express de café, el tintineo peligroso de las copas de alguna mujer que no se decide a llevarlas de tallo largo o tallo corto, el crepitar de semillas secas cayendo sobre una fuente, la brusca descarga de los envases de plástico por algún peón, el limado parsimonioso de las uñas de la promotora de shampú Elida Hair Sedal Crema, el masticar de ese gordo al que le han convidado un brownie, la patinada de un chico que se cae por correr y el silencio de su madre.
El ruido de una naranja al rebotar en el piso, cerca del pie de Saravia, que se agachó y se la devolvió a una viejita. Ella le dijo algo sobre el tiempo, o sobre la fruta de estación, o le pidió que le leyera un precio, o lo alertó sobre algún peligro. Saravia no le prestó atención. Simplemente le sonrió para decirle, al cabo de un instante, algo amable, algo apropiado para una persona de la tercera edad. “No somos nada”, o “ciertamente, ciertamente”, o “qué bien se conserva, señora, Dios le dé muchos años”. La señora insistió. Él había elegido la acelga, que estaba más verde que las espinacas, y ahora pesaba los tomates, los limones, las bananas; embolsaba las mandarinas, una cebollita, una cabeza de ajo. Se detuvo para ver qué le decía, y le entendió: “Lépez”. Eso era porque estaba obsesionado, no podía ser que le estuviera diciendo “Lépez esto o aquello.” “Lépez está en camino.” “Lépez viene.” “Atrás, ahí.”
Se dio vuelta y sí, ahí estaba. Era él. Lépez llevaba un cortafierro en el puño cerrado, una herramienta gruesa como de treinta centímetros de largo, y la llevaba agarrada de la punta. Golpeaba la herramienta contra su pierna, concentrado. Saravia no supo cómo agradecerle a la señora que seguía insistiendo “adonde está la coliflor, ¿es sordo, m’hijito?; las coliflores, le digo”. Apuró el trámite para que una señorita de diez orejas en el pelo le pesara las verduras y la fruta. Tal vez fuera una moda, pensó. La chica tenía más olor a spray y menos sonrisa que la anoréxica.
Saravia salió corriendo con su carro, desviándose de la ferretería. Le faltaron los kiwis, pero era tarde. Se ocultó detrás del exhibidor de libros. Saravia quería llevarle un libro de poesía a Cristina, uno que no tuviera. Poesía inglesa, Blake, Yeats, o alguno de los nombres que había copiado de Los más dulces poemas de amor de todos los tiempos. Lépez no lo había visto. Al parecer devolvía el cortafierro para cambiarlo por algo más pesado, más grande; sopesó una maza y una llave de caño; sopesó una más fuerte; vio si podía golpear, si sus fuerzas le permitían levantar la herramienta y asestar el puntazo. “Puede”, pensó Saravia.
Un escalofrío recorrió su espalda, mientras caminaba entre las góndolas de jardinería. Se detuvo. Estaba a veinte metros del guardapolvo del médico; no lo perdía de vista. Sudaba con olor ácido. A su izquierda, dos chicos de ocho o diez años jugaban con jeringas, apuntándole. En el estante de abajo había una promoción de veneno para ratas en sachets. El más pecoso perforó primero. Llenó la jeringa con el líquido transparente. El envase tenía dibujado un cráneo cruzado por tibias. El otro chico, de flequillo y anteojos de miope, llenó la suya. Buscó insertarla en la misma perforación de su amigo; al no embocarle se conformó con agujerear por segunda vez. El sachet quedó temblando en el estante, con las dos pinchaduras convertidas en surtidores de veneno. Saravia se refugió entre el chango y la góndola. Los chicos portaban sus jeringas con felicidad. El de flequillo lo miró fijamente desde sus culos de botella y dijo: “Si contás, le avisamos a Lépez”. Un chorro mínimo saltó de la punta de la aguja.
Saravia tuvo que dar un rodeo para llegar a los lácteos sin que Lépez lo viera. Pasó por entre las góndolas de ropa interior. El doctor sopesaba un hacha. ¿Para qué quería un hacha? Tenía que hacer rápido las compras. Las góndolas de almacén estaban más cerca. Una promotora petisa con cara de yogur descremado le ofreció un plan de lucha contra Lépez. “No, gracias.” Era en veinte Lépezcuotas de ahorro previo. “No, maldita sea, no quiero yogur.” ¿Palmitos descremados? No había. Ni siquiera quedaba la oferta. ¿Dónde era Quesos? Le preguntó a un niño basquetbolista que le dijo “8 B”; Saravia dijo “soy sordo, indícame con las manos”; el niño basquetbolista hizo ocho y no sé, porque no sabía cómo se hacía la B, y agregó: “Lépez te atrapará”.
