PONCHE

Habíamos abierto la ventana para dejar salir de nuestra pequeña habitación el humo del tabaco.

El aire frío de la noche entró en el interior y movió los abrigos de piel que colgaban de la puerta, oscilando en silencio de un lado a otro.

—Parece como si el digno sombrero de Prokop quisiera echarse a volar —dijo Zwakh, y señaló el gran sombrero chambergo del músico que movía los anchos bordes como negras alas.

Josua Prokop guiñó los ojos divertido.

—Terminará por hacerlo —dijo.

—Quiere ir al «Loisitschek», allí hay música de baile —se anticipó Vrieslander.

Prokop se rió y con la mano llevó el compás de la música que el fino aire invernal transportaba por encima de los tejados.

Tomó entonces mi vieja y rota guitarra de la pared, pellizcó las cuerdas gastadas y entonó con agudo falsete y afectada pronunciación una extraña canción en germanía:

«Un viejo candil,

un enfriador de champán no muy frío,

una palmatoria de latón,

y limpiar y limpiar…»

—¡Qué bien domina de repente la jerga de los pícaros!

Y Vrieslander se rió y canturreó con él:

«Y beber algo muy frío,

hasta emborracharse,

¡yuju!»

—Esta curiosa canción la gruñe cada noche en «Loisitschek» el chiflado de Nephtali Schaffranekl, el de la visera verde, y una pintarrajeada figura femenina toca la armónica y le acompaña cantando con voz ronca —me explicó Zwakh—. Debería venir alguna vez con nosotros a la taberna, maestro Pernath. Tal vez más tarde, cuando hayamos acabado con el ponche, ¿qué opina?, ¿para celebrar su cumpleaños de hoy?

—Sí, sí, venga después con nosotros —dijo Prokop, y cerró la ventana—, algo así es digno de verse.

Bebimos entonces el ponche caliente y cada uno se sumió en sus reflexiones.

Vrieslander tallaba una marioneta.

—Nos ha desconectado por completo del mundo exterior, Josua —rompió Zwakh el silencio—, desde que ha cerrado la ventana nadie ha dicho una sola palabra.

—Tan sólo pensaba, cuando antes revolotearon los abrigos, qué extraño es cuando el viento mueve cosas inanimadas —respondió Prokop con rapidez, como para disculparse de su silencio—. Es raro que objetos que siempre están como muertos de repente se agiten, ¿verdad? Una vez contemple en una plaza vacía cómo grandes trozos de papel —sin que yo notara nada del viento, pues yo estaba a resguardo en mi casase perseguían en círculo presos de una inexplicable furia, como si hubiesen jurado matarse. Un instante después parecían haberse tranquilizado, pero de repente se volvió a apoderar de ellos una demencial saña y, poseídos de una absurda ira, se movieron a gran velocidad hasta reunirse en un rincón, para desde allí separarse de nuevo y desaparecer tras una esquina.

»Tan sólo un periódico bastante grueso no pudo seguirlos, se quedó en el empedrado y se abrió y cerró lleno de odio, como si no pudiera respirar y luchase por algo de aire.

»En mí surgió una oscura sospecha: ¿qué ocurriría si nosotros, seres vivos, al final fuéramos algo parecido a esos trozos de papel? ¿No será que un viento invisible e incomprensible nos impulsa de un lado a otro y determina nuestras acciones, mientras que nosotros creemos en nuestra ingenuidad que nos guiamos por nuestro libre albedrío?

»¿Qué ocurriría si nuestra vida en nosotros no fuera otra cosa que un enigmático torbellino? Ese viento del que dice la Biblia: ¿sabes tú de dónde viene y adónde va? ¿No soñamos a veces que estamos en aguas profundas y cogemos peces, aunque en realidad lo único que ocurre es que una corriente de aire frío ha tocado nuestras manos?

—Prokop, habla como Pernath, ¿se puede saber qué le ocurre? —dijo Zwakh mirando al músico con recelo.

—La historia del libro Ibbur, que se contó antes —qué pena que llegara tan tarde y no pudiera oírla—, lo ha dejado así de reflexivo —opinó Vrieslander.

