12

A la mañana siguiente fueron a rayos X. La gorda insistió en que se subiera a la silla de ruedas; él protestó. Leyó en sus labios que ella repetía “sí, quico”. “NO ME LLAMO QUICO.” “Bueno, quico.” “Está bien, quico.”

—Quiero hablar por teléfono —dijo Saravia.

Ella anotó en el pizarrón: “En el pasillo ay uno, quico.”

Saravia agregó la “h” y tachó “quico”. Ella empujó la silla. El pasillo era angosto, con revestimientos de fórmica verde hasta los dos metros. Estaba repleto de médicos que movían sus bocas animadamente. Los doctores se ponían contra la pared para que la silla pasara. “Podía haber venido caminando”, protestó Saravia. Sobre el lado izquierdo, entre dos doctoras con estetoscopios colgantes, las dos riendo, apareció el teléfono público. La gorda cursi cabeza de piedra no paró hasta llegar a la puerta de Rayos, que tenía una ventana redonda.

La empleada que atendía la máquina era bizca. Trató de explicarle algo a Saravia, pero él dijo “no la oigo”. La enfermera le comentó lo que pasaba. La bizca asintió. Miró a dos Saravias con lástima, fue hasta la máquina y le mostró cómo tenía que ponerse. Insistía en hablarle. Tardaba en pronunciar las frases. Saravia notó que ella a veces se quedaba pensando, como buscando algo especial para decir, entre todas las cosas que había para decirle a un sordo; e inmediatamente desviaba el ojo izquierdo. La enfermera anotó algo en el pizarrón y se lo enseñó cuando la bizca les dio la espalda para buscar las placas radiográficas. “Es tartamuda, quico.” La bizca se dio vuelta cuando Saravia lo estaba leyendo. La enfermera escondió el pizarrón en su espalda. La bizca quiso verlo. Si Saravia lo hubiera tenido en las manos, se lo habría mostrado. Pero la gorda se apuró a borrar las palabras con la manga de su guardapolvo. La otra le dijo algo y discutieron. La cara de la gorda estaba coloradísima cuando se fue, por orden de la bizca, que tenía el brazo extendido. La bizca se había quedado de lo más ofendida. De ahí en adelante tomó las radiografías tratándolo displicentemente. Le limpió la oreja con un líquido y unos cotonetes. “Frente” y “Perfil de cráneo”. Manejaba a Saravia como si fuera un muñeco de goma, o un minusválido (¿por la silla de ruedas?). Apoyaba su cabeza en la máquina, le hacía abrir la boca, cerrar los ojos, después centrar una oreja en el vidrio. Juntó las exposiciones y se las llevó. Saravia se había quedado solo. Se paró. Podía caminar lo más bien, aunque la cama lo había cansado bastante; del bochazo en el pie no quedaban ni rastros. Le dolían la cintura y la espalda. El recinto estaba rodeado por una mesada de acero inoxidable. En la punta de la mesada había un teléfono. Se acercó hasta la puerta. A través de la ventana redonda, Saravia no vio a nadie interesado en Rayos. Se acercó al teléfono. ¿Cómo era aquel número? Marcó. ¿Cuándo debía hablar? ¿Alguien estaría atendiendo al otro lado? Calculó cinco timbrazos, la duración de lo que él recordaba que eran cinco timbrazos, y pidió por favor que lo vinieran a buscar; entonces advirtió que no sabía dónde estaba, que no sabía ni el nombre ni la dirección de aquel sitio espantoso; dijo “Lépez, ayudemé”, pero tampoco estaba seguro de haber dicho eso y no “Silvia, regresá” o “Cristina, vení”. Pensó que, del otro lado de la línea, podía estar ella.

—Soy yo, soy Saravia, en Rayos X —gritó. Para que su voz sonara desesperada, frunció mucho el ceño abriendo, al mismo tiempo, grandes los ojos—. Estoy sordo, estoy internado en algún hospital de la ciudad…

Saravia vio la mano que había cortado la comunicación. “Antes de que dijera sordo”, pensó. La mano era de la bizca. Lo miraba mal, desviada, junto con la gorda y una telefonista que se llamaba Julia, según indicaba la tarjeta abrochada sobre su guardapolvo. Tenía aspecto de bombero. Julia le quitó el auricular y lo posó sobre el aparato. Sin ruido, lodo sin ruido alguno. Las tres estaban enojadísimas. Echaban rayos X por los ojos. Él sonrió. Era un nene grande, al que la mamá y las tías habían descubierto haciendo una travesura. Hizo “shhhhh”, sobre los labios, indicando el motivo del cuadro sobre la puerta de entrada. Se volvió caminando a su silla. La gorda lo empujó; salieron al pasillo, adonde no quedaban más doctores.

