VISIÓN

Hasta muy entrada la noche estuve yendo de un lado a otro en la habitación, sin descanso, y me machaqué el cerebro pensando en la manera en que podría ayudarla. A menudo estuve a punto de bajar a ver a Schemajah Hillel, para contarle lo que se me había confiado y pedirle consejo. Pero siempre terminé descartándolo.

Se alzaba tan gigantesco en mi mente que parecía una profanación importunarle con cosas que afectaban a la vida exterior; pero después se repetían momentos en que tenía serias dudas de si en realidad había experimentado todo lo que había ocurrido en ese breve periodo de tiempo y que, sin embargo, parecía haber palidecido de manera tan extraña, comparado con las vivencias tan intensas del resto del día.

¿Acaso no lo habría soñado? ¿Podía aceptar yo —un hombre a quien le ha ocurrido algo tan inaudito como el olvido de su pasado— como certeza, aunque sólo fuera un segundo, aquello para lo que únicamente mi mero recuerdo se presentaba como testigo?

Mi mirada recayó en la vela de Hillel, que aún estaba al lado del sillón. Gracias a Dios, al menos había una cosa segura: ¡había tenido un encuentro real con él!

¿Acaso no debía bajar sin reflexionar más, abrazarme a sus rodillas y quejarme, de hombre a hombre, del indecible dolor que devoraba mi corazón?

Ya sostenía el picaporte en la mano, ya lo dejaba; predije lo que ocurriría: Hillel me pasaría suavemente la mano por los ojos y… ¡no, no, eso no! No tenía derecho alguno a pedir alivio. «Ella» confiaba en mí y en mi ayuda, y si el peligro en que ella se sentía en ese momento me pareciera pequeño e insignificante… ¡ella lo percibía seguramente como enorme!

Para pedir consejo a Hillel quedaba tiempo mañana. Me obligue a pensar fría y sobriamente: ¿molestarle ahora, en plena noche? Eso no se podía hacer. Así sólo actuaría un loco.

Quise encender la lámpara, pero desistí: el brillo de la luna caía desde los tejados de enfrente a mi habitación y proporcionaba más claridad de la que necesitaba. Y yo temía que la noche podría transcurrir aún con más lentitud si encendía la luz.

Había tanta desesperanza en el pensamiento de encender la lámpara tan sólo para esperar la llegada del día… un miedo subrepticio me dijo que la mañana quedaría postergada a una lejanía imprevisible.

Me acerqué a la ventana. Las hileras de tejados con volutas formaban allá arriba un cementerio espectral, oscilante en el aire: lápidas con cifras de años corroídas por la acción del tiempo, apiladas sobre las oscuras criptas enmohecidas, estas «moradas» donde la muchedumbre de los vivos se ha horadado cuevas y corredores.

Así permanecí largo tiempo, mirando hacia arriba, hasta que comencé a asombrarme de por qué no me asustaba al percibir un ruido de pasos quedos a través de la pared que estaba junto a mí.

Presté atención: no había duda, alguien caminaba al otro lado. El breve crujido del pasillo delató cómo sus suelas se deslizaban inseguras.

De golpe volví en mí. Me torné más pequeño, todo se comprimió en mí bajo la presión de la voluntad de oír. Cualquier sensación temporal se coaguló en presente.

Se oyó aún un rápido crujido, que se asustó de sí mismo y se interrumpió súbitamente. Luego un silencio mortal. Ese silencio acechador y espantoso que es su propio traidor y que hace crecer los minutos hasta lo inconmensurable.

Permanecía estático, con el oído pegado a la pared, con la amenazadora sensación en la garganta de que al otro lado había alguien igual que yo y que hacía lo mismo.

Escuché y escuché: nada.

El estudio contiguo parecía muerto. Sin hacer ruido —de puntillas—, me deslicé hasta el sillón, al lado de mi cama, cogí la vela de Hillel y la encendí. A continuación reflexioné: la puerta de hierro del desván allá afuera, en el pasillo, que conducía al estudio de Savioli, sólo se podía abrir desde arriba.

Por casualidad cogí un trozo de cable en forma de gancho que estaba en la mesa bajo mis buriles: esos cerrojos saltan con facilidad. ¡Con la primera presión alcance el resorte!

