14
Saravia no tenía voz.
A las cuatro de la madrugada, la enfermera se había llevado el cuerpo del conversador. Entró con una camilla y una bolsa de polietileno. Arriba de la camilla había una barra de acero con una bifurcación terminada en dos ganchos. Saravia podía verla sin mover la cabeza. La gorda juntó las sábanas viejas y las metió adentro de la bolsa. Apoyó el cuerpo muerto sobre la camilla. Saravia no podía moverse. Estaba seguro de que esa barra era otro nefasto instrumento de la medicina. Un soporte para que cirujanos de manos carniceras pudiesen maniobrar entre raspajes, separaciones y sangrados. Siempre desde lejos, apoyando los largos bisturíes sobre los ganchos abiertos de la barra para no contagiarse. El instrumento descansaba en el acolchado de la camilla, como sobre algodones esterilizados. Saravia abrió la boca para preguntar “¿qué es?”, intuyendo que no produciría sonido alguno. Su garganta emitió una baba ácida y salada que se le diluyó sobre la lengua. “Que llegue la mañana”, pensó. Ni él sabía si eso era lo que realmente quería.
La gorda se detuvo a los pies de su cama. Habló inútilmente. Sonrió con suavidad. Por primera vez, a Saravia no le pareció bruta. Llevaba la bolsa apretada entre las manos. La soltó para tomar el pizarrón. “¿No puede dormir, quico?” “No”, hizo Saravia con la cabeza. La gorda bajó los ojos. Intentó transmitirle algo con las manos, como una disculpa por eso de vivir y morirse, pero no dijo nada. Él quiso pedirle que apagaran la luz. Tenía un puño de sangre en la boca. Ella dejó la bolsa sobre el cuerpo acostado del hombre. “¿Qué es?”, preguntó Saravia. La pregunta salió salpicada de rojos. Ella no comprendió. Fue a buscar papel higiénico y le secó la cara. Saravia no tenía fuerzas para nada, ni para repetir la pregunta. Ella anotó: “Estás afonico, quico”.
Saravia no tenía ganas ni de agregarle el acento a la “o”. “¿Para qué sirve ese instrumento?”, pensó. Ella fue hasta la camilla, levantó la barra de acero y la enganchó en posición vertical. Sacó el sachet de suero que colgaba del respaldo de la cama vacía y lo sujetó a una de las puntas de la bifurcación. Salió del cuarto tirando de la camilla. Caminaba hacia atrás; empujó la puerta con la cola. Saravia hubiera querido preguntarle si el papagayo que había encontrado en la cama del conversador era el suyo; cuándo le darían de comer; si estaba destinado a acabar sus horas como el conversador. Pero otra vez estaba solo.
Solo con esa luz. Los arquitectos deberían estar un tiempo internados, horizontales, en una cama de hospital, para saber qué es sentirse con ese reflector día y noche sobre los ojos. Tenían que aprender a estar enfermos, antes de diseñar un cuarto. Saravia sabía estar en una cama. Estaba acostumbrado a eso. Sabía que la barba crecía más rápidamente, como la suya, cerrada y sucia. Sabía que la comida se digería, también, rápidamente, porque el cuerpo sólo tenía esa ocupación; aunque ahora no hubiera nada en el estómago para digerir. Saravia se recordó horizontal en la cama de su casa, y se entristeció. Entonces todavía esperaba a Silvia, sobre unas sábanas revueltas; era una oreja con un brazo y un teléfono. Ahora no era nada. El primer día, al despertar y matar aquella mosca de un golpe, por lo menos era una voz. Y una voz es aire, exhalación. Ahora se sentía definitivamente nada. Era microorganismos, saliva roja, transpiración y angustia en estado puro, pensaba Saravia. ¿Qué significaba ser una gota de saliva sanguinolenta, algo que la gorda limpiaba con papel higiénico? ¿Qué significaba ser barba creciendo sin parar, mientras todo en él se adormilaba, se aislaba, se moría?
La sábana era más importante que Saravia. Servía para taparlo, para ocultar su cuerpo, para darle calor. Él, en cambio, no le servía a la sábana más que de excusa tonta para seguir extendida. Saravia comprendía que si hablaba, nadie lo escucharía; tampoco él se podía escuchar, porque estaba sordo, de modo que daba lo mismo ser mudo. Pero no estaba mudo. La enfermera había escrito “afonico” (sin el acento). “Mejor”, habría pensado ella, “así no grita, quico”. “Así le puedo gritar sin que me conteste ni se altere, quico.”
