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Merigo y sus tres camaradas no observaron y tampoco sintieron la disminución de la velocidad del vuelo. No sabían lo que pasaba con su nave, no sospechaban que había terminado su largo y atormentador viaje, que habían alcanzado felizmente el objetivo.

El intento descabellado, que nunca podría haber emprendido una persona que dominara la técnica fue coronado con éxito gracias a una serie de casualidades. Pero esto tampoco lo sabían ellos.

Una de las casualidades fue el que los cuatro hubieran quedado vivos. Su ingenuidad los hizo pensar que el camino al otro planeta era corto.

Y si en la astronave de los «odiados» no hubiera existido un depósito de víveres, si esta nave, que estaba preparada para volar tras la primera, la hubieran descargado de todo, entonces los cuatro hubieran muerto de hambre, y si hubieran retirado el agua preparada para las piscinas los cuatro hubieran muerto de sed.

Y hubieran quedado para siempre en el cosmos, si hubiera ocurrido la más pequeña avería en los aparatos de dirección, ya que si hubieran sonado las señales de alarma ninguno de los cuatro hubiera podido arreglar la avería, porque ni tan siquiera comprendían el significado de estas señales.

Y otras muchas más cosas hubieran podido surgir en su camino.

Los cuatro habían realizado un vuelo cósmico, que sin duda alguna era único e inigualable en la historia de cualquier planeta.

Podrían estar orgullosos, pero para esto era necesario comprender la importancia de su hazaña. Ellos no comprendían nada e incluso no pensaban en que habían realizado una proeza valiente, abnegada y humana.

No sabían que su viaje había terminado, y al sentir un pequeño choque en el aterrizaje, no comprendieron lo que esto significaba.

No hubo ningún cambio de la fuerza de gravedad dentro de la nave e incluso ahora no sintieron ningún cambio en su peso.

Nada les podía indicar que la nave había terminado su vuelo, que estaba inmóvil sobre el planeta, y probablemente hubieran estado durante mucho tiempo sin conocer esto hasta que las personas de la Tierra no se presentaran ante ellos.

Pero los «odiados» habían pensado por ellos.

Inesperadamente para los cuatro parecían desaparecer las paredes del local central donde se encontraban. Ante los cuatro se presentó un cuadro incomprensible y asombroso.

Esperaban ver en el planeta hacia donde volaron, bosques espesos, chozas de los habitantes, un mundo parecido al suyo.

La nave estaba en el centro de un enorme campo, desprovisto de vegetación y singularmente plano, como una meseta de montaña. En el horizonte se levantaban edificios fantásticos, que en cierto grado se asemejaban a los edificios erigidos por los «odiados» en su planeta. Unas máquinas se aproximaban por todas partes. Eran también parecidas a las de los «odiados» pero tenían una forma un poco distinta. En ellas venían personas a las que se podía ver perfectamente.

Los cuatro, llenos de desesperación, cayeron al suelo.

¡«Los odiados»!

La nave les llevó no a donde ellos querían. ¡Estaban en el planeta de los «odiados», en su patria!

¡Todo fracasó, todos los planes se derrumbaron!

Los cuatro yacían sin movimiento, resignados con su suerte, conformes con su aciago fracaso. ¡Que vengan y hagan lo que quieran!

Para los cuatro la vida no tenía ya ningún valor.

El primero que volvió en sí fue Vego, el más viejo de los cuatro.

- Es necesario que destruyamos el contenido del cajón amarillo -dijo- antes que los «odiados» aparezcan aquí. Nos han engañado. La nave debía volar no donde voló la primera. Pero aquí no saben nada. Callaos, hagan lo que hagan con vosotros.

- Callaremos, pase lo que pase -respondieron los tres.

No duró mucho tiempo el pintar de color gris el cuerpo invisible. Potentes pulverizadores realizaron esta labor en media hora.

Ante los ojos de las personas se elevaba como una montaña el cuerpo colosal del gigante cósmico de una longitud de quinientos metros. Tema una forma alargada, nervada, con abultamientos en sus extremos. No se veía nada que pudiera parecerse a toberas. Por lo visto la nave no era de reacción.

- Es la misma -dijo Guianeya- que tenía que haber volado después de nosotros, pero decidieron no enviarla. ¡Qué raro! ¿Por qué está aquí?

- ¿La suya era igual? -preguntó Murátov.

- Las dos eran completamente iguales.

Esperaron pacientemente más de una hora.

Pero nadie salía de la nave.

- ¿La entrada se puede abrir desde afuera? -preguntó Stone.

- Sí.

Las dos frases las tradujo Murátov.

- Tenemos que entrar nosotros mismos -propuso Szabo-. A lo mejor la tripulación de la nave necesita nuestra ayuda.

- Abriremos la entrada -dijo Matthews- y esperaremos. Es posible que la composición del aire en el interior de la nave se diferencie de la terrestre. Es necesario hacer una desinfección.

