MI ÚNICO ODIO, NACIÓ DE MI ÚNICO AMOR
Cuando salgo de aquel oscuro portal se me viene el mundo encima. Toda aquella rabia comienza a convertirse en pena y a los pocos segundos, estoy ahogándome en mis propias lágrimas. Lágrimas negras, de desconsuelo. Estoy perdido, solo. Realmente solo. No puedo contar con mi familia, eso está claro. En pleno siglo veintiuno y mi padre todavía sigue pensando que si voy al psicólogo podría curarme. ¿Curarme de qué? Ya es bastante duro para mí aguantar la indiferencia con la que me trata mi padre, como para que ahora encima mi novio, el que suponía el pilar más importante y sólido de mi vida, me haya puesto unos cuernos que no me van a dejar entrar por la puerta. Aquel pilar de cemento se había convertido en un cucurucho de papel que cualquiera podía aplastar con la mano. Cualquiera como Carlos, su compañero de trabajo, su nuevo compañero de cama, el mismo que no dijo ni una palabra. Siento que todo ese mundo, mi mundo, el que tanto me había costado construir, se desmorona de repente y sin que yo pueda hacer nada para impedirlo, delante de mis narices.
Me empiezo a sentir francamente mal, tanto, que vomito entre dos coches mientras unas niñas saltan a la comba unos metros más allá. Es increíble como una vida con un futuro inmediato, con planes, sueños, metas, se acaba sin esperarlo. De un plumazo, sin más.
Pongo el piloto automático que me lleva hasta el metro. Una vez dentro oigo como las ruedas chirrían intentando competir con los latidos de mi corazón. Sudo como si estuviese debajo de un grifo abierto y me empieza a faltar el aire. En mi cabeza una y otra vez la misma imagen. Me imagino cómo se deben estar riendo de mí en este momento. Tal vez estén follando de nuevo, tal vez le esté diciendo las mismas cosas que me decía a mí o le esté acariciado de la misma forma… ¿Y si le está diciendo que le gusta más cómo él lo hace? No tengo aire. No tengo aire y sigo mortificándome. Recreándome en lo innecesario. Regodeándome en mi dolor.
Tal vez le esté diciendo que lo quiere, tal y como me decía a mí. Intento controlar la respiración pero no puedo. Mi cabeza da vueltas a todo lo que habrá pasado en esa cama, cuántas veces y con cuántos diferentes. No me gusta ser uno más cuando me prometen que soy el único. Nunca he sido celoso, pero ahora no puedo soportar la idea de que haya estado restregándose con otro en el mismo sitio y de la misma forma en que lo hacía conmigo. Porque ni siquiera eso ha respetado. Se lo ha llevado al mismo sitio donde me llevaba a mí y estoy seguro que se lo ha hecho de la misma forma que me lo hacía a mí también. ¿Para qué cambiar la fórmula si ya funciona por sí sola? Me pregunto qué significo para Diego, y me pregunto desde cuándo me es infiel y por qué lo hace. Tengo un millón de preguntas más que no obtienen respuesta porque viven en mi cabeza y de allí no van a salir. Me empiezo a marear, así que decido sentarme en una esquina en el suelo, cerca de la puerta. Cualquiera que me vea ahí tirado puede pensar que soy un mendigo. Pero no me importa, ahora sólo me importa Diego y saber por qué no le importo yo a él.
El vagón va casi vacío. Una señora mayor se da cuenta de que voy llorando y me mira. No sé si porque le doy lástima o porque quiere enterarse de lo que me ha ocurrido. La gente es tan cotilla… Al fondo unos novios comiéndose a besos. Me derrumbo. Los veo y me derrumbo porque representan lo que yo tenía y acabo de perder. Si la gente supiese la consecuencia de muchas de sus acciones, tal vez se lo pensarían dos veces antes de hacer nada. Me siento realmente solo y no sé a quién acudir. No sé qué va a ser de mí a partir de ahora.