En la habitación, el conversador se había sentado. Recitaba el monólogo de Segismundo de La vida es sueño con tanto énfasis, que el pobre no soñaba padecer ya la pobreza y la miseria, ni el haberse visto más lisonjero en otros lares. La vida, para el conversador, era una pesadilla, no un sueño, y las pesadillas, pesadillas son. Con énfasis de torso, cabeza, hombros, brazos. Con los gestos congestionados; puro movimiento.

Si a Saravia ese espectáculo lo cansaba, a la gorda la sacaba de quicio. Se ponía frenética. Soltó la silla de ruedas. Se acercó a su cama. El conversador no la estaba viendo. De un empujón, la gorda le volcó el cuerpo sobre la cama. El conversador sólo dejaba de hablar, para Saravia, cuando la heladera con freezer se interponía entre la silla de ruedas y la boca enajenada. Los brazos de la enfermera apretaron hasta el último agujero el cinturón que ajustaba el pecho del enfermo a la cama. Después se dio vuelta, levantó sobre un hombro el cuerpo de Saravia (que la dejó hacer sin colaborar en lo más mínimo), y lo abandonó sobre la 321. Él se tapó. Los métodos de esa morocha lo ponían de malhumor. No era para tanto haber intentado dejarle un mensaje telefónico a Lépez. La enfermera salió sin mirarlos.

A Saravia le pareció que el conversador tenía el pecho muy apretado. Desde el costado veía su boca y su mentón histérico salir y meterse en el límite de la almohada de gomaespuma. ¿Seguiría emitiendo palabras o serían los últimos jadeos de sus pulmones? Las manos del conversador se trenzaban en el aire como arañas rojas. “Pavorosas arañas”, pensó Saravia. Miró sobre su mesa de luz. Al lado del vaso de agua, alguien le había dejado una escarapela.

Eran más de las once y no les habían llevado nada para desayunar. Saravia se puso la escarapela sobre el lado del corazón. Al conversador se le fue poniendo roja la cabeza, con los labios violeta que no paraban de moverse un instante. Nadie había vuelto a entrar en el tiempo que llevaba ahogándose. La sangre era bombeada con furia adentro de las venas del conversador. Su cabeza era un globo a punto de explotar.

A las doce menos diez, Saravia se asomó al pasillo. Estaba vacío. No había ningún carro con mocos, ni enfermeras. La lengua del conversador estaba afuera. La baba le salía en globitos por las comisuras de los labios. La hebilla del cinturón que le oprimía el pecho, se le hundía por debajo del esternón. Su cuello estaba hinchado de venas. Saravia intentó desatarle el cinturón, pero le pareció que el conversador entraba en estado de shock. Volvió a asomarse al pasillo. Eran las doce en punto. Otra gorda, no la enfermera, pero también de guardapolvo, le sonrió. Era rubia y sus ojos, celestes; la pulpera de Santa Lucía.

—¡Un médico, urgente! —gritó Saravia.

La pulpera golpeó una puerta. Tarnower asomó su cabeza. Ella señaló en dirección a Saravia. Tarnower miró por el pasillo y saludó. “Venga, apuresé”, gritó Saravia. El médico salió de la puerta con el guardapolvo en la mano, sin saco y sin apurarse. El pobre conversador ya recitaba su propia oración fúnebre y se daba a sí mismo la extremaunción. La unción la hacía con baba, salpicando hacia todos los costados. El médico intentó desclavarle la hebilla, pero fue imposible. Salió corriendo. Saravia se sentó en su cama. La enfermera y Tarnower entraron antes de que la puerta dejara de batirse. Ella tampoco llevaba el guardapolvo puesto, y tenía un vestido de color naranja fosforescente con jirafas en dorado. Estaba descalza. Sus pies eran grandes, más anchos que los de Saravia. Tenía las uñas pintadas de negro.