—¿La historia de un libro?

—En realidad de un hombre que trajo un libro y tenía un aspecto extraño. Pernath no sabe cómo se llama, ni dónde vive, ni qué quería y, pese a que su aspecto debía ser muy llamativo, no lo puede describir.

Zwakh escuchó con atención.

—Eso es muy raro —dijo tras una pausa—, ese desconocido, ¿carecía de barba y tenía los ojos oblicuos?

—Creo —respondí yo—, quiero decir… sí… sí… lo sé con toda seguridad. ¿Acaso le conoce?

El titiritero negó con la cabeza.

—Tan sólo me recordaba al Golem.

El pintor Vrieslander bajó la navaja con que estaba tallando:

—¿El Golem? Ya he oído hablar tanto de él. ¿Sabe algo sobre el Golem, Zwakh?

—¿Quién puede decir que sabe algo sobre el Golem? —respondió Zwakh encogiéndose de hombros—. Se le supone en el reino de la leyenda, hasta que un día se produzca un acontecimiento en las calles que de repente le haga revivir. Y durante un periodo de tiempo todos hablan de él, y las murmuraciones alcanzan cotas monstruosas. Son tan exageradas e hinchadas que al final ellas mismas sucumben por su propia falta de credibilidad. El origen de la historia se encuentra en el siglo XVII, al menos eso se dice. Según documentos perdidos de la Cábala, un rabino logró fabricar un hombre artificial —el Golem— para que le ayudara como sirviente a tocar las campanas de la sinagoga y para que hiciese el trabajo más duro.

»Pero no le salió propiamente un hombre, su vida se reducía a un obtuso vegetar semiconsciente. Según se dice, eso sólo durante el día, y en virtud de la influencia de un papel mágico que le ponía detrás de los dientes y que atraía las libres fuerzas siderales del cosmos.

»Y como una noche antes de la oración nocturna, el rabino se olvidó de sacar la fórmula de la boca del Golem, al parecer éste se encolerizó, erró por las calles lleno de furia y destruyó todo lo que encontró a su paso.

»Hasta que el rabino se arrojó sobre él y destruyó el papel. Y en ese momento la criatura cayó inane a sus pies. Nada quedó de él excepto la enana figura de barro que hoy se sigue mostrando allá arriba, en la sinagoga Altneu.

—Se dice que el mismo rabino una vez fue llamado al castillo para ver al emperador, y allí invocó a las sombras de los muertos, que se hicieron visibles —intervino Prokop—, investigadores modernos opinan que se sirvió de una laterna magica.

—¡Sí, señor, no hay explicación lo bastante absurda que no encuentre una buena acogida en el día de hoy! —continuó Zwakh impertérrito—. ¡Una laterna magica! ¡Como si el emperador Rodolfo, que se dedicó a esas cosas toda su vida, no se hubiera dado cuenta de ese fraude al primer vistazo!

»No puedo saber cuál es el origen de la leyenda del Golem, pero sí que estoy seguro de que algo, que no puede morir, hace de las suyas en este barrio y que está relacionado con ella. Mis antepasados han vivido aquí generación tras generación, ¡y nadie puede recurrir a más experiencias y recuerdos que yo sobre las periódicas apariciones del Golem!

Zwakh dejó de hablar de repente, y uno sentía cómo sus pensamientos vagaban por tiempos pasados.

Así como estaba allí sentado, con la cabeza apoyada en la mano, con el resplandor de la lámpara haciendo contrastar extrañamente sus rojas y juveniles mejillas con su pelo blanco, compare involuntariamente sus rasgos con los de sus marionetas, con esas máscaras que él me enseñaba tan a menudo.

¡Qué extraña la similitud que mostraban con el anciano!

¡La misma expresión y el mismo corte de cara!

Sentí que algunas cosas de la tierra no se pueden separar, y como repasé en mi mente el simple destino de Zwakh, me pareció de repente espectral y monstruoso que un hombre como él, aunque había recibido una mejor educación que sus antepasados, de repente pudiera regresar a sus raídas marionetas, para una vez más recorrer las plazas y hacer que los mismos muñecos con que habían ganado el parco sustento sus antepasados realizaran sus torpes movimientos y representaran esas historias soporíferas.

