MIEDO

Tenía la intención de coger el abrigo y el bastón e irme a comer a la pequeña taberna «Zum alten Ungelt», donde se sentaban todas las noches hasta tarde Zwakh, Vrieslander y Prokop, contándose mutuamente historias absurdas; pero apenas había entrado en mi habitación, se me quitaron las ganas, como si unas manos me hubiesen arrebatado un pañuelo o algo parecido que había llevado pegado al cuerpo.

Sentía una tensión en el ambiente que no me podía explicar, pero que, no obstante, era algo real y palpable y que, en el transcurso de unos segundos, se traspasó a mí con tal fuerza que al principio no sabía qué hacer, tal era mi nerviosismo: encender la luz, cerrar la puerta, sentarme o caminar de un lado a otro.

¿Había entrado alguien durante mi ausencia y se había escondido? ¿Era el miedo de un hombre a ser descubierto lo que se me contagiaba? ¿Estaba quizá Wassertrum allí?

Miré tras las cortinas, abrí el armario, miré en la habitación contigua: nadie.

También el estuche estaba, intacto, en su lugar.

¿No sería mejor que quemara las cartas y así pudiera estar tranquilo de una vez por todas?

Comencé a buscar la llave en mi chaleco… pero ¿tenía que ser ahora? Tenía tiempo de sobra hasta la mañana siguiente.

¡Primero encender la luz!

No podía encontrar las cerillas.

¿Estaba la puerta cerrada? Retrocedí un par de pasos. Volví a detenerme.

¿A qué se debía ese miedo?

Iba a hacerme reproches por ser tan cobarde, pero los pensamientos se interrumpieron en medio de la frase.

De repente me asaltó una idea demencial: rápido, rápido, decidí subirme a la mesa, coger una silla, levantarla y romperle la cabeza con ella hasta que quedase aplastado contra el suelo… si… si se acercaba.

«Pero si aquí no hay nadie», me dije en voz alta y enojado, «¿acaso has temido a algo en la vida?»

No sirvió de nada. El aire que respiraba se tornó tenue y cortante como el éter.

Si hubiese visto algo, cualquier cosa: lo más espantoso que se pueda imaginar… en un instante habría desaparecido el miedo.

Pero no sucedió nada.

Escudriñé con mis ojos cada rincón:

Nada.

Por todas partes cosas familiares: muebles, baúles, la lámpara, el cuadro, el reloj de pared… viejos amigos, inanimados, fieles.

Esperaba que se transformaran con mis miradas y que me dieran un motivo para atribuir la asfixiante sensación de angustia a una ilusión de los sentidos.

Pero tampoco. Siguieron rígidamente fieles a sus formas. Con demasiada rigidez en la penumbra reinante como para ser algo natural.

«Están bajo la misma coacción bajo la que tú estás», sentí. «No se atreven a hacer el mínimo movimiento».

¿Por qué no funciona el reloj de pared?

La asechanza a mi alrededor engullía cada sonido.

Moví la mesa y me asombré de que no pudiera oír el ruido.

¡Si al menos silbara el viento fuera de la casa!

¡Ni siquiera eso! O si la madera crepitara en la estufa… el fuego se había apagado. Y una vez más esa espantosa asechanza en el aire… continua, ininterrumpida, como el fluir del agua.

¡Ese vano estado de alerta de todos mis sentidos! Desesperaba de poder resistirlo. El espacio lleno de ojos que no podía ver, de manos en continuo movimiento que no podía tocar.

«Es el espanto que se alimenta de sí mismo, el horror paralizante de la inaprensible nada, que no tiene ninguna forma y que devora los límites de nuestra mente», comprendí de una manera confusa.

Me puse rígido y esperé.

Esperé como un cuarto de hora: tal vez «se» dejaría engañar y «se» deslizaría por detrás hacia mí y podría sorprenderlo.

Me volví bruscamente: de nuevo nada.

La misma «nada» corrosiva que no era y, sin embargo, llenaba la habitación con su horrible vida.

¿Y si saliera corriendo? ¿Qué me lo impedía?

«Vendría conmigo», supe enseguida con una seguridad irrecusable. También comprendí que no me serviría de nada si encendía la luz… sin embargo, estuve buscando el encendedor hasta que lo encontré.

Pero el pabilo de la vela no quería arder y no pasaba de un débil resplandor: la pequeña llama no podía vivir y tampoco morir, y cuando por fin había conseguido con esfuerzo una existencia tísica, permaneció sin brillo como una chapa amarilla y sucia. No, la oscuridad era mejor.

