NOCHE

Bajé las escaleras dejándome llevar por Zwakh y sin ofrecer resistencia.

Notaba cómo el olor de la niebla que subía desde la calle se hacía cada vez más nítido. Josua Prokop y Vrieslander nos precedían y se oía cómo conversaban en la puerta.

—Se ha debido caer por la alcantarilla, ¡que se vaya al infierno!

Salimos a la calle y vi cómo Prokop se agachaba y buscaba la marioneta.

—Me alegro de que no puedas encontrar esa estúpida cabeza —gruñó Vrieslander. Se apoyaba en el muro y su rostro se iluminó y ensombreció en breves intervalos, mientras encendía la pipa con una cerilla.

Prokop hizo un brusco gesto de rechazo y aún se inclinó más. Casi se arrodilló en el empedrado.

—¡Callad! ¿No oís nada?

Nos acercamos a él. Señaló en silencio hacia la alcantarilla y se llevó la mano al oído para escuchar mejor. Durante un rato permanecimos inmóviles y escuchamos en la negrura. Nada.

—¿Qué era? —susurró por fin el viejo titiritero, pero enseguida le agarró Prokop con fuerza de la muñeca.

Por un instante —no más largo que un latido— me había parecido como si una mano golpease abajo contra una plancha de hierro, casi inaudible. Cuando reflexioné sobre ello un segundo después, ya había cesado; tan sólo seguía resonando en mi pecho como un eco del recuerdo y terminó por diluirse en una sensación confusa de miedo.

Pasos que se acercaban en la calle ahuyentaron la impresión.

—¡Vámonos, qué estamos haciendo aquí! —advirtió Vrieslander.

Caminamos a lo largo de la hilera de casas.

Prokop nos seguía a regañadientes.

—Apostaría el cuello a que alguien allí abajo ha gritado con un pánico mortal.

Ninguno de nosotros le respondió, pero yo sentí que algo como un miedo larvado y oscuro nos ataba la lengua.

Poco después estábamos ante la ventana con cortinas rojas de una taberna.

SALÓN LOISITSCHEK

Hoy gran concierto

Estaba escrito en un cartón, cuyo borde mostraba fotografías descoloridas de mujeres.

Antes de que Zwakh pudiera poner la mano en el picaporte, la puerta de entrada se abrió hacia el interior y un tipo grosero con pelo negro grasiento, sin cuello, con una corbata de seda verde liada en torno al cuello, y el chaleco del frac adornado con un montón de dientes de jabalí, nos recibió con inclinaciones.

—Sí, sí, éstos son mis huéspedes… ¡Pane Schaffranek, rápido, un mantel! —añadió rápidamente a su saludo de bienvenida, sobre el hombro, hacia el interior del local, que rebosaba de personas.

Un tintineo, como si una rata corriera sobre las cuerdas de un piano, fue la respuesta.

—Sí, sí, éstos son mis huéspedes, éstos son mis huéspedes, vamos a ver —seguía murmurando infatigablemente el hombre para sí, mientras nos ayudaba a quitarnos los abrigos.

—Sí, sí, hoy se ha reunido toda la nobleza más venerable del país en mi local —respondió triunfante ante el gesto asombrado de Vrieslander, cuando en el trasfondo, sobre una suerte de estrado separado por una barandilla y una escalera de dos peldaños, vio a un par de dignos señores, bastante jóvenes, vestidos de etiqueta.

Nubes de humo de tabaco se posaban encima de las mesas, tras las cuales había largos bancos de madera adosados a las paredes, ocupados por figuras harapientas: las mujerzuelas que allí trabajaban, despeinadas, sucias, con los pies desnudos, los pechos firmes apenas cubiertos por pañuelos descoloridos; los chulos a su lado, con gorras militares azules y el cigarrillo en la oreja; comerciantes de ganado, con puños velludos y dedos gruesos, que con cada movimiento hablaban el mudo idioma de la abyección; camareros de mirada insolente y soldados picados de viruela con pantalones a cuadros.