- Sin duda alguna -acordó Stone-. ¿Pero se podrán abrir las dos puertas? Porque probablemente existe una cámara de salida.

Guianeya confirmó que existía la cámara de salida y que las dos puertas, una exterior y otra interior, no se podían abrir simultáneamente.

- Pero la defensa -añadió- es automática. No puede penetrar nada nocivo ni en la nave, ni salir de ella. Todo lo que entra o sale se vuelve inofensivo. Nada tienen que temer. El aire interior en nada se diferencia del de ustedes.

- ¿Cómo proceder? -preguntó Matthews. Las palabras de Guianeya no convencieron a nadie.

- Se pueden introducir en la nave robots-desinfectadores -dijo Stone-. Pero hacen falta muchos. Habrá que esperar mucho hasta que los traigan.

- En las naves cósmicas es corriente que el aire esté destilado -señaló Leschinski.

- Sí, pero no tenemos la seguridad de que en ésta sea así.

La situación resultaba difícil. Era arriesgado entrar en la nave incluso con escafandra, teniendo en cuenta la defensa de que había hablado Guianeya. Los microbios de la atmósfera de la nave podían resultar peligrosos para las personas. Quién sabía si sería efectiva la segunda desinfección al salir de la nave. Incluso algunos microbios, de un planeta extraño, que penetraran en la atmósfera de la Tierra podrían ocasionar una epidemia de alguna enfermedad desconocida.

Pero no amenazaba ningún peligro a los que se encontraban dentro de la nave. Prueba de ello era Guianeya que no había enfermado de nada en la Tierra.

Claro que la tripulación no lo podía saber y es posible que por eso no saliera.

- Estarán realizando el análisis de nuestra atmósfera -supuso Murátov-. Pero esto durará mucho. Creo que debemos de mostrarles a Guianeya. Sin duda ellos ven lo que pasa en el exterior. Que Guianeya escriba con letras grandes en una hoja de papel: «¡Salgan! ¡No hay ningún peligro!» y que se acerque con esta hoja a la portilla. Creo que ella debe de saber dónde se encuentra.

La idea de Murátov gustó a todos.

- Propóngaselo a ella -dijo Stone. Guianeya accedió con gusto.

Una persona se dirigió al cosmodromo para traer papel y pinturas.

- Pero su salida -dijo Szabo- es también peligrosa para nosotros, si no se desinfectan perfectamente en la cámara de salida.

- Es difícil que esto sea así -le respondió Stone-. A juzgar por la nave su técnica está a un alto nivel. Ellos saben manejarla. En esto hay diferencia.

- Nosotros no tenemos portillas -dijo Guianeya dirigiéndose a Murátov-. Los objetivos exteriores transmiten la imagen a las pantallas interiores. Es una cosa parecida a sus televisores.

- Tendrá usted que escribir en caracteres muy gruesos -dijo García- y acercarse mucho. La tripulación puede encontrarse en el centro de la nave que está muy lejos del bordo. ¿O las pantallas pueden aproximar los objetivos exteriores?

- Reflejan los objetos de forma natural -contestó Guianeya-. Pero yo me acercaré a la parte delantera, al cuadro de dirección y allí indudablemente tiene que haber alguien.

- ¿Dónde se encuentra la entrada -preguntó Stone-, en qué parte?

- En la izquierda, la que da a nosotros.

Inesperadamente sus palabras obtuvieron una confirmación práctica.

Todos vieron cómo en el bordo de la astronave se formó una abertura, de donde descendía una escalera metálica.

Se veía perfectamente. Y se confirmó que poseía la propiedad de invisibilidad tan sólo el material de la envoltura exterior.

El grupo de personas se encontraba lejos de la nave. Viendo que la tripulación decidió salir todos se lanzaron a los vechemóviles.

A nadie le vino a la mente la posibilidad de la existencia de peligro. Sería insensato cualquier acto hostil en la situación en que se encontraban los huéspedes.

Las máquinas marchaban a toda velocidad y en unos segundos salvaron los cuatrocientos metros.

La tripulación de la nave había salido. Se componía tan sólo de cuatro personas. ¿Era posible que los demás hubieran quedado dentro?

De repente Guianeya lanzó un grito. Murátov, que se había vuelto, vio en su cara un gesto de enorme asombro.

Pero el asombro no sólo fue de Guianeya sino de todos.

Las naves cósmicas de los compatriotas de Guianeya habían de traer cada vez nuevas sorpresas. De la primera apareció Guianeya con un vestido dorado, pero de ninguna forma vestida a lo cósmico. Y ahora…

Cuatro pequeñas figuras se encontraban en la escalera.

Estaban vestidas no sólo de una forma rara, sino absurda. Las camisas cortas, ceñidas por un cinturón, no llegaban a cubrir la rodilla. Los pies y las manos estaban cubiertos de espeso vello. No llevaban calzado. En la cabeza tenían también cabellos espesos y enmarañados, y sus barbas eran muy largas.

