23
Cuando Saravia se despertó, ella estaba mirando por una hendija libre de la ventana corrida, hacia afuera, con las manos apoyadas sobre la mesada de la cocina. La mosca verde de la cabeza roja volaba en círculos.
—¿Lépez? —preguntó él, desde la cama.
“Shhh”, hizo ella, y “sí”. Sus ojos seguían con preocupación el camino de alguien por detrás de los árboles. “Lépez” era una horrible palabra para empezar el día. “Más aún entre signos de interrogación”, se dijo Saravia. Ella escribió en el pizarrón: “Mejor que hable más bajo. ¿Cuándo viene la policía?”
Estaba nerviosa y acompañó la pregunta con un movimiento insistente de su brazo, antes de volver a mirar.
—No sé —dijo Saravia.
“¿Seguro que llamó, no?”
—Sí, seguro…
“¿Y les dio los datos de acá, no?”
—Ya le contesté antes: sí.
Puso cara de “qué raro”. Se alejó un paso de la ventana, asustada.
Lo ideal para comenzar el día era saludar con un “buen día”; él había dicho “¿Lépez?”. Se sentó sobre la cama. Buscó el caracol entre las sábanas, al ver la bailarina girando sobre el desayunador.
Ella cebó un mate y se lo acercó. Él sorbió de la bombilla; estaba caliente. Afuera se anunciaba otra tormenta. Los nubarrones habían tomado el cielo, se olía en el aire una bruma en suspenso, la niebla tapaba los árboles y no se veía más allá del invernadero. “Eso aumenta la inquietud de Cristina”, pensó, mientras chupaba a fondo para que el mate hiciera ruido.
—Se me ocurrió una forma para la cura —dijo.
Ella se miró los brazos, antes de continuar mirando hacia afuera. “¿La policía, cuándo viene?” Tampoco las de ella eran frases apropiadas para alegrar una mañana. Volvió a mirarse los brazos como si la piel le hubiera gritado “eh, Cristina”.
—Una forma para la cura de mi oído —completó él.
Ella fue a buscar el mate; Saravia lo dejó a un costado y le tomó las manos. Las cosas irían mal si empezaban los días de esa manera. Él se levantaba siempre de malhumor; la mañana de por sí lo sacaba de quicio. La mosca subió hasta el cielo raso y se largó en tirabuzón. Tenían que ser más amables entre ellos, inventar algo lindo. ¡Qué importaba Lépez! Él ya estaba afuera de la cura y de la casa. No tenía manera de entrar. Que vigilara lo que quisiera. Tendrían un testigo para el amor. Le miró la piel.
—Va mejor —dijo.
—Su brazo, no —aseguró ella. Le tocó las picaduras, que parecían haberse multiplicado y empeorado.
—Ya no me duelen —dijo él, pero tuvo que reconocer que se veían mal. Se puso el pantalón debajo de las sábanas. Ella fue a cebarse otro mate. Había puesto a calentar leche y agua para hacer té. Saravia se calzó los zapatos, se puso de pie, sorteó el escalón con pericia y separó la olla chica en la que había mezclado, por la noche, el vinagre con el agua. Los algodones estaban encima de la mesa. La mosca rebotaba sobre ellos como en una cama elástica.
Cristina se sentó con el termo. Saravia llevó hasta la mesa las botellas con los cocimientos y las plantas de aloe. Cortaron algodones. Cada uno se hizo sus propias curaciones.
—Me va a tener que ayudar con el oído —dijo Saravia. Cristina lo miró con pocas ganas. Saravia buscó la receta de los emplastos y se fabricó compresas con miga de pan lactal mojado en leche tibia, como decía en el libro, una por grano. Las pegó con trozos de cinta adhesiva. Ella volvió a mirar hacia afuera, acercándose a la hendija del ventanal. Los brazos le goteaban té. Saravia bebió de su taza. Tomó una aspirina. Todos los movimientos de la mañana comenzada con “¿Lépez?”, se reducían a pararse y sentarse sin motivo aparente; sorber y tragar; caminar para llevar o traer una taza, con la precaución necesaria para sortear el escalón. Y eso, el acto mismo de sortearlo, de esquivar ese tropiezo, había pasado a ser la forma única de la aventura, del triunfo, de la felicidad. Giró la cuerda de la bailarina. La cara de Cristina se torció de costado cuando la oyó danzar.