¿Y qué ocurriría entonces?

Tan sólo podía ser Aaron Wassertrum el que espiaba allí fuera… tal vez revolvía los cajones para encontrar nuevas armas y pruebas, supuse.

¿Serviría de algo que me interpusiera?

No pensé mucho tiempo: ¡actuar, no pensar! ¡Tan sólo desgarrar esa espantosa espera de la mañana!

Y ya estaba ante la puerta de hierro, la presionó, introduje cuidadosamente el gancho en el cerrojo y escuché. Correcto: un ruido deslizante en el interior del estudio, como cuando alguien abre un cajón.

En el instante siguiente se corrió el cerrojo.

Podía abarcar la habitación con la mirada y vi, pese a que casi reinaba una plena oscuridad y mi vela me deslumbraba, cómo un hombre con un abrigo negro se sobresaltaba horrorizado ante un escritorio. Durante un segundo estuvo indeciso sobre qué hacer, hizo un movimiento como si quisiera precipitarse sobre mí, pero luego se quitó el sombrero de la cabeza y así dejó al descubierto su rostro.

«¿Qué está buscando aquí?», quise gritar, pero el hombre se anticipó:

—¡Pernath! ¿Es usted? ¡Por el amor de Dios, apague la luz! —la voz me resultó familiar, pero no era de ninguna manera la del buhonero Wassertrum.

Apagué automáticamente la vela.

La habitación estaba sumida en una semioscuridad, tan sólo ligeramente iluminada por el destello de la niebla que penetraba por la ventana, al igual que en la mía, y tuve que forzar al máximo la vista antes de poder reconocer el rostro consumido y agitado que surgió de repente sobre el abrigo: los rasgos del estudiante Charousek.

—¡El monje! —se me vino a los labios, y comprendí de repente la visión que había tenido el día anterior en la catedral. ¡Charousek! ¡Ése era el hombre al que debía dirigirme! Y volví a oír las palabras que me había dicho entonces debajo del portal: «Aaron Wassertrum experimentará que se puede pinchar con agujas invisibles a través de muros. Precisamente el día que quiera arrojarse al cuello del doctor Savioli».

¿Tenía en Charousek a un aliado? ¿Sabía también él lo que estaba ocurriendo? Su presencia allí a una hora tan inusual casi daba pie a pensarlo, pero no me atreví a dirigirle una pregunta directa.

Se había apresurado hacia la ventana y espiaba tras las cortinas hacia la calle.

Deduje que temía que Wassertrum hubiese visto la luz de mi vela.

—Pensará que soy un ladrón, buscando aquí, en una vivienda ajena, a estas horas de la noche, maestro Pernath —comenzó a hablar tras un largo silencio con una voz insegura—, pero yo le juro…

Le interrumpí rápidamente y le tranquilicé.

Y para mostrarle que no guardaba ningún recelo contra él, que más bien veía en él a un aliado, le conté con algunas omisiones, que consideré oportunas, lo que ocurría en el estudio y que temía que una mujer cercana a mí corriera el peligro de caer víctima de la codicia extorsionadora del buhonero.

De la manera cortés con que me escuchó, sin interrumpirme con preguntas, deduje que ya sabía la mayor parte, aunque tal vez no todos los detalles.

—Es verdad —dijo él cavilando cuando hube terminado—. ¡Así que no me he equivocado! El tipo quiere saltar a la garganta de Savioli, eso está claro, pero al parecer aún no ha reunido suficiente material. ¿Por qué si no seguiría merodeando por aquí? Ayer pasaba yo, digamos «casualmente», por la calle Hahnpass —explicó él cuando advirtió mi gesto interrogativo—, y de repente se me ocurrió que Wassertrum ya paseaba desde hacía tiempo aparentemente despreocupado, ante el portal de abajo, pero luego, cuando se sintió inobservado, se introdujo rápidamente en la casa. Yo le seguí de inmediato e hice como si quisiera visitarle a usted, esto es, llamé a su puerta, y mientras tanto le sorprendí manipulando la puerta de hierro del suelo con una llave. Por supuesto que dejó de hacerlo por un instante cuando llegué y toqué como pretexto a su puerta. Por lo demás, al parecer usted no estaba en casa, pues no abrió nadie.

