REENCUENTRO CON EL PASADO

Han pasado dos semanas desde mi incidente en el baño y me encuentro mejor. Después de la conversación telefónica mi madre se plantó en Madrid para venir a recogerme. Aún puedo sentir el abrazo que me dio. ¡Cuanto lo necesitaba! A veces nos da vergüenza expresar los sentimientos y por culpa de esa vergüenza dejamos de hacerlo y dejamos que pase el tiempo, que sólo hace separar los dos extremos de lo que una vez estuvo unido. Ella rompió la barrera de la incomunicación con un abrazo, porque no tuve que dar explicaciones de nada. No me preguntó, no me juzgó. Simplemente me abrazó y me quiso, porque soy su hijo y su misión cuando me trajo al mundo era la de quererme y protegerme. Nunca olvidaré el olor de su pelo, de su perfume, lo fuerte que me abrazaba o la forma en la que lloraba. La forma en la que llorábamos juntos. Porque con ese abrazo habíamos vuelto a recuperar la necesidad de volver a hacer las cosas juntos, como cuando era pequeño. Como cuando no se me había olvidado que necesitaba una familia. Nos miramos a los ojos y no nos hacía falta hablar. Era como si me comprendiese, como si pudiese entender todo el dolor que sentía, simplemente mirándome a los ojos.

Mientras me daba una ducha, ella limpió la casa. Nunca hizo preguntas. Jamás. Ni por las pastillas, ni por el whisky, ni por el desorden, ni por la mierda del perro, ni por las cajas de la mudanza, ni por el agua que invadía el piso… Estuvimos ese día en mi apartamento y a la mañana siguiente muy temprano, partimos hacia la casa que tenían alquilada en medio de ninguna parte. Necesitaba respirar aire puro. Necesitaba aislarme del mundo. Quería estar en un lugar donde no hubiese móvil, donde nadie pudiese dar conmigo. Donde yo, fuese sólo yo y mi circunstancia. Y eso sólo lo conseguiría junto a mi familia. Ese día que compartimos solos en mi apartamento, mi madre volvió a ser sólo para mí. Como cuando era pequeño y los gemelos no habían nacido. Como cuando mi padre estaba de viaje y ella me preparaba la comida que más me gustaba y luego nos tumbábamos juntos en el sofá a charlar o a ver la tele. No hacíamos nada especial, pero era nuestro momento porque nadie nos interrumpía. Daba igual que lloviese, que tronase o qué programa echase en la tele. Nuestros momentos eran nuestros, y de nadie más. Ni siquiera mi padre se habría atrevido a interrumpirlos. De repente en un sólo día sentí que recuperaba toda la complicidad que tenía con mi madre antes de creer que no la necesitaba. Y aunque intenté hacer memoria, no sé cuándo ni cómo la perdí. El caso es que madre no hay más que una, y la mía ese día, se comportó como la mejor madre del mundo. A veces nos creemos que volar de las faldas de mamá es huir del nido. Volar no significa fugarse, que fue lo que hice yo. Quería poner tierra de por medio, quería empezar de cero en un lugar donde nadie me conociese. Quería llegar a un sitio donde pudiese ser yo realmente y no tuviese que estar marcado por lo que pensasen mis mayores. Quería llegar a un sitio donde pensaba que iba a ser feliz y donde podría comerme el mundo. Iluso de mí, el mundo acababa de devorarme delante de mis narices.

—Mamá, tal vez debería explicarte…

—No hace falta, las madres nos damos cuenta de todo.

—Ha sido terrible —le dije entre lágrimas.

Sshhshhh, ya ha pasado, mamá está aquí contigo. Piensa que ha sido un mal sueño. Pronto te sentirás mejor.

Sus palabras volvieron a hacer que me sintiese protegido, y otra vez volví a pensar en cuando era niño. Me pregunté a mi mismo por qué había renunciado a todo eso que ahora venía a mi mente y añoraba. Pero no encontré la respuesta. La visita de mi madre me envió directo al pasado en un túnel del tiempo que tenía forma de abrazo y me di cuenta de lo feliz que fui de pequeño. Y me di cuenta de lo que añoraba tener una familia. Y no entendí por qué había sido yo el que había huido de esa forma. Es cierto que mi padre tampoco me había dado muchas más opciones, pero tal vez no le expliqué, no le hice entender lo normal que soy por ser así.

