NIEVE

«Mi querido y venerado maestro Pernath:

Le escribo esta carta con gran prisa y mucho miedo. Por favor, destrúyala enseguida después de haberla leído… o mejor aún, devuélvamela con el mismo sobre. De otro modo no tendría paz.

No le diga a nadie que le he escrito. ¡Ni tampoco adónde irá hoy!

Su rostro bueno y honesto me ha inspirado, “nuevamente”, tanta confianza (mediante esta breve alusión a un acontecimiento, del cual usted fue testigo, adivinará quién le escribe esta carta, pues tengo miedo de poner mi nombre al final), a lo que se añade que su querido y bendito padre me dio clases de pequeña, esto es por lo que he hecho acopio de valor para dirigirme a usted como al único hombre que aún me puede ayudar.

Le ruego que venga hoy a las cinco de la tarde a la catedral en el Hradschim.

Una dama conocida».

Permanecí sentado durante un cuarto de hora sosteniendo la carta en la mano. La extraña y solemne sensación, que me había rodeado desde ayer, había desaparecido de golpe… llevada por el viento fresco de un nuevo día terrenal. Un joven destino vino hacia mí sonriendo y prometedor: un hijo de la primavera. Un corazón humano buscaba mi ayuda, ¡mi ayuda! ¡Qué distinta parecía de repente mi habitación! El carcomido y deteriorado armario miraba tan satisfecho, y los sillones me parecieron gente mayor que se sienta alrededor de la mesa y juega tranquilamente entre risas al tarot.

Mis horas habían recibido un contenido, un contenido lleno de riqueza y brillo.

¡Así que el árbol podrido aún iba a dar frutos!

Sentí cómo me atravesaba una fuerza viva que antes había estado dormida en mi interior… oculta en lo más hondo de mi alma, cubierta por los escombros que acumula lo cotidiano, y que brota como una fuente del hielo, cuando se retira el invierno.

Y yo sabía con plena certeza, mientras mantenía la carta en la mano, que podría ayudar, fuera lo que fuese. El júbilo en mi corazón me daba seguridad.

Una y otra vez leía el pasaje: «… a lo que se añade que su querido y bendito padre me dio clases de pequeña…», se me cortaba la respiración. ¿No sonaba como una promesa: «hoy estarás conmigo en el paraíso»? La mano que se extendía hacia mí, buscando ayuda, me ofrecía el regalo: el recuerdo que ansiaba… ¡me revelaría el misterio, me ayudaría a levantar el telón que había caído sobre mi pasado!

«Su querido y bendito padre», ¡cuán extrañas sonaban las palabras al decirlas en voz alta! ¡Padre! Por un instante vi emerger la mirada cansada de un hombre mayor con barba blanca en una butaca junto a mi arcón… desconocido para mí, tan desconocido, pero al mismo tiempo estremecedoramente familiar, pero entonces mis ojos volvieron en sí y los latidos de mi corazón anunciaron la hora concreta del presente.

Me sobresalté: ¿había estado soñando? Miré el reloj: gracias a Dios, aún eran las cuatro y media.

Me fui a mi dormitorio, recogí el sombrero y el abrigo y bajé las escaleras. Qué me importaba hoy el cuchicheo de los oscuros rincones, las perversas, mezquinas y amargas objeciones que surgían siempre de ellos: «No te vamos a dejar… eres nuestro… no queremos que te alegres… ¡hasta ahí podíamos llegar, alegría en la casa!»

El polvo fino y envenenado que se había posado sobre mí desde todas esas esquinas y pasillos con manos estranguladoras hoy se desviaba ante el vivo aliento de mi boca. Por un instante me detuve ante la puerta de Hillel.

¿Debía entrar?

Una secreta timidez me impedía llamar. Hoy me sentía tan diferente… como si no pudiera entrar en su casa. Y ya la mano de la vida me impulsó escalones abajo.

La calle estaba blanca de nieve.

Creo que mucha gente me saludó; no recuerdo si les devolví el saludo. Una y otra vez comprobaba llevándome la mano al pecho si aún tenía la carta conmigo:

Del sitio emanaba calor.

Caminé bajo las ojivas de las cuadriculadas arcadas en el Ring de la ciudad antigua y pasé por la fuente de bronce, cuya reja barroca estaba llena de carámbanos; hacia el puente con las estatuas de santos y, entre ellas, la de San Juan Nepomuceno.