Arrancó la tira de cuero de un manotazo. Antes de irse, le palmeó dos o tres veces la cara. “Esa mujer sí que tiene la mano pesada”, pensó Saravia. Salió llevándose el cinturón. Tenía las tazas del corpiño desarregladas, como si se las hubiese tenido que ajustar a último momento. El médico señaló la escarapela y le guiñó un ojo. El conversador cantaba loas a Dios en latín, por haberse salvado. Saravia preguntó por el almuerzo. Tenía hambre; era hora de comer.

—Son más de las doce —dijo.

—Hoy hay una sorpresa… —dijo el médico.

Saravia no comprendió, hasta que la pulpera de Santa Lucía hizo pie en la habitación. Medía más que él o el médico, y los hombros eran más gruesos que los de la enfermera. Tenía un rostro angelical, de bobita, con largas pestañas postizas. Cerraba y abría los párpados en un tic ensoñador que a Saravia le pareció abominable. ¿Era una alucinación o le estaba tirando un beso, mientras el médico escribía en el pizarrón?

“COMO ES FECHA PATRIA, EL HOSPITAL TRAJO UN CORO DE CIELITOS”

¡Un cartel sin faltas de ortografía! ¿Cómo era que a veces ponía OSPITAL y a veces HOSPITAL? A Tarnower, por lo visto, el idioma le era indiferente.

La puerta se abrió y entraron seis niños, tres varones y tres mujeres. Los varones estaban vestidos de gauchos y las nenas, de damas antiguas, con peinetones celestes y blancos. La más petisa de todas traía una canasta con empanadas. “Al fin”, pensó Saravia. El más gordo desplegó una bandera en la que estaba pintado:

CORO DE NIÑOS PATRIOTAS DE LA ESCUELA NRO 24 - LA TRADICIÓN

Tarnower habló dos palabras con la maestra y salió. Ella fue hasta la cama del conversador e hizo un gesto para que se callara. Saravia supuso que debía pesar doscientos kilos. El conversador se preparó para entonar los estribillos de los “cielitos”. “Todo sea por las empanadas”, pensó Saravia. Ella le sonrió y dijo algo. Saravia gritó “soy sordo”, a propósito, provocando una mueca en la cara de la rubia, que no había querido ofenderlo. Los niños se habían alineado de tres en tres. Las damas antiguas iban adelante. El más bigotudo tocaba los toe toes. La maestra se sentó en la cama de Saravia. El colchón se hundió hasta casi tocar el piso. Saravia se acercó, en la caída, hacia sus muslos titánicos, y ella aprovechó para retarlo dulcemente con un dedito, además de tomarle la mano. “Dame una de carne”, pensó Saravia.

La maestra marcó el da capo y los niños empezaron a cantar. Cielito cielo que sí, cielito de mis amores, cómo serán tus encantos, cuando calmen mis dolores. Saravia recordó que una vez había cantado cielitos en la escuela primaria. Cielito cielo que sí, cielito de mis amores, de qué tamaño le irán, a esta gorda los tampones. Ella le apretó más la mano. Todo fuera por las empanadas. Los chicos comenzaron a aplaudir. Tomaron cada uno una empanada y se la metieron en la boca en cuatro mordiscos, salvo la que sostenía la canasta, que no estaba tan hambrienta como para comérsela entera. La maestra agarró la última empanada cuando entraba Tarnower. Se paró; la cama respiró, aliviada.

Tarnower aplaudía; Saravia aplaudía; el conversador saludó sin interrumpir el bis eterno. Cantando mei de morir, cantando mei de quedar… La pulpera le preguntó algo a Saravia, simpática. Saravia miró al médico y preguntó “¿qué dijo?”. El médico escribió en el pizarrón. “¿Quiere la que queda?”, esperó leer Saravia. Pero leyó: “¿DESAFINARON MUCHO?”. Esa mujer era retardada.

—¡NO OIGOOOOO! —gritó Saravia, con el máximo de dolor en su garganta.

Ella le pidió el pizarrón al médico y se lo mostró al conversador. Él estaba dando una clase de teoría coral infantil para los gauchos, que lo miraban anonadados. La nena de la canasta tenía aún media empanada en la mano.