Comprendí que era incapaz de separarse de ellas; ellas vivían de su vida, y cuando él estaba lejos de ellas, se transformaban en pensamientos, moraban en su cerebro y le volvían loco hasta que regresaba. De ahí que les tenga ahora tanto cariño y las vista, orgulloso, con lentejuelas.

—Zwakh, ¿no nos lo quiere seguir contando? —invitó Prokop al anciano y lanzó una mirada interrogativa a Vrieslander y a mí, para cerciorarse de que compartíamos su deseo.

—No sé por dónde empezar —dijo el anciano dubitativo—, la historia del Golem es difícil de comprender. Como dijo Pernath con anterioridad, él sabe muy bien el aspecto que tenía ese desconocido, pero no puede describirlo. Cada treinta y tres años aproximadamente se repite un acontecimiento en nuestras calles, que en sí no constituye nada excitante y, no obstante, difunde un espanto para el que no basta ni una explicación ni una justificación:

»Una y otra vez sucede que un hombre perfectamente desconocido, sin barba, con un color de cara amarillo y de tipo mongólico, camina en la dirección de la calle Altschul, cubierto con un traje pasado de moda y desteñido, con un paso regular y peculiarmente torpe, como si estuviera a punto de caerse en cualquier momento, atraviesa el barrio judío y de repente… se torna invisible.

»Por lo común dobla una esquina y desaparece.

»A veces se cuenta que en su camino ha recorrido un círculo y ha regresado al punto de donde había partido: una casa antiquísima cerca de la sinagoga.

»Algunos exaltados afirman que lo han visto venir hacia ellos doblando una esquina. Pero, aunque iba claramente hacia ellos, se empequeñecía paulatinamente, como alguien cuya figura se pierde en la lejanía, terminando por desaparecer por completo.

»Al parecer hace sesenta y seis años debió dejar una impresión especialmente profunda, pues recuerdo —yo era por entonces un niño— que se registró de arriba abajo el edificio de la calle Altschul.

»Se confirmó que realmente en esa casa había una habitación con ventanas enrejadas que carecía de entrada.

»Se colgó ropa de todas las ventanas y así se pudo averiguar esa circunstancia.

»Como no se podía entrar de otra manera, un hombre se deslizó por una cuerda desde el tejado para echar un vistazo en el interior. Pero apenas se había aproximado a la ventana, cuando se rompió la cuerda y el desgraciado se destrozó el cráneo en el empedrado. Y cuando después se iba a intentar de nuevo, las opiniones sobre la situación de la ventana divergían tanto que se abandonó la idea. Yo mismo me encontré con el Golem la primera vez en mi vida hace unos treinta y tres años.

»Salió de un portal y casi chocamos.

»Hoy sigo sin comprender qué pasó entonces por mi cabeza. ¡Por el amor de Dios, uno no va por ahí un día sí y otro también con la continua esperanza de que se va a encontrar con el Golem!

»En aquel instante, sin embargo, pues sí… seguro, antes de poder verle algo gritó en mi interior: ¡el Golem! Y en ese momento tropezó conmigo alguien que salía de la oscuridad del pasillo, y aquel desconocido pasó por mi lado. Un segundo más tarde se aproximó a mí un grupo de rostros excitados y pálidos que me abrumaron con preguntas de si le había visto.

»Y cuando respondí, sentí como si mi lengua se recuperase de un calambre del que antes no había notado nada.

»Estaba sorprendido de poder moverme y claramente me hice consciente de que, al menos durante el instante de un latido, me había afectado una especie de parálisis.

»Sobre esto he reflexionado mucho y con frecuencia, y me parece que me aproximo más a la verdad cuando digo: siempre, en el periodo de una generación, en la judería se difunde con gran rapidez una epidemia espiritual que afecta a las almas de los vivos con un fin, cualquiera que sea, y que a nosotros nos permanece oculto, y hace surgir como un reflejo los contornos de un ser característico que quizá ha vivido aquí hace siglos y está sediento de forma y cuerpo.