Saravia se sentía la incertidumbre adentro de una cama, ensobrado como una postal que ni siquiera manda saludos, ni pregunta por la salud o por el amor. Si alguien recibiera ese mensaje, lo tomaría por una equivocación; “qué es esto, para qué lo mandaron, quién lo firma”. “Saravia”, pensó Saravia. Pero no se pudo nombrar. Pensó su nombre con los gestos que le había enseñado el sordomudo, pero no los hizo. Eran las cinco menos cinco. Ni siquiera podía cerrar los ojos para intentar dormir.
A las once entró Tarnower con Lépez. La alegría fue aún mayor cuando, detrás de ellos, apareció el hombre mosca con el carro. ¡Medio pomelo con azúcar, café con leche, dos medialunas, manteca y dulce de frambuesas! Tarnower hizo una señal al mosca para que también le dejara un paquete de Express con cuatro galletitas. El hombre se limpió un bollito en el pantalón y apoyó el paquete sobre la bandeja, con otro pote de dulce. ¡Jalea de membrillo, la preferida de Saravia!
Lépez llevaba puesto un guardapolvo impecable; hablaba. Tarnower le explicó. Eso era lo que Tarnower hacía bien: explicar. Quiso pasarle su pizarrón, pero Lépez agarró el de Saravia. De todos modos él no lo iba a necesitar, porque no pensaba ocupar sus manos en otra cosa que no fueran las delicias de aquella bandeja. Por un buen rato estaría revolviendo el café, untando medialunas y galletitas, mordiendo, tragando, soplando, bebiendo. El líquido caliente era un bálsamo para su garganta desflecada. Lépez sonreía, contento de verlo. Parecía que no se animaba a arrimarse del todo; como si no supiera si darle la mano o continuar conversando con Tarnower. Revisó unos papeles. Los estudiaba sin cambiar su aspecto radiante, que sólo dejó para retarlo suavemente, porque Tarnower acababa de escribir en el pizarrón:
“NO ME ABIA DICHO QUE LOPEZ ERA DOCTOR”
Lépez hizo un “chas chas” con la mano a Saravia; después le sacó el pizarrón a Tarnower, corrigió la H y cambió la O por la É en su apellido. “Lépez”, dijo. “LÉ-PEZ, con É.” Eso Saravia lo había distinguido claramente en el movimiento de los labios, porque esperaba que lo dijera. Lépez abría poco la boca, como Tarnower.
—Lépez —repitió Tarnower.
—Exacto. Es importante pronunciar el acento. ¿Entiende lo que le digo? —preguntó Lépez.
—Sin lugar a dudas —respondió Tarnower.
Saravia se comió las cuatro galletitas y después juntó las migas, las puso adentro del pote de jalea y chupó el plástico hasta el fondo.
“¡Qué apetito!”, escribió Lépez.
Saravia le pidió el pizarrón. Puso la taza y los platos vacíos sobre la mesa de luz y se apoyó en la bandeja, para escribir: “Hacía más de un día y medio que no me daban de comer”.
—Ehhh —dijo Lépez, mirando a Tarnower, que le explicó algo que lo hizo sonreír. Un comentario del tipo “qué exagerado”, o “no le gusta nuestra comida”, o “no había demostrado apetito”. La verdad era otra. Ahora lo alimentaban porque se había muerto el conversador, o porque estaba Lépez de visita. Tenían que hacer buena letra, claro. Y tratar bien a Saravia, aunque fuera una nada, un enfermo sin diagnóstico, la incertidumbre sordomuda.
“¿Cristina?”, escribió.
“Afuera”, señaló Lépez con la mano.
“¿Por qué no viene?”
Tarnower escribió:
“NO ES EL ORARIO”
Ese doctor era increíble, pensó Saravia. Tal vez le habían enseñado el alfabeto de otra manera, “…e, f, g, i, j, k…”, sin haches.
