19

“Caracoles tic tac son caracoles con relojes adentro.” ¿Había servido el café adentro de caracoles, o eran tazas? Cortó los cafés con chorritos de leche fría; les puso azúcar; revolvió. ¿El dolor de cabeza venía por meterse en un mar helado, punzante, en pleno invierno? Playa y tic tac. ¿Hasta cuándo tenía que aguantar ese martirio? ¿Encontrar un sueño apropiado era excusa suficiente para dormir? Saravia con un caracol en cada mano; Saravia con un caracol en cada oreja. Saravia tic tac.

Despegó los párpados de sus ojos vidriosos. Tenía una taza en cada mano. La borra de café formaba un reloj de agujas en el fondo de la cafetera blanca. Las nueve y diez. Tac tac tac. La cura de Lépez era la cura de los torturados. El martillo era incansable, una inyección entre sus ojos caída desde el ápex. Se sentó; se paró; caminó hasta el ojo en la pared. Cristina seguía durmiendo. Tapó el orificio con el Clásico Jackson. Mejor que encontrara algo para distraerse. No leer; algo liviano, que no requiriera demasiada atención. ¿Hasta cuándo tenía que portar ese casco sonándole en el cerebro? Se había olvidado de preguntárselo al doctor.

En el fondo de la despensa había una lata de galletitas Lincoln. Estaban algo húmedas, las secó calentándolas en el tostador de pan. “¡Quién sabe a qué hora llegará Lépez!”, pensó. Sacó las galletitas del tostador. No estaban mucho más crocantes; le haría la salvedad a Cristina: “éstas son Lincoln para mojar”. Al fin y al cabo, esas galletitas parecían hechas para eso. Él, cuando empezaba a mojarlas, no podía parar de comer. Al pasar contempló el invernadero desde la ventana. Los vidrios rotos eran solamente dos; uno se había desprendido. Lo de las plantas, en cambio, era bastante grave. Había varios tallos quebrados, macetas caídas. Levantó la bandeja del otro lado del desayunador, después de tropezarse con el escalón.

Llamó dos veces a la puerta, tac tac, no oír era no saber qué le contestaba Cristina. Dejó la bandeja, fue hasta el estante, corrió el libro de Jackson: ella estaba con el camisón ordenado gritándole algo a la puerta; acomodó el libro, volvió, entró. Apoyó la bandeja con el desayuno, sobre el colchón. Cristina bostezaba. Tenía puestos los frascos de vidrio. ¿Cómo había hecho para ponérselos sola? El color de los medicamentos era verde esmeralda. Parecían tintas. ¿Lépez habría regresado? ¿A qué hora de la noche? Saravia no había visto nada, ni siquiera había notado el detalle de los brazos enfrascados cuando la miró por el ojo en la pared. Ese aparato lo estaba matando. “¡Quiero volver a escuchar solamente el ruido del mar!”, pensó, a los gritos.

Cristina pidió, con la cabeza, que la ayudara a desarmarse el corset. Entre el cinturón superior y el inferior quedaba el busto de ella. La hebilla del de arriba estaba fácil, porque quedaba apoyada sobre el esternón, pero la de abajo era imposible de maniobrar sin tocarle el seno derecho. Los pezones formaban dos granos firmes sobre la tela sedosa del camisón. Para colmo, ella sonrió. Saravia apartó el desayuno sobre la mesa de luz. Las manos le temblaban. Ella se acomodó lo más erguida que pudo y los granos vibraron hacia arriba y hacia abajo. Si Saravia dejaba de mirar ahí, podía tocarla sin querer; era peor. Si miraba todo el tiempo también era malo, ella podía pensar “¿qué mira, Saravia?”, y ofenderse. Él abrió las manos como diciendo “¿empiezo?”. Ella sonrió más. ¿La alegraba el nerviosismo de Saravia, de sus dedos finos luchando con la hebilla superior, como en una época había luchado con los corpiños imposibles de Silvia, con esos ganchos invisibles y ladinos hechos para otras habilidades?