»Cuando pregunté con las debidas precauciones en la judería, averigüé que alguien, que según las descripciones sólo podía ser el doctor Savioli, poseía aquí en secreto una casa de paso. Como el doctor Savioli está gravemente enfermo, me imaginé el resto.

»Y ve, esto lo he encontrado en los cajones, para anticiparme a Wassertrum —concluyó Charousek y señaló un paquete de cartas en el escritorio—, es lo único comprometedor que he podido encontrar. Espero que no haya más. He buscado en todos los baúles y armarios, tan bien como me lo ha permitido la oscuridad.

Mis ojos revisaron la habitación mientras hablaba y se detuvieron involuntariamente en una trampilla en el suelo. Recordé oscuramente que Zwakh me había contado una vez que una entrada secreta conducía desde abajo al estudio.

Era una plancha cuadrada con un anillo como asidero.

—¿Dónde podemos guardar las cartas? —comenzó a hablar de nuevo Charousek—. Usted, señor Pernath, y yo, somos los únicos en el ghetto que le parecemos inofensivos a Wassertrum, por qué precisamente yo… bueno… eso tiene… sus motivos especiales (vi que sus rasgos se distorsionaban por un odio salvaje al pronunciar la última frase como si la mordiera), y a usted le tiene por… —Charousek sofocó la palabra «loco» con una tos repentina y artificial, pero yo adiviné lo que había querido decir. No me hizo daño, la sensación de poder ayudarla, «a ella», me hacía tan feliz que había perdido toda sensibilidad. Al final acordamos que esconderíamos el paquete en mi casa y nos fuimos a mi habitación.

Charousek ya se había ido hacía tiempo, pero aún no podía decidirme a meterme en la cama. Cierta insatisfacción interior me roía el ánimo y me lo impedía. Tenía que hacer algo más, lo sentía, pero qué, qué…

¿Diseñar un plan para el estudiante sobre lo que habría que hacer a continuación?

¡Eso sólo no podía ser! Charousek no perdía de vista al buhonero, de eso no había duda alguna. Me estremecí al pensar en el odio que se había reflejado en sus palabras.

¿Qué podría haberle hecho Wassertrum?

La extraña inquietud en mi interior creció y casi me llevó a la desesperación. Algo invisible, del más allá, me llamaba y yo no lo entendía.

Me sentía como un jamelgo al que se está domando, que nota el tirón de las riendas y no sabe qué muestra de habilidad ha de hacer, no comprende la voluntad de su dueño.

¿Bajar a ver a Schemajah Hillel?

Cada fibra de mi cuerpo lo negó.

La visión del monje en la catedral, sobre cuyos hombros había surgido ayer la cabeza de Charousek como respuesta a mi muda súplica de consejo, me indicaba claramente que a partir de entonces no despreciara sin más las sensaciones oscuras. Fuerzas secretas germinaban en mí desde hacía algún tiempo, eso era seguro, lo notaba de una manera demasiado poderosa como para intentar negarlo. Comprendí que la clave debía estar en sentir las letras, no sólo en leerlas con los ojos en libros, sino situar a un intérprete en mi interior que me tradujera lo que los instintos murmuran sin palabras, entenderme con mi propio interior mediante un lenguaje claro.

«Tienen ojos y no ven; tienen oídos y no oyen», recordé el pasaje bíblico como una explicación de lo anterior.

«Clave, clave, clave», repitieron mecánicamente mis labios, mientras el espíritu evocaba esas ideas extrañas. Esto lo noté de repente.

Clave, ¿clave…? Mi mirada recayó en el cable torcido en mi mano, que antes me había servido para abrir la puerta de la despensa, y una ardiente curiosidad me hostigó para averiguar adónde podía conducir la trampilla del estudio.

Y sin reflexionar subí una vez más al estudio de Savioli y tiré del asa de la puerta hasta que logré levantarla.

Al principio nada salvo oscuridad.

Poco después vi que delgados y empinados escalones bajaban perdiéndose en una profunda negrura. Descendí por ellos.