—¡ÉL SÍ OYEEEEEEE! —gritó Saravia. Extendió su mano para recibir la empanada de la maestra. La mujer lo observó con cara de “¿esto es lo único que te importa?”, se la llevó a la boca y le pegó un mordiscón. Media empanada. Masticaba con la boca abierta, mientras hablaba con Tarnower. Saravia seguía con su mano extendida. A la clase magistral del conversador se habían agregado las dos damas antiguas más elegantes. La de la canasta había dejado de masticar, y hacía pucheros porque nadie le prestaba atención. “Por lo menos que me dejen la aceituna”, pensó Saravia. Un cuarto de empanada. Pedazo de repulgo entre las uñas barnizadas de la mujer. Fin. La maestra se refregó las manos, llamó al gordo de la bandera y todos se unieron en un tren. El vagón de cola era la dama de la canasta, que saludó a Saravia con un agitar de media empanada.

—Haga que nos traigan algo de comer —protestó Saravia.

El médico afirmó desganadamente.

—¿Habló por teléfono al número que le di? —El médico seguía mirándolo de la misma manera—. ¿Habló o no habló?

“Sí.”

—¿Y qué novedades tuvo?

El doctor escribió en el pizarrón, malhumorado:

“SE DICE GRASIAS POR EL CORO”

Saravia se lo quedó mirando. Estuvo por replicar: “no pude oír ni una nota, no comí ni una empanada, no sentí nada por la pulpera, gracias no se escribe con S, sino con C”. El médico salió. Saravia se alisó las cobijas. Antes de que la puerta se detuviera, la nena de la canasta vacía volvió a entrar. Aún llevaba la media empanada en la mano. Saravia sonrió. Ella le entregó la media empanada. Saravia vio un reflejo sobre la aceituna sin morder, el brillo de una pasa de uva, el blanco de la clara de un huevo; sintió el perfume de la carne picada. La nena abrió el cajón de la mesa de luz y manoteó todas las pastillas que encontró, las metió rápido en sus bolsillos y salió antes de que él pudiera reaccionar. La puerta continuó batiéndose. Saravia se acercó la empanada a los ojos. Entre el pedacito de huevo y el costado de la aceituna verde, la nena había incrustado el filtro quemado de un cigarrillo.

Después de tirarla en el inodoro, se acercó a la otra cama. El conversador guiñaba uno y otro ojo, y la boca como un ojo más. Guiñaba y guiñaba. ¿Adónde lo habían internado? ¿Ese sitio era un manicomio? ¿Por qué habían acostado a su lado ese castigo, que él estaba destinado a no oír todo el tiempo, todo el maldito tiempo? Se asomó a la ventana. Abajo, en el patio, una chica de pollera escocesa y medias tres cuartos discutía con un viejo pelado. ¿Era Lépez? No. El viejo levantó la mano y la chica dio vuelta la cara. La chica era petisa. Inesperadamente para Saravia, el viejo le puso las manos en las tetitas. La chica retrocedió. Se acomodó la pollera y se subió una media. El pelado levantó su mano por segunda vez, antes de que Saravia abandonara la ventana para volver a acostarse.

Se metió en la cama; los ojos se le cerraron; tuvo un sueño. Estaba en una playa con Cristina. Los dos miraban el mar. Los brazos de Cristina eran retráctiles, y se le metían telescópicamente adentro de las mangas cortas de su remera. En un momento se agachó sobre la orilla, deplegó su mano hasta la arena y recogió un caracol para regalarle a Saravia. Él le agradeció —estaba un poco impresionado por la mecánica de sus brazos— y lo guardó debajo de la almohada.

Al despertar, Tarnower y una señora de anteojos, con el culo muy inflado, lo miraban científicamente desde el costado de la cama. Tarnower llevaba un libro forrado en papel araña plastificado. Ella llevaba una carpeta y una birome. Saravia odiaba el papel araña, porque odiaba las arañas. Volteó la almohada; tanteó entre la funda; metió la mano. Tarnower había escrito un cartel en la pizarra: “PSICOLOGA SUARES”. Ella tachó la P y dibujó una Z sobre la última S, antes de sentarse en el banco. La funda de la almohada era profunda; Saravia escarbó hasta tocar un objeto. Ella sacó un talonario de adentro de la carpeta y cortó el primer formulario, el 446 B. Le pasó la birome y la carpeta a Saravia, para que apoyara. Él miró el formulario y sonrió. El médico, ya sentado, apoyó su cabeza sobre la mancha de la pared, para descansar. La primera pregunta era:

- ¿Cómo se siente?

bien   mal   regular  

La segunda:

- ¿Atribuye su mal a:

trastornos de la infancia?   problemas síquicos?   culpas adquiridas?  