Abajo el río espumaba de odio contra los fundamentos.

Medio en sueños mi mirada recayó sobre la roca hueca de santa Luitgarda, con los «tormentos de los condenados» en su interior: la nieve se posaba en los párpados de los penitentes y en las cadenas de sus manos suplicantes.

Los arcos me acogían y me despedían, pasaba por palacios con portales arrogantes y tallados, en su interior cabezas de león mordían anillas de bronce.

También aquí nieve por todas partes. Blanda, blanca como la piel de un enorme oso polar.

Ventanas elevadas y orgullosas, con cornisas congeladas y brillantes, miraban indiferentes hacia las nubes.

Me sorprendió que el cielo estuviera tan lleno de pájaros.

Cuando subí los incontables escalones de granito que llevan al Hradschin, cada uno tan ancho como cuatro cuerpos humanos a lo largo, la ciudad se hundía paso tras paso ante mis sentidos con sus tejados y pináculos.

La penumbra ya se deslizaba por las hileras de casas, cuando llegué a la plaza solitaria, en cuyo centro se alzaba la catedral hasta el trono de los ángeles. Pisadas con los bordes congelados conducían a una puerta lateral. Desde alguna casa lejana resonaban débilmente notas perdidas de un acordeón en el silencio de la tarde. Como lágrimas de melancolía caían en el olvido.

Oí detrás de mí el suspiro de la mampara acolchada de la puerta cuando la iglesia me acogió. De repente me encontré sumido en la oscuridad, y el áureo altar brillaba en rígido sosiego hacia mí a través de los resplandores verdes y azules de la luz mortecina, la cual penetraba a través de las multicolores vidrieras y se posaba en los bancos. Chispas saltaban de lámparas rojas de cristal.

Olor débil a cera e incienso.

Me apoyé en un banco. Mi sangre estaba extrañamente silenciosa en ese reino de la inmovilidad.

Una vida sin pálpitos invadía el espacio… un esperar secreto y paciente.

Las urnas de plata de las reliquias dormían un sueño eterno. ¡Allí! Desde la lejanía llegaba, apenas audible, el ruido amortiguado de cascos de caballo, quiso aproximarse más y enmudeció.

Un golpe sordo, como si cerraran la puerta de un coche.

El rumor de un vestido de seda llegó hasta mí, y una mano femenina, suave y delgada, rozó mi brazo.

—Por favor, vayamos hacia allí, a la columna; no me gusta hablar aquí, en los bancos de oración, de las cosas que le tengo que decir.

Los solemnes cuadros a nuestro alrededor se disolvieron en una sobria claridad. De repente me había alcanzado el día.

—No sé cómo puedo agradecerle, maestro Pernath, que haya emprendido por mi causa el largo camino hasta aquí con este tiempo tan malo.

Balbuceé un par de palabras banales.

—Pero no conocía otro lugar donde pudiera estar más segura de cualquier peligro que aquí. Hasta aquí, hasta la catedral, no nos habrá seguido nadie.

Saqué la carta y se la entregué a la dama.

Estaba casi completamente embozada en una valiosa piel, pero ya por el sonido de su voz había reconocido a la misma que huyó a mi habitación de la calle Hahnpass, asustada por Wassertrum. Tampoco estaba asombrado, pues no había esperado a otra persona.

Mis ojos se quedaron prendados de su rostro, que en la penumbra de las hornacinas aún parecía más pálido de lo que podía ser en la realidad. Su belleza casi me cortó la respiración, y yo estaba ante ella como hechizado. Habría preferido arrodillarme ante ella y besarle los pies, por ser a quien debía ayudar, por haberme elegido para esa misión.

—Le ruego de todo corazón que olvide —al menos mientras estemos aquí— la situación en que me vio entonces —siguió hablando como oprimida—, tampoco sé qué piensa de esas cosas…

—Soy un hombre mayor, pero nunca en mi vida he tenido la osadía de desempeñar el papel de juez de mis congéneres —fue lo único que se me ocurrió decir.

—Se lo agradezco, maestro Pernath —dijo con calidez y sin añadir más sobre ello—. Y ahora escúcheme con paciencia, por si pudiera ayudarme en mi desesperación o al menos darme un consejo.

Sentí cómo se apoderaba de ella un miedo salvaje y percibí el temblor en su voz.