»Tal vez esté entre nosotros, hora tras hora, y nosotros no lo percibamos. Tampoco oímos el tono de un diapasón hasta que toca la madera y también la hace vibrar.

»Tal vez sólo sea algo como una obra de arte anímica, sin una consciencia inmanente… una obra de arte que se origina como un cristal según leyes siempre iguales de lo amorfo.

»¿Quién puede saberlo?

»Así como en días de bochorno la tensión eléctrica sube hasta ser insoportable y al final concibe al rayo, ¿no podría ocurrir aquí también que a la acumulación continua de pensamientos que nunca cambian y que envenenan el aire del ghetto deba seguir una repentina y espasmódica descarga: una explosión anímica que saca a la luz del día a nuestra consciencia onírica, para crear allí el rayo de la naturaleza, aquí un espectro que en sus gestos, su paso y su actitud habría de revelar infaliblemente el símbolo del alma colectiva si se tuviera la capacidad de interpretar correctamente el lenguaje secreto de las formas?

»Y al igual que algunas apariciones anuncian la caída del rayo, de la misma manera ciertos signos previos espantosos delatan aquí la amenazadora irrupción de ese fantasma en el reino de la acción. El encalado desconchado de un viejo muro adopta una figura que se asemeja a un hombre que camina; y en la escarcha de las ventanas se forman rasgos de rostros rígidos. La tierra del tejado parece caer de una manera distinta a la usual y despierta en el suspicaz observador la sospecha de que una inteligencia invisible, que se oculta huyendo de la luz, la arroja desde arriba y se ejercita en secretos ensayos para realizar toda índole de extraños perfiles. Descansa el ojo en un monótono enrejado o en las irregularidades de la piel, se apodera de nosotros el desagradable don de ver en todas partes formas admonitorias y significativas que en nuestros sueños crecen hasta adoptar tamaños gigantescos. Y siempre a través de esos vagos intentos de los rebaños reunidos de pensamientos de roer los muros de lo cotidiano, corre para nosotros, como un hilo rojo, la dolorosa certeza de que nuestro propio ser está siendo absorbido intencionadamente y contra nuestra voluntad, tan sólo para que la forma del fantasma se pueda tornar plástica.

»Como antes oí a Pernath confirmar que se había encontrado con un hombre sin barba, con los ojos oblicuos, de repente también se plantó ante mí el Golem, como lo vi hace tiempo. Se hallaba ante mí como salido del suelo. Y un cierto temor difuso me acometió una vez más de que se iba a producir pronto algo inexplicable, el mismo miedo que sentí en mis años de infancia cuando las primeras manifestaciones espectrales del Golem arrojaron de antemano sus sombras.

»Eso fue hace sesenta y seis años, la noche en que el prometido de mi hermana vino de visita y se debía fijar en la familia el día de la boda.

»Por aquel entonces se fundió plomo… en broma, y yo estaba presente con la boca abierta y no comprendía qué significaba eso… en mi confusa e infantil imaginación lo relacioné con el Golem, del que con frecuencia había oído hablar a mi abuelo, y me imaginé que en cualquier momento podía abrirse la puerta y entrar el desconocido.

»Mi hermana vertió entonces la cuchara con el metal fluido en la vasija de agua y me sonrió divertida al verme tan excitado.

»Con manos marchitas y temblorosas sacó mi abuelo el brillante trozo de plomo y lo puso a la luz. Poco después se apoderó de todos una extraña agitación. Se hablaba en voz alta y de manera confusa; cuando intenté abrirme paso, me lo impidieron.

»Más tarde, cuando crecí, mi padre me contó que el metal fundido había adoptado claramente la forma de una cabeza pequeña, lisa y redonda, y con una siniestra semejanza con los rasgos del Golem, de modo que todos se horrorizaron.

