DOMINGO DE RAMOS

El Señor sale de Bethania, y sus vestiduras aletean gozosas en el fondo azul del collado. Es un vuelo de la brisa que estaba acostada sobre las anémonas húmedas y la grama rubia de la ladera; y se ha levantado de improviso, como una bandada de pájaros que huyen esparciéndose porque venía gente; pero reconocen la voz y la figura del amigo, y acuden, le rodean, y le estremecen el manto y la túnica; le buscan los pies, se le suben a los cabellos; porque los pies y los cabellos y las ropas del Señor, y ahora ya la brisa, dejan fragancia del ungüento de nardo de la mujer que pecó.

La mañana de la aldea y del monte se rebulle muy mansa entre el abrigo del sol; y dentro del caliente halago aún queda un poco de la desnudez del último frío.

El Señor se para y calla aspirando, por recoger más la delicia del aliento del día. Está todo redundado del precioso aroma. Un aroma promete una imprecisa felicidad, alumbra una evocación de belleza, es un sentirse niño, acariciado como niño siendo poderoso. Pero en la prometida felicidad siempre pasa un presentimiento de pena.

… ¡Jerusalén! Jerusalén graciosa y almenada; pechos blancos de cúpulas; jardines de las afueras con frutales floridos. Todo es bueno.

Jerusalén inmóvil y de oro. Y los discípulos del Señor la miran como una corona mesiánica que aguarda las sienes del Rabbi; ellos, ya se la habrían ceñido; y el Rabbi la contempla con dolorida inquietud.

La plata vieja del olivar vislumbra en la vertiente labrada. Tapias de yeso; cercas desnudas de bancales apeldañados. Sol en la peña. Y, en lo hondo, asomándose al torrente Cedrón, surge Bethfagé moreno y apretado, entre cactos verdes y sepulcros de cal.

Llegan gentes con un ruido fresco de ramas cortadas, y trasciende la savia de la herida de los árboles.

Se dicen los prodigios del Señor; muestran a Lázaro, que también viene con la familia apostólica, y la boca seca del resucitado exprime una sonrisa de enfermo, y todo su cuerpo cruje entre los pliegues ásperos del sayal.

— ¡Hosanna, hosanna al Hijo de David!

Y se remontan los gritos, y se hunden en la claridad de la mañana azul.

Ya los discípulos se sumergen en la evidencia de la exaltación gloriosa. ¿Cómo sentirán la evidencia del triunfo los que han de darla del todo a los otros corazones?

Una jumenta y su cría muerden el verde tierno de un vallado; la multitud las desata, y ellas se vuelven y miran dóciles y tristes. El Señor sonríe a todos, y tiende su manto sobre la piel gorda, trémula y caliente de la parida. Lo suben. Y principian a bajar la barranca.

Ahora está Jerusalén en lo alto; grande, fuerte y dura.

— ¡Hosanna, hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!

Jadean los clamores en la cuesta.

Y el Señor, muy pálido, contempla la ciudad, se aflige y llora.

Así lloró, una tarde, mirando su Nazareth; y todo el monte resonaba de alaridos de injurias…

Entre las piedras viejas palpitan las palmas desnudas y graciosas; tienden sus cuellos buscándose, y se conmueve su hoja como un plumón finísimo bajo la caricia de un lazo blanco, azul, morado, grana… Se han criado penitentemente mucho tiempo, afiladas por un cilicio, ciegas, rígidas; y el sol y la noche envolvían a la palmera madre. Han recibido la luz y el oreo cuando no pertenecían al árbol sino a la liturgia; pasan y desprenden una emoción infantil y frágil; y tiemblan de frío de bóveda de iglesia. Y siendo tan gentiles, tan delicadas, tan doncellas, se doblan para trocarse en cayado de un viejo que se cansa, de un general que se aburre en el presbiterio y no sabe cómo tener la palma y el bastón y la espada y su jerarquía. Nada tan rebelde a las manos como una palma, que es toda gracia.

Tres diáconos van cantando la «Pasión», según San Mateo. Hace un tono sumiso y amargo el que representa a Jesús; el cronista o Evangelista canta muy rápido; el otro, ha de contener en su voz todos los acentos de la Sinagoga, de la tornadiza muchedumbre; y, de cuando en cuando, se atropellan, se equivocan.

En el confín remoto de nuestra vida se nos aparece intacta nuestra Jerusalén; y nuestras manos sienten la ternura olorosa de la primera palma, recta y fina, con su ramo de olivo; la que oímos crujir y desgarrarse contra los hierros de nuestro balcón una noche de lluvia, de vendaval y miedo.

Es mediodía; y salen las palmas ajadas. De la última cuelga un lazo de luto; es de una niña delgadita, y tan pálida que su carne parece de corazón de palmera; en sus ojos duerme un pesar de mujer, una desesperanza divina entre el júbilo y el sol de su Domingo de Ramos.