La apagué y me eché en la cama vestido. Conté los latidos de mi corazón: uno, dos, tres… cuatro… así hasta mil, y desde el principio otra vez… me pareció que durante horas, días, semanas, hasta que los labios se me quedaron secos y el pelo se me erizó: ni un segundo de alivio.

Ni siquiera uno.

Comencé a decirme palabras como se me iban ocurriendo: «príncipe», «árbol», «niño», «libro»… y a repetirlas espasmódicamente, hasta que de repente estuvieron ante mí como sonidos desnudos, absurdos y espantosos, de un periodo primitivo, sobre las que tenía que reflexionar con todas mis fuerzas para devolverles su significado:

¿P-r-í-n-c-i-p-e?… ¿L-i-b-r-o?

¿No me había vuelto loco? ¿O acaso estaba muerto? Tanteé a mi alrededor.

¡Levantarme!

¡Sentarme en el sillón!

Me dejé caer en la butaca.

¡Si viniera de una vez la muerte!

¡Tan sólo dejar de sentir esta terrible asechanza! «¡No… quiero… no… quiero… no!», grité. «¿No me oís?»

Caí sin fuerzas.

No podía concebir que siguiera viviendo.

Incapaz de pensar o de hacer algo, miré fijamente de frente.

¿Por qué se acercaban unos granos con tal tenacidad?, se abrió paso un pensamiento en mí, se retiró y regresó de nuevo. Se retiró y regresó de nuevo.

Poco a poco comprobé que ante mí había un ser extraño… quizá desde que estaba aquí sentado, ya estaba él ahí de pie y me alargaba la mano:

Una criatura gris, ancha de espaldas, con una figura de hombre rechoncho, apoyada en un bastón nudoso de madera blanca.

Donde tendría que haber estado la cabeza, tan sólo se podía distinguir una nube de pálido vapor.

Un turbio olor a sándalo y a pizarra húmeda se desprendía de la aparición.

Una sensación de completa indefensión casi me hizo perder el conocimiento. El tormento que había padecido durante tanto tiempo, y que había sobreexcitado mis nervios, se convirtió ahora en un susto mortal y adoptó la forma de ese ser.

Mi instinto de autoconservación me dijo que me volvería loco de espanto si pudiera ver el rostro del espectro… me advirtió de ello, me gritó en los oídos… y, no obstante, me atrajo como un imán, hasta tal punto que no podía apartar la mirada de la pálida nube y la escudriñaba con los ojos, la nariz, la boca.

Pero por mucho que me esforzaba: el vapor permanecía inmóvil.

Logré, sin embargo, poner cabezas de toda índole sobre el tronco, pero cada vez supe que procedían de mi imaginación. Se diluían siempre en el mismo segundo en que las creaba.

La que más tiempo permaneció fue la forma de un ibis egipcio.

Los contornos del espectro se velaban fugazmente en la oscuridad, se contraían de una manera apenas perceptible y volvían a extenderse, como si la figura respirase lentamente y fuese el único movimiento discernible. Muñones óseos, en vez de pies, rozaban el suelo, en los cuales, la carne, gris y sin sangre, se había alzado un palmo dejando bordes abultados.

Inmóvil me ofrecía la criatura su mano.

En ella había granos pequeños. Del tamaño de una judía, de color rojo y con puntos negros en los bordes.

¿Para qué me los daba?

Sentí confusamente que sobre mí recaía una enorme responsabilidad —una responsabilidad que sobrepasaba todo lo terrenal— si en ese momento no hacía lo correcto.

Dos platillos de una balanza, cada uno cargado con el peso de la mitad del universo, oscilan en alguna parte en el reino de las causas, presentí: el platillo en el que arrojara el grano se vendría al suelo.

¡Ésa era la terrible asechanza que me amenazaba!, comprendí. «¡No mover ni un dedo!», me gritó el entendimiento… «¡aunque la muerte no viniera en toda la eternidad para salvarme de este tormento!»

También entonces habrías elegido: habrías rechazado los granos, susurró una voz en mi interior. Aquí no hay marcha atrás.

Miré a mi alrededor buscando ayuda, por si algo o alguien me daba una señal sobre lo que debía hacer.

Nada.

Tampoco encontré en mi interior ningún consejo, ninguna ocurrencia: todo estaba muerto.

Me di cuenta de que la vida de miríadas de personas pesaba tan poco como una pluma en ese terrible instante.

Ya debía ser noche profunda, pues no podía distinguir las paredes de mi habitación.