Las tiras de cuero superiores cayeron primero sobre las dunas, las dunitas; la que tenía la hebilla se enganchó en el escote del camisón. Saravia la pescó con dos dedos por el clavo que estaba erecto y hacia adelante, apuntándole. La cara de Saravia trataba de no expresar cosas como “lo estoy haciendo con el máximo de cuidado que puedo”, “disculpe, Cristina, pero es la única manera”, o “bueno… ¿sigo?”. La cara de Saravia intentaba ocultar con naturalidad aquella odisea. La sonrisa le quedó a media asta cuando sus dedos, antes ágiles y serviciales, dudaron frente a la luna del seno derecho que, a pesar de ser chico, como de muñeca, se las arreglaba para montarse sobre la tira de cuero. ¿Lépez le habría enganchado eso ahí, o se había movido durante la noche? El camisón de seda, sin duda, había provocado aquel movimiento.

Uno de los breteles se le cayó del hombro. Ella lo miró. Tenía los ojos bastante abiertos para alguien que acababa de despertarse. Saravia calculó que ella habría dormido menos que él, por haber tenido que recibir la visita médica de Lépez. ¿Ese doctor no dormía nunca? Le hubiera gustado preguntárselo a ella, pero vio su pelo caerle sobre la frente y se olvidó. La mano le subió al flequillo incómodo de Cristina; corrió instintivamente el pelo de sus ojos grandes. Estaba por decir “disculpe”; las manos le temblaban y así no podría abrir la segunda correa, pensó; se mojó el índice en saliva y le quitó una lagaña. Ella se quedó subiendo y bajando el párpado. Tenía las pestañas más enruladas y más largas que de costumbre y su nariz, por fin, había dejado de crecer. La punta de la nariz terminaba en un botón como de camisa, de la camisa limpia que Saravia se había puesto esa mañana. También se había puesto un suéter de escote en V, para que se viera el nudo de la corbata roja a lunares blancos que por la noche, en un lapso de insomnio, había limpiado con bencina en la pequeña cocina. ¡Claro, en ese momento ya habría pasado Lépez! Porque él había empezado a limpiar la mesada, y los frascos no estaban allí. Porque ya estaban en los brazos de Cristina, apretándola, mojándola, ¿lastimándola o sanándola? A través del vidrio de la ortopedia se traslucían las marcas longitudinales de la piel arrancada. Eran quemaduras en un brazo de arena blanca. Y el mar era verde hostilidad, verde ácido. Las lastimaduras soltaban una especie de pus. Saravia tomó el bretel entre los dedos y lo subió, de golpe, sobre el hombro.

La piel que Saravia había rozado era tan delgada, tan de terciopelo, que le hizo pensar en las alas de una mariposa perdida en una playa. El comienzo de los senos de ella eran las dunas por las que Saravia corrió en busca de caracoles sin relojes adentro, sin sobresaltos, sin tic tacs. La vio erguirse ante sus manos que quedaban en el aire y la duna fue un leve descenso hacia la orilla. Entonces Saravia, con cuidado extremo, corrió la hebilla liberada hacia el centro y hacia abajo, para deshacer la tirantez. Apartó las correas. Ella aflojó la tensión de su espalda y los brazos cayeron a los costados. No tenía cara de dolor, sino de agotamiento.

Saravia liberó los frascos del brazo derecho. Haciendo equilibrio, salió dos veces hasta el baño, para vertir los líquidos por el inodoro. Puso los frascos adentro de la pileta de la pequeña cocina. Que Lépez se encargara de lavarlos; él no iba a colaborar con esa asquerosidad. Al regresar al borde de la cama bebió un sorbo de café, que estaba frío. Con un algodón intentó secarle las heridas. Cada vez que el pompón se apoyaba sobre el cuerpo lastimado, ella sufría una especie de espasmo, alejaba la humedad de las manos de Saravia y echaba sobre su cara cercana una bocanada de aliento a sueño. “Me duele”, “ay, basta”, “basta, Saravia”, diría ella, al paso del algodón, y Saravia sentía el calor de su hálito entrecortado como un simple aia de dolor. Y quizás no fuera más que eso, porque cuando él levantaba la vista del brazo para mirarla, ella intentaba cambiar sus gestos por otros más gentiles, como diciéndole “gracias, Saravia”, o “lo hace muy bien, Saravia”. De pronto abrió la boca, porque él presionó un poco de más. Saravia sintió su temblor como un semáforo en rojo. Sacó el algodón. El brazo derecho de Cristina estaba infectado en dos o tres lugares.