“Mientras no llegue a la casa antes que yo”, pensó, “mientras no se meta con Cristina”. Y gritó “¿ustedes qué saben de Lépez?”, a unos muchachos que barrían el sector Panificaciones. El más alto se comía un miñón; el otro contestó: “Nada, Saravia, qué vamos a saber”. Saravia arrastraba el carro a toda velocidad. Metía latas de conservas extrañas, focos de bajo consumo y tamaños anormales; miraba a Lépez, lo perdía; un cuaderno pentagramado que abandonó en el sector Chacinados; harina leudante y común, levadura fresca, ravioles, queso rallado, una Barbie monja que después tuvo que descartar en la sección Sanitarios, de la que se llevó una goma negra que no sabía para qué era, y decidió cambiarla en Carnes por unos churrascos de ternera y queso cheddar marca La Serenísima, como le había pedido Cristina; “ahí lo vi, viene, se va”. Metió queso de rallar marca mongo, porque cuando estaba eligiendo el parmesano pasó Lépez y tuvo que maniobrar el chango hacia atrás. En la maniobra pisó a una señora que podía haber sido, por el parecido físico, la madre de Cristina, y conversaba con otra llena de gestos ampulosos, “de ésas que hablan con su amiga, pero para todo el mundo”, pensó. Saravia supuso que el volumen de esa voz sería más alto que el de la música funcional de los parlantes, porque la gente la miraba al pasar con el rabillo de los ojos, y ella también los miraba para saber si la miraban, mientras seguía “cuando estuve en España, los mejillones, bla bla”. Sección Frutos del Mar. Saravia giró su chango; metió adentro tres latas al azar, cholgas, choritos, pulpo en escabeche. Salió a gran velocidad, no sin antes preguntarle por Cristina a la señora, que dijo, extrañada: “Por ahora bien, Saravia, lo está esperando…”. Su compañera agregó: “En España no se deja nunca sola a la novia, mire si vuelve Lépez…”.
Lo esperó con la mano en el pan lactal doble diet sin colesterol. ¿Se había quedado, o qué? Se asomó. El doctor ya no estaba en el pasillo central. Ni a un lado, ni al otro. El olor ácido de la transpiración de Saravia se había vuelto amargo. Una mano le aferró el hombro por la espalda. “¿Se siente mal?”, le preguntó, y Saravia entendió que tenía que apurarse; porque Lépez estaba a la carrera, porque le pisaba los talones, porque esa mano podía ser la suya, la de ese cobarde que les pegaba a las mujeres. A Cristina. Espió sobre su hombro: no era. Agarró dos panes más, uno con chicharrón, y dijo ¿qué hora tiene, señor?”. El hombre llevaba una chapa en la que Saravia leyó “Dr. Tarnower”. Saravia se asustó más; llevaba esa chapa aunque no era Tarnower, sino un negro cualquiera, bigotudo, con motas y granos. “Leí mal”, pensó, al borde del llanto. El negro lo había seguido, había cruzado el pasillo, y ahora iba a tener que liberarse también de él. El sudor le corría por la cara como lluvia. ¿Adónde estaba Lépez? Saravia, tembloroso, había llegado otra vez a la góndola de los bebés.
Las señoras se habían ido y los nenes de las jeringas habían elegido el estante con la papilla Nestlé de la tapa de aluminio inviolable. Y la estaban violando. Hacían coincidir las agujas de sus jeringas con una de las pestañas de los ojos del bebé feliz, para que no se viera la perforación, e inyectaban un poco a una, un poco a otra. Saravia dio dos pasos, manoteó la cabeza del chico de anteojos; el chico soltó uno de los frascos, que se hizo trizas. Lo miraron con odio, dudaron y salieron corriendo. ¿La figura sudada de Saravia los había atemorizado? No, no era eso. Corrieron como diablos hasta colgarse de las manos de dos señoras que se reían frente a un exhibidor de café. No era por Saravia, sino por los policías de uniforme que lo custodiaban desde la espalda, que le apoyaban las manos sobre los hombros como antes lo había hecho el morocho bigotudo. Él venía con ellos. El policía no lo hubiera agarrado, de haberse dado vuelta cuando se lo pidieron. “Levante los brazos”, le decían. Saravia tartamudeó. “Los chi-chicos… Cris-Cristina so-sola… Lépez con el ha-hacha…”.