—Va con hache —supuso Saravia que dijo Lépez, y Tarnower no corrigió la falta. Explicó algo entre risas, algo que podía ser “no uso haches”, o “si no suena”. ¿Para qué servía una letra muda? ¿Para qué servía un mudo? Saravia era una hache. Suerte que Lépez y Cristina estaban ahí, aunque a ella no la dejaran entrar. Ellos seguramente eran defensores morales de las haches, respetuosos a ultranza de las haches, que no por ser mudas… Lépez parecía estar explicando estos argumentos, que a Tarnower le importaban un cuerno. “Vamos a someterlo a un examen exhaustivo”, escribió Lépez, finalmente. Saravia se alegró: la hache más difícil del idioma español estaba ahí, en su sitio.
“Gracias”, escribió.
Lépez agregó: “¿Cuándo volvemos al bowling?”.
“Pronto”, escribió Saravia.
“¿Y a tomar unos tragos?”
“Pronto”, remarcó Saravia, sin borrar. Ya se sentía mejor. “Quiero ver a Cristina”, agregó.
Lépez habló con Tarnower, que asintió y salió. Lépez guiñó su ojo derecho. La pelada, bajo la luz del hospital, brillaba más que en el consultorio.
“¿Será grave?”, escribió Saravia.
Lépez iba a escribirle la respuesta, pero lo distrajeron, y fue a abrir. En la puerta estaba ella, al lado de Tarnower. Entraron. Llevaba puesto un gran abrigo negro, que le hacía los brazos muy gordos. El abrigo le quedaba ajustado en los brazos, aunque fuera holgado. Saravia contempló ese detalle con evidente preocupación. Ella se dio cuenta.
—No es nada —dijo, y Saravia entendió.
Ella se subió la manga para mostrarle. Tenía colocada una ortopedia de vidrio, como un frasco con líquido. Bajó la manga. Estaba linda, sonreía linda, “tal vez más infantil”, pensó Saravia.
—Hola —dijo Cristina. Tarnower le explicó que estaba sordo y le dio el pizarrón, que ella apoyó sobre la cama. Saravia no la oía, pero podía entenderla, no sólo por el movimiento de los labios. Quería entenderse con ella. Sintió que la emoción le calentaba el pecho. Quiso escribir algo agradable, pero la presencia de los doctores lo inhibía. Sobre todo la presencia de Tarnower, que le pidió a Cristina que saliera del cuarto. Habló con ella y señaló la puerta. Lépez asintió brevemente. ¡No la habían dejado estar ni cinco minutos! Cristina lo saludó con la mano antes de salir.
Lépez abrió su portafolios y sacó un anotador y su lapicera fuente. Sacó también un libro forrado en papel de estraza, un gran diapasón, un instrumento similar a un téster conectado a un embudo, un cilindro metálico terminado en un cuadradito, un cono plateado, las revistas El Gráfico y Corsa. Saravia volvió a enseñarle su pizarrón. “¿Será grave?” Tamborileó con los dedos en la madera para darle importancia a la pregunta. Lépez miró hacia la puerta batiente por la que había salido Cristina y escribió: “Por lo menos no se ve”.
“Pobre Cristina”, pensó Saravia.
Lépez abrió el libro en una página marcada y se lo mostró para que leyera. Mientras Saravia se acomodaba en la cama, los doctores intercambiaron detalles. Lépez, como siempre, parecía muy seguro. Saravia leyó:
La mayor parte del oído interno está constituido por una delicada formación ósea, muy semejante en su forma a la concha de un caracol, viéndose en los cortes que es un conducto que afecta la figura espiral. La totalidad del oído interno está llena de un fluido, y cuando la base del hueso estribo ha sido puesta en vibración por una onda sonora, la membrana en la que se apoya dicho hueso vibra también, trasmitiéndose el movimiento al líquido que se encuentra en la parte interna de la membrana. Las ondas así producidas se transmiten a lo largo del conducto espiral.
Lépez oprimió la perilla del cilindro de metal terminado en un cuadradito. Era una linterna. Se la mostró, y le mostró el pequeño cono plateado. “Espéculo”, escribió, para denominar al embudo; “otoscopio”, cuando señaló la linterna. Saravia se la llevó al ojo derecho. Tenía una lente de aumento, por la que pudo verse las huellas dactilares del dedo pulgar. Se la devolvió. Lépez quiso que él recostara la cabeza sobre la almohada, pero Saravia quería preguntarle algo más.
“¿Cómo va el tratamiento de Cristina?”, escribió.
“Mejor.”
