I

Si no me he engañado, he tenido la sensación de que alguien subía las escaleras detrás de mí a una cierta distancia con la intención de visitarme, ahora debe estar en el último tramo de escaleras.

Ahora dobla la esquina, donde tiene su vivienda el archivero Schemajah Hillel, y pasa de las gastadas baldosas al pasillo del piso superior revestido de ladrillos rojos.

Tantea a lo largo de la pared, y ahora, precisamente ahora, deletreando con esfuerzo, lee mi nombre en el letrero de la puerta.

Y yo me situé en el centro de la habitación y miré hacia la entrada.

Entonces se abrió la puerta y el entró.

Avanzó sólo unos pasos hacia mí y ni se quitó el sombrero ni dijo una palabra de saludo.

Así se comporta cuando está en casa, sentí yo, y encontré del todo evidente que actuara de ésa y no de otra manera.

Se llevó la mano al bolsillo y sacó un libro.

Hojeó largo tiempo en él.

La encuadernación del libro era de metal y las cavidades en forma de rosetas y sellos estaban rellenas de esmalte y pequeñas piedras. Por fin había encontrado el pasaje que buscaba y lo señaló.

El capítulo se llamaba “Ibbur”, «la fecundación de almas», descifré.

La gran inicial «I», impresa en oro y rojo, ocupaba casi la mitad de toda la página que yo pasé involuntariamente y que estaba rota en el borde.

Tenía que repararla.

La inicial no estaba pegada en el pergamino, como había visto siempre en libros antiguos, más bien parecía consistir en dos láminas de fino oro que estaban soldadas en el centro y rodeaban los márgenes del pergamino.

Así pues, ¿había que hacer un agujero en la página donde estaba la letra?

Si ése era el caso, ¿la «I» estaba en la página siguiente invertida?

Pasé la página y encontré confirmada mi suposición.

Sin querer leí también esta página y la siguiente.

Y seguí leyendo y leyendo.

El libro me hablaba como habla el sueño, tan sólo que con más claridad y precisión. Y afectaba a mi corazón como una pregunta.

Palabras que fluían de una boca invisible cobraron vida y vinieron a mí. Giraron y se contorsionaron ante mí como esclavas con vestidos de alegres colores, luego se hundieron en el suelo o desaparecieron en el aire como un vaho tornasolado dejando espacio a las siguientes. Cada una esperaba durante un rato a que yo la eligiera y se retiraba al percibir la mirada de la que llegaba.

Entre ellas había algunas que iban de un lado a otro ostentosas como un pavo real, con ropajes resplandecientes y sus pasos eran lentos y medidos.

Algunas como reinas, aunque envejecidas y mustias, con los párpados pintados: con un gesto de ramera alrededor de la boca y las arrugas cubiertas con un feo maquillaje.

Yo las contemplé, y a las que siguieron, y mi mirada se deslizó por largas filas de grises figuras con rostros tan comunes y faltos de expresión que parecía imposible retenerlos en la memoria.

Trajeron entonces a rastras a una mujer, estaba completamente desnuda y era enorme como un coloso.

La mujer permaneció ante mí un segundo y se inclinó hacia mí.

Sus pestañas eran tan largas como todo mi cuerpo, y señaló en silencio el pulso de su mano izquierda.

Palpitaba como un terremoto, y yo sentí que en ella estaba la vida de todo un mundo.

Desde la lejanía se acercó una comitiva de coribantes.

Un hombre y una mujer se abrazaban. Los veía venir desde lejos, y el bramido de la comitiva cada vez se oía más cerca.

Ahora oía junto a mí el canto resonante de los extasiados, y mis ojos buscaron a la pareja abrazada.

Pero se había transformado en una figura única y se sentaba, mitad masculina y mitad femenina —un hermafrodita—, en un trono de nácar.

Y la corona del hermafrodita terminaba en una tabla de madera roja; en ella el gusano de la destrucción había roído runas enigmáticas.

Cubierto por una nube de polvo entró trotando un rebaño de ovejas pequeñas y ciegas: la comida que el gigantesco andrógino llevaba para mantener en vida a sus coribantes.

A veces, entre las figuras que brotaban de la boca invisible, había algunas que salían de tumbas: con velos en el rostro.

Y se detenían ante mí, dejaban caer de repente los velos y miraban hambrientas, con ojos de depredador, a mi corazón, de modo que un espanto gélido se apoderaba de mi cerebro y mi sangre se congelaba en las venas como una corriente interrumpida por rocas caídas del cielo, de repente y en medio de su lecho.

Una mujer pasó oscilante ante mí. No vi su semblante, lo apartó, y llevaba un abrigo de lágrimas fluyendo. Máscaras pasaron danzando, riéndose y sin prestarme atención.

Tan sólo un pierrot se da la vuelta, me mira con actitud reflexiva y regresa. Se planta ante mí y mira en mi rostro como si fuera un espejo.

Hace muecas tan extrañas, levanta y agita sus brazos, ya dubitativo, ya rápido como el rayo, de modo que de mí se apodera un impulso espectral de imitarle, de guiñar los ojos como él, de encoger los hombros y distorsionar las comisuras de los labios.

De repente le empujan con impaciencia otras figuras que quieren aparecer ante mi vista.

Pero ninguno de los seres tiene consistencia.

Son como perlas resbaladizas, ensartadas en un hilo de seda, sonidos aislados de una sola melodía que emana de la boca invisible.