—Lépez pagará por su hacha, y después irá directo a decapitar a Cristina. A nosotros nos gusta la gente que paga, no la que roba… —Saravia entendió así el mensaje del morocho.
—Suba los brazos que lo vamos a revisar —dijo el policía que era más robusto.
—Yo les voy a dar una dirección y ustedes van… alguien puede salir lastimado… puede haber un crimen…
—Si no fuera por los crímenes de Lépez, nuestra vida sería aburrida —sintió Saravia que decía el otro—. Siempre mata a golpes. Está unos días a la sombra pero sale enseguida, porque es federado de bowling…
—¿Sabe cómo nos representa en el exterior? —Los policías le revisaban el traje y los pantalones para ver si había escondido algo—. Deja a la Argentina en los primeros puestos. ¡Y no se imagina lo que es tirando al pichón!
—Él se para en la línea de cajas y usted en el fondo, contra el mostrador de perfumería, y le mete un tiro de veintidós en cada ojo. ¿Usted sabe cómo rebotan esas balas adentro del cuerpo?
—No —dijo Saravia.
—¡Qué olor tiene, viejo! ¿Seguro que no se siente enfermo? —dijo el morocho. Los policías hicieron un gesto de cabeza para despedirse en una disculpa. Lépez pasó por detrás de ellos. Saravia se quedó sin habla. Tartamudeaba aire. En lugar del hacha había elegido la más grande de las llaves inglesas. Saravia dio media vuelta, empujó el chango y pasó por delante de una señora con mellizos pelirrojos recién nacidos, que elegía los gustos de las papillas Nestlé con las caras felices de los bebés felices. Eligió el frasco más lleno. Saravia manoteó en el aire; ella se asustó, apretó el frasco contra su pecho y gritó. Los policías y el morocho se acercaron indignados: ya se decían ellos que algo estaba mal con ese hombre. El bigotudo lo corrió por el pasillo; Saravia apuró el chango porque Lépez llegaba, por detrás de los policías. Al pasar agregó galletitas surtidas de Bagley, un desodorante Rexona, dos docenas de huevos, la gelatina sin sabor, dos jugos Tang de ananá, una lata de Coca, diez maquinitas de afeitar descartables y una lata plateada, cilíndrica, que había en el canasto de devolución que estaba en la caja. Parecía una lata de perfume; no tenía marca. Estaba bien un perfume para Cristina. Como para pensar en regalos… ¿Qué faltaba de la lista? Había comprado cualquier cosa. Faltaba el pollo, pero para buscarlo tendría que vérselas con Lépez. ¿Y qué? ¿O acaso tenía miedo? Que supiera que él estaba ahí, que se había quitado el casco de fútbol americano, que le había tirado los frascos a la basura. Todos tenían derecho a cambiar de médico. O a no dejar entrar más al médico de siempre.
Se puso en la cola en que había menos personas. Lépez caminaba hacia las cajas despacio, balanceando su herramienta, con todo el tiempo del mundo. Las cajas de alrededor estaban ocupadas cuando el doctor llegó; en la más rápida había tres personas.
—¿Efectivo o tarjeta?
Saravia descargó el chango mirando en dirección a Lépez. Un viejo y un chico se pusieron al final de la cola de Saravia. Él empezó a descargar las botellas de vino. Descargó las bolsas de fruta y los huevos.
—¿Efectivo o tarjeta? ¡Eh, a usted lo conozco! Déjeme ver… ¡Saravá! ¡El que la dejó plantada a Celeste! Efectivo, claro.
El viejo le pasó una mano por la entrepierna al chico. Él se contorsionó fervorosamente y le besó los labios con fuerza. El viejo llevaba un peluquín.
—Siempre tan lindo… Ya ve, yo también me fui del barrio… En ese supermercado tenía un montón de problemas con la coreana pelotuda, acá pagan menos pero esto no se puede dejar, es la profesión de una, y siempre se conoce gente…
Lépez se ubicó detrás de la señora de España, que miró para ver si la estaban escuchando.
—¡Cuántas cosas que lleva! ¿Son para compartir? Seguro. Un hombre como usted, tan… tan sexy, Saravá… Yo se la tengo jurada del “Su Supermercado”, ¿vio? Así que cuando quiera, estoy libre, libre como las gaviotas de la Plaza de Mayo…
La cajera terminó de marcar. La cola de Lépez no se movía. Saravia sacó la billetera. La cajera le iba metiendo las cosas adentro de bolsas. Le hablaba sin parar.