Saravia dijo: “Se nos acható la realidad”. Fue hasta la biblioteca y sacó todos los libros de poesía. Había que ser drástico. Guardó los otros. Fue, trajo, guardó. Abrió el primero. Neruda: La primavera nos ofrece el cielo. Amor, te espero. Que no soy, que no existo. “Aquí vamos”, pensó Saravia: ofrecer, esperar, no ser, no existir. ¿Qué era lo que le estaba diciendo ese poema? ¿Qué verdad revelaba? Esas acciones eran distintas de los movimientos automáticos de Saravia y Cristina. Había que hacer algún cambio, porque si la cura era aburrida, no se iban a curar. La mosca tomó impulso desde la lámpara y se deslizó sobre la hoja. A la cura de ellos le hacía falta esa música. O Bach, o Vivaldi, o aunque más no fuera Palito Ortega cantando Qué te Pasa Gaucho.
Levántate conmigo. Nadie quisiera como yo quedarse sobre la almohada en que tus párpados quieren cerrar el mundo para mí. A ver: los párpados de Cristina: ¿querían cerrar el mundo para Saravia? Allí también quisiera dejar dormir mi sangre rodeando tu dulzura. Cristina era dulce, claro. Le había dado un beso. …Y en medio delfuego estarás junto a mí, con tus ojos bravios, alzando mi bandera. Tenía que esforzarse por entender a Neruda, porque ahí parecía estar la clave, se dijo. Y entonces no importaría que Lépez acechara, ni la inútil espera de la policía, ni aquellos niños malvados sueltos por el mundo, ni la enfermedad. La enfermedad era, precisamente, el último bastión para demoler y ganar la guerra, la última molestia que les quitaba vida, deseo, fuego, para poder alzar esa bandera de la que hablaba Neruda.
—Venga, Cristina. Abra un libro. Léame algo, aunque no la oiga. Mientras tanto, yo le paso el aloe.
Ella estaba triste cuando se sentó. “¿Le dolían los brazos, mi alma?” No. “¿Le dolía la falta de dolor?” Quizás. Amargo es el dolor; ¡pero siquiera padecer es vivir!, decía Bécquer. Abrió Los más bellos poemas de amor, buscó uno corto y se lo leyó. Era un poema de D. H. Lawrence:
Los que buscan amor
sólo manifiestan su falta de amor,
y los que no lo sienten nunca lo hallan,
pues sólo los que ya aman lo encuentran,
y jamás tienen que buscarlo.
La miró para ver qué le había parecido. Él también estaba nervioso, mal. Ella, al menos, se iba curando. El mapa de sus brazos ahora parecía más político que orográfico. Ella sacó el pomo de Hipoglós de un bolsillo y se lo dio. Saravia lo destapó. Un olor riquísimo le trajo algún recuerdo. Extendió un camino blanco sobre su brazo seco. Ella abrió la boca y dijo algo largo, con los ojos cerrados. Saravia no podía entenderla, era inútil. Se concentró en expandir la pomada sintiendo que ella hablaba para otro, para sí misma. La mosca hizo un looping.
El poema de Lawrence era fácil de entender. Decir que sólo los que ya aman encuentran el amor era someter el acto de amar al tiempo presente. Eso era cierto. Pensó que Cristina estaba modulando palabras tranquilas, un arrullo. Y esa calma podía ser aburrida, o no. Las yemas de los dedos de Saravia se deslizaron sobre la nieve de los brazos de Cristina, como esquiadores en una ladera. La pista estaba libre. La mosca, en el aire, esperaba poder utilizarla. ¿Recuerdas cuando en invierno llegamos a la isla? El mar hacia nosotros levantaba una copa de frío. Ella dejó de recitar. Estaba untada en Hipoglós.
—Dime por qué, como las olas en una misma costa, tus palabras sin cesar van y vuelven a tu cuerpo?
Ella tomó el anotador y escribió:
“Porque es inglés. Porque recité el poema de Lawrence en inglés.”
—¿Usted sabe inglés, Cristina?
“Poco. Compré parte de un curso en fascículos, pero lo dejé.”
—¿Y sabe otros poemas?
“Ese solo. Lo aprendí a los diecisiete años.”
—Qué lindo…
“¿Eso es todo?”, pensó Saravia. “Dígame por qué sus palabras, Cristina, van y vienen de su cuerpo.” “¿Por qué sus palabras no se entreveran con las mías, no se inmiscuyen, no se hacen preguntas y caricias, no se juntan definitivamente? ¿Por qué esta lejanía, esta incomprensible situación de desamparo que siento?” Saravia la miró con los ojos plomizos y cargados de lluvia, como el cielo de afuera, en la ventana. Ella dejó la lapicera. Se cebó otro mate. Estaba frío.