»Hablaba a menudo con el archivero Schemajah Hillel, que tiene en custodia los accesorios de la sinagoga Altneu y, además, esa figura de barro de los tiempos del emperador Rodolfo. Él ha estudiado la cábala y opina que ese terrón de tierra con los miembros humanos quizá no sea otra cosa que un antiguo presagio, como en mi caso la cabeza de plomo. Y el desconocido que así vaga debe ser la imagen de la fantasía o del pensamiento que aquel rabino medieval pensó primero en vida antes de poder revestirlo de materia, y que sólo regresaba en periodos regulares —bajo las mismas constelaciones astrológicas en que había sido creado—, atormentado por su apetito de una vida material.

»La esposa de Hillel también había visto cara a cara al Golem y asimismo, como yo, había sentido que uno se encontraba como paralizado mientras esa enigmática criatura estaba próxima.

»Me dijo que estaba completamente convencida de que entonces sólo había podido ser su alma la que —saliéndose de su cuerpo— en ese instante se presentó ante ella y la que se quedó mirando fijamente su rostro con los rasgos de una criatura extraña.

»Pese al terror que se apoderó de ella, nunca perdió la certeza de que ese otro sólo podía ser una parte de su propio yo interior.

—Es increíble —murmuró Prokop perdido en sus pensamientos.

El pintor Vrieslander también parecía sumido en sus cavilaciones.

En ese instante alguien llamó a la puerta y entró la anciana que me traía agua por la noche y otras cosas que necesitaba, puso la jarra de barro en el suelo y volvió a salir en silencio. Todos nosotros habíamos levantado la vista y miramos a nuestro alrededor como si hubiéramos despertado de un largo sueño, pero durante un buen rato nadie dijo una palabra. Como si con la anciana se hubiese infiltrado en la habitación una nueva influencia a la que antes había que acostumbrarse.

—¡Sí! La pelirroja Rosina, ése es también un rostro del que uno no se puede librar y que se ve emerger una y otra vez en cualquier esquina —dijo Zwakh de manera inesperada—. Esa sonrisa rígida y sardónica, la conozco de toda la vida. ¡Primero la abuela, luego la madre! Y siempre la misma cara, ¡no varía ni en un rasgo! El mismo nombre, Rosina: siempre es la resurrección de las otras.

—¿No es Rosina la hija del buhonero Aaron Wassertrum? —pregunté yo.

—Eso es lo que se dice —opinó Zwakh—. Pero Aaron Wassertrum tiene más de un hijo y más de una hija de los que no se sabe nada. Tampoco de la madre de Rosina se sabía quién era su padre, tampoco qué fue de ella. Con quince años tuvo la niña y desde entonces no volvió a aparecer. Su desaparición está relacionada con un crimen, por lo que puedo recordar, que se cometió en esta casa por su causa.

»Como ahora su hija, en aquel tiempo ella obsesionaba a los jóvenes adolescentes. Uno de ellos aún vive —le veo con frecuencia—, pero he olvidado su nombre. Los otros murieron pronto, y de aquel tiempo sólo me acuerdo de breves episodios que pasan por mi memoria como imágenes difuntas. Por aquel tiempo había un hombre medio subnormal que iba por la noche de taberna en taberna y que por un par de monedas recortaba siluetas en papel negro. Y cuando se emborrachaba, se sumía en una indecible tristeza y recortaba entre sollozos, sin detenerse, el mismo perfil de una joven hasta que terminaba con todas las reservas de papel.

»Concluí de diversas coincidencias, olvidadas ya hace tiempo, que él —aún casi un niño— había amado hasta tal punto a una tal Rosina, la abuela de la actual, que había perdido la razón.

»Si cuento los años, no podía haber sido otra que la abuela de la actual Rosina.

Zwakh se calló y se reclinó.

El destino en esta casa vaga en círculo y siempre retorna al mismo punto, se me vino a la mente, y una fea imagen, que había visto una vez —un gato con una parte del cerebro herida tambaleándose en círculo— apareció ante mí.

—Ahora viene la cabeza —oí decir de repente al pintor Vrieslander con voz clara.

Y sacó un trozo de madera del bolsillo y comenzó a tallar.

Un pesado cansancio se posó sobre mis ojos, y yo retire hacia atrás mi butaca para evitar el resplandor de la luz.