Los cuatro eran rechonchos y achaparrados, de una estatura no mayor de metro y medio. Estaban uno muy junto a otro, y parecían muy asustados. Los cuatro rostros eran humanos, pero se diferenciaban grandemente no sólo de los terrestres, sino también del de Guianeya. En su piel no tenían ningún tono verdoso, sus ojos eran completamente redondos, sin cejas ni pestañas, sus narices eran chatas. Los labios finos ponían al descubierto unas encías amarillas y dos filas de dientes pequeños, también de color amarillo.

Los pasajeros de los vechemóviles miraban en silencio a los asombrosos cosmonautas. Nadie comprendía nada.

- ¿Qué pasa? -preguntó Murátov- ¿Acaso no son los suyos, Guianeya?

Ella callaba sin apartar la mirada de los llegados. Después se estremeció y sus ojos brillaron.

- ¡Merigo! -exclamó asombrada y desconcertada.

Este la oyó, levantó la cabeza y vio a Guianeya. No hizo más que pasar un segundo y se lanzó velozmente hacia el vechemóvil.

- ¡Matarla! -gritó, con asombro de todos, en un español casi correcto-. ¡A ella y a todos! ¡Son enemigos y han venido para torturarlos!

Su aspecto producía la impresión de que quería ahogar a Guianeya allí mismo, con sus propias manos.

Guianeya ni se movió. Todos los que iban en la máquina la miraron y vieron cómo sus labios se contrajeron con una sonrisa de desprecio indescriptible. Sus ojos entornados miraron sólo un segundo al cosmonauta. Después se volvió despectivamente.

- ¡Muy interesante! -exclamó Stone. García ya había tenido tiempo de traducirle las palabras del cosmonauta.

- Tranquilícese, amigo -dijo cariñosamente Murátov-. ¿Para qué matar a nuestra huésped? Está sola y con nada puede causarnos daño.

- ¿Por qué sola? -El desconocido hablaba ya tranquilamente-. Eran cuarenta y tres -Añadió una palabra, por lo visto, en su idioma, que reflejaba, un odio profundo.

- Eran cuarenta y tres -contestó Murátov, acertando de qué hablaba el desconocido-. Pero cuarenta y dos han muerto y sólo ella ha quedado viva.

- ¿Está usted seguro?

- Completamente seguro. ¡No hay duda! No hay ninguna causa para que se intranquilice usted.

- ¿Saben lo que querían hacer con ustedes?

- Claro que lo sabemos. Pero a nosotros nadie nos puede causar daño. ¿Digan mejor, de dónde han venido ustedes y cuántos son?

- Somos cuatro. Hemos venido de nuestra patria.

- ¿Dónde se encuentra?

- ¡Allí! -el desconocido señaló el cielo.

- ¿Cuánto tiempo han volado ustedes? Según el cálculo de sus años.

- No comprendo.

- ¿Ha durado mucho su vuelo?

- Muchísimo. Creíamos que no llegaríamos nunca.

- ¿Quién de ustedes es el jefe? ¿Quién ha dirigido la nave?

- El jefe es Vego. La nave nadie la ha dirigido. No sabemos hacerlo.

- ¡¿Qué?!

Murátov se volvió a Stone y de forma breve le tradujo el contenido de la conversación.

- No comprendo nada -terminó Murátov.

- Sí, es difícil de comprender. No tienen nada de parecido a los cosmonautas. Es un enigma.

La risa argentina de Guianeya cortó sus palabras.

- Ellos -Guianeya despectivamente, por encima del hombro, indicó a los llegados- han robado la nave. Y han llegado aquí sin saber adonde iban. ¡Es asombroso que hayan quedado vivos!

- De sus palabras no se deduce esto -contestó Matthews-. Se ve que tenían un objetivo. ¿Pero cómo han conseguido llegar a la Tierra sin saber gobernar la nave?

- Porque quedó el programa de vuelo que había antes. Esta nave debía volar después de nosotros.

- Al fin todo está claro -dijo Stone después de haber escuchado la traducción-. A la astronave la ha gobernado un cerebro electrónico, que ya cerca de la Tierra esperó la orden que no le dieron. ¡Es un caso asombroso e inigualable! El realizar este vuelo es un acto de una audacia insensata.

Murátov se dirigió de nuevo al «cosmonauta».

- ¿Ha escuchado lo que ha dicho esta muchacha? -preguntó.

- Sí, lo he oído.

- ¿Han robado ustedes esta nave?

- Ahora es nuestra.

Guianeya se volvió hacia el llegado. Se inclinó un poco hacia él y le preguntó algo en su idioma.

Los ojos redondos brillaron con una alegría feroz. El forastero pronunció una larga frase.

Guianeya palideció enormemente. Unos segundos miró a la cara de Merigo con los ojos desmesuradamente abiertos. Después los cerró, lanzando un gemido y cayó sin sentido a los pies de Matthews que no le dio tiempo de sujetarla.