Saravia esperaba detalles. Lépez borró y fue más preciso: “La piel le va a quedar manchada, pero puede recuperar el tacto”.
“¿Se va a curar?”, insistió Saravia.
“Ella tiene fe”, contestó el doctor.
Le acostó la cabeza. Calzó el cono en su oreja. “Al fin y al cabo, era como la prueba de Celeste”, pensó Saravia. Lépez colocó el otoscopio en posición y se limitó a observar. Anotó algo. Tarnower se había sentado sobre la cama vacía del conversador, y miraba al doctor con indiferencia. Se rascó la nariz. Lépez hizo un gesto breve para que Saravia volteara la cabeza. Saravia aprovechó la desconcentración para escribir otra pregunta. La cara de Tarnower comenzaba a denotar fastidio. Tal vez pensara que, con tantas interrupciones, no terminarían nunca.
“Y yo: ¿me voy a curar?”
“¿Tiene fe?”
Saravia negó con la cabeza. Lépez se sorprendió. Puso la misma cara que en el bowling, cuando secuestró la revista de los parapalos. Escribió un cartel en el que Saravia leyó: “Está mal. La fe mueve montañas”.
Lépez seguiría escribiendo el cartel en su cabeza con frases del tipo “siempre hay que creer en algo supremo; es la ley de la vida, etcétera”, imaginó Saravia. Lépez insistió sobre la frase señalándola con el dedo. No tener fe en un hospital era un asunto grave; peor era reconocerlo ante los médicos. Lépez cruzó sentencias de gran rectitud con su colega ahí presente. Tarnower se acercó para ver el pizarrón. Asintió severamente, con el índice extendido hacia arriba.
Saravia expuso su otra oreja para que Lépez le calzara el espéculo. El doctor hizo su observación a través del otoscopio. Saravia se volvió a sentar. Los doctores hablaron entre sí. Lépez le mostró las anotaciones a Tarnower. Tomó el diapasón, que era de mayor tamaño que el de Saravia, y señaló el vértice de la cabeza del paciente. Tarnower también puso su dedo ahí, para después escribir “APES” en un costado del pizarrón de Saravia. Arriba de la palabra “curar”. Lépez observó la palabra del doctor, como si no entendiera. Tarnower se tocó la coronilla. Sonreía mientras lo hacía. Entonces Lépez corrigió la palabra: “ÁPEX”. Tardó en sacarle la mirada de encima. Era su modo de decirle, con los ojos: “no te podés confundir, sos un profesional…”. A Tarnower no le importó.
Lépez anotó: “Prueba de Weber”. Apoyó la base del diapasón sobre el ápex de Saravia. Golpeó el diapasón con una llave. Saravia sintió la vibración en su cabeza y abrió grandes los ojos. Si eso no era escuchar, se le parecía bastante. Anotó “Oí”, debajo de sus palabras “¿me voy a”. Lépez sonrió. Anotó: “Prueba de Rinne”; “Mastoides”. Señaló la palabra “Mastoides” y lo tocó por detrás de la oreja izquierda. Saravia llevó hasta allí su mano. El doctor hizo vibrar el diapasón y apoyó su base sobre ese hueso saliente. Saravia se alegró, podía oír. Hizo “sí” rápidamente; estaba emocionado. “¿Qué me pasa?”, anotó. Lépez escribió: “Se oye por hueso o por vía aérea”.
Le señaló el cartel. Tachó “o por vía aérea” y redondeó con un círculo la palabra “hueso”. Apuntó hacia la cabeza de Saravia con una mirada tan profunda que él sintió que le señalaba el cráneo. Saravia subrayó su pregunta anterior y levantó el pizarrón para que Tarnower también la viera. Ellos se miraron entre sí, cabeceando confusamente. No se podía saber si decían “sí”, “más o menos”, “no sabemos”, o “no”. Lépez borró su pizarrón y escribió: “Receto pruebas neurológicas para ver si hay un signo de foco”.
Le mostró el cartel a Tarnower, que afirmó con la cabeza. Lépez borró el pizarrón de Saravia y agregó: “Quiero una tomografía computada”.