—Las palomas, ji ji… Hace tanto que no salgo, que capaz que ahora hay gaviotas. Cuatro nueve tres tres, cinco uno dos cinco… ¿Se va a acordar? Mi teléfono. Me llamo Elba. Hay un hombre viviendo conmigo, pero no pasa nada importante. Usted se preguntará… Mejor no saber…
Saravia extendió la mano para ver el número de la cuenta en el visor de la máquina, como si fuera el espejo de un auto. Este movimiento lo delató: Lépez, en su afán por salir pronto de allí para demoler la casa de Cristina a golpes de llave inglesa, se había cambiado a una caja sin cola, y lo vio. La cajera de Lépez era nueva y sonsa y atendía a una vieja más sonsa aún, que se había olvidado de pesar todas las bolsas de la verdulería. En cada una había una verdura o una fruta; una papita, una batatita, un limoncito, una cabeza de ajo, una cebolla, un puerrito, una zanahoria, una bananita, una mandarinita. Dos ayudantes acudieron a resolver el asunto, con una balanza que no andaba bien.
—Usted se dirá “esta mujer está regalada”; no le dará crédito a sus oídos, pero esté seguro de que este encuentro es providencial… Lo noto nervioso como si fuera su primera cita… ¿Es…? ¡tímido! Me muero por desprenderle esa corbata… aunque es tan viril que sería bueno que se la dejara puesta y… ¡qué digo! ¿Qué va a pensar? ¿Sigue siendo amante de Celeste?
Los ayudantes trataban de poner empeño, pero de vez en vez uno salía para ver si la media coliflor se podía vender así, o si podía llevarse sólo tres florcitas de brócoli, o si la acelga se compraba de a hoja. Ellos creían que no. La vieja porfiaba. Lépez se mordía el labio inferior. Golpeaba sobre la palma izquierda con su llave como si fuese una cachiporra. “Está decidido a todo”, pensó Saravia. El viejo y el chico no se despegaban de su beso escandaloso.
—Las cosas que hay que soportar… Esto en el “Su” no nos pasaba… Seré indiscreta, Saravá: ¿de en serio le gustaba esa gorda chota? Ella habla tanto de usted… De lo fogoso que es. De lo que lo extraña… Lleva su foto a todos lados. Está desconsolada. Es tan boluda… A usted se lo ve bien, ¿eh?
Saravia recibió el vuelto y puso los paquetes en el chango. Lépez, irritado, se metió entre los gays, empujando al chico —tendría nueve años, calculó Saravia, “qué niñez”— y la cajera lo detuvo como una barrera. Los agujeros en la cara de Lépez se abrían y cerraban, en sus gestos habituales de hámster feroz. Apoyó la herramienta sobre el mostrador. A la vieja le habían descubierto un chocolatín en la cartera, y para demostrar que era suyo se lo metió en la boca y lo mordió, sin sacarle el papel metalizado. Saravia corrió hacia donde creía que estaba la salida. La cajera se había quedado saludándolo con la mano.
—Cuatro nueve tres tres…
Lépez sacó una tarjeta de crédito. Ella le hizo firmar. La salida estaba al otro lado del hall. Un oficial, al ver a Saravia confundido, se acercó a ayudarlo. Dijo: “El doctor te va a matar”. La cajera le devolvió a Lépez la tarjeta y la cuenta. Saravia tenía que volver por donde estaba Lépez, para poder abandonar el edificio. Se dirigió hacia los servicios. El oficial le retuvo el chango. No podía entrar al baño con la mercadería, aunque ya la hubiera pagado. “Tome este número.” “Ordenes de la casa”, decía, con la boca y los ademanes, o bien: “hay una salida de emergencia ahí adentro, con una escalera de incendio para escapar de Lépez”.
—La otra opción es morir con el cráneo aplastado.
El doctor venía hacia Saravia balanceando la llave. Su cara era una antología de nervios encrespados. Los servicios eran la única alternativa de Saravia. Entró al pasillo; corrió hasta el hall de atrás. Había un matafuegos y cuatro puertas vaivén. Una era del baño de mujeres, otra, del de varones; la tercera y la cuarta, del baño de mujeres discapacitadas y de hombres discapacitados. Pensó rápidamente: “¿Tantas mujeres discapacitadas habrá para que en el supermercado tengan un baño propio?”. Estas últimas puertas estaban quietas; las otras no paraban de moverse. Cruzó los dedos y se metió. En el baño no había nadie.