—Así no nos vamos a curar —sentenció Saravia. Se levantó para ir al baño.
Mis lágrimas, malvadas, se niegan a brotar, y no tengo el consuelo. En el piso del baño estaba el bollo con su ropa. Tal vez se apresuraba con todo esto, tal vez no era conveniente acortar ningún tiempo, tal vez el camino del amor tenía una duración que Saravia no comprendía. La barba le había crecido poco. De poder llorar… Al menos ya no estaba preocupado por Silvia. Silvia había dejado de dolerle.
Regresó del baño más contento.
—Voy a lavar mi ropa —dijo, con energía. La poesía era hermosa, pero inducía a una ambigüedad y un estado cercano a la tristeza. En cambio “¡¡voy a lavar mi ropa!!”, dicho así, con una gran sonrisa, podía ser tonto, lo era, pero teñía el aire de una saludable dosis de buen humor. Como gritar “buenísimos días, princesa”, al levantarse. O escribir, como hizo ella: “¡voy a cocinar!”, lo que por un lado emocionó a Saravia, porque quería decir que ellos estaban sincronizando alegrías. La sonrisa de Saravia se desdibujó un poco al recordar aquellos fideos.
—Teorema para limpiar una camisa. Hipótesis —dijo Saravia—: la camisa tiene que ser blanca. Tesis: si está sucia, hay que lavarla. Demostración: se llena la palangana con agua fría. Se rocían el cuello y los puños con Trenet, con tensioactivos que quitan las manchas, y se la deja oreando cinco minutos.
Cristina parecía entusiasmada. Levantó una sartén y le agregó un chorro de aceite. Estaba actuando para él, con gestos como gritos. Puso la sartén en el fuego, se abrochó el delantal y se ajustó una vincha blanca en el pelo.
—Una vez que el Trenet hizo efecto, preparamos en el agua fría una solución de Nuevo Drive Attraction —Saravia agitó el agua invisible con la mano—, hasta conseguir la absoluta disolución del producto…
Ella levantó una fuente entera de fideos que habían sobrado de la noche anterior, saludó con un paso de baile y él aplaudió. “¿Iba a reincidir con aquella comida repugnante?” Rompió tres huevos crudos sobre un plato, agregó sal y pimienta, los batió con un tenedor.
—Se sumerge la camisa, se la deja en remojo dos horas, cambiándola de posición cada media hora —Saravia hizo que miraba el reloj y le hizo señas para que no se distrajera.
Cristina levantó en una mano, graciosamente, la fuente de fideos; en la otra, el plato de los huevos batidos. Echó el batido sobre los fideos; revolvió con una cuchara de madera mientras bailaba.
—Se saca, por fin, la camisa del “imán para las manchas”. Se la enjuaga sin retorcer. Se tira el agua. Se pone más agua. Se le agrega Ayudín Ropa Blanca en la proporción de un cuarto de taza cada diez litros, y…
Saravia presentó a Cristina con los brazos extendidos, ante un público imaginario. Ella levantó sobre su cabeza la fuente con la mezcla. Parada detrás del desayunador parecía un títere de guante representando una función. Hizo que miraba sorprendida el aceite en la sartén, hizo que metía un dedo y se quemaba, hizo pucheros, sonrió otra vez y volcó los fideos y los huevos sobre el aceite. Movió un poco la sartén por el mango y señaló a Saravia, que levantó los brazos recibiendo su gesto.
—Se sumerge la camisa mojada la cantidad exacta de… ¡diez minutos! ¡Diez, señoras y señores radioescuchas, aunque las explicaciones del envase digan cinco! Y después…
Ella agitaba la sartén y la cabeza en un baile desenfrenado. Exhibió la tapa enlozada de la olla, “nada por aquí, nada por allá”, se la puso encima a la sartén y giró sobre sí misma como la bailarina. Además se trasladó hacia la izquierda hasta tocar la puerta de la despensa y sacar el curry, y hacia la derecha hasta llegar al mango de nuevo. Con la boca hacía algo que parecía un ruidito repetido. “Claro”, adivinó Saravia, “aunque la melodía de Purcell fuese coreada e interpretada por decenas de instrumentos, de clarines, oboes, clavicémbalos, en la caja de música debía sonar plin plin plin, un ruidito repetido”. Y supuso que ella estaba interpretando esa melodía por la manera en que se tomó las manos en lo alto, sosteniendo el frasco de curry, y por cómo elevó el mentón. Saravia simuló sacar la camisa del agua.