Se paró. Fue hasta el baño a tirar ese algodón y regresó con la bolsa y el alcohol. “¡No!”, dijo ella, horrorizada, y pronunció una palabra rara que Saravia no entendió. Le iba a doler, sí, pero había que hacerlo. ¿La palabra era: “Pericos” o “Canicas”? Le trajo el pizarrón. Ella, dificultosamente, anotó “Pervinox”, y señaló la mesa de luz. Saravia encontró el desinfectante, varios remedios y tiras de genioles.

—¿Quién se los dio? ¿Lépez?

“Sí”, asintió Cristina.

—¿Son antibióticos?

—Sí.

Saravia echó un chorro del desinfectante marrón y ella hizo con la cabeza un gesto acompañado por una pelea de lagartijas que significaba “eche sin miedo”. Él repartió chorritos sobre los lugares que tenían pus. Pasó el algodón; limpió. Dobló el algodón sucio y lo dejó apoyado al costado de la bandeja. Tomó el brazo izquierdo, que no se veía tan mal, y le sacó el frasco inferior. Fue hasta el baño para volcar el líquido. Después pensó que tenía que recalentar el desayuno, y que afuera el día estaba mejorando. Él mismo, cuidándola, se sentía mejor. Regresó a la habitación con optimismo, y levantó la bandeja. El camino hacia lo cocina lo hizo repitiendo “no debo llevarme por delante el escalón”. Pasó las tazas a un jarro de acero inoxidable, le agregó más leche y lo puso a fuego mínimo.

El invernadero se veía terrible. ¿Se lo decía o no se lo decía a Cristina? Salió. Afuera hacía un frío raro, seco. La puerta del invernadero estaba abierta. Era un cobertizo de aluminio con paredes de plástico transparente. La puerta era de vidrio. Los paneles del techo también eran de vidrio. Saravia se dijo que el criterio estaba equivocado, porque los vidrios eran los que debían ir a los costados y el policarbonato arriba, que era liviano e irrompible. Si lo hubieran fabricado como él decía, no habría habido inconvenientes. Ahora iba a tener que arreglar aquel agujero en el techo antes de que volvieran las lluvias. Recogió una maceta del piso. Una planta de aloe vera. El vidrio había seccionado varias de sus hojas carnosas y puntudas. Saravia recogió los pedazos para tirarlos, para que las otras plantas no sintieran esas mutilaciones pudriéndose entre ellas; después tuvo una idea. Recordó que la savia blanca del aloe tenía propiedades curativas para la piel. Volvió corriendo a sacar la leche del fuego.

A la cama llegó con varios triángulos verdes envueltos en polietileno, el libro de las hierbas medicinales y la bandeja.

—Qué buena idea —dijo Cristina, comiéndose una galletita. Saravia le entendió sin necesidad de que lo escribiera. Buscó “Aloe”.

Planta perenne de la familia de las liliáceas, con hojas largas y esponjosas, que arrancan de la parte baja del tallo, el cual termina en una espiga de flores rojas o blancas. De sus hojas se extrae un jugo resinoso, muy amargo, que se emplea en dermatología.

¡Eso era lo que ella necesitaba! Se serenó. Tomó su café de un tirón y pasó a explicarle, aunque ella ya lo había comprendido.

—Tomemos diez centímetros hacia arriba de la muñeca izquierda, y hagamos una zona de prueba. Si a usted le parece, Cristina.

“Sí.”

Saravia agarró el primer triángulo carnoso y lo apretó. La savia blanca salía como la pomada de un tubo de plomo. Probó en su lengua: era muy amarga. Le pasó un poco por el brazo y la miró. Utilizaba el triángulo de espátula.

