CAMBIO DE RUMBO

Estoy en la entrada de mi portal. Miro hacia arriba y puedo ver mi casa. La calle está llena de coches y personas que deambulan a toda velocidad. Somos la prisa que llevamos y ahora yo soy el contrapunto, allí parado en la acera mirando al cielo. Me sorprende que haya tanta gente en Madrid con este calor y en esta época del año. Extiendo los brazos y disfruto de la leve brisa que refresca mi cara. Me siento bien. Estoy a punto de enfrentarme de nuevo a mi pasado, pero me siento bien, con fuerzas. Dispuesto a ello. Mentalizado, creo.

Cuando ponga un pie en mi apartamento no habrá vuelta atrás, porque estaré dejando libres mis fantasmas y ya no podré controlarlos, pero tengo que enfrentarme a ellos. Si algo he aprendido estas dos semanas con mi familia es que no hay que perder el tiempo por miedo. El miedo es poderoso porque te hace sentirte indefenso ante la vida, ante las circunstancias. Hay que luchar contra él, no hay que dejarlo ganar la partida. No estoy dispuesto. He descubierto que puedo y quiero vivir solo, no necesito su apoyo. No lo necesito a él ni él tampoco a mí, eso está claro. Miro el móvil y no hay nada. Ni una llamada, ni un mensaje. Nada en todo este tiempo que he estado fuera. Le dejé bien claro que no quería saber nada más de él, pero no esperaba que se lo tomase tan al pie de la letra. Así será más fácil. La distancia hace el olvido o eso dicen, pero me pregunto qué ocurrirá cuando vuelva a verlo, ¿sentiré de nuevo esas mariposas en el estómago como me ocurrió el día del hospital? Quiero olvidarlo pero no puedo, pensaba que perdonándolo sería más fácil, pero ahora me gustaría estar enfadado con él. Si lo perdono no habría razón alguna para llevar una vida normal, incluso podríamos quedar como amigos alguna vez. Pero no puedo hacer eso, porque para mí no puede ser amigo alguien que ha sido novio. Primero porque hay unos sentimientos que tienen nombre propio y segundo porque he perdido la confianza en él. ¿Se puede ser amigo de alguien en quien no confías? No. Eso sería un conocido y para mí los conocidos entran y salen de mi vida sin tener mucha importancia. Creo que tampoco sería justo para él. Ha sido mucho más que eso, al menos en mi corazón, no sé en el suyo.

Recojo a Gigi en casa de mi vecina y nada más verme me hace una fiesta. Todo son ladridos, saltos, lametones…

—¿Estabas preocupado pequeño? Ya estoy aquí —le digo—. ¿Te has portado bien? ¿Le has hecho caso a Fina?

—Sí, no te preocupes, sabes que puedes dejármelo siempre que lo necesites. Se ha portado estupendamente —me contesta ella.

Subimos a mi planta y antes de abrir la puerta se sienta delante y me ladra. No puedo evitarlo y me echo a reír porque pienso que su ladrido significaba algo así como: «¿Estás preparado?». Es increíble como el chucho se preocupa y es capaz de cuidarme.

Nunca habría tenido un perro, de no ser porque vi como lo atropellaban cuando era un cachorrillo y la muy puta lo dejó allí tirado, desangrándose. Los animales no me vuelven loco, pero este cabrón consiguió ganarme. Recuerdo que lo llevé a un amigo mío que es veterinario pensando que estaba muerto. No se movía. Estaba muy quieto y no paraba de sangrar. Estuvo casi tres días sin moverse y al cuarto, cuando ya tenía todas las esperanzas perdidas, comenzó a mejorar. Mientras lo cuidaba le cogí tanto cariño que, cuando estuvo bien, no fui capaz de llevarlo a la protectora como había pensado. Lo recogí cuando llevaba dos semanas en Madrid y desde ese día me ha acompañado siempre. Es el amigo más leal que tengo y que tendré, porque hace las cosas sin esperar nada a cambio y si estoy sentado en el sofá y viene a sentarse a mi lado, es para hacerme compañía porque no le gusta verme solo. Y si me ve llorando él llora también y si me ve riendo, se pone como loco a dar saltos por toda la casa. Para que luego digan que los animales no entienden. Entienden más que las personas porque son nobles por naturaleza y no están envenenados con la envidia. Dar cariño es algo innato en ellos.