Durante un tiempo bajé tanteando las paredes, pero no parecía tener fin: nichos, húmedos de hongos y moho… recovecos, esquinas y rincones… pasadizos rectos, luego hacia la derecha, la izquierda, restos de una vieja puerta de madera, y otra vez escalones, escalones, escalones hacia arriba y hacia abajo, por todas partes un asfixiante olor a hongos y a tierra mojada.

Y aún ni un solo rayo de luz.

¡Si hubiese traído la vela de Hillel!

Por fin un camino plano y liso.

Por el crujido bajo mis pies deduje que caminaba por arena seca.

Debía ser uno de esos innumerables corredores que, aparentemente sin finalidad alguna, atravesaban el ghetto y conducían al río.

No me sorprendía: media ciudad estaba desde tiempos inmemoriales sobre esos corredores subterráneos, y los habitantes de Praga tenían desde siempre motivos fundados para huir de la luz del día.

La falta de cualquier tipo de ruido por encima de mí me decía que aún me encontraba en la zona de la judería, que por la noche está como muerta, aunque llevaba ya caminando desde hacía una eternidad. Calles animadas o plazas sobre mí se habrían delatado con un lejano traqueteo de coches.

Por un segundo me estranguló el miedo: ¿qué, si me estaba moviendo en círculo?, ¿si me caía en un agujero, me hería, me rompía una pierna y ya no podía seguir?

¿Qué ocurriría entonces con sus cartas en mi habitación? Caerían infaliblemente en las manos de Wassertrum.

El pensamiento en Schemajah Hillel, al que asociaba vagamente con el concepto de un ayudante y un guía, me tranquilizó involuntariamente.

Por precaución, camine con más lentitud y tanteando, manteniendo un brazo levantado para no romperme la cabeza de improviso al hacerse más bajo el corredor.

De vez en cuando, luego más a menudo, di con la mano en la parte de arriba y finalmente la roca descendió tanto que tuve que inclinarme para poder avanzar.

De repente entré con el brazo alzado en un espacio vacío. Me detuve y miré hacia arriba.

Poco a poco me pareció que del techo caía un débil resplandor de luz, apenas perceptible. ¿Desembocaba aquí un pozo, quizá desde algún sótano?

Me erguí y tanteé con las dos manos a la altura de la cabeza a mi alrededor: la abertura era cuadrada y estaba enladrillada.

Terminé por distinguir al final los contornos confusos de una cruz horizontal y logré asirme de los barrotes, elevarme y pasar entre ellos.

Ahora estaba de pie sobre la cruz y me orienté.

Al parecer terminaban allí los restos de una escalera de caracol de hierro, si no me había abandonado mi sensación táctil.

Tuve que tantear durante mucho tiempo hasta que pude encontrar el segundo peldaño, entonces subí.

En total eran ocho peldaños. Cada uno de la altura de un hombre respecto al otro.

Qué extraño: la escalera daba arriba a una suerte de revestimiento horizontal, compuesto de líneas regulares que se cortaban, que dejaba pasar la luz, y que yo ya había advertido desde más abajo, en el corredor.

Me agaché todo lo que pude para intentar distinguir desde una mayor distancia cómo transcurrían las líneas, y para mi asombro comprobé que tenían la forma exacta de un hexaedro, como se encuentran en las sinagogas.

¿Qué podía ser?

De repente lo descubrí: ¡era una puerta que dejaba pasar la luz por sus bordes! Una trampilla de madera con la forma de una estrella.

Hice fuerza con los hombros contra la trampilla, la presioné hacia arriba y unos segundos después me encontraba en una estancia invadida por la brillante luz lunar.

Era bastante pequeña, se hallaba completamente vacía, salvo por unos trastos viejos en una esquina y sólo disponía de una ventana enrejada.

No pude descubrir ninguna puerta u otra forma de acceso, a no ser la empleada por mí, por mucho que inspeccioné las paredes.

Las rejas de la ventana eran tan estrechas que no habría podido introducir la cabeza por ellas, no obstante pude ver que la habitación se encontraba aproximadamente a la altura de un tercer piso, pues las casas de enfrente sólo tenían dos pisos y eran más bajas.