El agua para el ponche hervía en el recipiente y Josua Prokop llenó de nuevo los vasos. Bajos, muy bajos penetraban los sonidos de la música de baile a través de la ventana cerrada, a veces enmudecían por completo, luego resurgían un poco, dependiendo de si el viento los perdía por el camino o los traía de la calle hasta nosotros.

Tras un rato el músico me preguntó si no quería brindar.

Pero yo no respondí, mi voluntad de moverme había desaparecido hasta tal punto que ni siquiera tuve el pensamiento de abrir la boca.

Pensé que dormía, tan pétrea era la tranquilidad interior que se había apoderado de mí. Y yo tuve que fijarme en el cuchillo fulgurante de Vrieslander, que mordía sin descanso pequeñas muescas en la madera, para cerciorarme de que estaba despierto.

En la lejanía murmuraba la voz de Zwakh y contaba de nuevo toda índole de extrañas historias sobre marionetas y complicados cuentos que se había inventado para sus piezas de guiñol.

Se habló también del doctor Savioli y de la distinguida dama, la esposa de un noble, que se encontraba a escondidas con Savioli en el estudio oculto.

Y una vez más vi con la imaginación el gesto burlón y triunfante de Aaron Wassertrum.

Pensé si no debía contarle a Zwakh lo que aconteció ese día, pero no creí que mereciera la pena y lo consideré insignificante. También sabía que mi voluntad fracasaría si quería intentar hablar en ese momento.

De repente los tres sentados a la mesa me miraron con atención, y Prokop dijo en voz alta:

—Se ha dormido.

Con una voz tan alta que casi sonó como si fuera una pregunta. Siguieron hablando en voz baja y me di cuenta de que hablaban de mí. El cuchillo de Vrieslander bailaba de un lado a otro y absorbía la luz que fluía de la lámpara, y el resplandor me ardía en los ojos.

Cayeron palabras como: «estar loco» y me puse a escuchar la conversación que se producía en la mesa.

—Asuntos como el del Golem no se deberían tocar ante Pernath —dijo Josua Prokop en tono de reproche—. Cuando antes habló del libro Ibbur, nos callamos y no seguimos preguntando. Apostaría a que lo ha soñado todo.

Zwakh asintió:

—Tiene toda la razón. Es como si alguien quisiera entrar con una vela encendida en una estancia llena de polvo, en la que el techo y las paredes estuvieran cubiertos de un paño podrido y la yesca seca del pasado se acumulara en el suelo; un fugaz roce y el fuego habría prendido en todos los rincones.

—¿Estuvo Pernath mucho tiempo en el manicomio? Es una pena, no debe tener más de cuarenta —dijo Vrieslander.

—No lo sé, no tengo ni idea de dónde procede ni de cual fue antes su profesión. Tiene el aspecto de un antiguo noble francés con su figura delgada y la perilla. Hace muchos, muchos años, un viejo médico amigo mío me pidió que cuidara un poco de él y que le buscara una pequeña vivienda aquí, en estas calles, donde nadie le prestase atención y no le inquietaran con preguntas sobre su vida anterior.

Una vez más Zwakh miró hacia mí conmovido.

—Desde entonces vive aquí, restaura antigüedades y talla gemas. Con ello se gana holgadamente la vida. Es una suerte para él que parezca haber olvidado todo lo relacionado con su demencia. No le pregunte nunca por cosas que puedan despertar el pasado en su recuerdo, ¡cuántas veces me insistió el viejo médico sobre eso! Zwakh, decía siempre, nosotros tenemos un cierto método; hemos amurallado su enfermedad con mucho esfuerzo, cómo se lo podría describir: al igual que se cierra el lugar donde se ha producido un siniestro, porque a él se une un recuerdo triste.

Las palabras del titiritero habían llegado hasta mí como un carnicero hasta un animal indefenso y me oprimían el corazón con manos crueles y brutales.

Desde siempre un tormento ahogado había roído mi interior… un presentimiento, como si se me hubiera quitado algo y como si en mi vida hubiese pasado un largo trecho de camino al borde de un abismo como un sonámbulo. Y nunca había logrado adivinar la causa.

Ahora la solución del enigma estaba ante mí y me quemaba de una manera insoportable como una herida abierta.

