MIEDO

Cuando Tony viene a buscarme para llevarme al aeropuerto, ya estoy completamente borracho. Son las diez y media de la mañana, pero me da tanto miedo volar, que quiero quedarme dormido en cuanto me siente y me abroche el cinturón. Casi no puedo tirar de mi maleta. Menos mal que Tony además de un diez en músculos y cuerpazo, tiene un diez en paciencia y sabe cómo tratarme. Estoy borracho y apenas he dormido así que estoy seguro de que me quedaré frito muy rápido. Sólo pensar en la sensación de vértigo o en el cosquilleo en el estómago cuando el aparato empiece a elevarse me dan ganas de vomitar. Me contengo como puedo, sobre todo porque estoy seguro de que mi novio no me habría perdonado si le hubiera manchado la tapicería de su coche nuevo. Eso sí que provocaría una verdadera crisis.

Nos despedimos en facturación. Me acompaña hasta la misma puerta. Una vez dentro, tengo que buscar la puerta de embarque. El aeropuerto es enorme. Unos pasillos gigantes. Me veo incapaz de cruzarlos solo con la que llevo encima.

—Cuida de Gigi —le digo antes de despedirme.

—No te preocupes y come algo para que se te baje la cogorza.

—Sí cariño, eres el mejor.

—No soy el mejor, es que estás borracho.

—Pero siempre te estás preocupando por mí —balbuceo.

—Claro, alguien tiene que ser el maduro en esta relación —me contesta entre risas.

Tony tiene miedo de dejarme marchar. Me conoce de sobra y sabe lo emocionalmente inestable que soy. Ambos somos conscientes de lo que este viaje puede suponer para los dos. ¿Y si Diego se presenta? Las borracheras sirven para olvidar, pero a veces lo único que hacen es que te preocupes más de lo debido por cosas que no deberían tener importancia. Yo ya no quiero a Diego, hace mucho que no pienso en él. Volver a verlo sería extraño, no sé cómo reaccionaríamos, qué nos diríamos. ¿Qué decir cuando todo ha acabado de esa forma? Entre nosotros sólo puede quedar vivo el sentimiento del rencor por cómo nos habíamos despedido en la última ocasión que nos vimos. Ninguno de los dos había sido justo con el otro. Habíamos continuado una guerra en la que nos vimos involucrados sin quererlo.

Ahora que se acercaba la Navidad sí es verdad que he pensado en él, también en Mario. Recuerdo las anteriores, las que habíamos pasado todos cenando entre amigos. Cómo había cambiado todo. En menos de un año mi vida había dado un cambio radical. Había expulsado de mi lado todo y a todos los que no me aportaban nada. Había recuperado lo que realmente valía la pena, que era mi familia. Por primera vez, y a pesar de las copas, sentí que era yo quien llevaba ahora las riendas de mi vida. Hacía lo que quería cuando quería y el hecho de tener pareja no había sido un obstáculo ni un impedimento para llevar todo esto a cabo, al contrario, era la persona que más me había empujado a conseguirlo. Si alguien creyó en mis metas, ése fue Tony, mucho antes de que empezase a hacerlo incluso yo.

Estoy seguro de que Diego no vendrá al viaje. Así que respiro tranquilo. La verdad es que tampoco me he preocupado mucho de organizarme el viaje. La cantidad de broncas y reconciliaciones con mi novio han ocupado la mayor parte de mi tiempo. Ni siquiera sé qué monumentos debo visitar. Cuando llegue cogeré el metro para ir al hotel y una vez allí preguntaré.

—El vuelo, ¡que pierdo el vuelo! —me despierto gritando.

—Tranquilo, ya está usted a bordo —me dice un azafato que no había asumido su calvicie incipiente y llevaba el flequillo más cardado de la cuenta.

Respiro tranquilo y me pongo a ojear una revista. Todo me da vueltas. El avión, que aún no ha despegado, parece que está en movimiento. Justo en ese momento me arrepiento de la enorme cantidad de alcohol que he ingerido.

—Vaya, así que has venido.

Cuando levanto la cabeza me quiero morir: Diego, en carne y hueso, el mismo energúmeno que pillé poniéndome los cuernos está sentándo justo a mi lado.

—Azafata, Azafata. Tengo que salir de aquí. No puedo volar, tengo claustrofobia.

—Tranquilícese, ha bebido demasiado, ahora le traeremos un zumo de tomate para la resaca.

—Yo no quiero un zumo de tomate, quiero salir de aquí. No quiero volar.

—Me temo que eso es imposible, el avión está a punto de despegar, así que, por favor, ponga su asiento derecho, repliegue la bandeja y abróchese el cinturón.

—Pero no entiende…

—En cuanto el capitán dé la orden le traeremos el zumo de tomate.

—Métase el zumo de tomate por donde le quepa —le grito—. ¿Es que no me oye?

—Disculpe señorita, mi amigo tiene miedo a volar, yo me hago cargo de él —dice Diego mientras me coge de los brazos y me obliga a sentarme.

—Más le vale —dice la azafata con una estúpida sonrisa.

—No puedo creer que me hagas esto —le digo.

—¿Hacerte el qué?

—Haber venido —le contesto.

—¿Por qué no iba a hacerlo? Para eso lo pagué, ¿no?

—Era mi regalo de cumpleaños.

—Con más motivo.

—¿Qué?

—Lo que aún no puedo entender es cómo has venido tú.

—Ni yo tampoco. No entiendo cómo he podido cambiar pasar mi cumpleaños con un hombre que me quiere por estar con un hijo de puta encerrado en un país extranjero.

El avión comienza a correr por la pista para coger velocidad, para alzar el vuelo.

—¿Te encuentras bien? Estás pálido.

—Creo que voy a vomitar.

—¿No puedes aguantarte? Estamos despegando.

—Me temo que no.