NOTA PRELIMINAR
Fruto de tierra de palmeras, la prosa de Gabriel Miró, dispuesta en prietos y estilizados racimos, tiene una densidad que sobrecoge y un peso que rinde al desprevenido. Cada palabra es un dátil que rezuma dulzura. Su hinchada pulpa se deshace en melosas hilazas de una pastosidad camal, cuya emoliente madurez llega hasta derretir el hueso mismo. ¡Deliciosa sensación de gusto extremo, cuando introducimos en nuestro paladar literario —sensiblemente estragado ya— un fruto de esos!
Cada dátil viene pegado al racimo entero. La masa está como fundida. Su misma descomposición hace imposible descomponerla. Esta prosa tan lentamente fermentada ha disuelto sus propios ingredientes verbales. Es toda ella un arrope. El goloso que se acerca a probarla, en vano intentará asirla tan sólo con la punta de la lengua. Cuando se coge una de sus moléculas, siguen todas las demás. Y el catador se queda materialmente pringado de literatura Fruto de tierra de palmeras, y a orillas del Mediterráneo. Parece mentira tanta dulzura junto al mar salobre. No hay ni una sola partícula árida o acre en este estilo literario. La incorruptibilidad la alcanza tan sólo a fuerza de su propio azúcar, como los jarabes y las confituras monjiles.
No vayáis nunca al fondo de esta literatura. Es una literatura que carece de fondo. Es pura forma. Su fondo, en todo caso, es completamente formal. Las ideas del autor están en sus palabras, son sus mimas palabras. Una vez fundidas éstas en la boca de quien las saborea, no queda ni rastro de ellas. Son como
fruités que’s fonen
dins la boca fresca,
plena de rialles,
de la joventut.
Aunque la boca, religiosamente ungida, de Gabriel Miró, ni era juvenil ni estaba llena de carcajadas frescas, como la evocada en los cuatro versos de Juan Alcover, el cantor patriarcal de la sierra mallorquina. Los labios de Gabriel Miró eran graves, finos y sensuales. Las palabras, al pasar rozando entre ellos, les imprimían un místico temblor. Cada forma verbal era para Miró como una Forma consagrada, en la que iba escondido, presente e invisible, el Dios vivo de toda poesía. Por eso el escritor manejaba el idioma con profundo recogimiento litúrgico, y sus escrúpulos eran infinitos, y sus precauciones, ingentes. Escribir una novela, para él representaba algo así como administrar la comunión a una incalculable muchedumbre de fieles en literatura. Un ministerio pavoroso, agotador e inefable.
Hay dos grandes religiones entre los escritores, por encima de un sinnúmero de supersticiones. Unos creen en lo que se dice, y otros sólo adoran la manera de decir las cosas. Los primeros son los partidarios fanáticos de la Substancia verbal, y los segundos, de la Transubstanciación del verbo. Aquéllos tienen por divinidad la Idea, y éstos, el Estilo. Gabriel Miró es el más encarnizado estilista del castellano moderno.
Nadie se merecía más que él una edición como la presente, pura forma para encerrar forma pura. Cuando mi amigo Daragnès me enseñó en su taller de Paris, hace tan sólo unos meses, las primeras páginas tiradas de Semana Santa, Gabriel Miró, que había corregido las galeradas minuciosamente, me acababa de escribir preguntando en qué época saldría a luz el libro. Le contesté con toda sinceridad: «Va a salir en seguida»… Pero el taller-laboratorio de Daragnès, tan aseado, tan luminoso, tan pulcro, tan lleno de recogimiento, en la alta paz de Montmartre, es también otra capilla, donde se celebra con religioso fervor el arduo culto de la más exigente bibliofilia. Esta es una de las pocas artes que todavía se mantienen por encima del tiempo. El vértigo contemporáneo no puede nada contra ella. Perecerá, en todo caso; pero no querrá, no podrá apresurarse jamás. Una gran edición dura todavía cuatro años, como antes la composición de un fresco, de un poema o de una sinfonía. Un «en seguida», en bibliofilia, equivale a un semestre… Y nadie podía ni soñar que Gabriel Miró iba a morirse entre la corrección de las galeradas y la aparición de su libro —de este libro que ya estaba a punto de aparecer—. El autor no ha podido verlo terminado. Ha sido una imperdonable falta de estilo de la fatalidad: probablemente la única que llevará la obra.
GAZIEL