—Les pondré un biombo para que nadie los moleste —graznó la voz del hombre rechoncho, y un panel corredizo, adornado con pequeños chinos danzando, se deslizó lentamente ante la mesa esquinada a la que nos habíamos sentado.

Sonidos chirriantes provenientes de un arpa apagaron el tumulto de voces en la sala.

Un segundo, una pausa rítmica.

Silencio sepulcral, como si todos contuvieran la respiración.

De repente se oyó con espantosa claridad cómo las tuberías de hierro del gas soplaban jadeantes por sus bocas las llamas planas y en forma de corazón, luego la música se impuso sobre el ruido y lo devoró.

Como si acabaran de originarse, del humo de tabaco surgieron ante mí dos extrañas figuras.

No muy lejos se sentaba un anciano con una larga barba de profeta ondeante y blanca, con un gorrito de seda negro en la cabeza calva —como los que llevan los viejos padres de familia judíos—, los ojos ciegos de color azul lechoso y gafas, mirando con rigidez hacia arriba, moviendo en silencio los labios y tocando con sus dedos sarmentosos, como garras de buitre, las cuerdas de un arpa. A su lado, una figura femenina esponjosa, con un vestido grasiento de tafilete negro, que llevaba bisutería en los brazos y una cruz de imitación en el cuello —un símbolo de hipócrita moral burguesa—, y con un acordeón en el regazo.

De los instrumentos brotó un salvaje tropel de sonidos, luego la melodía se rebajó, exhausta, a mero acompañamiento.

El anciano había mordido un par de veces el aire y abría tanto la boca que se podían ver los negros raigones. De su pecho, lentamente, ascendió una salvaje voz de bajo, acompañada de extraños y roncos acentos hebreos:

Estrellas azules y rojas.

Rititit (canturreaba de fondo la figura femenina y cerraba enseguida los labios con fuerza como si ya hubiera dicho demasiado).

Estrellas azules y rojas,

a mí también me gusta comer croissants,

rititit

barba roja, barba verde,

todas las estrellas,

rititit rititit…

Las parejas salieron a bailar.

—Es la canción de «chomezigen Borchu» —nos explicó sonriendo el titiritero y siguió en silencio el compás con la cucharilla que, curiosamente, estaba fijada a la mesa con una cadena—. Hace unos cien años, o incluso más, dos aprendices de pastelero, Barba roja y Barba verde, en la noche del «Schabbes Hagodel», envenenaron el pan —estrellas y croissants— para provocar una matanza en la judería; pero el «meschores», el servidor de la comunidad, lo descubrió a tiempo por inspiración divina y pudo entregar a los dos criminales a la policía. Como recuerdo de la milagrosa salvación del peligro mortal, los «Landomin» y «Bocherlech» compusieron esta extraña canción que ahora oímos aquí interpretada por esa banda de burdel.

Rititit, rititit,

estrellas azules y rojas…

Los aullidos del anciano cada vez sonaban más vacíos y fanáticos.

De repente la melodía se tornó más confusa y poco a poco fue cogiendo el ritmo del «Schlapak» bohemio —de un baile arrastrado—, en el que las parejas juntaban, presionándolas, las sudorosas mejillas.

—¡Muy bien, bravo! ¡Toma, dale, dale! —gritó desde el estrado un delgado y joven caballero con frac y monóculo hacia el arpista, metió los dedos en el bolsillo de su chaleco y arrojó una moneda de plata en su dirección. No alcanzó su destino: pude ver cómo brillaba entre el tumulto de danzantes, luego desapareció repentinamente. Un granuja —su rostro me resulta familiar; creo que era el mismo que hacía poco había estado unto a Charousek mientras llovía— había sacado su mano de debajo del escote de su pareja de baile, donde la había dejado con pertinacia, había dado un zarpazo al aire con velocidad simiesca, sin ni siquiera perder un compás de la música, y había atrapado la moneda. No se movió ni un músculo de su rostro, tan sólo dos o tres parejas en su proximidad sonrieron en silencio.

—Probablemente uno del «Batallón», a deducir por la habilidad —dijo Zwakh con una sonrisa.