—¿Te hace bien?

Ella se rio. Escribió: “Me tuteó, Saravia”, entre risas. Él se puso colorado. Desvió la mirada hacia la muñeca, para concentrarse en la tarea. Quiso corregirse: “¿Le hace bien, Cristina?”, pero le pareció que sería peor. Con el dorso de la planta, que estaba fría y que él había lavado cuidadosamente en la cocina, esparció la crema por esos diez centímetros. Puso sobre el sector un pedazo de gasa.

—¿Le hace bien, Cristina? —se decidió.

Desde el pizarrón seguía sonando la risa de ella. Eso era lo malo de la palabra escrita: quedaba ahí. Saravia borró el cartel con un pompón de algodón. “Sí”, hizo ella, y se bebió el café acercando la taza a los labios, con la mano derecha.

“¿Por qué no me pone también en el otro brazo?”

—Porque primero hay que probar. Además, hay que esperar a ver qué dice Lépez.

“Me alivia tanto…”

Los puntos suspensivos de Cristina le dieron un escalofrío. Abrió las presillas del último frasco y trató de que no se le volcara nada. Definitivamente, el brazo izquierdo estaba mejor que el derecho, aunque peor que las manos, que habían quedado afuera del líquido, y peor aún que… “¡El cuello!”

“¿Qué?”, preguntó Cristina, con la cabeza. Ella no podía hacer aquel gesto horrible porque era una señorita. Saravia le tomó el mentón e inclinó su cabeza hacia ambos lados. Tocar el mentón de Cristina era como levantar un damasco fresco de una frutera, aunque ninguna sensación había superado, hasta el momento, la candidez y la ternura de aquellos tres puntos siempre alineados. La dermatitis del cuello se le había ido. Apenas si había un rastro rojo de rascarse, pensó Saravia, y unos pocitos. Con la uña, intentó rasparle el costado derecho de la cara sobre el maxilar inferior. No podía estar con maquillaje tapa poros si acababa de despertarse, “¿cierto, Saravia?”. Cierto.

—Se le fue —dijo.

Cristina pidió un espejo. Saravia le entendió sin necesidad de que se lo pusiera por escrito; ella señaló un cajón de la cómoda y eso bastó. Saravia buscó la inclinación justa para que ella se viera. Las pupilas se torcieron en una posición forzada, para después agigantarse con el resto de los ojos.

—¿Alguna vez le puso líquido en el cuello? —gritó Saravia. Repitió la pregunta en voz más baja.

“No”, respondió ella.

Era la prueba que confirmaba que el líquido de Lépez la estaba destruyendo. “Clac”, hizo entonces la segunda presilla del frasco. Saravia se paró para ir al baño y se asustó. El frasco resbaló de sus manos, cayó al piso y se partió en pedazos, liberando ganchos y gomas, haciendo un ruido enorme que para Saravia fueron los tac tac tacs de siempre, desparramando el líquido y ensuciando sus pantalones recién cambiados, el piso verde, las cobijas que colgaban de la cama de Cristina. Y dos zapatos de bowling y las bocamangas de un pantalón gris con la raya demasiado marcada, de doctor. De Lépez. Lépez y el ruedo del guardapolvo lleno de salpicaduras verdes. Lépez ahí, mirando serio, moral; gritando con el índice extendido. Lépez “qué es esto, quién decide acá si va planta o remedio”; Lépez manoteando a Cristina; Lépez todo furia, furia desencajada.