Me preocupaba por el reencuentro con el resto de la familia. Me preguntaba si no le molestaría a mi padre que volviese en aquellas condiciones, hecho un despojo. No sabía si mi madre le había contado algo de cómo me había encontrado. No sabía si volvería a repudiarme como ya lo hizo una vez. Íbamos en el coche y no hablábamos. De vez en cuando nos mirábamos y ella sonreía. Me hubiese gustado saber lo que estaba pensando. ¿Se habría sentido alguna vez orgullosa de mí?, probablemente éste no fuese el momento más oportuno para hacerle esa pregunta. Me habría gustado preguntárselo. Pero tuve miedo. Una vez más, tuve miedo a saber la verdad, como me pasó con Diego. Mi problema era que me costaba enfrentarme a las cosas, coger el toro por los cuernos. Creía que tal vez por no hablar de determinados temas iban a desaparecer. Pero los rodeos se convierten en metáforas. Las metáforas en eufemismos y éstos a su vez en tabúes. Estaba a punto de enfrentarme al tabú más grande que podía encontrar jamás. Todos y cada uno de los miembros de mi familia.

—¿Por qué paramos?

—Tengo que echar gasolina o esta tartana nos dejará tirados en mitad de la autopista.

—Cómprame una chocolatina.

—Sal del coche, te sentará bien estirar las piernas. Además hace un día estupendo y todavía nos queda un buen rato de camino.

—Está bien, si no hay más remedio…

—Deja de protestar —me recriminó mi madre mientras me cogía de los hombros para guiarme hasta la tienda de la gasolinera.

Al fondo del local, un teléfono público y no pude evitar permanecer un rato delante de él. Impasible pero expectante, como si fuese a sonar en algún momento.

—¿Necesitas hacer una llamada? —preguntó mi madre sacándome de mi extraño letargo.

—No, no hace falta.

—¿Seguro?

—Sí, totalmente.

—¿Seguro que no quieres llamarlo?

—No. No se lo merece.

—Pues entonces en marcha, que aún queda mucho camino.

Nos subimos al coche y puse la radio. Buscaba una emisora donde sonase algo que conociese para hacer el viaje más ameno. Sin esperarlo, tuve ganas de cantar. Comencé a experimentar unas ganas enormes de ponerme a cantar. Y así lo hice, así lo hicimos. Primero en un susurro y luego fui subiendo el tono. Mi madre me miró y luego empezó a cantar conmigo. Y cantamos juntos. Las canciones que conocíamos y las que no. Saqué el cuerpo y me senté en la ventanilla. El aire me despeinaba mientras yo le cantaba al día. Gritaba y gritaba.

—¡Estás loco! ¿Es qué quieres matarte? —me recriminó mi madre cuando vio lo que hacía.

—No mamá, quiero vivir. Quiero vivir y ahora lo tengo claro.

—Pero hijo…

—Gracias, mamá.

—¿Por qué me das las gracias? —me preguntó.

—Porque desde que viniste a rescatarme no he pensado ni un momento en Diego y, cuando lo he hecho, he sido fuerte y no le he llamado.

—David…

—Voy a sacármelo de la cabeza. Sé que va a ser difícil, porque aún duele. Pero me has ayudado más de lo que te puedes imaginar —le expliqué mientras ella sollozaba.

—Si no llegas a llamar, no sé donde estaría ahora —le digo.

Mi madre se echó a un lado de la carretera y frenó en seco.

—Prométeme que nunca, nunca jamás vas a volver a hacer ninguna tontería —me gritó llorando.

—Lo prometo

—Me diste un susto de muerte. Pensé que no iba a llegar a tiempo —me contestó mi madre—. No sabes la cantidad de cosas que se me pasaron por la cabeza mientras iba en tu busca.

—Lo siento mamá. No tenía ningún derecho de preocuparte de esa forma.

—Claro que lo tenías. Tenías todo el derecho del mudo, porque eres mi hijo y necesitabas mi ayuda.

—¿Sabes? Sé que no te lo digo nunca, porque además es muy cursi, pero te quiero mamá. Te quiero mucho —le dije antes de abrazarla, secándome las lágrimas y sorbiendo los mocos.

—Ven aquí idiota —y mientras me abrazaba me dijo que también me quería.

—Bueno, será mejor que continuemos el viaje o a mi padre le va a dar un ataque.

—Sí, será mejor.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Ya la estás haciendo.

—¿Me sigues queriendo igual aunque sea gay?

—Pero David… ¿En serio crees que me preocupa que seas gay? A mí lo que me preocupa es que estés mal, o que te hagan daño y me da igual si la persona que te lo hace se llama Diego o se llama María. Lo que me importa eres tú.

—Mamá, necesitaba tanto oírte decir eso —le dije mientras le abrazaba muy fuerte.

—Hijo me vas a asfixiar.

—Entonces, ¿por qué nos hemos distanciado tanto?

—No lo sé, pero lo que no tenemos que permitir por nada del mundo es que vuelva a pasar.