La acera de la calle que se encontraba debajo era apenas visible, pues, como consecuencia de la deslumbrante luz de la luna, que me daba en pleno rostro, quedaba inmersa en profundas sombras que me impedían distinguir detalles.

La calle debía pertenecer obligatoriamente a la judería, pues las ventanas de enfrente estaban todas enladrilladas o simplemente insinuadas con molduras, y sólo en el ghetto se da la espalda a la calle de una manera tan extraña.

En vano me esforcé desesperadamente por descubrir qué edificio tan raro debía ser en el que me encontraba.

¿Sería tal vez una torrecilla lateral abandonada de la iglesia griega?, ¿o quizá pertenecía a la sinagoga Altneu?

El entorno no coincidía.

Una vez más inspeccioné la habitación: no había nada que me pudiera dar la mínima pista. Las paredes y el techo estaban desnudos, la cal y el yeso se habían caído hacía tiempo y no había ni agujeros ni clavos que delataran que una vez había estado habitada.

El suelo estaba cubierto de polvo hasta la altura del tobillo, como si no lo hubiera visitado una criatura viva desde hacía décadas.

Me daba asco examinar las cosas viejas de la esquina. Estaban en una profunda oscuridad y no podía distinguir en qué consistían.

Por su apariencia externa podían ser harapos formando un hatillo.

¿O eran un par de viejas maletas negras?

Tanteé con el pie y logré llevar una parte con la punta del pie hacia la luz que la luna arrojaba a través de la habitación. Parecía una cinta que se desenrollaba lentamente.

¡Un punto brillante como un ojo!

¿Tal vez un botón de metal?

Poco a poco comprendí: una manga de un corte extraño y pasado de moda se salía del montón.

Y una pequeña caja blanca o algo parecido estaba debajo, se abrió bajo mi pie y se dividió en una gran cantidad de láminas manchadas. Les di un ligero golpe y una de las láminas voló hasta la claridad. ¿Una foto?

Me incliné: ¡un Mago!

Lo que me había parecido una caja blanca era un juego de tarot.

Lo cogí.

¿Podía haber algo más ridículo que una baraja en un lugar tan siniestro?

Qué extraño, tuve que obligarme a sonreír. Una subrepticia sensación de espanto se deslizó en mi interior.

Busqué una explicación banal de cómo las cartas habían podido llegar hasta allí y, mientras tanto, conté mecánicamente la baraja. Estaba completa: setenta y ocho naipes. Pero ya al contarlas me llamó algo la atención: las cartas estaban heladas.

Un frío paralizante se desprendía de ellas y, como yo mantenía la baraja en la mano cerrada, ahora apenas podía desprenderme de ella, tan rígidos estaban mis dedos.

Una vez más busqué una explicación lógica:

Mi traje delgado, la larga caminata sin abrigo ni sombrero por los corredores subterráneos, la fría noche de invierno, las paredes de roca, el viento gélido que penetraba con la luz de la luna a través de la ventana, no era de extrañar que comenzara a temblar. La agitación en que me había encontrado todo el tiempo debía haberme engañado a ese respecto.

Un escalofrío tras otro recorría mi piel y el frío cada vez se metía más en mis huesos.

Sentí como si mi esqueleto se fuera a congelar y cada uno de mis huesos se me hizo consciente como barras de metal a las que mi carne quedaba adherida por el frío.

No me ayudaba el ir deprisa de un lado a otro, ni el dar patadas en el suelo ni tampoco golpearme con los brazos. Apreté los dientes para no oír su castañeteo.

Esto es la muerte, me dije, que pone sus frías manos en tu coronilla.

Y me defendí como un poseso contra el sueño narcotizante de la congelación, que, mullido y asfixiante, venía a recubrirme como si fuera un abrigo.

Las cartas, en mi habitación… ¡sus cartas!, bramó una voz en mi interior: las encontrarán si muero aquí. ¡Y ella ha puesto sus esperanzas en mí! ¡Ha puesto su salvación en mis manos! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!

Grité a través de los barrotes, hacia la calle desierta, y resonó: ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!