Todo el cuestionario era igual. Saravia pescó el objeto. ¿Sería el caracol que le había regalado Cristina en el sueño? Lo sacó: era el Mickey vela con la cabeza partida. Tenía pegadas partículas de espuma de goma de distintos tamaños. Lo dejó sobre la mesa de luz y se acomodó la almohada bajo la espalda.

—¿Tengo que llenarlo? —preguntó.

Ella escribió: “Sí”. Tal vez no se diera cuenta de que las afirmaciones o negaciones podía hacerlas con la cabeza. Aunque Saravia pensó que era mejor así, ya que esa mujer parecía no tener demasiados gestos. Estaba aburrida, más que Tarnower. Cortó dos formularios; a uno le puso carbónico. “478 A y 500 c/copia.” Las preguntas sumaban más de cien. Saravia comenzó a poner cruces en cualquier parte.

—¿Lo hago bien? —preguntó, mofándose de ella.

A la sicóloga no le importó. Anotó: “Hágalo rápido, si quiere”.

¡Una doctora que escribía correctamente! Inclusive palabras difíciles como “Hágalo”; acentos que para Tarnower hubieran resultado imposibles, como “rápido”.

—¿Está apurada? —preguntó Saravia.

Tarnower cabeceó. Miró a la sicóloga y miró hacia su libro araña. Lo abrió. Comenzó a marcarlo con un lápiz.

“Sí”, escribió ella. “Tengo que llevar a mi hija al colegio.”

—Déjemelos —dijo Saravia.

El médico subrayó una oración que debía ocupar toda la página. Estaba concentrado en lo suyo, y sólo lo distraía el conversador, porque de vez en vez lo examinaba seriamente.

“No”, escribió la doctora. El culo se le había aplastado contra el banco como un gran almohadón. Tarnower cerró su libro y salió. Las preguntas eran todas de múltiple choice.

- ¿Qué medicina lo representa más?

la alopática   la homeopatía   no lo representa   no sabe   no contesta  

Puso no sabe. Quiso poner no lo representa. ¿Para qué era eso?

—Papeles —dijo la sicóloga, escudriñándolo desde sus ojos escondidos tras los anteojos. Al ver que él no entendía, lo escribió. “Burocracia sicológica.” Planillas para archivar en biblioratos que nunca, nunca, serán abiertos. Saravia dijo “esiá bien”. Podía haber dicho “está mal”, y hubiera sido lo mismo. La sicóloga no estaba dispuesta a gastar un gesto en él.

Tarnower volvió con la enfermera, que ya se había puesto el guardapolvo y zapatos de taco transparentes, de acrílico, con medias marrones a rombos verdes. Por detrás entró una adolescente de camisa blanca, pelo atado, pollera tableada escocesa, medias tres cuartos y botines negros. Era similar a la sicóloga, pero treinta años antes. Cuando la chica se subió una media, Saravia estuvo seguro de que era la misma que había visto por la ventana. Había heredado la inexpresividad de la madre. La enfermera hizo salir un chorrito de la punta de su jeringa y se la clavó al conversador que, particularmente exaltado, defendía con términos legales y a los alaridos los derechos de los enfermos en los hospitales y la integridad sexual del mamboretá hembra frente al resto de los invertebrados en su escala zoológica. Antes de que la gorda de los zapatos transparentes saliera, el conversador se quedó dormido, aunque continuó hablando. Saravia completó los tres formularios sin leer las preguntas. Algunas cruces habían caído fuera de los casilleros; a la sicóloga ni siquiera le importó. Madre e hija estaban tomadas de las manos. “¿Viste cómo se te va a poner el culo cuando crezcas?” La chica sacó caramelos y les convidó a su mamá y a Tarnower. No a él. Y él estaba particularmente hambriento. “¿La comida viene cuando complete los formularios?”, preguntó. Tarnower asintió. Saravia terminó de cruzar las páginas en un santiamén. Se las dio. La sicóloga señaló la letra pequeña. Faltaban las tres firmas. “Declaro que los datos consignados en este formulario son correctos y completos y que he confeccionado la presente sin falsear contenidos, siendo fiel expresión de la verdad.” Saravia no se amilanó. Repudiaba todos los exámenes que pudieran hacerle en ese hospital.

