VIERNES SANTO
En una peña podrida de las afueras has agonizado, Señor. Desde la cruz oías y veías el júbilo de los caminos y de la ciudad. Dentro de la ciudad, en el frescor de las fuentes, de los aljibes, de los toldos y bóvedas, en los cenáculos y portales, la multitud se sentía buena, exaltada de amor a la tierra que tú, Señor, le prometiste. La tierra retoñaba en los días tibios y claros de Nisán.
… Polvo y estiércol de ganados; camellos inmóviles mirando el fuego donde cuecen el pan de la Pascua las mujeres de los aduares; gusanera de hijos entre pienso, cántaras y andrajos; vírgenes descalzas, de cabelleras que relucen de aceites, y, encima, un ánfora recta y roja sobre el azul; viejos de sudario pringoso, de barbas de crin, que hunden sus ojos amargos en los mercaderes sirios; fellats con callos de bestias; gentiles y rameras que muerden naranjas. No caben en la ciudad, y se amontonan en los eriales; y, de rato en rato, se vuelven hacia el cerro de la ejecución. Algunos suben; miran los contornos de Jerusalén; pasean conversando bajo las cruces; reparan en una llaga, en una mueca, en una deformidad de un ejecutado; saben que este suplicio suele ser lento, y vuelven a su corro para esperar lo último.
No te conocían, Señor. Estabas solo; los que te siguieron, te dejaron; y escondidos en la ciudad, también aguardaban y querían que todo acabase.
La ciudad, la obra de los hombres, y lo menos humano, te mataba.
En los senderos de las aldeas, de los bancales y de la montaña; en los campos de viña, en la ribera del Genezareth, vivías confiadamente. Para presentir un peligro te había de llegar la palabra de la ciudad o habías de volver tus ojos hacia el horizonte árido y duro que ocultaba a la ciudad que mata a los Profetas, la que tú quisiste proteger y transportar bajo tus alas, como hace el ave con sus crías recién nacidas.
Mañanas de los ejidos que huelen a tahona. Siestas en un hortal galileo; olor de verano bajo las higueras calientes. Tardes en los oteros; las gencianas, el cantueso, las alhucemas, los lirios perfuman la orla de la túnica. Noches de las orillas del lago; aliento de la sal. Estrellas; anchura callada. En aquel tiempo, Señor, ¿no se estremecían tus entrañas de hombre dentro de una llama gozosa que subía calentando las cumbres de tu divinidad? ¿No pasó delante de tus ojos una promesa de bien del mundo que tú modelaste, de la hermosura de los corazones, sin exigir el sacrificio de tu cuerpo? Te rodeaban las gentes creyéndote por amor, y en sus ojos tú veías el júbilo honrado del paisaje, una humedad de lágrimas que te pedían la gracia y la salud; bebían la presencia tuya. Casi ya sonreíste, mirando hacia tu Padre que está en los Cielos, y casi ya le dijiste, mostrándole a sus criaturas:
— ¡Son mejores, Padre; son mejores de lo que tú y yo creíamos en la soledad de la gloria! ¿Es que no será menester que yo muera?
La invocación que hiciste al Padre en la última noche estuvo a punto de prorrumpir, entonces, de tu boca, mojada de la delicia de las frutas y de la lluvia recogida en las cisternas. En aquel tiempo hubo horas dichosas para anticipar la plegaria, no sólo protegiendo a los once que permanecieron a tu lado y que después huyeron de ti, sino amparando a todos. «¡Yo en todos, Padre, y tú en mí!».
Lo has ido recordando bajo los olivos y la luna de Gethsemaní, y ahora, en la cruz, desamparado y sediento.
Se oye tu grito de desconsuelo de hombre y de Dios:
—¡Oh, Padre, es menester que yo muera!
Mueres desnudo, encima de un cerro que parece una vértebra monstruosa y calcinada. Tus fauces, de una sequedad de cardencha, asierran el aire; tus oídos se cuajan de sangre, cerrándote de silencio, silencio con un tumulto de latidos de cráneo, y calla para ti la tierra que tanto amaste y el cielo donde ya no ves el camino que te trajo a los hombres; silencio de agonía, con un zumbar de moscas que chupan el sudor de los moribundos.