Me arrojé al suelo y volví a levantarme de un salto. No podía morir, ¡no podía! ¡Tan sólo por ella, por ella! Aunque tuviera que hacer saltar chispas de mis huesos para calentarme.

Mi mirada recayó entonces en los harapos en la esquina, y me precipité hacia allí y me los puse con manos temblorosas sobre mi ropa.

Era un traje roto de un paño grueso y oscuro de un corte extraño y antiquísimo.

Un olor a podrido emanaba de él.

Me acurruqué en el rincón opuesto y poco a poco comencé a sentir que mi piel se calentaba. Tan sólo la estremecedora sensación de mi propia osamenta congelada no quería desaparecer. Me senté inmóvil y dejé vagar mi mirada; la carta que había visto primero, el Mago, aún estaba en el centro de la habitación a la luz de la luna.

Desde la distancia parecía haber sido pintada por un niño con acuarelas y representaba la letra hebrea Aleph en la forma de un hombre, vestido a la moda antigua de Franconia, con la perilla gris puntiaguda y el brazo izquierdo levantado, mientras el otro señalaba hacia atrás.

¿No tenía el rostro del hombre una extraña semejanza con el mío? Se despertó en mí la sospecha. La barba no armonizaba bien con un Mago; me arrastre hasta la carta y la arroje a la esquina con el resto de los harapos, para así librarme de su atormentadora visión.

Allí estaba ahora y brillaba hacia mí —una mancha grisácea e incierta— desde la oscuridad.

Me obligué a reflexionar qué podía hacer para regresar a mi casa.

¡Esperar a la mañana! Gritar desde la ventana a los paseantes para que me subieran con ayuda de una cuerda velas o una linterna. Sin luz no lograría encontrar los corredores infinitos que se cruzaban una y otra vez, y eso lo sentía con una certeza opresiva. O, en caso de que la ventana quedara demasiado alta, que alguien, desde la ventana, con una cuerda… ¡Cielo santo! De repente me di cuenta, ya sabía dónde estaba: una habitación sin entrada, sólo con una ventana enrejada… la casa antigua de la calle Altschul que todos evitaban. Hace muchos años ya se había descolgado alguien con una cuerda desde el tejado para mirar a través de la ventana, y la cuerda se rompió… sí: ¡estaba en la casa en la que el espectral Golem desaparecía cada vez!

Un profundo espanto, contra el que intenté defenderme en vano, que no podía ni siquiera apagar con el recuerdo de las cartas, paralizó cualquier intento de seguir pensando y mi corazón comenzó a contraerse convulsivamente.

Deprisa me dije a mí mismo con labios rígidos que sólo era el viento el que soplaba desde la esquina tan helado, y me lo repetí, cada vez más deprisa, con una respiración sibilante. No me ayudó: más allá la mancha blancuzca, el naipe, se hinchó hasta formar una masa compacta, tanteó hasta llegar al borde del rayo de luz y volvió a retirarse a las tinieblas. Oí sonidos goteantes… a medias imaginados, presagiados y reales —en la habitación y, sin embargo, fuera de ella, a mi alrededor y, no obstante, en cualquier otro sitio—, de repente en lo más profundo del corazón y de nuevo en el centro de la habitación: ruidos como cuando se cae un compás y la punta se queda clavada en la madera.

Una y otra vez: la mancha blancuzca… la mancha blancuzca… Una carta, un miserable, estúpido y necio naipe, me grite en mi cerebro… en vano… pero ahora, al menos, el Mago ha adoptado una forma… el Mago… está en la esquina en cuclillas y me mira fijamente con mi propio rostro.

Durante horas permanecí acurrucado, inmóvil, en mi rincón, una osamenta aterida de frío con la ropa podrida de un extraño. Y él más allá: yo mismo.

Mudo y rígido.

Así nos miramos fijamente a los ojos… el uno el atroz reflejo del otro…

¿También vería él cómo los rayos de la luna se desplazan por el suelo con una pereza de caracol, y al igual que las manecillas de un reloj invisible en el infinito, suben por la pared y cada vez se tornan más y más pálidos?

Lo hechicé con una mirada y no le sirvió de nada que quisiera disolverse en el resplandor de la aurora, que vino en su ayuda desde la ventana.