El resto del camino seguimos cantando. A ratos en voz alta, a ratos en la cabeza. Miré a mi madre y me sentí orgulloso de ser su hijo. Nunca antes me había percatado de la madre tan luchadora que tenía. Había trabajado toda su vida para sacar a su familia adelante y ahora, que podía estar viviendo como una reina porque nosotros éramos mayores y económicamente no estaba del todo mal, cuidaba de mi abuelo, enfermo de alzhéimer, porque no quería ingresarlo en una residencia. Le pedí ayuda y no dudó un instante en recorrerse el país para venir a prestármela. No podía ser de otra forma, tenía que estar orgulloso de esa mujer, porque era una mujer diez, porque era mi madre y porque me había demostrado lo importante que era para ella. Me entraron ganas de volver a sentarme en la ventanilla y gritárselo al paisaje. Quería gritarle al mundo lo orgulloso que estaba de ser su hijo, pero no lo hice, porque no quería matarla de un infarto. Un lazo muy especial se creó entre nosotros ese día. Un lazo que lucharé por conservar toda mi vida.

Cuando llegamos a casa los gemelos estaban en la piscina. Nos llevamos casi diez años. Mis padres estuvieron mucho tiempo intentando darme un hermanito, pero no hubo forma. Cuando dejaron de buscarlo, sonó la flauta. Y vinieron dos, para colmo de males. Los enanos, que como yo les llamo, han sacado el carácter de mi padre, más terco y seco. Yo el de mi madre, o eso dice ella siempre, que nos parecemos como dos gotas de agua. No hacía ni un mes que había dejado esa casa, horrorizado por estar encerrado con semejante tribu, pensando además que no volvería, y ahora lo que más deseaba en el mundo era recuperar el tiempo perdido. El acercamiento con mi madre me hizo darme cuenta de todo lo que me había perdido cuando me fui a Madrid. Cumpleaños, santos, notas, cenas familiares… Millones de momentos y millones de situaciones que al no haberlas compartido con ellos habían provocado nuestro alejamiento, convirtiéndonos en extraños.

Fue entonces cuando me di cuenta, que la culpa no era sólo de mi padre o de mis hermanos. También era mía, porque no me había preocupado lo suficiente en cuidar de ellos. Había visto solamente lo que ellos me hacían o no me decían, pero no me daba cuenta que yo estaba actuando de la misma forma. El síndrome del egoísta que se regodea en su propio egoísmo. Los miré nadar desde la entrada y me sentí triste porque me había perdido unos años muy valiosos y que no iba a poder recuperar. De repente pensé en Diego y en todo lo que se estaba perdiendo. En todo lo que no iba a tener por no estar conmigo, con mi familia, por no querer formar parte de todo esto… Pensé también en el susto que debió llevarse cuando me encontró tirado y creyó que había intentado suicidarme. Las cosas que debieron pasar por su cabeza mientras estaba en la sala de espera. No quiero ni imaginarme si hubiese sido yo el que estaba en su lugar. Realmente no había sido justo con él. Había sido un cabrón conmigo, pero actuando de la misma forma sólo me ponía a su altura y no era lo que quería. Aunque hasta ese momento no lo supe. Creía que si me vengaba me sentiría mejor, pero no es cierto. La venganza no es la solución. Pensé que igual para sacarlo de mí, tenía que perdonarlo, porque mientras hubiese una pizca de rencor en mi corazón, seguiría provocando en mí algún tipo de sentimiento, así que me propuse perdonarlo. Por un momento, me sentí bien, me sentí verdaderamente adulto, maduro. Empezaba a tomar mis propias decisiones, tal vez estaba empezando a conocerme a mí mismo. Estaba creciendo como persona. Tal vez empezaba a aprender a vivir solo, a alzar el vuelo… Mi madre había venido a rescatarme, pero esto sólo era un aprendizaje forzoso para cuando tuviese que volver a alzar el vuelo yo solito. Llegará el día en que cuando piense en Diego, sólo recuerde lo bueno, lo felices que fuimos juntos. No sé si será un día lejano o no. Pero sé que voy a lograrlo, al menos tengo fuerzas para intentarlo.

Me acerqué a mi abuelo que está sentado en el porche y lo abrazo.

—¿Ya te han dado las notas? —me preguntó desde su mundo.

—Abuelo, yo ya no estudio.

—¿No? Pero… ¿has aprobado matemáticas?

—Claro —le dije para no perturbarlo.

—Cuando yo era pequeño… —y me contó una de sus batallitas del colegio, que ni siquiera sé si son reales o son fruto de esta puta enfermedad que se lo está llevando poco a poco. Lo abracé con fuerza y le pedí disculpas, aunque no se entera, porque él vive en su mundo, donde las cosas malas no existen. Y lloré, porque sé que en su ignorancia está la felicidad, pero recuerdo lo que ha sido y lo que es hoy, y que no he estado presente en su deterioro. No para ver como se marchitaba, sino para apreciar la belleza de sus últimos pétalos.