—¿Llamó a Lépez?

—Uf —dijo Tarnower, levantando la mano. Quería decirle “basta de joder”. Acompañó a la sicóloga hasta la puerta. La hija no saludó a Saravia. El conversador cantaba Ouvre ton coeur, Les filies de Cádix, La mort d’Ophélie, o cualquier canción francesa de amor de las que él había bailado, en otro tiempo, con Silvia. Se acordó de ella. El médico volvió a entrar. Saravia ya tenía lágrimas en los ojos. Se acordó de cuando la acompañaba a los conciertos; de las discusiones por el sabor de los helados, si Häagen Dazs o Laponia. El médico se sentó en el banco y abrió el libro.

—¿Por qué soñé con el mar?

Tarnower no supo, en un principio, qué contestarle.

—Recién me quedé un rato dormido y soñé con el mar, y solamente fui cuando era chico. ¿Por qué?

El médico subió los hombros. ¿La visita de la sicóloga lo había puesto en onda sicoanalítica, Saravia? El mar, el mar… Odiaba a Debussy, aunque ahora cuánto daría por escuchar ese adefesio.

“Ah”, pareció decir el médico, con un gesto volátil de mano izquierda. Dejó el libro a un lado. Saravia pensó que estaría preparando alguna conferencia importante, porque llevaba un resaltador y un lápiz con el que hacía los subrayados. Tarnower tomó el pizarrón entre sus manos. Escribió:

“NO ES MAR - ES VACIO, COMO EN LOS SALACOLES”

—¿Salacoles? —la letra de Tarnower era difícil, aunque escribiera en mayúsculas de imprenta.

“CARACOLES”, reescribió Tarnower. Saravia leyó. El médico borró el pizarrón para volver a escribir.

“EL VACIO SE PUEDE IMAGINAR MATEMATICO O CIDERAL, O MAR”

—¿Cideral?

“DEL ESPACIO - ESPACIAL”

Saravia corrigió la C por una S. El médico borró y escribió: “LA SORDERA NUNCA ES TOTAL - USTED ELIJIO EL MAR” Saravia corrigió la G.

“LA NADA ES UN VACIO QUE TIENE SU SUMBIDO”

Saravia le cambió la diagonal a la S para que fuera una Z.

“USTED OYE LO QUE QUIERE”

—O sea que es un tema de sensibilidad…

“Sí.”

—O pienso en ese vacío como algo matemático, o pienso en el mar… —continuó Saravia.

“Sí.”

A Saravia no le interesaba el espacio sideral, eso de estar flotando en la noche de los tiempos, o en una abstracción matemática. El mar era una alternativa saludable. Recordaba el olor, el movimiento que nunca se repetía, el gusto de la sal en la boca, el frío helado en los pies sumergidos. Saravia podía verse metiéndose en el mar, buceando hasta llegar al vacío de todos los vacíos, al sitio exacto donde la matemática y el espacio exterior se juntaban en una misma ausencia de ruido. Lo que Saravia siempre necesitaba era encontrarles sentido a las cosas. Entonces sí, claro, elegía el mar. “Voy a estar ahí. Prefiero mojarme los pies pateando espuma, tener algas entre los dedos, vivir despeinado por el viento, zambullirme bajo las olas, después salir y dormir sobre la arena seca.” Y que la duna lo fuera tapando silenciosamente, que la arena se le metiera por las orejas inútiles. Que se le llenaran hasta los tímpanos, si total para qué. Si Saravia no tenía fe. Nunca la había tenido. El ruido a mar era un refugio para esperar, para soportar la fiebre, el dolor de garganta, la indiferencia de la medicina. La indiferencia de estos médicos que recetaban aspirinas, que leían tratados al lado de los enfermos, que cabeceaban, soltando el libro sobre su regazo y que no eran capaces de nada bueno.