Saravia se asustó más por la cara que puso ella que por los gestos del doctor, o por haber dejado caer la prótesis de vidrio. “Ya seco todo; ya limpio todo”, pensó, dijo, o gritó. Lépez mirando su ortopedia hecha trizas en el piso. “Quién les dijo que sacaran los frascos, quién les dio autoridad para inventar pomadas, quién es el médico, tac.” Saravia imaginó ese discurso como un golpe certero de karate, quebrando cualquier intento de emprender un camino ajeno a la ciencia. Buscó el secador, el trapo de piso, la pala y un balde. Tac tac. Regresó corriendo, tambaleando por el escalón, tac tac, a secar y recoger los vidrios. “Disculpe, Lépez, disculpe, tac.” “Doctor tac.” Entró en la habitación como si saliera de una zambullida. “Eso, doctor tac, un poco de respeto, bien.” Cristina se tocó su mejilla roja y húmeda, y abrió los ojos en cámara lenta, regresando, rebotando en la almohada. La mano de Lépez también regresaba de la curva descendente… ¿de una cachetada? Al mismo Saravia le dolía la cara. Los pelos de Cristina eran un revoltijo sobre su frente. La mejilla derecha le ardería tanto como el brazo; la tendría caliente, más caliente que la palma de Lépez. Saravia dejó caer el balde y para él también hubo una recriminación.

El hámster se había convertido en gángster. Las venas en su cabeza formaban una red azulada de odios; Saravia se acarició el costado derecho de la cara. Uno de los tac había sonado como “paf”, pero no estaba seguro. No lo había visto. ¿Cómo iba el doctor a pegarle a Cristina? Por más enojado que estuviera, eso era imposible. Saravia pestañeó y recogió el trapo. Terminó de juntar los vidrios y los colocó adentro del balde. Pasó el secador con el trapo sobre la mancha verde. De las manos histéricas del doctor se resbalaban los medicamentos de la mesa de luz. Saravia miró a Cristina. Sus ojos, le pareció, pedían auxilio.

Lépez arrojó de mal modo las aspirinas al balde. No embocó, y Saravia tuvo que recogerlas del piso. Al doctor no le importó. Se habría sentido desobedecido, desautorizado; “por eso tanto escándalo”, pensó Saravia. ¿Tenía razón para estar así? Saravia salió del dormitorio y fue hasta la pequeña cocina, retorció el trapo de piso con una fuerza extraña. ¿Qué le estaba pasando? ¿Se sentía con fuerzas para retorcer ese trapo y sin fuerzas para detener el tac impertinente del doctor? Sintió otra vez su mejilla caliente frente al espejo. ¿Qué era? Soltó el trapo. Una gota verde saltó desde el medio de la pileta y fue a ocupar exactamente el blanco del lunar central en su corbata, que se había escapado del escote del pulóver. A Saravia no le importó. Porque ya se estaba dando vuelta, porque ya marchaba decidido hacia el dormitorio, porque el cuerpo de Cristina se había volcado bajo el segundo golpe de Lépez, que ahora levantaba otra vez la mano abierta, arrolladora, mientras estiraba el índice izquierdo como indicando el camino, como retándola por haber tomado un atajo. Saravia aferró esa mano en el aire.

—¿Estác loco?

Lépez se soltó de un tirón. Acomodó su guardapolvo. Saravia todavía tenía el secador en la mano.

—¿Estác tac borracho?

Lépez lo empujó. Los ojos de Saravia se abrieron espantados y descargó un palazo sobre el hombro del doctor. Soltó el secador. Lo había hecho sin querer; Lépez estaba desarmado. Pero lo había provocado. “Cualquiera que le pegue a una mujer está provocándome.” Y si esa mujer era Cristina, más aún.

—¿Qué empujás? —dijo.

El tono no le salió muy amenazante; él mismo no lo había oído, pero por la reacción de Lépez supo que lo había dicho con duda. Las aletas en la nariz del hámster se abrían y cerraban. Saravia vio que la mejilla derecha de Cristina era roja y la izquierda era blanca. Eso le llenó de sangre los puños. El doctor dijo “empujo lo que quiero”, o “le pego lo que quiero”, o “hago lo que quiero”, que para Saravia era lo mismo: tac tac tac. Los ojos de Lépez, enfurecidos, se posaron sobre la perilla del casco. Saravia no lo creía capaz del truco cobarde de distraerlo para golpearlo, pero lo dejó mirar sin apartar los ojos de sus manos. Saravia no sabía lo que era estar en guardia, aunque iba a averiguarlo.