—El maestro Pernath seguramente aún no ha oído nada del Batallón —intervino Vrieslander con llamativa premura y guiñó el ojo en secreto al titiritero como para que yo no lo advirtiera.

Lo entendí muy bien, era como antes, como arriba, en mi habitación. Me consideraban un enfermo. Querían animarme. Y Zwakh tenía que contar algo, cualquier cosa.

Cuando el buen anciano me miró con tanta compasión, un ardor me subió del corazón a los ojos. ¡Si supiera el daño que me hacía su compasión!

Pasé por alto las primeras palabras con que el titiritero introdujo su historia, tan sólo sé que sentía como si me desangrara lentamente. Cada vez me sentí más frío y rígido, como antes, cuando había estado en el regazo de Vrieslander como un rostro de madera. Pero de repente me encontré dentro de la historia, que me rodeó de una manera extraña, recubriéndome como una pieza inanimada salida de un libro. Zwakh comenzó:

La historia del abogado doctor Hulbert y su Batallón.

»Bueno, qué puedo decir. Tenía la cara llena de verrugas y piernas torcidas como un perro dackel. Ya en su juventud no conocía otra cosa que no fuera el estudio. Un estudio seco y enervador. Lo que sacaba con esfuerzo dando clases particulares se lo tenía que dar a su madre enferma. De cómo son las verdes praderas, los setos y colinas llenos de flores y los bosques, creo que sólo lo supo por los libros. ¡Ya saben ustedes mismos los pocos rayos de sol que caen en las negras calles de Praga! Hizo su doctorado con distinción, eso era, en realidad, evidente.

»Bueno, y con el tiempo se convirtió en un famoso jurista. Tan famoso que toda la gente —jueces y viejos abogados— iba a consultarle cuando tenían alguna duda. Pero el vivía pobremente como un mendigo en una habitación oscura, cuya ventana daba a un patio.

»Así transcurrió año tras año, y la fama del doctor Hulbert como faro de su ciencia se fue convirtiendo en proverbial en todo el país. Nadie habría creído que un hombre como él podría ser accesible a blandos sentimientos del corazón, sobre todo porque su pelo ya había comenzado a encanecer y nadie recordaba haberle oído hablar de otra cosa que no fuera jurisprudencia. Pero precisamente en esos corazones cerrados arde el anhelo con más intensidad.

»En el día en que el doctor Hulbert alcanzó el objetivo que se había propuesto desde sus años de estudiante como la máxima meta, a saber, cuando Su Majestad el emperador le nombró en Viena Rector Magnificus de nuestra universidad, se corrió de boca en boca que se había prometido con una joven y bella señorita de familia pobre, pero noble.

»Y realmente desde entonces la felicidad parecía haberse instalado en la casa del doctor Hulbert. Aunque su matrimonio no tuvo hijos, cuidó con enorme cariño de su joven esposa, y era su mayor alegría cumplir cualquier deseo suyo que pudiera adivinarle en los ojos.

»En su felicidad tampoco olvidó, como más de uno habría hecho, a sus necesitados congéneres. “Dios ha colmado mi anhelo”, se cuenta que dijo una vez, “ha convertido en realidad una visión de mis sueños que siempre ha estado ante mí, con esplendor, desde la infancia; me ha dado el ser más encantador que hay en la tierra. Y así yo quiero que un destello de esta felicidad, en cuanto esté en mi poder, recaiga también sobre otros”.

»Y ocurrió que acogió en su casa a un estudiante pobre como si fuera su propio hijo. Es posible que considerando lo bien que le habría venido a él una buena obra como ésa en los días de su afligida juventud. Pero como en la tierra más de una acción que al hombre le parece buena y noble trae consigo consecuencias similares a una maldición, porque no podemos distinguir bien entre aquello que lleva en su interior simientes venenosas y lo que las lleva saludables, aconteció que de la compasiva acción del doctor Hulbertus surgió el dolor más amargo para él mismo.

»La joven se enamoró perdidamente y en secreto del estudiante, y un destino despiadado quiso que el rector la descubriera en los brazos de aquel en quien había acumulado buena acción tras buena acción, precisamente en el instante en que llegó inesperadamente a casa para regalarle un ramo de rosas a su esposa como signo de su amor en el día de su cumpleaños.