—Última etapa de la demostración: se deja escurrir la prenda de una percha, sin retorcer —extendió el dedo amonestador a lo Lépez—, y se la cuelga de un broche en el tendedero para que seque; ¡ya está!
Se quedó esperando un aplauso, pero ella aún no había terminado. Hizo “espere”, con las dos manos abiertas hacia el frente y “un minuto”, con el índice extendido debajo de la palma de la otra mano. Bajó de la cocina bailando, se acercó hasta Saravia y le dio un beso en cada mejilla, para regresar, danzante, a la cocina. ¡Eso era lo que necesitaba! Así, sí iba a volver a oír. Así iban a volver a servir aquellas cajas de plástico con nombres de conciertos, odas, sinfonías, coros, ejecutantes, instrumentos, directores, salas, fechas, batutas y ballets. Italianos de apellidos simpáticos; judíos neoyorquinos al mando de pentagramas complicadísimos; intérpretes solistas luciéndose en cintas marrones y enredables. Así, sí. Cristina sacudió la sartén. Después la tapó con un plato playo, y la dio vuelta. Saravia abrió los ojos enormes. Había quedado una tortilla sensacional. Con un solo movimiento, Cristina puso a dorar el otro lado.
—¡Qué tortilla más linda! —el olor también era magnífico—. Ahora necesito las cosas: la palangana, el Trenet, el Drive y el Ayudín.
Ella se acercó hasta la mesa y escribió:
“No hay nada de eso. Yo voy al Laverrap.”
“Qué chica moderna”, pensó Saravia.
—¿Y cómo hace con la casa? ¿Le viene alguien a limpiar?
No sabía hacer un plato de fideos, pero sí convertir una cena desastrosa en una tortilla genial. Debía ser de las que también hacían buñuelos de lechuga con lo que sobraba de una ensalada, o croquetas de papa con los restos de un puré.
“Odio los artículos de limpieza”, agregó ella. “¿Y usted, Saravia?”
—¿Qué?
“¿Cómo se ve limpiando?”
—¿Yo?
“Antes venía una chica, pero se me iba medio sueldo, y me robó los discos de Roberto Rimoldi Fraga.”
Ante la cara de desgano de él, que decía a las claras “¿soy la sirvienta, ahora?”, ella volvió a anotar, risueña: “¡A ver esa teoría!”
Por supuesto que había. Una para limpiar una casa y otra para mantenerla. Saravia limpiaba cada quince días, mínimo, porque odiaba limpiar. Bah, un poco le gustaba. Pero la casa limpia no duraba quince días. Era necesario un mantenimiento. Por ejemplo: si Saravia enceraba, para mantenerla iban a tener que usar patines. ¿De qué se reía?
—Patines —repitió.
“Vamos, Saravia, ¿me va a decir que en lo de Celeste usted usaba patines?”
—Por supuesto —afirmó él. SLAD.
“No mienta…”
—Nunca miento.
Ella inclinó su cara hacia un costado en una sonrisa burlona.
—Bueno, a veces…
Ella se mordió el labio de abajo.
—Está bien, patines nunca usé. Pero me limpiaba los pies en el felpudo, antes de entrar al departamento…
“Yo también hago eso…”, estaba escribiendo ella; los puntos suspensivos dibujados por segunda vez eran una provocación… Saravia buscó tomarla por la cintura para acercarla, para robarle un beso. Sintió que la ternura lo quemaba por adentro, hasta podía sentir olor a quemado. Cristina lo había pescado en una mentira ingenua y eso la hacía singularmente picara. Ella justo dio vuelta la cabeza. De la cocina salía una columna de humo. Corrió, saltó el escalón y apagó la hornalla. La tortilla se había pegado a la sartén. Cristina tiró la vincha y el delantal sobre la mesada. Estaba furiosa. Saravia abrió la ventana del dispositivo unos centímetros. Ella hizo “qué hace”, y corrió a cerrar. Tenía la sartén en la mano con la tortilla de fideos negros.
—¿Lépez o la policía? —preguntó Saravia.
“Nadie”, hizo ella, en un gesto negativo. Dejó la sartén sobre el desayunador. La mosca reapareció, decidida a devorarse aquel manjar. Saravia, con un tenedor, levantó el único círculo no quemado de la superficie superior. Era una diminuta tortilla de fideos. Se la puso en la boca. Tenía el mismo sabor a quemado del ambiente, que había tentado a la mosca.
—Asquerosa —dijo—. ¿Qué otra cosa sabe hacer?
Cristina sonrió.
“Pochoclo”, escribió, en el pizarrón.