La mano de Lépez, un rayo, giró la perilla del casco. El tac tac se convirtió en un TACATACATACATACATACATACA violentísimo, que obligó a Saravia a agarrarse la cabeza. Tacatacatacataca era un tren, y tacatacatacataca era la cabeza de Saravia, el cuerpo, todo Saravia arrollado sobre las vías.

—¿Le gusta, no?

Cristina lloraba a los gritos, tacatacatacataca hacían sus lágrimas, como miles de martillos sobre el entendimiento de Saravia, que caía de rodillas mientras miraba las manos de Lépez acercarse otra vez a su casco. ¿Para detenerlo? No, para darle palmadas en la cara como a un viejo amigo, manotear el botón y subirle todo el volumen. Y TACATACATACATACA inmenso, repercutiendo en todos los huesos de su esqueleto.

—¿Entiende lo que le digo?

Tacatacatacataca es el carreteo de un avión, es la hélice del avión que abandonó la playa para jamás volver. Que se salió del mar. Que aletea igual que una Moulinex para recibir todas las ideas, el amor, el odio, el sueño, las ganas de vivir de Saravia y triturarlas, hacerlas papilla, volverlas una masa gris e informe, una pomada ácida para untar en la piel enferma de Cristina. Para destruir completamente sus tejidos con ungüento de tac tacs amplificados, infinitos.

—¿Más alto?

La cabeza de Saravia era una bomba a punto de estallar.

—¡Quiero ser sordo! —gritó, con la boca abierta.

—¿Ahora pedís, no?

—¡Sordo!

—¡Por favor! —gritó Cristina. Lépez la miró. Ella hizo un desesperado gesto afirmativo. “Por favor, basta.” Lépez levantó su mano catedrática para regular las perillas. Saravia casi no escuchó el nuevo tac, porque estaba sordo otra vez, como él quería, sordo sobre sordo. Lépez le acarició el pelo con un gesto estudiado, y fue a lavarse las manos a la pileta de la pequeña mesada que Saravia había limpiado; a la pileta otra vez con sus frascos, ahora tres.

Cuando terminó de lavar los frascos, salió al pasillo. Ella no lo miraba, recostada sobre su lado izquierdo. Saravia estaba sentado en el diván, los ojos fijos en un punto cualquiera del cielo a través del vidrio. Lépez entró al dormitorio, se acercó al cuerpo tendido de Cristina y se inclinó para taparla. Ella sacudió los hombros y se destapó. Al pasar por el estar, Lépez movió dos veces la mano frente a la mirada perdida de Saravia. Se juntó con su maletín. Saravia todavía tenía el casco puesto, y comenzaba a escuchar de nuevo los tacs de baja impedancia.

“¿Cuándo vamos a jugar al bowling?”, Lépez le enseñaba el pizarrón escrito.

“Mnnnn”, pensó Saravia, todavía temblando. Tac tac tac eran las tres bochas de Lépez a la llegada del surco, deteniéndose contra la frente de Saravia. Lépez agregó abajo, en letra más chica, al ver que el cartel anterior no producía ningún efecto: “El lunes tomesé un remise, que lo espero en el consultorio para hacerle un estudio”.

Saravia tampoco hizo ningún gesto.

“Mire que es importante, ¿entiende? A ver si lo curamos de una vez por todas”.

Para escribir lo último tuvo que borrar parte del pizarrón. ¿Quiénes lo iban a curar? ¿Lépez y cuántos más? ¿Lépez y la medicina?

—¿Y ella? —fue lo único que Saravia preguntó. Lépez borró el pizarrón con una servilleta de papel que había sobre la bandeja del desayuno.

“Ella ya no tiene fe. La cura es para los que tienen fe.”

“Y le dije mil veces que no deje encendido el fuego cuando duerme.”