—Te quiero mucho abuelo. Te quiero mucho.

Mi abuelo me miró y sonríó. Yo lloré en silencio. Con sus manos me secó las lágrimas y me dijo que no pasaba nada si he suspendido matemáticas, que él hablaría con mi profesora. A mí se me partió el alma, pero no dije nada. Sólo lo abracé. Le di un abrazo por cada uno de los días que no estuve a su lado y sé que no fueron suficientes, pero no supe hacer otra cosa. Mi madre me estaba observando desde el coche y como yo, lloraba en silencio, porque es duro perder a una madre sin esperarlo, como le pasó a ella, pero es peor ver cómo tu padre se va poco a poco y por más que lo intentas, no puedes hacer nada para impedirlo.

—¡David, David! —gritaron los enanos desde la piscina.

Me sequé las lágrimas y fui a saludarlos. Todos eran risas, salpicones y ganas de empujarme al agua. Se alegraban de verme y me lo demostraron porque no se callaban y me hablaban los dos a la vez y yo me sentía bien, me sentía a gusto porque estaba en casa, porque estaba con los míos y porque aquí no tenía nada que temer. Envueltos en las toallas me abrazaron y me dijeron cuánto se alegraban de que hubiese vuelto. Me dijeron que éste iba a ser el mejor verano de nuestras vidas y tal vez tuviesen razón, no lo sé. Al menos no será un verano cualquiera, será un verano para recordar, porque será el verano en el que volví a acercarme a mi familia.

Cuando entré en la sala de estar, mi padre estaba sentado en su butaca leyendo el periódico con los pies en alto. Odio el olor del tabaco, pero su Ducados me devolvió a la niñez y me transportó a la hora en que volvía del trabajo cada día. Me parecía escuchar su silbido indicándome que estaba en casa. Aspiré y pude oler ese momento. Su ropa olía a Ducados, su aliento. Veía cómo corría hacia la puerta a recibirlo y cómo me abrazaba y me preguntaba qué tal me había ido el cole. Recuerdo cuando éramos una familia, cuando éramos felices, cuando mis padres no acumulaban tantos reproches como para vomitárselos a la cara cada dos por tres. Recuerdo cuando los quería por encima de cualquier cosa en el mundo y no podía diferenciarlos, por mucho que me preguntasen si quería más a mi padre o a mi madre. Recuerdo cuando quería ser como él cuando fuese mayor. Recuerdos y más recuerdos… Y no puedo evitar preguntarme cuándo dejó de importarme todo esto y con qué motivo. ¿Acaso no he sido yo tan egoísta con ellos como lo ha sido Diego conmigo? De repente y sin justificación. Por las buenas y sin más.

—Hola papá.

—Habéis llegado pronto.

—¿Es todo lo que vas a decirme?

—¿Qué quieres que te diga? —me pregunta escondido tras las hojas de un noticiero tan facha como él.

—¿No vas a mirarme a la cara? —le pregunto con lágrimas en los ojos.

—Hijo, ¿estás bien? —cuestiona preocupado bajando el periódico.

—Diego y yo hemos roto —le dije mientras me tiraba a sus brazos llorando. Lo abracé muy fuerte. Gemí, sollocé, lloré… Directamente y sin miramientos. El cuerpo de mi padre permaneció rígido e impasible ante mi abrazo. No me importó, yo me aferré a su silencio y seguí ahí, sin importarme si le molestaba o no, si le era incómodo o no que le hablara de Diego. Me daba igual. Pero necesitaba hacerlo. Lo necesitaba a él. Es mi padre y tiene que quererme por encima de todo. No había hecho nada malo. Me gustan los hombres, ¿y qué? ¿Cuál es el delito? ¿Qué pecado he cometido que no merezco que el que me dio la vida me dirija la palabra? No pienso apartarme hasta que me acepte. A mí y a mi circunstancia, porque somos uno solo.

—No te preocupes. Lo superarás, entre todos te ayudaremos a superarlo —me dijo mientras sus brazos rodearon mi espalda y pude sentir cómo mi abrazo se correspondía con el suyo—. Todo se va a arreglar. Te lo prometo.

Y cerré los ojos y lo abracé más fuerte. Y dejé que sus palabras me acariciasen. Y las guardé para siempre en mi memoria. Quería creerlo e iba a hacerlo. Sabía que dolería. Pero estaba dispuesto a correr ese riesgo. Por primera vez en mucho tiempo volvía a hablar con mi familia, a ser uno más. Mis enanos tenían razón, éste iba a ser el mejor verano de nuestras vidas. Éste iba a ser un verano para recordar. Éste sería el verano en el que volví a recordar cuánto quiero a mi familia.