Pegó su ojo a la cerradura. En la puerta del pasillo de los servicios, el oficial no permitía que Lépez entrara con la llave inglesa. Discutían. Lépez levantaba los brazos. El oficial le quería entregar un número. Si le hacían dejar la llave, Saravia podía enfrentarlo. Lo importante era pegar primero, sorprenderlo. Ir por la espalda y zac, golpe. Lépez, indignado, se iba. Más allá pasaron las señoras con los niños de las jeringas, buscando la salida.
En el baño había un teléfono, colgado muy bajo, como para marcar y conversar sentado en una silla de ruedas. “Sentada”, se corrigió. Con el vuelto le habían dado algunas monedas. Marcó el 113. ¿De qué le estaría conversando la mujer de la caja registradora? Tenía un aire conocido. Dejó pasar un instante, lo que él consideraba dos llamados, e improvisó un mensaje. “Soy sordo, no lo estoy oyendo, estoy en problemas, vayan urgente al número 551 de la calle 32, sin teléfono.” Lo repitió tres veces. Después regresó al ojo de la cerradura. Lépez le mostraba al oficial que no tenía más llave. El oficial lo dejó entrar. Caminaba con una pierna recta, cojeando. Saravia adivinó que llevaba la herramienta en la cintura antes de vérsela sacar del pantalón. Abrió la primera de las puertas y entró en el baño de hombres. ¿113 no era la hora oficial? ¡101 era la policía! Buscó en el bolsillo: le quedaba una moneda. La besó, se persignó, se agachó junto al teléfono. 101. Dijo el mensaje dos veces. Cortó. La máquina le devolvió una ficha, no su moneda. Marcó 101 otra vez. Podía leer el número en el visor. Dejó pasar un instante. Repitió el mensaje poniendo énfasis en su sordera y en lo urgente del caso. Cortó y volvió a la puerta.
Del baño de hombres salía un pintor con un sombrero de papel de diario; detrás, Lépez. Contempló ceñudo el paisaje de puertas. Con la herramienta continuaba haciendo aquel movimiento que ponía nervioso a Saravia. Pensó: “En cuanto se meta en el baño de hombres discapacitados, me rajo”. Estaba tan seguro de lo que iba a hacer, que no vio a la señora que se acercaba por el pasillo. Es decir: la vio una vez que la tuvo encima. Venía en una silla de ruedas, y el oficial la ayudaba a empujar. Conversaban amigablemente. Saravia corrió a esconderse en el primero de los váter. Alcanzó a cerrar la puerta antes de que la señora entrara en el baño.
El váter era muy amplio, mucho más que uno normal; tenía un inodoro con tanto espacio vacío alrededor que parecía fuera de escala. Sobre las paredes habían colocado unas barras. Saravia trabó la puerta y se trepó poniendo un pie en cada barra. Las paredes del váter no llegaban hasta el techo del baño; Saravia se tenía que agachar para no asomar la cabeza por arriba. La señora probó con el picaporte. Ocupado. Saravia, para disimular, pedorreó con la boca. La señora ocupó el váter contiguo. Saravia pensó en esperar un instante a que desapareciera el oficial para salir corriendo de allí, cuando una señora más —él había levantado la cabeza por sobre la parecita—, con una muleta en una mano y un bastón canadiense en la otra, entró tambaleando. Y eso no fue todo, porque una tercera mujer, una joven, metió su pierna descalabrada por el vaivén de la puerta del baño, para lavarse solamente las manos. Tenía cadera ortopédica. Arrastraba la pierna izquierda. Como si esto fuera poco, una cuarta mujer, una vieja paqueta, con sillón automático con motor, botoneras plateadas y sombrilla —que llevaba cerrada— hizo su aparición. Saravia estaba atrapado.