»Se dice que la flor azul de la Virgen María puede perder para siempre su color, cuando el tenue y sulfuroso resplandor de un rayo, que anuncia el granizo, cae repentinamente sobre ella; cierto es que el alma de aquel hombre ya mayor quedó ciega para siempre el día en que su felicidad se hizo pedazos. Aquella misma tarde se sentó aquí, en “Loisitschek”, él, que hasta entonces no había conocido lo que era la desmesura, y bebió aguardiente hasta el amanecer. Y el “Loisitschek” se convirtió en su hogar para el resto de su vida destruida. En verano dormía en cualquier parte, entre los escombros de las obras, y en invierno aquí, en los bancos de madera.

»Se le dejó tácitamente el título de catedrático y el de doctor en los dos derechos. Nadie tenía el valor de elevar contra él, una vez famoso erudito, el reproche de lo enojoso que resultaba su cambio de vida.

»Poco a poco se fueron reuniendo a su alrededor todos los bribones que hacían de las suyas en la judería, y así se llegó a la fundación de esa extraña comunidad que aún en el día de hoy recibe el nombre de Batallón.

»El amplísimo conocimiento legal del doctor Hulbert se convirtió en un baluarte para todos aquellos por los que la policía se interesaba especialmente. Si algún preso recién liberado de la cárcel se moría de hambre, el doctor Hulbert lo mandaba completamente desnudo al Altstädter Ring, y la oficina, en el denominado “Fischbanka”, se veía obligada a poner a su disposición un traje. Si una prostituta sin techo era condenada a abandonar la ciudad, se casaba a toda prisa con un granuja asignado al distrito y gracias a ello conseguía la residencia.

»El doctor Hulbert conocía cientos de esas salidas, y contra sus consejos la policía no podía nada.

»Lo que ganaban estos repudiados de la sociedad humana lo entregaban fielmente, hasta el último centavo, a la caja común, de la que se obtenían los necesarios medios de vida. Nunca se hizo nadie culpable de la menor deslealtad. Puede ser que el nombre de Batallón se debiera a esa disciplina férrea.

»El primero de diciembre, puntualmente, cuando se cumplía el aniversario de la desgracia que había aquejado al anciano, se celebraba cada vez, en el “Loisitschek”, una extraña ceremonia. Se sentaban todos juntos: mendigos, vagabundos, chulos y putas, borrachos y pordioseros, e imperaba un profundo silencio, como en el oficio divino. Y entonces el doctor Hulbert les contaba su historia desde la esquina, donde ahora se sientan los músicos, precisamente debajo del retrato de Su Majestad el emperador, cómo él había ascendido en la vida, había obtenido el título de doctor y más tarde le habían nombrado Rector Magnificus. Cuando llegaba al momento en que entraba en la casa con el ramo de rosas en la mano para su joven esposa —para celebrar su cumpleaños y, al mismo tiempo, como recuerdo de aquella hora en que le pidió la mano y se convirtió en su prometida—, siempre le fallaba la voz y, llorando, se hundía en la desesperación. A veces ocurría que alguna mujer de mal vivir le ponía en la mano, en secreto y avergonzada, una flor marchita.

»Los oyentes no se movían durante un largo tiempo. Para llorar esas personas son demasiado duras, pero miraban hacia abajo y se retorcían inseguros los dedos.

»Una mañana encontraron al doctor Hulbert muerto en un banco, abajo, a orillas del Moldau. Pienso yo que debió morir de frío.

»Aún puedo ver el funeral. El Batallón casi se había desangrado para organizarlo todo de la manera más suntuosa posible.

»Precedía el bedel de la universidad con pleno ornato: en las manos el cojín púrpura con la cadena dorada y detrás de la carroza funeraria una comitiva inacabable, el Batallón: descalzos, sucios, harapientos. Uno de ellos había vendido lo último que tenía y se había envuelto los brazos y las piernas con papel viejo de periódico.

»Así le rindieron sus últimas honras.