—En aquel entonces, en el estudio… tuve la terrible certeza de que ese espantoso ogro me seguía premeditadamente… Ya me había llamado la atención en los meses precedentes que allá donde yo iba —ya fuera sola o con mi esposo o con… con… el doctor Savioli— siempre surgía en la cercanía, por algún lado, el espantoso rostro de criminal del buhonero. Sus ojos bizcos me perseguían dormida y despierta. Aún no he advertido ningún signo de lo que se propone, pero tanto más me asalta por la noche el miedo de cuándo me arrojará la cuerda al cuello.

»Al principio el doctor Savioli quería tranquilizarme diciéndome que qué podía hacer un buhonero tan pobre como ese Aaron Wassertrum, en el peor de los casos podría tratarse de un pequeño chantaje o de algo parecido, pero cada vez que pronunciaba el nombre de Wassertrum sus labios empalidecían. Sospecho que el doctor Savioli guarda un secreto para tranquilizarme… algo horrible que puede costarle la vida a él o a mí.

»Y luego averigüé lo que quería ocultarme con tanto cuidado: ¡que el buhonero le había visitado varias veces por la noche en su vivienda! Lo sé, lo siento en cada fibra de mi cuerpo: está ocurriendo algo que poco a poco se estrecha en torno a nosotros como los anillos de una serpiente. ¿Qué puede buscar ese asesino allí? ¿Por qué el doctor Savioli no se ha desembarazado de él? No, no, no puedo seguir así, he de hacer algo, cualquier cosa, antes de que me vuelva loca.

Quise ofrecerle algunas palabras de consuelo, pero me interrumpió.

—Y en los últimos días la pesadilla que amenaza con estrangularme ha adoptado formas cada vez más palpables. El doctor Savioli ha enfermado repentinamente… ya no puedo entenderme con él… no puedo visitarle, pues así me expondría a que mi amor se descubriera… al parecer delira continuamente, y lo único que he podido averiguar es que, febril, se cree perseguido por un monstruo con labios leporinos: ¡Aaron Wassertrum!

»Sé lo valeroso que es el doctor Savioli; tanto más espantoso… —¿se lo puede imaginar?— es el efecto que me hace verle así de destruido, paralizado ante un peligro que yo misma sólo percibo como la oscura proximidad de un espantoso ángel exterminador.

»Dirá que soy cobarde, que por qué no confieso abiertamente mi relación con el doctor Savioli y lo dejo todo si tanto le amo: la riqueza, el honor, la honra, etc., pero —y gritó de tal modo que sus palabras resonaron en la galería del coro— ¡no puedo! ¡Tengo a mi hija, a mi querida niña rubia! ¡No puedo entregar a mi hija! ¿Cree usted que mi marido me dejaría? ¡Tome, tome, maestro Pernath! —abrió en pleno desvarío un pañuelo lleno de cordones de perlas y piedras preciosas—, lléveselo a ese criminal, sé que es codicioso… que coja todo lo que poseo, pero que deje a mi niña. ¿No es verdad que se callará? ¡Pero por el amor de Dios diga algo, aunque sólo sea una palabra que pueda ayudarme!

Logré con gran esfuerzo tranquilizar algo su agitación y que se sentara en un banco. Le hablé como me inspiró el momento. Frases confusas e incoherentes.

Los pensamientos cruzaban mi mente hasta tal punto que casi no entendía lo que decían mis labios. Ideas de una índole fantástica que se desmoronaban apenas habían nacido.

Con espíritu ausente mi mirada quedó prendida de una estatua polícroma en un nicho de la pared. Yo hablaba y hablaba. Los rasgos de la estatua comenzaron a transformarse lentamente, el hábito se convirtió en un sobretodo raído y de él surgió un rostro juvenil con mejillas demacradas y manchas de tísico.

Antes de que pudiera comprender la visión, el monje volvía a estar allí. Mi pulso latía con fuerza.

La infortunada mujer se había inclinado sobre mi mano y lloraba en silencio.

Le di de la fuerza que había entrado en mí cuando había leído la carta y que ahora volvió a invadirme, y comprobé que lentamente se iba recuperando.

—Quiero decirle por qué he recurrido precisamente a usted, maestro Pernath —comenzó a hablar tras largo silencio—. Ha sido por un par de palabras que me dijo aquella vez… y que no he podido olvidar a través de los muchos años…

¿Muchos años? Se me heló la sangre en las venas.