Cara de estrai. Tac era la bola deslizándose recta por la cancha, tac el ruido del último palo parado, tac el cuerpo del parapalo saliendo de su andamio; “bien jugado, Lépez”. “Con compañeros como usted, este deporte es un placer.” “A ver si cobramos el medio.” “Nosotros y la medicina.” Tac era la bola contra el palo uno, tac tac palos dos y tres, tac tac tac palos cuatro, cinco y seis, tac tac tac tac los cuatro que quedaban. ¿Cristina no tenía fe? “¡Medio cobrado con estrai, Lépez, usted es un genio!” ¿Fe en que iban a ganar el partido? ¿Fe en pasar los cien puntos, en cobrar el estrai otra vez, con estrai otra vez? ¿En una línea eterna, anotada por Dios, para ganarle la partida a la enfermedad? “¿Fe en qué?”, quiso preguntar Saravia, pero no preguntó. Lo vio dejar el pizarrón, agarrar sus llaves y salir.

Se tocó la hebilla, despacio, y la desabrochó. Se arrancó los auriculares. El martillo continuó golpeando, persistente. Ahora el alivio era total. Se paró, fue hasta el hogar. Dejó caer el aparato, que hizo chispas al quebrar las cortezas incandescentes. Las chispas eran más brillantes que el led, que se encendía y se apagaba. Se inclinó para avivar el fuego. La lamparita guiñó su ojo rojo por última vez.

El mar, dulce y distante, reapareció. Era la postal sonora de un pensamiento amigable, de un lindo recuerdo de vacaciones junto a su familia; Saravia chiquito, más pelo, los ojos más brillantes, la palita y el castillo de arena. Y la ola para llevárselo. “Saravia llora, se agacha, reconstruye el castillo. La ola lo tira. Saravia llora, se agacha, reconstruye el castillo. La ola lo tira.”

Cristina se incorporó sobre la cama, en cuanto lo vio aparecer. Saravia traía el pizarrón en las manos. Se lo dio. Ella escribió: “Estuvo muy bien. Estoy orgullosa de usted”.

Su mirada era más dulce que el recuerdo de Saravia de cualquier sinfonía de Bach. Más dulce que el Aria para la cuerda de Sol. Él se sentó sobre la cama. No estaba vencido, sí desanimado. El colchón se había mojado con los líquidos, tal vez con el resto del café con leche. “O con lágrimas”, pensó.

—¿Le pegó?

Ella empezó a llorar de nuevo, despacio, tapándose el rostro con las manos. Él le sostuvo su cara frágil para que lo mirara a los ojos.

—¿Te pegó?

“Sí”, asintió ella. Saravia la soltó.

—¿Te había pegado antes?

Ella se echó a llorar con más intensidad. Saravia lo interpretó como otro sí. Le señaló los brazos.

—¿Siente que la curan esos frascos? —dijo, volviendo al trato respetuoso. No se daba cuenta porque no se oía, pero sabía lo que decía. La mirada de ella expresó que prefería ser tuteada, tal vez, o quizá quiso decir otra cosa, algo sencillamente lastimoso que no dijo; sólo negó una vez. Saravia hizo un largo silencio. Tenía sus dedos muy cerca de los de ella, casi tocándolos. En las puntas de los dedos de Cristina persistía una capa de esmalte color rosa.

—¿Vive con usted? —se animó a preguntarle.

Ella tardó en responder. Hizo un “no” corto, tímido. Bajó la vista. Acercó las puntas de sus dedos a las de él, que le hizo una pequeña presión cariñosa sobre el esmalte.

—¿Es algo tuyo?

—¿Qué?

Saravia prefirió anotar, porque sentía que no podía hablar más. Las emociones se agolpaban en su garganta como migas de pan.

“¿Es algo suyo?”

Ella no contestó.

Él se levantó y le arregló las mantas. Su corbata seguía afuera del pulóver; al inclinarse tocó con ella la frazada. Ésa era la correa de Saravia. Cristina la atrapó y le mostró que tenía un punto verde en el medio de un lunar que era casi el baricentro de la prenda; imposible no verlo. Él movió los hombros explicándole que ya no le importaba. Ella tiró de la corbata hasta casi hacerlo caer contra su cuerpo, le tomó la cara entre las manos, le apuntó con las lagartijas a los labios y lo besó.