»En su tumba, en el cementerio, hay una piedra blanca, en ella se han tallado tres figuras: el Salvador crucificado entre dos ladrones. Donado por un desconocido. Se rumorea que la esposa del doctor Hulbert levantó el monumento.

»En el testamento del abogado muerto se había previsto un legado, según el cual cada miembro del Batallón recibiría todos los días, en “Loisitschek”, una sopa gratuita; para ese fin cuelgan aquí las cucharas de las mesas de una cadena, y las depresiones en la mesa son los platos. A las doce viene la camarera e inyecta con una gran jeringa de cobre la sopa en ellas y, si alguno no puede demostrar que pertenece al Batallón, vuelve a absorber la sopa con la jeringa.

»Desde esta mesa esa costumbre ha dado la vuelta al mundo como chiste.

La impresión de un tumulto en el local me despertó del estado letárgico en que me había sumido. Las últimas frases de Zwakh pasaron volando por mi mente. Vi todavía cómo movía las manos para aclarar el funcionamiento del émbolo de la jeringa, luego las imágenes que nos rodeaban se sucedieron ante mi vista a tal velocidad y de una manera tan automatizada, aunque con una claridad espectral, que por unos momentos me olvidé de mí mismo y tuve la sensación de ser una rueda en el mecanismo vivo de un reloj.

La habitación se había convertido en un hormiguero de gente. Arriba, en el estrado, había docenas de señores con fracs negros. Blancos puños, anillos brillantes. Un uniforme de dragones con cordones de capitán de caballería. Por detrás un sombrero de dama con plumas de avestruz de color salmón.

A través de la barandilla miraba fijamente el rostro distorsionado de Loisa. Vi que apenas podía mantenerse de pie. También estaba allí Jaromir y miraba hacia arriba, con la espalda muy pegada a la pared, como si una mano invisible le oprimiera contra ella.

Las figuras dejaron de repente de bailar: el tabernero debía haberles gritado algo que los había asustado. La música seguía tocando, pero más baja, ya no se confiaba. Se percibía claramente que temblaba. Y, sin embargo, en el rostro del tabernero se veía la expresión de una maliciosa y salvaje alegría.

En la puerta de entrada aparece de repente el comisario de policía en uniforme. Ha extendido los brazos para no dejar que pase nadie. Detrás de él un policía de la criminal.

—¿Se está bailando aquí?, ¿pese a la prohibición? Cierro este tugurio. ¡Usted viene conmigo, tabernero! ¡Y los que están aquí, andando, al Calabozo!

Sonaban como órdenes.

El tipo rechoncho no responde, pero la sonrisa maliciosa permaneció inalterable en su rostro.

Sólo que más rígida.

El acordeón se ha atragantado y sólo silba. También el arpa esconde el rabo.

De repente se ven todos los rostros de perfil: miran fijamente hacia el estrado llenos de esperanza.

Y una figura negra y distinguida baja tranquila los escalones y se acerca lentamente al comisario.

Los ojos del policía, como si estuvieran hechizados, no pueden apartarse de los zapatos negros de charol que se acercan deslizándose.

El caballero se ha detenido a un solo paso del funcionario de policía y pasea su mirada aburrida por él, desde la cabeza hasta los pies.

Los otros jóvenes nobles del estrado se han inclinado sobre la barandilla y ocultan sus risas tras pañuelos de seda gris.

El capitán de Dragones se pone una moneda de oro en el ojo y escupe una colilla que cae en el pelo de una joven.

El comisario de policía se ha sonrojado y, aún confuso, mira de hito en hito la perla en la camisa del aristócrata.

No puede soportar la mirada opaca e indiferente de ese rostro afeitado e inmóvil con la nariz ganchuda.

Le saca de quicio. Le desespera.

El silencio mortal en el local se vuelve cada vez más penoso.

—Ése es el aspecto de las estatuas de caballeros que yacen en los sarcófagos con las manos entrelazadas en las iglesias góticas —susurró el pintor Vrieslander mirando al caballero.

Por fin el aristócrata rompe el silencio:

—Hum, eh —e imita la voz del tabernero—, sí, sí, aquí están mis huéspedes, miren.