La vieja paqueta entablaba conversación con la joven tullida pero dotada de buenos pectorales, según Saravia pudo apreciar por el espejo. Los movía más al hablar que al caminar. La de las muletas se retocaba el maquillaje. La vieja esperaba frente a la puerta de Saravia. Él apoyó el cuerpo sudado contra la pared. Un gran dedo metálico le tocó la espalda; por debajo, entre sus piernas abiertas, corrió el agua del inodoro. Ahora ellas sabían que habría terminado y estaría por salir. Saravia asomó su cabeza unos centímetros. La puerta del baño volvía a abrirse. ¿Más discapacitadas? Ya parecía un congreso. No, era Lépez, con la llave inglesa en la mano. La joven revoleó varias veces la pierna a modo de queja. “¿No veía el cartel; era ciego, o qué?” Lépez no se iba, y parecía regocijarse con la vista de aquellas minusválidas. Cuando se dignó a salir, la joven descalabrada, portavoz de la indignación de todas las demás, se dirigió hacia la puerta. Con su pierna derecha parecía revolver un guiso en una olla con ruedas, que se corría sin cesar de lugar. Debía estar gritando, porque su cuerpo se agitaba, de espaldas. A través del vaivén de la puerta, Saravia alcanzó a ver al oficial deteniendo a Lépez. ¿No le había dicho que dejara la llave inglesa? ¿Por qué la tenía en la mano? ¿No sabía el doctor dónde estaba el baño de varones? ¿Era perverso, acaso? ¿Pretendía violar a una chica sin piernas, o con defectos en su cuerpo, parálisis y mutilaciones? “En nombre de Carrefour, su personal y sus clientes, lo condenamos al exilio, para que deje en paz a Saravia y a Cristina, a los que bastantes problemas ha ocasionado.” Por el espejo vio que a la vieja paqueta se le había acabado la paciencia. Golpeaba la puerta. La de las muletas se peinaba. La de los pectorales regresaba, revolviendo su guiso. No lo habían visto asomarse.
¿Qué hacer? Otro pedorreo hubiera sido demasiado; ya había apretado el botón, que era una tecla enorme y sensible, para manotear de sentado. “De sentada, con A.” “¿Cómo hacer para evitar un ruido inoportuno o fuera de lugar cuando uno no oye el ruido que hace? Hay que hacer lo que uno cree que no produce ruido”, pensó. A lo sumo, tenía que hacer ruidos de mujer discapacitada. “¿Si el ruido que uno hace, no es ruido para uno, existe?” Claro, Saravia. Qué novedad. El que tenía el problema era él, no las señoras. En poco tiempo ellas irían a avisar al oficial que había una discapacitada descompuesta, o desmayada, encerrada en el váter sin contestarles. ¿Imitar una voz femenina? A esa altura de las circunstancias, no se acordaba cómo sería. Entre ellas se harían preguntas, estarían preocupadas. Volvió a espiar por encima de la pared. Las dos de las sillas y la de la pierna se habían agolpado frente a su puerta, en conferencia. La de las muletas se puso colorete en las mejillas. La puerta del váter abría hacia afuera, al revés que en los baños comunes. Desenrolló papel higiénico e hizo ruido a bollo. Rompió parte del papel entre sus manos. Lo tiró al inodoro. Apretó el botón. Espió de vuelta. La del bastón canadiense y la muleta había terminado de hermosearse y se unía al grupo. La joven, elástica a pesar de su ortopedia, se estaba agachando en el poco espacio que le quedaba para ver si lograba asomar su cabeza por debajo de la puerta del váter. La puerta de entrada del baño se abrió y se metieron dos más, madre e hija, en sillas eléctricas unidas en tándem. “Dios mío”, dijo Saravia, antes de abrir.
En el barrido de la puerta golpeó a la vieja paqueta del sillón automático, pateó el bastón canadiense, se apoyó sobre la cadera ortopédica para hacer pie en el respaldo de la modesta silla de la primera señora, saltar sobre la mesada y pasarles por encima a la madre y la hija del tándem, pisando sus faldas y sus brazos. Saravia sintió que el vaho caliente de los gritos lo elevaba por sobre la cara de la pequeña, lo hacía golpear la puerta con las rodillas, abrirla y caer redondo, al otro lado. Saravia salió renqueando; el oficial llegó corriendo con un palo en la mano. “Se desmayó una chica, piden auxilio”, gritó Saravia. El oficial le dijo “gracias, Saravia, ya detuvimos a ese Lépez, no se haga más problema”.
Encontró el chango enseguida; tiró el número al piso y agarró las bolsas, que estaban pesadísimas. Salió cojeando, lo más rápido que pudo. Las cajeras se arrimaban para ver; también el morocho bigotudo y los policías, todos diciendo “Lépez esto, Lépez lo otro; Lépez los va a asesinar, le juego plata; Saravia es más grande que Lépez”. “Y más lindo”, le pareció que había dicho esa mujer que lo saludaba, la de la cara conocida.