Voy en un puto vagón de metro y necesito gritar, necesito desahogarme, quiero que la gente sepa con qué clase de hijo de puta he estado compartiendo mi vida e intentando crear un futuro. Quiero que la gente sepa qué clase de cabrón se ha dedicado a engañarme y a reírse de mí, y sobre todo, con qué propósito me ha hecho perder el tiempo de esta forma. Hubiese sido mucho más fácil decirme que ya no me quería, habría dolido, pero no con la misma intensidad. Se ha desenamorado de mí sin darme oportunidad a que yo también lo hiciese. Y siento que le quiero, que le quiero con todo mi alma y a la vez le odio, le odio con todo mi alma, porque desde que llegué a Madrid huyendo de la incomprensión de mi familia ha sido lo mejor y lo peor que me ha pasado en la vida y me ha dado tanto como me acaba de quitar de golpe. Las malas personas son aquellas que hacen daño voluntariamente, sin importarle lo que pueda ocurrirle al otro y Diego me acaba de demostrar lo poco que yo le importo. ¿Por qué me ha engañado? ¿Qué he hecho mal? ¿Es que no tiene bastante conmigo? Me gustaría gritarle a la cara todo esto que pienso, pero sé que sería incapaz, porque sólo querría volver a pegarle, destrozarle, descargar toda mi furia contra él, aunque no sea lo correcto. ¿Por qué nadie me explica qué ha pasado? ¿Por qué todos ésos que no me quitan ojo no me dan una razón que justifique su comportamiento? Me cuesta tanto encontrar una sola razón que lo haga justificable.
Miro a los que me miran y siento ganas de gritarles, si quieren ser partícipes de esta historia deberían hacer algo en vez de quedarse ahí impasibles, mirando como si nada de esto hubiese ocurrido. Claro que a ellos les da igual, para ellos esto que ven es como una película, porque soy yo el que lo está sufriendo en sus carnes.
Todo el mundo me mira y es normal, no todos los días se ve a un hombre tirado en el suelo del vagón llorando como un niño indefenso. Y es así como me siento. Diego me ha robado toda la protección que me ha ido regalando mientras estábamos juntos. Día a día, mes tras mes… Me la fue concediendo poco a poco. Paso a paso. Y ahora el muy cabrón me la roba de golpe. Sin esperarlo y quitándome la colchoneta, para que me haga daño al caer. El caparazón de sus abrazos se ha roto, está claro que no era tan fuerte como suponía. Soy un niño perdido al que le da miedo la oscuridad y lo han encerrado en un armario. Soy un niño indefenso que no sabe estar sólo y él me ha condenado, con malas artes, a luchar contra mi fobia. Las condenas nunca tienen justificación. Los castigos tampoco, porque al fin y al cabo son lo mismo.
Por un momento me planteo ponerme de pie y contarlo en voz alta, gritárselo a todos esos papanatas que me observan como si fuese un mono de feria, como si fuera uno de esos que va contando historias por unas monedas. Pero yo no quiero dinero, lo haría por un poco de paz, por sacarme esta presión del pecho, este nudo de la garganta que no me deja respirar, este malestar general. Podría morirme en este preciso instante y no me importaría, es más, lo preferiría, porque así podría sacarme esta congoja que no me deja respirar. Es como si me hubiesen metido una mano por el culo y me estuviesen removiendo, cambiándome de sitio todas y cada una de las tripas. Parece como si tuviese dentro de mí cientos de duendecillos que me estiran y me anudan cada uno de los órganos a su antojo. Me siento jodido. Estoy realmente jodido. Necesito que alguien me saque de dentro este bicho que me devora, que me come, que me anula…
Tal vez debería volver y dejarle hablar. Todo el mundo debería tener derecho a dar la réplica, pero no estoy dispuesto. Tal vez sea cierto que tiene una explicación. A lo mejor no pasó nada. Y pretendo engañarme con esa mierda de excusas que yo mismo me invento. Yo lo vi, estaba en calzoncillos, los dos en la cama. ¿Qué más necesito para hacerme a la idea? Está todo bien clarito. Podría volver y pedirle una explicación, tengo derecho a saber, tengo derecho a que me cuente, a que vomite su mierda y estar dispuesto a que me salpique, porque estoy seguro de que iban a salir muchos trapos sucios que ninguno de los dos tenemos olvidados. Cuando discutes entierras el hacha de guerra, pero en cada nueva batalla vuelves a desenterrarlo, porque los reproches son las armas con las que contamos y las palabras, la fuerza con que las utilizamos.
Podría volver, pero sé que sería inútil. Él permanecería impasible mirándome, sin decir nada, como cada vez que discutimos. Orgulloso, altivo, creyéndose poderoso y poseedor de la verdad. Nunca he soportado esa actitud y además creo que no es sana, porque lo que no se dice se queda dentro y se pudre y luego huele mal y cuando acaba saliendo es peor, porque tarde o temprano acaba saliendo, pero cuando algo llega a destiempo y no te pilla preparado, el golpe es más fuerte, como esto que a mí me ha ocurrido. Porque ya está podrido. Habría puesto la mano en el fuego por él, las dos, pero ya veo que me habría quemado. Habría ardido como si me hubiesen echado encima un bidón de gasolina. Así me siento, a punto de estallar.