Mi enfermiza resistencia a que mi recuerdo quedara prendado de acontecimientos pasados, luego el sueño extraño, que se reiteraba de vez en cuando, de que me encontraba en una casa maldita con estancias inaccesibles para mí, el angustioso fracaso de mi memoria en cosas que concernían a mi juventud: todo esto encontró de repente una terrible explicación. Yo había estado loco, y me habían aplicado hipnosis, habían cerrado la… «habitación» que constituía la conexión con aquellas estancias de mi cerebro, y me habían convertido en un apátrida en medio de la vida que me rodeaba.

¡Y no había ninguna perspectiva de recobrar el recuerdo perdido!

Comprendí que los impulsos de mi pensamiento y de mi actuación están ocultos en otra existencia olvidada: nunca podría conocerlos. Soy una planta cortada, un vástago que brota en una raíz ajena. Si lograra forzar la entrada en esa «habitación» cerrada, ¡no tendría que volver a caer en las manos de los fantasmas que allí habían sido conjurados!

Se me vino a la mente la historia del Golem que Zwakh había contado hacía una hora y de repente me di cuenta de una gigantesca y enigmática relación entre la legendaria estancia sin entrada, en la que ese desconocido había de vivir, y mi sueño tan significativo.

La extraña relación se me volvió cada vez más clara y adoptó para mí algo indescriptiblemente espantoso.

Sentí que hay cosas forjadas —inconcebibles— que corren como caballos ciegos, sin saber hacia dónde van.

También en el ghetto: ¡una habitación, un espacio, cuya entrada nadie puede encontrar… un ser espectral que vive en ella y sólo a veces vaga por las calles para difundir el horror entre los hombres!

Vrieslander seguía tallando la cabeza, y la madera crujía bajo el filo del cuchillo.

Casi me hacía daño oírlo, y miré para comprobar si no le faltaba mucho.

Por la manera en que la cabeza giraba hacia un lado y otro en la mano del pintor, parecía como si tuviera consciencia y espiara de un rincón a otro. Sus ojos reposaron luego un rato en mí, satisfechos por haberme encontrado al fin.

Tampoco yo logré apartar mi mirada y la fijé en el semblante de madera.

Durante un rato el cuchillo del pintor pareció buscar algo, pero entonces talló con decisión una línea y de repente los rasgos del trozo de madera cobraron una vida espantosa.

Reconocí el rostro amarillento del extraño que me había traído el libro.

Ya no pude distinguir más: el instante sólo había durado un segundo, y sentí que mi corazón dejaba de latir y vibraba angustiado.

No obstante, como entonces… seguía siendo consciente de ese rostro.

Me había convertido en él y estaba en el regazo de Vrieslander mirando a un lado y a otro.

Mis ojos vagaron por la habitación y una mano ajena movía mi cráneo.

De repente vi el gesto excitado de Zwakh y oí sus palabras:

—¡Por el amor de Dios, es el Golem!

Y se originó un breve forcejeo. Querían quitarle a Vrieslander por la fuerza la madera tallada, pero él se defendió y gritó riéndose:

—¡Qué queréis, no ha salido bien!

Se levantó, abrió la ventana y lanzó la cabeza a la calle.

Mi consciencia desapareció y emergí de unas profundas tinieblas que estaban surcadas por resplandecientes hilos de oro, y cuando desperté, como me pareció, después de mucho, mucho tiempo, oí el tableteo de la madera al caer sobre el empedrado.

—Ha dormido con tanta profundidad que no ha notado cómo le sacudíamos —me dijo Josua Prokop—. El ponche se ha acabado y usted se lo ha perdido todo.

El dolor ardiente de lo que había oído poco antes volvió a apoderarse de mí y quise gritar que no había sido un sueño lo que les había contado sobre el libro Ibbur, que podía sacarlo del estuche y mostrárselo.

Pero estos pensamientos no se convirtieron en palabras, y tampoco pudieron impedir que mis huéspedes se fueran.

Zwakh me puso el abrigo a la fuerza y gritó:

—Venga con nosotros a Loisitschek, maestro Pernath, eso le animará.