El ejemplo era la ortografía. Tarnower habría leído mil veces la palabra “zumbido”, y la escribía con “s”. “Un problema de atención”, se dijo Saravia. Y él requería atención. Y el conversador también, y no hacía más que pedirla en su elemental discurso cíclico. En lo más básico de su daño cerebral, adivinaría que lo estaban maltratando, que esa enfermera que lo llamaba quico —él había notado que la boca de ella finalizaba las frases hacia el conversador de la misma manera que las que dirigía a él, a Saravia, unificando a todos los enfermos en el mismo apodo despectivo— era una novata a punto para el baile del domingo, pero no para la enfermería. Que ese doctor Tarnower podía saber mucho, pero a la hora de calmar el dolor dejaba que desear. A él le seguía doliendo la garganta.

Saravia tenía ganas de llorar. Por los dos días que llevaba ahí, despierto; por los días que había estado inconsciente; por estar sordo, porque no se había comunicado con Lépez ni sabía nada de Cristina, porque no entendía lo que le estaba pasando. No sabía si iba a recuperar su audición, o no. Si era o no una enfermedad importante. Él no era importante para ellos. La angustia le inundó de lágrimas la garganta. Tampoco era importante para Silvia, ni para Celeste, ni para Lépez o Cristina. La que menos culpa tenía era Cristina, pobrecita, casi no la conocía. ¿Qué hacían ellos que no averiguaban su paradero, que no iban a la policía, a la televisión?

El médico clavó su mentón en el pecho. Los anteojos, el lápiz, el resaltador y el libro se corrieron simultáneamente algunos centímetros en su nariz tobogán, sus dedos flojos, su regazo blando. Con la blandura del sueño. ¿Cómo podía esperar que aquel doctor supiera de medicina, si tenía que estudiar un libro de lomo delgado y se dormía? El libro se corrió más. Estaba por caerse al suelo. Saravia alargó la mano, a pesar del papel araña. Detuvo su deslizamiento casi en el aire. Iba a volver a ponérselo como antes, pero el médico inclinó la cabeza dormida hacia el hombro derecho, acomodándose de costado en el banco. El lápiz y el resaltador cayeron al suelo. Tarnower bostezó. ¡Cómo podía dormir con esa luz! Si Saravia acomodaba el libro en el triángulo de banco que el cuerpo del médico dejaba libre, era probable que se volviera a caer. Lo abrió. Estaba profusamente marcado. Sobre la página 115 había resaltado:

MARTES: DÍA JAPONÉS. Almuerzo: Sopa de verduras. Atún Shimi. Mandarinas Oki. Té de jazmín / cualquier té / café. Cena: Camarones y pollo Tori. Ensalada de ajíes verdes y porotos. 1/4 de taza de arroz hervido. Frutas en molde. Té de jazmín / cualquier té / café.

Sobre la página par había destacado la letra pequeña:

(1) Fruta para el Desayuno Diario: El pomelo puede reemplazarse cualquier día por cualquiera de las siguientes frutas de estación: 1/2 taza de ananá fresco cortado en dados, o 1/2 mango, o 112 morrón, o una generosa rodaja de melón rocío de miel, o de sandía.

Saravia ya llevaba veinte horas sin comer. Leer ese libro le llenó la boca de saliva. El libro indicaba que el lunes era el día americano; el martes, japonés; el miércoles, francés; el jueves, italiano; el viernes, español; sábado, griego y domingo, hawaiano. El almuerzo hawaiano indicaba sopa de limón, ensalada de pickles mixta, una feta de jamón cocido y una rebanada de pan proteico tostado. Con el frío que hacía. De cena: salmón Lomi con ensalada de porotos y 1/2 zapallito asado, sazonado con sal de ajo. ¿Qué sería el salmón Lomi? ¿A la maître d’hôtel? Más abajo leyó bife marinado a la parrilla, leyó 120 gramos de carne pesada sin hueso, quitada toda la grasa. Se imaginó desgrasando ese bife, se imaginó el ruido, el pshshshsh al sellar la carne en su bifera abrasadora; se imaginó el jugo rojo al cortar el medallón al medio, las fibras rojas y tiernas; se imaginó llevándolo a su boca, el pancito mojado, la delicia de ese bocado. Se imaginó bebiendo una copa de Carcassonne tinto a temperatura natural. Pasó las páginas del libro.