Tarnower hizo una afirmación menos convincente. Lépez le mostró los dos pizarrones levantados. Entre ellos mismos se comunicaban por telegramas. “Ridículo”, opinó Saravia. Señaló el primer pizarrón e hizo “¿qué es?” con la mano. Era un gesto ordinario, pero didáctico. El doctor repitió el gesto: “¿qué es qué?”. Saravia, con el marcador rojo, encerró entre “¿?” las palabras “un signo de foco”. Lépez agregó, en letra pequeña, porque no tenía intenciones de borrar los carteles: “manifestación de alteración neurológica”.
“Ah”, pensó Saravia.
La doctora bizca entró a la habitación. Saludó a Lépez y entregó las placas reveladas a Tarnower. Después se fue. Tarnower levantó la primera lámina negra hacia la luz. Su cara dejaba dudas. Le pasó la placa a Lépez. Los ojos de los doctores escudriñaban los detalles con la amargura de un sepulturero que tiene más de dos clientes en el día. Domingo, además, los doctores cambiaron las placas. La que le pasó Tarnower tal vez fuera peor, a juzgar por la casi imperceptible negativa en el mentón de Lépez, que también pestañeaba. ¿Hoy sería domingo? Ya habían enterrado a un contracturado y ahora esperaban el veredicto para abrir otro pozo. “Cáncer troncocerebral irreversible”. Entre ellos intercambiaron términos. Saravia alcanzó a entender algo; le pareció que decían palabras como “traumatismo”, “neurofibromas”, o “lobotomía”. Comenzó a transpirar. Aunque viniendo de Tarnower, que tal vez también hablara con faltas, esos términos podían ser cualquier otra cosa. Podía estarle diciendo “no vino su tía Clota” y Saravia decodificar: “lesiones en la cóclea”. Tarnower podía estar diciendo cualquier gansada, pensó Saravia. Puso entre signos de pregunta las palabras “tomografía computada”.
“Estudio para saber si hay fractura de cráneo o un coágulo”, marcó Lépez.
“¿Duele?”, preguntó Saravia, en un rinconcito del pizarrón, porque no se atrevió a borrar los caracteres del médico. Lépez torció la cabeza despectivamente, como diciéndole “¿con el problema que tenés vas a preocuparte por unos estudios de morondanga?”. “Con el problemón que tenés”, corrigió Saravia mentalmente. Lépez borró y escribió: “¿Le hicieron una logoaudiometría?”.
Tarnower tomó el otro pizarrón, borró y le contestó:
“NO LO CREI NESESARIO”
La payada médica era absurda, ¿por qué se escribirían entre ellos, si podían hablar? ¿Para hacerlo participar a Saravia? Lépez corrigió la primera S. Comenzó a dictaminar en su pose moral, a reprender al otro por escribir con faltas de ortografía, seguramente. “¡Un médico!”, decía ahora. Saravia le entendió clarito, porque cuando retaba, a Lépez se le marcaban más las palabras en el movimiento de los labios. Tarnower levantaba los hombros, “qué me importa, soy doctor, no maestra de primaria. Sin lugar a dudas”. “¡Pero es un profesional, viejo!”, o “¡Pedro es un profesional tieso!”, o “Cristina, salvame”. “Me encantaría que estuvieras aquí conmigo.” “Entrá. Echalos. Curame vos, curame vos.”
La discusión entre los doctores se fue poniendo más violenta. Lépez levantaba los brazos y Tarnower también. Al final, a Tarnower se le pusieron las mejillas coloradas y salió dando un portazo. La puerta dio varios vaivenes. Lépez guardó sus instrumentos en la valija. No miraba a Saravia. Estaba de malhumor. Las faltas de ortografía lo sacaban de quicio, como a él. En eso eran hermanos, con el hámster. Qué suerte que estaba ahí. Con la punta de la sábana, Saravia limpió los dos pizarrones. La tela quedó violeta. Escribió: “¿Qué hay de la vida de Celeste?”. Se lo mostró.
“Enojadísima.”
“¿Cuándo la vio?”
“Hace dos días.”
Tal vez, si le hacía un regalo… Ella pensaría que él se habría fugado para no pagarle.
“¿Le va a hablar de mí?”
“Voy a hacer lo que pueda.”
“¿Muy enojada?”
Lépez afirmó con la cabeza, serio. Saravia volvió a redactar una frase, borró varias veces antes de darle la forma final.
“Tengo plata guardada en la caja del caset Artaud, de Spinetta. Dele los dos de cien.”