Me jode muchísimo que se haya acostado con otro, pero en realidad no sé si ése es el problema. Un rabo se lava y se estrena, pero la herida que ha hecho en mi confianza es demasiado profunda y aunque cicatrizase, las marcas no desaparecerían. Me ha engañado, ese es el verdadero problema. Ha hecho algo que no debería haber hecho, que habíamos hablado en multitud de ocasiones. Fue él quien exigió una pareja cerrada. Pero tenía que estar cerrada por ambas partes. Con llave y candado. Ahora veo que ha robado la llave cada vez que le ha dado la gana.
Mi corazón está hecho añicos, allí en el suelo de su estudio. Necesitaría que alguien recogiese los trozos e intentase recomponerlos o mejor, que me devuelva los pedazos, que ya me buscaré la vida. Pero ni para eso has servido, ni para eso has sido capaz de ser un caballero. Los has tirado sin más, sin importarte todo este tiempo que hemos estado juntos. Sin importarte yo, sin importarte nada, sólo tu bienestar, porque eso es lo único que te preocupa, tú mismo, porque eres un puto y jodido egoísta. Un egoísta del que estoy locamente enamorado y sé que me va a costar la misma vida dejar de estarlo. Has barrido para tu propia casa, en tu propio beneficio, aprovechándote de algo que se suponía era de los dos.
Nunca fui de lágrima fácil, al contrario, me cuesta muchísimo llorar. Ni siquiera en los funerales de mis seres más queridos conseguí llorar para desahogarme y ahora que soy un mar de lágrimas, me doy cuenta que tampoco funciona. Al contrario, me ahogo porque no sé controlarlo. He abierto las compuertas de una presa que contenían mucho más de lo que estaban preparadas para retener. Me muerdo el labio para no armar el espectáculo, aunque es inevitable. Lloro y lloro sin parar. No encuentro consuelo. Puede que sea un melodramático pero no sé hacia dónde tirar, no sé qué hacer, con quien hablar para quitarme este peso de encima. Llevo una losa cargada en la espalda y necesito soltarla, no la quiero. Has hecho que este mundo tan pequeño que me asfixiaba por su insignificancia, pase a atosigarme por todo lo contrario. Soy demasiado minúsculo para algo tan grande. Para soportar algo tan duro. Tú eres el culpable de mi pena, de lo que me ocurre. Mi único odio, nacido de mi único amor. Lo único que te deseo en este momento, es que algún día alguien te haga lo mismo que me has hecho tú a mí. Sin piedad. A degüello. Que acabe contigo lentamente, para que, desangrándote por el camino entiendas lo que estoy sufriendo por tu culpa.
El aire empieza a faltarme de nuevo, antes conseguí tranquilizarme un poco, pero ahora parece más grave. Mi respiración se agita, se acelera. Intento mantener el ritmo pero no puedo coordinar ese sencillo movimiento que llevo haciendo toda la vida por inercia. Me asfixio, creo que me asfixio. Un dolor en el pecho me oprime, siento que es un infarto. Me duele. Me duele. Me duele mucho. No puedo respirar. Soy muy joven para morir así, me falta el aire. Me has matado, eres un asesino. Me has matado, hijo de puta, has acabado conmigo. Comienzo a gritar. Primero dentro de mí, luego dejo que salga fuera. «Me muero, ¡me estoy muriendo!», grito tan fuerte como puedo. La gente se mira como buscando una explicación. Yo sudo cada vez más. Cada vez mi cuerpo está más tumbado en el suelo. La ansiedad me hace dar botes. Mis ojos tan llenos que casi no puedo ver. Intento respirar y no puedo. Mi cuerpo, que se rebela contra mí, actúa libremente. Grito sin parar. Me muero. Me asfixio. Me revuelvo en el suelo. No puedo más.
Un bofetón cruza mi cara. La señora mayor, la que me estaba observando, la que podría ser mi madre, me acaba de cruzar la cara de un galletón.
—Relájate coño, que estás histérico —me dice mientras me zarandea.
Me quedo paralizado y de repente mi mente vuelve a la dimensión del mundo real. «Próxima estación Bilbao», oigo que dicen por los altavoces. Con la paranoia se me ha pasado la parada.
—¿Estás mejor? —me pregunta la mujer.
—Sí, gracias —le contesto mientras bajo la cabeza avergonzado, no por el espectáculo que acabo de montar con mi ataque de ansiedad, sino porque pienso que todos saben lo que me ocurre, como si lo llevase escrito en la frente y aunque yo no tengo la culpa, no puedo evitar sentirme culpable. Me avergüenzo por lo que soy, por lo que tú me has hecho. Me avergüenzo porque no sé cuánto me costará asumir que soy un jodido cornudo.