Era la Dieta Médica Scarsdale; la primera página que leyó pertenecía a la “Dieta Médica Internacional”. Al final del libro había preguntas de gordos. Algunas habían sido subrayadas por Tarnower. Tuve dolores de hambre y me vi obligada a dejar la dieta; ¿cómo puedo evitar los dolores y aun así perder peso? Él tenía dolores de hambre. ¿Cómo haría el conversador para seguir tan activo sin haber comido? Tal vez se alimentara a base de palabras y las regurgitara; tal vez esa fuera toda su dieta. La boca del conversador lo estaba observando. Lo vio responder claramente: No es infrecuente experimentar dolores de hambre cuando se cambian los malos hábitos por un régimen más disciplinado. Puede llevar unos días superar este síntoma, pero luego su metabolismo aceptará el nuevo comportamiento. Mientras tanto, si se siente muy incómoda, coma una fruta de estación: pera, durazno o alguna otra. ¡El conversador estaba diciendo exactamente eso! El movimiento era legítimo, y hasta la cara que ponía parecía la de un médico. Saravia leyó otra pregunta, al azar:

—Fui un bebé gordo y me dijeron que la gente acumula “células de grasa” y no puede adelgazar. ¿La D.M.S. supera ese problema?

El conversador ni dudó la respuesta.

Tengan o no células de grasa en exceso, mucha gente obesa ha podido perder ese sobrepeso gracias a la dieta.

—Tomo diuréticos por mi elevada presión arterial y mi médico me indicó beber jugo de naranjas a diario. ¿Esto arruinará mi dieta?

El movimiento de los labios del conversador coincidía ridiculamente con las palabras del libro.

La pérdida de potasio que ocasionalmente resulta de tomar píldoras diuréticas se supera con muchos alimentos ricos en potasio que hemos indicado en la lista de Información Especial, último apartado de este libro. Estoy seguro de que si come alguna fruta de estación —el conversador hizo un gesto abarcativo de muchas frutas—, que contiene una forma de azúcar denominada fructosa, usted conseguirá lo mismo que bebiendo litros y litros de jugo.

Para decir litros y litros hizo un espiral con la mano derecha. Saravia volvió el libro hacia atrás hasta la página 92. Tenía la boca hecha un lago. Necesitaba una fruta de estación, un rocío de miel, una tarta de espinacas y queso Olga. Por eso le había empezado a doler la cabeza. Por el hambre. Por no ir al baño. Por miedo. 2 paquetes de espinaca picada. Por angustia. 3 huevos batidos. Saravia recordó cuando batía huevos para hacer Citrönformasse, una variación de espumilla de limón. 170 gramos de queso blanco desgrasado. Porque a pesar de que tenía ganas, no podía llorar. 2 rodajas de pan proteico, remojadas en agua y escurridas. Porque tenía que soportar el movimiento constante y agresivo del conversador a su izquierda, y la legión de desconocidos en guardapolvo a su derecha y al frente. 1/8 de taza de queso Parmesano, rallado. El Parmesano era una delicia, más aún si lo rallaba con su rallador, que lo dejaba en hilos. Caliente el horno a 190 grados. Escurra el agua de las espinacas y póngale sal a gusto. ¿190 grados significará un horno bien caliente o en mínimo? Agregue los demás ingredientes, deshaga el pan con un tenedor y mezcle de manera pareja. Si querés llorar, llorá, Saravia. Hace bien, vas a ver que te hace bien. Colóquelo en un molde para tarta de 22 centímetros (utilice un molde que no se pegue o recubra con spray vegetal). “Fritolín”, dijo Saravia. Aunque quedaban mejor las comidas con el molde enmantecado. Hornear durante 40 o 45 minutos. ¿Éste era el tratado importante que estaba leyendo Tarnower? Le sacó la lapicera del bolsillo. El centro debe estar firme y los bordes ligeramente dorados. Congélese envuelta cuidadosamente. Subrayó el título de la tarta. Una lágrima se estrelló sobre la palabra worcestershire, a mitad de la página 95. Tenía que acordarse de esta receta para hacérsela a Cristina, algún día. Ni ajo, ni cebolla, y diet. Descongele antes de calentar y servir.