En el estudio contiguo se oían pasos; oí que alguien movía armarios, sacaba cajones y arrojaba el contenido al suelo, creí oír la voz de Wassertrum, cómo con su tono ronco lanzaba maldiciones; no escuche. Me parecía tan irrelevante como el murmullo de un ratón. Cerré los ojos.

Ante mí desfilaron semblantes humanos en largas hileras. Los párpados cerrados… rígidas máscaras mortuorias: mi propia estirpe, mis propios antepasados.

Siempre la misma forma craneal, por más que pareciera cambiar el tipo, así estaba en las tumbas —con el pelo liso y con raya, con el pelo rizado y corto, con peluca larga y tupés de tirabuzones—, a través de los siglos, hasta que los rasgos cada vez me resultaron más familiares y terminaron por fluir en un último rostro: el rostro del Golem, con el que se interrumpía la cadena de mis ancestros.

De repente la penumbra dejó paso en mi habitación a un infinito espacio vacío, en cuyo centro sabía que me encontraba yo, sentado en mi butaca, y ante mí la espantosa sombra con el brazo extendido.

Y cuando abrí los ojos, a nuestro alrededor había dos círculos que se cortaban, formando un octaedro, de seres extraños.

Los de un círculo cubiertos con túnicas de un resplandor violeta, los del otro con túnicas negro rojizo. Seres de una raza desconocida, de elevada estatura y anormalmente delgados, con los rostros ocultos tras paños luminosos.

El estremecimiento en mi corazón me dijo que había llegado el momento de la verdad. Mis dedos hicieron el amago de ir a coger los granos, vi entonces que un temblor recorría las figuras del círculo rojizo.

¿Debía rechazar los granos? El temblor se apoderó asimismo del círculo azulado. Mire fijamente al hombre sin cabeza; estaba allí de pie… en la misma posición: inmóvil como antes.

Hasta su respiración había cesado.

Levanté el brazo, aún no sabía qué hacer, y… golpeó la mano extendida del espectro, de modo que los granos rodaron por el suelo.

Algo parecido a una sacudida eléctrica me privó del conocimiento por un momento, y creí precipitarme en una profundidad insondable… hasta que de repente me encontré firme sobre mis pies.

La criatura gris había desaparecido. Al igual que el ser del círculo rojizo.

Las figuras azuladas, en cambio, habían formado un círculo a mi alrededor; llevaban una inscripción de jeroglíficos dorados en el pecho y mantenían en silencio —parecía como un juramento— los granos rojos en alto, entre el dedo índice y el pulgar, que yo le había quitado de la mano al espectro sin cabeza.

Oí que el granizo golpeaba el cristal de la ventana y cómo el estruendo de un trueno rompía el aire.

Una tormenta de invierno se desencadenaba con toda su furia sobre la ciudad. Desde el río llegaban, abriéndose paso por los aullidos de la tormenta, en rítmicos intervalos, los sordos cañonazos que anunciaban la ruptura de la cubierta de nieve del Moldau. La habitación llameaba con la luz de los rayos que se sucedían ininterrumpidos. De pronto me sentí tan débil que me temblaron las rodillas y tuve que sentarme.

«Tranquilízate», dijo claramente una voz junto a mí, «tranquilízate, hoy es el Lelschimurim: la noche de la protección».

Poco a poco fue cediendo la tormenta, y el ruido ensordecedor se convirtió en el monótono tamborileo del granizo en los tejados.

La fatiga en mis miembros aumentó hasta tal punto que tan sólo podía percibir lo que sucedía a mi alrededor con los sentidos embotados y medio en sueños.

Alguien del círculo dijo las palabras:

Al que buscáis no está aquí.

Los otros respondieron algo en una lengua extranjera.

A continuación, el primero volvió a decir en voz baja una frase en la que se mencionaba el nombre «Henoch», pero no comprendí el resto: el viento traía desde el rio, con demasiada fuerza, el gemido del hielo resquebrajándose.

Un miembro de la cadena se soltó, se presentó ante mí, señaló el jeroglífico que llevaba en el pecho —eran las mismas letras que las de los demás y me preguntó si podía leer.

Y cuando yo —balbuceando por el cansancio— negué, extendió la palma de la mano hacia mí y el escrito apareció luminoso en mi pecho, con letras en un principio latinas:

CHABRAT ZEREH AUR BOCHER

convirtiéndose lentamente en las que desconocía. Y caí en un sueño profundo y sin imágenes, como no lo había conocido nunca desde aquella noche en que Hillel me había soltado la lengua.