Un vaho de costra humana ha subido a tu nariz aguda de cadáver.
Han matado en ti al hombre que era el arca de Dios, y quedará el rito y la doctrina intacta…
… La voz cansada y turbia del diácono va diciendo el flectamus genua al principio de las Grandes Plegarias. Después se postran descalzos los sacerdotes para besar la cruz recién salida del triángulo negro. Ecce lignum crucis.
Dos cantores claman:
«¡Pueblo mío! ¿Qué te he hecho, o en qué te he contristado? ¡Respóndeme!».
Señor: amaste y perdonaste. En la hora sexta te izarán en la cruz.
Prosiguen los versículos de los Improperios.
«… ¡Y abrí el mar en tu presencia, y tú abriste con la lanza mi costado!».
Todo el coro va repitiendo:
«¡Pueblo mío! ¿Qué te he hecho, o en qué te he contristado? ¡Respóndeme!».
No lo supo aquel pueblo, y este pueblo de ahora encuentra ya santificada la lanza que rasgó tu carne.
Están apagadas las lámparas; los altares, sin cirios y sin ropas; las sacras, caídas.
Pasa la luz por los canceles abiertos; en seguida se contiene en las losas. Huma la tiniebla de la nave, apretada de devotos que asisten a los Oficios.
En lo profundo, alumbra desmayadamente el Monumento. Han envejecido las flores, las palmas y los damascos. El oro es casi ocre; la cera se arracima en los hacheros; el palio, plegado, se recuesta contra un muro; las alfombras quedaron como la hierba después de una romería. La Urna da un temblor de estrella en el amanecer.
El Monumento tiene un frío, una crudeza de intimidad perdida, un cansancio de capilla ardiente pasada ya la noche de vela.
… Principia la Misa de Presantificados y desciende de los ventanales del crucero un humo trémulo de sol que florece de arcaicos colores en la piel de ámbar de una mujer llena de gracias de su cuerpo y de la primavera, una virgen con mantilla, arracadas de imagen y medias de seda. El carmesí de un manto de rey, el violeta de una túnica de santa, el amarillo de las alas del ángel de una Anunciación, el verde de un campo bíblico, todo el iris de un vidrio miniado como la vitela de un códice se hace carne de juventud, estampa una mariposa que palpita en el escote, en las mejillas, en la frente, en la blonda y en los cabellos.
El oficiante devuelve el incensario al diácono, recitando:
Accendat in nobis Dominus ignem sui amoris, et flammam aeternae caritatis…
Los devotos, incluso una soltera ferreña, sobrina de un canónigo, y el mismo maestro de ceremonias, contemplan la mujer policromada místicamente de gloria de siglos. Sus ojos y su boca se vuelven zafiro, amatista, granate, calcedonia, topacio; son de una inocencia de perversidad exótica, mientras miran y rezan a Nuestro Señor Jesucristo enclavado, y rezando alza la faz siguiendo la orgía de colores; porque se adivina a sí misma bajo la proyección de un foco de magia, como el que alumbraba la danza de una bayadera de piel de serpiente que vino al Teatro Principal…
… Las doce. La hora sexta. Las Siete Palabras, un sermón para cada uno de los siete gritos de la agonía de Jesús.
Señor: tus gritos de moribundo, gritos de entrañas hinchadas por las enfermedades que súbitamente engendra el tormento de la cruz; tus gritos convulsos de frío de fiebre bajo el sol de la siesta de Nisán; tus gritos de abandono en una cruz viscosa de gangrena y de sudores de tu desnudez, son el origen de siete curvas oratorias. Un sexteto dilata la emoción de la palabra. De las torres de la ciudad sale el vuelo de las horas encima del silencio del Viernes Santo.
… Por la noche, después de la procesión del Entierro de Cristo y de los sermones de la Soledad, se cierran las iglesias como la casa de un muerto cuya familia se ha ido al campo para pasar allí el rigor del luto.
La ciudad también semeja cerrada como un patio muy grande lleno de luna, la luna redonda que se quedó mirando el sepulcro del Señor.
… Y antes de cenar, los niños recortan las aleluyas del toque de Gloria.