Yo le detuve.

Luché con él, paso a paso, por mi vida… por la vida que es mía, porque ya no me pertenece a mí.

Se fue haciendo cada vez más pequeño y, con el amanecer, se volvió a ocultar en su naipe, entonces me levanté, fui hacia él y me lo guardé en el bolsillo… a él, al Mago.

La calle, allí abajo, seguía desierta.

Inspeccioné el rincón de la habitación que ahora quedaba a la luz grisácea de la mañana: cristales, una sartén oxidada, harapos podridos, un cuello de botella. ¡Cosas muertas y, no obstante, tan familiares!

Y también las paredes… ¡qué claras se distinguían en ellas las grietas y hendiduras! ¿Dónde las había visto antes?

Cogí la baraja. De repente se me vino a la mente: ¿no las había pintado yo mismo una vez? ¿De niño? ¿Hacía mucho, mucho tiempo?

Era una baraja de tarot antiquísima. Con signos hebreos. El número doce ha de ser el «Ahorcado», me llegó como un residuo de un recuerdo. ¿Con la cabeza hacia abajo? ¿Los brazos a la espalda? Las pasé: ¡ahí, ahí estaba!

Luego de nuevo, entre la certeza y el sueño, surgió una imagen ante mí: una escuela ennegrecida, torcida y gibosa, un hosco edificio brujesco, con el hombro izquierdo subido, el otro acrecentado con una casa adosada… somos varios jóvenes… en algún lado hay un sótano abandonado…

Miré entonces mi cuerpo y volví a desconcertarme: el traje antiguo me era completamente desconocido.

El traqueteo de un carro me asustó, pero cuando miré hacia abajo no había ni un alma. Tan sólo un perro estaba meditabundo en una esquina.

¡Ahí! ¡Por fin, voces! ¡Voces humanas!

Dos ancianas venían lentamente por la calle y yo presione la cabeza por entre los barrotes y las llamé.

Miraron hacia arriba con la boca abierta y hablaron entre ellas. Pero cuando me vieron, dieron un grito agudo y salieron corriendo. Comprendí que me habían confundido con el Golem.

Y esperé a que se formara un grupo de personas con el que me pudiera entender, pero pasó una hora y tan sólo aquí y allá se asomaba con precaución un rostro pálido para volver a retroceder con un miedo mortal.

¿Debía esperar hasta que tras unas horas, o quizá a la mañana siguiente, aparecieran policías… los «maderos», como los solía llamar Zwakh?

No, antes prefería hacer el intento y averiguar hacia dónde conducían los corredores subterráneos.

Tal vez penetrara a través de grietas la luz del día.

Descendí por la escalera, proseguí el camino que había emprendido el día anterior —sobre montones de ladrillos rotos y a través de sótanos hundidos—, trepé por unas escaleras ruinosas y de repente me planté… en el pasillo de la negra escuela, que antes había visto como en un sueño.

Una ola de recuerdos se precipitó enseguida sobre mí: bancos, manchados de tinta de arriba abajo, cuadernos de cuentas, berreos, un joven que soltaba mariquitas en la clase, libros de texto con trozos de pan con mantequilla aplastados en el interior y el olor a piel de naranja. Ahora lo sabía con toda seguridad: yo había estado allí de niño. Pero no me di tiempo para reflexionar y me dirigí deprisa a casa.

El primer ser humano con el que me topé en la calle Salniter era un viejo judío contrahecho con blancas y largas patillas rizadas. Apenas me hubo visto, cubrió su rostro con las manos y comenzó a aullar letanías hebreas.

El ruido debió atraer a mucha gente de sus guaridas, puesto que detrás de mí se formó un clamoreo indescriptible. Me volví y vi un ejército pululante de rostros pálidos como la muerte y horriblemente desfigurados que me perseguían.

Me miré asombrado y comprendí:… aún llevaba esa extraña ropa medieval sobre mi traje, y la gente creía que tenía ante sí al Golem.

Torcí la esquina a toda prisa y me arranqué los podridos harapos del cuerpo en el interior de un portal.

Poco después pasó por mi lado la multitud gritando, con bastones alzados y hocicos babeantes.