Lépez terminó de guardar sus cosas. Las revistas habían quedado afuera de la valija. Contestó con una oración más estudiada que la de Saravia.
“Mejor que sigan ahí. Los vamos a necesitar. ¿Entiende?”
Saravia afirmó, pero no entendía. ¿Estaría en una clínica privada o en un hospital municipal? Si fuera privada, ya lo habrían echado. Él no llevaba dinero en la billetera como para pagar ni un día de internación. Lépez le apoyó una mano sobre el hombro. Apoyó también las revistas sobre la cama. En la tapa de Corsa, Johnny Debenedittis apostaba a Volkswagen para camino de montaña. En la de El Gráfico, Maradona prometía no irse jamás de Boca. Era un regalo de Lépez, un regalo de hombre a hombre. Autos y fútbol. A Saravia no le interesaban ninguna de las dos cosas. Hubiera preferido que le dejara el libro de medicina forrado en papel madera. Le dio la mano.
Sobre la bandeja apoyada en la mesa de luz quedaba el cuerno de una medialuna. Saravia se levantó. Estaba, otra vez, solo. Fue hasta la cama del conversador y se sentó, probando los elásticos. Masticó la factura. Aún no había perdido el sentido del gusto. No le habían dicho qué era lo que veían en las radiografías. Comunicarse con él era un acto titánico, agotador para cualquiera. Era más fácil comunicarse con una medialuna: sólo contaban el hambre y las ganas de comer, el sabor de la medialuna y el paladar para apreciarlo. Ése era todo el diálogo posible. Saravia se había comunicado con ellas dos veces en un día. Primero había mojado las medialunas en la taza; ahora se estaba comiendo ese cuernito seco. ¿Cuánto le había dicho Lépez, y cuánto le había dejado de decir?
Se paró. Fue hasta la ventana. Abrió la hoja, asomó la cabeza. Abajo, el señor mayor, pelado, arrinconaba a una mujer contra la pared. Ella tenía el pelo largo y anteojos. Estaba vestida con ropa de colegio. El pelado manoteaba y miraba hacia atrás, por si alguien lo estaba espiando. Estaba excitado y nervioso. La pelada le brillaba como la de Lépez. Ella se movió de costado para dejar salir la bombacha por debajo de la pollera escocesa. El viejo le abrió las piernas con las manos. Se arrodilló a su lado bajándose los pantalones. Era petiso y gordo. Se dejó puesto el saco. Hundió su cuerpo en el de la chica, que arqueó el cuello para quedar con la cara mirando hacia arriba. Saravia la reconoció, aunque ella tenía los ojos cerrados. Abrió la boca (¿de dolor?). A Saravia le pareció que no gritaba. El pelado se movió ansiosamente sobre su cuerpo en sucesivos empujones bruscos. A ella se le cayeron los anteojos. Alcanzó a manotearlos en el aire, pero no se los puso. Abrazó al viejo, que había crecido en movimientos y empeño. Con una pierna sin zapato, le rodeó la espalda. Tenía puestas las medias tres cuartos y el otro zapato. Era la hija de la sicóloga. Aquella niña arisca. Los libros de la escuela estaban atados en un paquete sobre la otra silla. El pelado miró hacia atrás y Saravia también. El pelado dio los últimos dos empujones y apoyó su desagradable cabeza, con la boca abierta, mordiendo el cuello de la nena. Le olió los cabellos y el aliento.
Saravia dio un paso atrás. ¿Cómo podía dejar que eso pasara, una violación ahí, en el patio? ¿No iba a hacer nada? Volvió a asomarse. El pelado de traje tenía la nariz puntiaguda y saliente como un obelisco. Pasó los agujeros de la bombacha blanca por cada uno de los pies de la nena; le calzó el zapato. Le puso los anteojos. Le dijo algo. A Saravia le pareció que ella asentía. El pelado le hizo “shhhh” con el índice en la boca, mientras con la mano le tocaba un hombro, un pecho plano. Acomodó su propio traje para simular que nada había pasado. Ella agarró los libros y salió apurada. Saravia miraba de reojo hacia atrás, hacia su propia puerta. Lo horrible de no oír era que podían sorprenderlo en cualquier momento, de espaldas, con su mano adentro del slip.
El pelado limpió los restos de semen con un pañuelo, puso una silla sobre la otra y salió del patio.