Él levantó los hombros.
—Me encanta el pochoclo —dijo.
Ella caminó hacia la cocina. De la despensa sacó dos bandejas compradas con sus sellos de aluminio para poner al fuego, y el pote de azúcar. Se puso nuevamente el delantal y la vincha. Saravia rasqueteó la sartén sobre el tacho de basura. Ella encendió dos hornallas. El producto ya venía listo para usar. Lo único que había que hacer era no destapar los sellos hasta que los pochoclos dejaran de reventar. La bandeja se iba deformando como la frente de Saravia. “Plop, plop”, hicieron para Cristina. Ruido a mar chamuscado para él.
Comenzaron a reírse cuando en el delgado aluminio se empezó a formar un caparazón. ¡Era tan divertido! Los pochoclos se pegaban trompadas y dejaban la marca; los pochoclos saltaban como Cristina y jugaban al rango, a la soga, a la ronda. ¡Los pochoclos se divertían como locos! ¡Saravia y Cristina se divertían! La risa les salía naturalmente, sacudían las bandejas y clicliclí, clicliclí, bailaban solos aquellos granos; y ellos también, entre sacudida y sacudida. Era un paso raro, porque lo de ella se acercaba más al merengue y él estaba en el tango, entonces esa coreografía disparatada les provocaba carcajadas gigantes, y los dientes de Cristina parecían pochoclos petrificados. Ja ja, la vincha se le caía porque, ji ji, ella se mataba de risa, se agarraba el delantal por la panza y, ji ja, se inclinaba hacia adelante.
Saravia tenía que respirar, esos pochoclos eran hilarantes; “¿hila qué?”; “hilarantes, Cristina, que hacen reír”; “jarajá, qué pavada dijo, Saravia”; “jarají, no la pesco, estoy sordeli”; “jajirijijí, ¿sordeli?”. “Apoyesé para reírse, que ya están listos, hay que sacarles la tapa cómica, no se queme.” “Jarajarí-jají, la tapa cónica, no cómica, Saravia”; “qué dice, soy sordo”; “gordo usted, Saravia, jarajají”; “no le entiendo nada, pero me encanta reírme con usted”; “se ríe y me dice de usted, es el colmo”; “¿qué?”; “es un oso regracioso, remimoso, retímido”; “no le oigo, Cristina, pero las cosas que me dice deben ser lindas, por la cara que pone, por la risa cristalina…”; “¡cristalina!, jarajajajá, ¡risa cristalina de Cristinina!”; “paremos que vamos a reventar como pochoclos…”; “¡pochoclos!, ja, ¡dijo pochoclos…!”
TAC
Ella se puso seria. Saravia vio la sombra repentina de algo que, desde los vidrios semitapados de su espalda, había oscurecido la luz en la pared de enfrente, la de la despensa con algunas de sus puertas abiertas. Ella abrió la boca en un grito: había dejado de reírse y su cara era parte de esa sombra. Se tiró sobre su cuerpo y lo abrazó fuerte. “Protejamé, Saravia”, decían su brazos y su fuerza. Saravia giró la cabeza hacia el jardín. Alguien había izado la bicicleta de Cristina hasta la ventana corrida. Alguien que antes se había ocupado de abollarla bien, reventarle las ruedas, retorcerle los rayos, arrancarle los pedales, cortarle los cables de los frenos, despintarla, dejarla sin asiento, sin cadena, sin plato. Del caño del medio salía una soga. La soga doblaba sobre una viga y bajaba hacia el frente de la casa. La bicicleta golpeó en la ventana, movida por el viento. Saravia siguió la trayectoria de la soga hasta el invernadero. Alguien la había atado al picaporte de la puerta que, abierta, también golpeaba en el viento. Todo era un móvil absurdo, diabólico, funcionando en la víspera de tormenta.
Cristina se sonó la nariz. Temblaba cuando Saravia la ayudó a sentarse. La arropó con una manta. Apagó las hornallas y buscó una cuchilla. Abrió la ventana hasta que pudo sacar los brazos, sostuvo la soga tirante con una mano y con la otra hizo el corte. La bicicleta cayó. Saravia arrolló la punta de la soga dos vueltas en su mano izquierda. Tiró con decisión. La puerta del invernadero quedó cerrada.
Ella se había tapado las orejas. Saravia notó que en los brazos de Cristina había hilachas de su pulóver de brémer adheridas al Hipoglós. Se las sacó una a una despacio, mientras le cantaba una canción de cuna.
La iba a cuidar, aunque en ello se le fuera la vida, pensó.