Ya no había ningún libro que me hablara. Era una voz. Una voz que quería algo de mí que yo no entendía por mucho que me esforzara. Que me atormentaba con preguntas ardientes e incomprensibles.

Pero la voz que decía esas palabras visibles había muerto y carecía de resonancia.

Cada sonido que suena en el mundo del presente tiene muchos ecos, al igual que todas las cosas tienen una sombra grande y muchas pequeñas, pero esa voz ya no tenía ningún eco: hace mucho, mucho tiempo que se han callado y disipado.

¡Había leído el libro hasta el final y aún lo sostenía en las manos, cuando me pareció que había estado hojeando en mi cerebro y no en un libro!

Todo lo que me había dicho la voz, lo había llevado, desde que vivía, en mi interior, aunque había estado oculto y olvidado, y se había mantenido escondido de mi pensamiento hasta el día de hoy.

Levanté la mirada.

¿Dónde estaba el hombre que me había traído el libro?

¿Se había ido?

¿Vendrá a recogerlo cuando esté listo?

¿O debería llevárselo yo?

Pero no podía recordar que me hubiera dicho dónde vivía.

Quería recordar su aparición, pero no lo logré.

¿Cómo estaba vestido? ¿Era mayor, joven? ¿Y de qué color eran su pelo y su barba?

Nada, no podía recordar nada. Todas las imágenes que me creaba de él, se disolvían sin consistencia aun antes de que pudiera componerlas en mi mente.

Cerré los ojos y presioné los párpados con las manos para aprehender al menos una parte minúscula de su imagen.

Nada, nada.

Me situé en el centro de la habitación y miré hacia la puerta, como había hecho antes, cuando había llegado, y me imaginé: ahora dobla la esquina, ahora pasa el suelo de ladrillo, lee el letrero de la puerta «Athanasius Pernath», y ahora entra: en vano.

Ni la más mínima huella de su aspecto quería despertarse en mí.

Vi el libro en la mesa y me imaginé la mano que lo había sacado del bolsillo y me lo había dado.

No pude recordar si había llevado un guante, si había estado desnuda, si era joven o estaba arrugada, si llevaba un anillo o no.

Tuve entonces una extraña ocurrencia.

Fue como una inspiración que no se puede resistir.

Me puse mi abrigo y mi sombrero, salí al pasillo y bajé las escaleras. Luego regresé lentamente a mi habitación.

Lenta, muy lentamente, como él había venido. Y cuando abrí la puerta, vi que mi habitación estaba invadida por la penumbra. ¿No había sido aún pleno día cuando salí?

¡Cuánto tiempo había estado cavilando para no darme cuenta de lo tarde que era!

E intenté imitar al desconocido en su paso y sus gestos, pero no podía acordarme de ellos.

¡Cómo iba a lograr imitarle si no tenía ninguna pista sobre cuál había sido su aspecto!

Pero sucedió una cosa diferente, muy diferente a la que había pensado.

Mi piel, mis músculos, mi cuerpo, se acordaron de repente sin delatárselo al cerebro. Hicieron movimientos que yo ni deseaba ni pretendía. ¡Como si mis miembros ya no me obedecieran! De repente mi paso se tornó vacilante y ajeno cuando avancé unos metros en la habitación.

Ése es el paso de un hombre que siempre está a punto de caerse hacia delante, me dije.

¡Sí, sí, así era su paso!

Lo supe con toda claridad: así era.

Tenía un rostro extraño y sin barba, con pómulos salientes, y miraba desde ojos oblicuos.

Lo sentía y, sin embargo, no podía verme.

Éste no es mi rostro, quise gritar espantado; quise tocarlo, pero mi mano no obedecía a mi voluntad y se hundió en el bolsillo sacando un libro.

De la misma manera que lo había hecho antes.

De repente volvía a estar sentado a la mesa, sin sombrero, sin abrigo, y soy yo. Yo, yo.

Athanasius Pernath.

Me estremecí de horror, mi corazón latía como si quisiera salirse del cuerpo, y sentí cómo me abandonaban dedos espectrales que acababan de andar a tientas en mi cerebro.

Aún notaba en la nuca las frías huellas de su roce.

Ahora sabía cómo era el desconocido, y habría podido sentirlo de nuevo en mí —en cualquier instante— si tan sólo hubiese querido; pero traer a mi mente su imagen, de modo que pudiera verla ante mí, esto ni lo lograba ni tampoco podré lograrlo.

Me di cuenta de que es como un negativo, una invisible forma hueca, cuyas líneas no puedo captar, en la que yo mismo he de penetrar si quiero hacer consciente en mi yo su figura y su expresión.

En el cajón de mi mesa había un estuche de hierro; en él quería encerrar el libro, para, cuando el estado de locura me hubiese abandonado, volver a sacarlo y ponerme a reparar la rota inicial «I».

Y cogí el libro de la mesa.

Pero me pareció como si ni siquiera lo hubiese tocado; cogí el estuche: ¡la misma sensación! ¡Como si el sentido del tacto tuviera que atravesar un largo, largo trecho de profunda oscuridad, antes de llegar a mi consciencia, como si las cosas estuvieran separadas de mí por una capa de tiempo equivalente a un año y pertenecieran a un pasado transcurrido hacía mucho tiempo!

La voz, que gira en la penumbra buscándome, para atormentarme con la piedra grasienta, ha pasado por mi lado y no me ha visto. Y yo sé que procede del reino del sueño. Pero lo que he experimentado ha sido vida real: de ahí que no logre verme y me busque en vano.