Saravia enfiló para el estacionamiento en busca de la bicicleta. Le sacó el candado y la cadena. Ubicó las bolsas en los dos cestos y colgadas del manubrio. Se subió tan rápido como pudo, y empezó a pedalear. “Pobre mujer la de los gemelos pelirrojos”, pensó. “Pobres las discapacitadas”, pensó. “Pobre de mí si no llego pronto.” Ir por el medio de la calle embarrada era difícil, por el peso, y además se estaba haciendo de noche. La bicicleta era una bolsa de papas con ruedas.
Dos faros se encendieron a mitad del camino, desde atrás. Él no podía oír el motor, pero supo que se acercaba por la intensidad creciente de la luz. Saravia pensó que tenía que llegar a la esquina. Las cunetas parecían piletas. El conductor tenía que darse cuenta de que no había lugar para correrse. Sintió los faros, el cambio a luces largas. Faltaban cinco metros para la bocacalle y dos cuadras y media para llegar a lo de Cristina. El auto no parecía dispuesto a esperar. “Quizás está insistiendo con la bocina”, pensó Saravia. Se imaginó al conductor al pasarlo, gritándole “¿sos sordo, o qué?”. “No soy, estoy.” Tres pedaleadas más y se podía correr. Hizo un gesto con la mano abierta, como que ahí nomás…
El Falcon aceleró. Con el paragolpes le empujó la rueda en el barro. Saravia bajó los pies, tratando de mantener el equilibrio. El auto, que se había separado medio metro para ponerse a la par, se echó un metro encima de Saravia, pegándole sobre el costado izquierdo para voltearlo en la zanja. Saravia y las bolsas con las compras se enterraron en el barro. El auto se detuvo al pasar la bocacalle. Ya era casi de noche. Las balizas de estacionamiento se encendieron como dos ojos rojos.
Saravia recogió las bolsas que pudo, abandonó la bicicleta y salió corriendo a campo traviesa. Lo último que vio fue a Lépez, con la llave inglesa en la mano, bajando del Falcon.
El costado izquierdo le dolía; las rodillas le punzaban al correr, por el golpe contra la puerta del baño. Metió los zapatos en todos los charcos y se topo con dos alambrados que lo obligaron a desviarse. “Le hace algo a Cristina y lo mato”, pensaba. En un momento se resbaló en un barrial, frente a una línea de árboles, y se fue de boca. La cabeza le había golpeado contra algo. Soltó las bolsas. Desde el suelo, por entre los árboles, podía observar la casa de Cristina a oscuras. Se le juntó sangre en la boca. Tenía que pararse y seguir. Sintió que se desvanecía. Frente al puentecito de entrada, entre las hojas, Saravia vio las luces del Falcon. Apoyó las manos sobre el hierro contra el que acababa de golpearse. Juntó fuerzas. Tenía que llegar, por Cristina. Refrescó su cara en el agua y escupió. Ese loco, armado y ella, sola. Levantó una rodilla. Sobre el mar soplaba un viento huracanado. Las olas giraban adentro de su cerebro. Salió del barrial y volvió a entrar para sacar las bolsas.
¿Por qué la casa estaba a oscuras? Si había llegado tarde, no le iba a alcanzar toda la vida para arrepentirse. “Cristina”, gritó, “¡amor!”. Las luces continuaban apagadas. “¡Soy Saravia!” Dejó las bolsas en el piso, frente a la ventana corrida, que parecía más alta. Si ella estaba ahí, ¿qué podía decir como contraseña?
—El tallercito ya no es más de María —se le ocurrió.
La luz de la cocina tardó un instante en encenderse. Saravia se acercó hecho un monstruo. Ella lo miró desde la ventana con sus ojos bien abiertos. Estaba entera. El no, claro. Sin bicicleta, golpeado, con menos bolsas y embarrado hasta los pelos. Cristina le tiró una soga con un gancho. Saravia dijo “después le cuento”, y enganchó las bolsas en dos viajes. Vio desaparecer la última de las bolsas por la ventana, que estaba altísima. Después fue a buscar algo para subir. Ya no quedaban bancos, ni maderas, ni caballetes, y las macetas eran todas chiquitas. Volvió y le dijo a Cristina:
—Alcancemé una escalera.