Abro la puerta y entramos. Primero él, que inspecciona toda la casa y luego yo. Levanto las persianas, abro las ventanas y dejo que la luz del día invada el salón. Todo está exactamente igual que cuando lo recogimos mi madre y yo. Todo menos unas llaves y un sobre que hay sobre la mesa. Son las llaves de Diego y supongo que será una carta suya, pero no soy capaz de abrirla. Todavía no. Las heridas de guerra aún no se han cerrado, no estoy preparado para liderar otra batalla. Aún no. Tal vez el contenido me redima para siempre y me ofrezca el aire que me falta en este momento, o tal vez no. Sólo puedo saberlo si abro la carta. La pared está vacía. Sus cajas tampoco están. Diego se ha ido, ha salido de mi apartamento. Sólo queda esa misteriosa carta, que yo no estoy preparado para abrir.

—¿Sabes Gigi? Creo que es mejor que vayamos a dar un paseo. Hace muy buen día. Trae la correa. Vamos, buen chico.

Juntos comenzamos a andar. Sin dirección alguna, sin rumbo fijo. Y entonces me doy cuenta que tal vez ahí está la clave. No puedo andar en una dirección equivocada. No puedo hacer como si nada hubiese ocurrido y jugar a escribirme cartas con el que hasta hace unas semanas pensaba que era el hombre de mi vida. Necesito un cambio de rumbo. Necesito un punto y aparte. Los días que he estado fuera han sido buenos para mí por eso, porque Diego no estaba en ningún sitio. No estaba en la piscina, ni en aquel sofá viendo una peli, no estaba en el baño duchándose conmigo. No estaba en mi cama haciendo el amor… Acabo de decidir que necesito un cambio radical. Lo primero que voy a cambiar es a mí mismo, necesito un cambio de aspecto, algo nuevo. Tal vez me deje perilla o me rape la cabeza… Sí, tal vez eso. Raparme puede estar bien. Lo segundo es cambiar de casa. Llevo mucho viviendo en ella y va siendo hora de un cambio, así todo será más fácil porque él no estará en cualquier rincón donde mire. Nada me lo recordará porque no habré vivido nada allí con él.

Me siento en el parque y dejo que Gigi juegue con otro perro. Noto como me mira su dueño. Y me hace gracia y me siento bien, porque me doy cuenta que, aunque no lo parezca, hay vida después de Diego. Y otros hombres que ni tan siquiera respetan mi luto y empiezan a cortejarme.

—Parece que nuestros perros se llevan bien —me dice el chico.

—No te lo tomes a mal, pero Gigi no le hace ascos a nadie.

—Vaya, que perro tan sociable.

—Sí, mucho —le digo entre risas.

—¿Qué raza es? —me pregunta intentando darme conversación.

—Creo que se conoce vulgarmente como chucho común o perro callejero.

—Sí, es lo que me temía, ese pelo negro no tiene mucha pinta de tener pedigrí.

—Puede que no tenga pedigrí, pero es un buen perro.

—Eso no lo dudo, ¿cómo te llamas?

—David, me llamo David.

—Yo soy Tony.

—Encantado —le digo tendiéndole la mano.

—Lo mismo digo —me responde aceptando mi mano y dándome dos besos bastante más cerca de la boca de lo que se consideraría apropiado.

—¿Cómo se llama? —le pregunto.

—Se llama Flojo.

—¿Flojo?

—Sí, porque sólo quiere comer y no le gusta hacer ejercicio.

—¿Y traes siempre a pasear aquí a Flojo?

—Sí, me gusta venir por las mañanas y mientras él juega un poco, yo leo.

—¿Qué estás leyendo?

—Un libro que me gusta mucho. Se titula Masticar los tallos de las flores regaladas —me cuenta.

—Vaya nombre.

—Es una pasada.

—¿De qué trata?

—Habla de cómo los seres humanos siempre tropezamos dos veces con la misma piedra, pero es el camino que hay hasta volver a tropezar, lo que hace que la vida merezca la pena.

—Vaya…

—¿Qué ocurre? ¿No te gusta? Está muy bien.

—Sí, todo lo contrario.

—¿Entonces?

—Pues eso, que ya me lo dejarás ¿no?

—¿Eso es que voy a volver a verte?

—Hombre, si es verdad eso de que los seres humanos siempre tropiezan dos veces con la misma piedra, entonces seguro que volveremos a encontrarnos, porque yo soy como un enorme pedrusco.

—Qué raro eres —me dice entre risas.

—Mucho, no sabes cuánto. Vamos Gigi, vamos. Tenemos que irnos.