Explota en el local una carcajada tan resonante que los vasos vibran. Los granujas se parten de risa. Una botella vuela hacia la pared y se hace pedazos. El rechoncho tabernero nos berrea en un tono aclaratorio y reverente:

—¡Su Serenísima Excelencia el príncipe Ferri Athenstädt!

El príncipe mantiene ante el policía una tarjeta de visita. El pobre la coge, saluda repetidamente y hace chascar los talones.

Se hace de nuevo el silencio, la multitud espera aguantando la respiración qué va a ocurrir.

El caballero vuelve a hablar:

—Las damas y los caballeros que usted ve aquí reunidos, eh… son mis queridos huéspedes.

Su Serenísima indica con un negligente movimiento del brazo a la chusma.

—¿Desea tal vez el comisario… eh… que le presente?

El comisario niega con una sonrisa forzada, tartamudea confuso algo de «cumplir el deber» y por fin cobra ánimos para decir:

—Ya veo que el comportamiento aquí es decente.

Estas palabras reviven al capitán de Dragones: en el trasfondo se apresura hacia la del sombrero con la pluma de avestruz y, en el instante siguiente, con el entusiasmo de los presentes, baja a Rosina del brazo a la pista de baile.

Se tambalea de lo borracho que está y mantiene los ojos cerrados. El sombrero de ella, grande y costoso, está torcido, y no tiene otra cosa puesta que unas medias rosa y… un frac de caballero sobre el cuerpo desnudo.

Una señal… la música comienza a tocar a todo tren.

—Rititit… rititit…

Y amortigua el grito gutural que ha lanzado el sordomudo Jaromir desde la pared al ver a Rosina.

Queremos irnos. Zwakh llama a la camarera.

El ruido general se traga sus palabras.

Las escenas ante mí se tornan fantásticas como la embriaguez con opio.

El capitán de caballería sostiene a la medio desnuda Rosina con el brazo y gira con ella lentamente al compás.

La multitud ha dejado espacio con respeto.

Desde los bancos resuena el murmullo:

—El Loisitschek, el Loisitschek.

Los cuellos se alargan y a la pareja danzante se suma otra, aún más extraña. Un tipo con aspecto femenino con un jersey de punto rosa, pelo largo y rubio hasta los hombros, los labios y las mejillas pintados como los de una ramera y los ojos cerrados en coqueto embeleso pende lánguido del pecho del príncipe Athenstädt.

Un vals más dulce brota del arpa.

Una salvaje repugnancia ante la vida me pone un nudo en la garganta.

Mi mirada busca, llena de miedo, la puerta de salida: el comisario sigue allí de espaldas, para no ver nada, y susurra bruscamente con el agente, que se guarda algo.

Suena como a esposas.

Los dos miran furtivamente hacia el picado de viruelas, Loisa, que intenta por un instante esconderse, pero que de repente, como paralizado, se detiene con el rostro blanco como la cal y desencajado de miedo.

Una imagen se enciende ante mí en el recuerdo y vuelve a apagarse enseguida: la imagen de cómo Prokop escucha, como le había visto hacía una hora, inclinado sobre la trampilla de la canalización, y un grito mortal asciende de la tierra.

Quiero llamar y no puedo. Dedos fríos se introducen en mi boca y tuercen mi lengua hacia abajo, contra los dientes anteriores, de modo que me parece tener un terrón en el paladar y no puedo emitir ni una palabra.

No puedo ver los dedos, sé que son invisibles y, no obstante, los siento como algo físico.

Y se me vuelve claramente consciente: pertenecen a la mano espectral que me ha dado el libro «Ibbur» en mi habitación de la calle Hahnpass.

—¡Agua! ¡Agua! —grita Zwakh a mi lado. Me sostienen la cabeza y me iluminan las pupilas con una vela.

—Hay que llevarle a su habitación, llamar al médico… el archivero Hillel entiende de estas cosas… ¡hay que llevarlo a su casa! —deliberan con murmullos. Poco después permanezco rígido como un cadáver sobre una camilla, y Prokop y Vrieslander me sacan.