—Usted se despidió de mí… no sé por qué ni cómo, aún era una niña… y me dijo con tanta amabilidad, aunque también con tristeza: «Nunca llegará ese momento, pero acuérdese de mí si alguna vez no tiene a quién recurrir. Tal vez Dios nuestro Señor me conceda que ya sea quien pueda ayudarla». Aquella vez me di la vuelta rápidamente y tiré la pelota a la fuente para que no viera mis lágrimas. Y luego quise regalarle el rojo corazón de coral que yo llevaba alrededor del cuello en una banda de seda, pero me dio vergüenza porque me pareció un gesto ridículo.

Recuerdo

Los dedos del espasmo palpaban buscando mi garganta. Ante mí apareció un resplandor, como de un país olvidado y lejano del anhelo… de súbito y espantosamente: una niña con un traje blanco y alrededor la oscura pradera del parque de un castillo, rodeado de viejos olmos. Lo volví a ver claramente ante mí.

Debí haberme sonrojado, lo noté por la prisa con que prosiguió:

—Ya sé que sus palabras de entonces surgieron del ambiente de despedida, pero para mí fueron un consuelo y… le doy las gracias por ellas.

Apreté los dientes con todas mis fuerzas y devolví a mi pecho el alarido de dolor que me desgarraba.

Lo comprendí: había sido una mano clemente la que había corrido el cerrojo ante mi recuerdo. En mi consciencia se dibujaba ahora con claridad lo que un resplandor sacaba a la luz de días pasados: un amor demasiado fuerte para mi corazón había roído mi pensamiento durante años, y la noche de la demencia fue entonces el bálsamo para mi espíritu herido.

Poco a poco se posó sobre mí el sosiego de haber muerto y enfrió las lágrimas tras mis párpados. El eco de las campanas resonó solemne y orgulloso por el interior de la catedral y pude mirar con alegría en los ojos de la que había venido a buscar mi ayuda.

Una vez más oí el golpe de la puerta al cerrarse y los cascos de los caballos.

Descendí de nuevo a la ciudad a través de una nieve nocturna y azulada.

Los faroles me miraban asombrados con sus ojos parpadeantes, y de montañas de abetos apilados salía el susurro de los adornos y de las nueces plateadas de la próxima Navidad.

En la plaza del ayuntamiento, en la columna de María, ancianas mendigas con sus grises pañuelos de cabeza murmuraban el rosario en honor a la Madre de Dios.

Ante la oscura entrada a la judería se encontraban las casetas del mercadillo de Navidad. En medio, cubierto por un paño rojo, brillaba llamativo, escoltado por antorchas con llamas casi apagadas, el escenario abierto de un teatro de marionetas.

El polichinela de Zwakh, de púrpura y violeta, con el látigo en la mano, de cuya punta colgaba una calavera, trotaba sobre las tablas en un caballo blanco de madera.

Los niños miraban fijamente bien apretados en filas, con los gorros de piel cubriéndoles las orejas, con la boca abierta, y escuchaban como hechizados los versos del poeta praguense Oskar Wiener, que mi amigo Zwakh recitaba desde detrás del escenario:

«Allá delante cabalgaba un muñeco,

un tipo tan delgado como un poeta,

y tenía puestos unos andrajos de colores

y se tambaleaba y hacía muecas».

Torcí en la callejuela que, negra y esquinada, desembocaba en la plaza. Una multitud estaba en silencio, muy junta, en la oscuridad, ante un cartel.

Un hombre había encendido una cerilla, y yo pude leer fragmentos de algunas frases. Con los sentidos obtusos mi conciencia captó un par de palabras:

Se busca

1.000 florines de recompensa

Señor mayor… vestido de negro…

… señas:

rostro carnoso y afeitado…

color de pelo: blanco…

Dirección de Policía… Despacho núm…

Apático, desinteresado, como un cadáver viviente, seguí mi camino por las casas oscuras.

Un puñado de estrellas diminutas brillaba en el cielo delgado y negro sobre los tejados.

Mis pensamientos regresaron pacíficos hacia la catedral, y el sosiego de mi alma fue aún más profundo y bienaventurado, pero entonces desde la plaza llegó a través del aire invernal, clara y cortante —como si estuviera junto a mi oído—, la voz del titiritero:

¿Dónde está el corazón de piedra roja?,

colgaba de una banda de seda,

y brillaba en el rojo resplandor del amanecer.