Cristina regresó con la silla-escalera. Trató de pasarla a través del marco de una manera u otra, sin lograrlo. Desapareció de la ventana. Al reaparecer, le tiró una linterna. Le indicó, con un gesto convincente, que fuera por atrás. “¿Por dónde?” Ella señaló la puerta trampa en el jardín. “¿La de las arañas? Ni soñando.” Saravia intentó trepar por la pared con las manos, una o dos veces. Saltó, se golpeó el pecho y cayó de espaldas en el césped mojado. La corbata, el saco, los pantalones y los zapatos estaban duros de barro. Vio las luces del Falcon dar la vuelta a la manzana. Cristina apagó la luz de la cocina. El auto se detuvo, otra vez, frente a la entrada. Saravia se paró. No había más tiempo. Con las piernas temblando, patinó hasta el fondo de la casa. Se llevó por delante tres Pinochos de cemento y un enano. Encontró la reja por casualidad. Con sus pocas fuerzas, la levantó. Metió las piernas en el pozo. Encendió la linterna. Del otro lado del túnel, al final de una repugnante red de babas, Cristina abría la puerta. Le hizo señas de que se apurara con las manos. La luz de un reflector entraba en el patio de adelante. Era un reflector que alguien llevaría colgando, a juzgar por cómo daba la luz, en retazos sobre los árboles o el césped. Saravia dejó la linterna sobre el piso de cemento y corrió la reja sobre su cuerpo. Levantó la linterna.
Se estiró los puños de la camisa hasta cubrirse las manos; se tapó la cabeza con el saco. La luz del reflector fue un rayo horizontal sobre la reja. “Las arañas, después de todo, son unos bichos de morondanga.” Cerró los ojos.
Duró menos de lo pensado. Cristina le apartaba los insectos de la cara y del cuerpo con una manta y una toalla. Abría la boca histéricamente y hacía constantemente “shhh” gestuales, dirigidos a ella misma, porque Saravia no gritaba, ni hacía nada. Estaba petrificado de miedo. Cristina le quitó el saco babeado y lo tiró al piso, le arrancó la camisa, le sacó una araña del brazo que lo estaba picando. Saravia sintió los aguijonazos en varias zonas, y reaccionó. Se quitó los pantalones. Cristina bailaba un malambo encima de la ropa. Le tiró la manta para que se tapara. Saravia sintió las arañas adentro de sus zapatos mojados. Una picadura en el tobillo, dos en la espalda. Se sacudió en un rocanrol salvaje. La manta tenía babas y arañas de los dos lados. Cristina lo agarró de la mano y él subió, ya descalzo, las escaleras. Sólo le habían quedado puestos el slip y la corbata. Las dos prendas eran rojas a lunares blancos.
Saravia corrió por el pasillo, hacia el baño. De milagro no fue alcanzado por la luz del reflector, que escudriñaba los interiores de la casa a través de las hendijas de las ventanas. Se encerró sin hacer mayor ruido. Se quitó el slip y la corbata. Sentía que los insectos le caminaban sin parar por todo el cuerpo. Tenía que quedarse quieto. A oscuras, improvisó una bata con el toallón. Se asomó.
Cristina estaba parada al lado de la puerta de calle, escuchando. Llevaba una cuchilla en la mano. La luz del reflector había desaparecido. Saravia seguía temblando cuando ella lo abrazó, y le prestó una bata china. Saravia había visto el mismo modelo en Carrefour. Cristina le tocó el pelo; costrones de barro y babas cayeron al piso.
—¿Ya me puedo bañar? —preguntó él.
“Sí.”
Ella le hizo un gesto para que esperara o se quedara ahí, fue hasta el baño y encendió la luz. Cuando Saravia entró, ella estaba mirando hacia afuera por la ventana. La bañadera se iba llenando de agua.
—Me baño con ducha —dijo él.
Cristina señaló la bañadera, como diciendo “déjeme a mí”.
—Siempre me baño con ducha.
Ella puso cara de querer explicarle que el baño de inmersión era más descansado, mejor, pero notó que él estaba agotado y adivinó que se pondría a contradecirla con alguna de sus teorías. “En un país en el que escasea el agua, bañarse por inmersión es un desperdicio.” “La ducha es más práctica y moderna.” “El agua en reposo es agua estancada; sólo el agua que corre es higiénica.” Cuando Cristina lo dejó solo, quitó el tapón de la bañadera. Abrió la ducha. Se mojó hasta sacarse el barro de encima. Cerró la canilla para enjabonarse el cuerpo y la cabeza. La abrió para enjuagarse. En menos de diez minutos estaba listo. Se miró en el espejo: tenía la frente hinchada y roja, con dos cortes sobre las cejas y un raspón.