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Pasaron varios días.

Yuri Véresov ocupó de nuevo su puesto en el cuadro de mando. La tripulación de su astronave estaba formada por las mismas tres personas.

Esta vez el «Guerman Titov» no iba sólo. Con él volaban dos naves más de la escuadrilla técnica del Instituto de cosmonáutica: «Valentina Tereshkova» y «Andrián Nikoláiev». Todas las astronaves de esta escuadrilla llevaban los nombres de los primeros cosmonautas de la Tierra.

La segunda expedición comenzó con el mismo objetivo pero con métodos distintos, elaborados en gabinetes silenciosos.

Los satélites estaban tranquilos durante estos días. El más próximo de ellos se tranquilizó en cuanto la «Titov» cesó la persecución y tomó rumbo hacia la Tierra. Vuelta tras vuelta por su órbita espiral, giraban inmutablemente los dos exploradores alrededor de la Tierra, cambiando de vez en cuando la velocidad en correspondencia con la distancia y las leyes físicas, y con menos frecuencia por su propia iniciativa.

Sin ningún trabajo los seguían las instalaciones de radar. Las señales en las pantallas eran demasiado débiles pero no se habían perdido, y las observaciones se realizaban durante las veinticuatro horas del día.

A petición del Instituto de cosmonáutica una de las astronaves que regresaba a la Tierra procedente de Venus, voló cerca del satélite más lejano, para comprobar cómo reaccionaba. El explorador número dos la dejó casi pegarse a la nave y lo mismo que el primero se escapó de ella aumentando la velocidad.

Los dos satélites maniobraban idénticamente.

La comparación de los resultados de este experimento con lo observado durante la primera expedición de la «Titov», condujo a la aparición de una nueva teoría casi contraria a la primera. Sinitsin y Stone, independientemente uno del otro, llegaron a la misma conclusión: a los satélites no los dirigía nadie, mejor dicho, no los dirigían personas, seres vivos y racionales. Los aparatos-autómatas reaccionan ante la aproximación de una masa extraña y transmiten la señal a los motores, que también se conectan automáticamente, dirigiendo el satélite hacia adelante o hacia atrás, resultando la dirección algo casual. Nada de racional había en las acciones de los satélites.

- Estos aparatos -señaló Stone- reaccionan lo mismo ante la aproximación de los satélites a la Tierra o a la Luna. Esto lo puede explicar su órbita en elipse. Y por esto es completamente natural que ellos sientan la masa de la Tierra o de la Luna a una distancia mucho más grande que la masa de la «Titov».

Este punto de vista parecía que lo explicaba todo. Tenía el mismo derecho a ser mantenido que cualquier otro, ya que la verdad era desconocida. Pero tuvo lugar un hecho que dio base para dudar de la justeza de esta hipótesis. Fue la señal del radiolocalizador, observada por Sinitsin, en la segunda marcha de la «Titov» hacia el satélite. Es cierto que esta señal fue única y que no se volvió a repetir. Si el aparato registrador no la hubiera grabado en la cinta, lo que demostraba la irrefutabilidad de la existencia de la señal, se hubiera podido sospechar que Sinitsin se había equivocado.

- No demuestra nada -dijo Henry Stone no dando su brazo a torcer-. La señal iba de un satélite a otro. Esto sencillamente significaba: «¡Atención!» Los equipos cibernéticos pueden dar señales de advertencia.

Murátov presentó una proposición concreta en la reunión de turno del consejo científico.

- Tenemos -dijo- dos puntos de partida para las acciones ulteriores. Primero: los satélites perciben la aproximación de masas extrañas, además no es grande la sensibilidad de los aparatos instalados en ellos. Segundo: la presencia de transmisiones de radio. Estas dos circunstancias se pueden utilizar para obtener información. ¿Cómo? Intentaré ahora explicarlo, comenzando del segundo punto. Si el camarada Stone está en lo cierto y los satélites se advierten mutuamente del peligro, entonces lo tendrán que hacer por segunda vez, cuando de nuevo nos acerquemos a uno de ellos. Llamo particularmente la atención de ustedes en que la señal del radiogoniómetro apareció sólo en la segunda marcha de la «Titov» y no en la primera lo cual sería completamente lógico. ¡Por qué ocurrió esto? ¿Es que es posible que el aparato automático cibernético pueda «dejar escapar» nuestra primera aproximación? ¿Es que estaba durmiendo? Sólo encuentro una explicación a este hecho mucho más que extraño. Esto podía ocurrir únicamente si la señal fuese enviada no por un aparato automático, sino por un ser vivo. Pero en este caso la enviaría no desde el satélite sino fuera de él. Veo que alguno de ustedes quiere objetar algo. Esperen un poco a que termine de exponer mis ideas, y entonces… Propongo establecer de una vez y para siempre de dónde procedió la señal. Esto se puede hacer por medio de la radiogoniometría. Claro está que para localizar un transmisor que está instalado en el espacio, son insuficientes las dos líneas corrientes, necesitamos tres. Para esto tenemos que enviar tres naves que registren la misma señal. A propósito, según mis cálculos, la única línea que ya poseemos no ha pasado por el punto donde en aquel momento se encontraba el segundo satélite. Ahora pasemos al primer punto de partida. Nos hemos convencido de que el satélite permite acercarse mucho a la astronave, y solamente entonces se aleja de ella. Repito otra vez que esto demuestra la escasa sensibilidad de sus aparatos, por lo cual, no debemos alterarlos con una. Nos acercaremos al satélite a una distancia que no ofrezca peligro y lo demás lo realizarán las personas con escafandras. Se puede decir con toda seguridad que los aparatos del satélite no sentirán la aproximación de una masa tan pequeña como el hombre.

- ¿Cuál es el papel que usted destina a estas personas? -preguntó Matthews.

- El de examinar el satélite, aclarar de qué está hecho, por qué es invisible, y, por fin, tratar de penetrar en su interior.

- ¿Usted considera que este intento podrá llevarse a cabo?

- No estoy muy seguro de ello.

- ¿Usted piensa que la aproximación al satélite está exenta de todo peligro?

- Sobre esto -Murátov se encogió de hombros- no puedo contestar nada. Es muy posible que sea peligroso. Si me lo confían, intentaré hacerlo.

- ¿Usted mismo?

- Claro. No podría proponer a nadie una cosa para la cual no estoy preparado yo mismo.

- De lo que usted nos ha dicho se puede deducir que está personalmente seguro, de que los satélites los dirigen personas, en el sentido de «seres racionales» -dijo Sinitsin, que en las reuniones oficiales, en presencia de numerosos científicos y reporteros no consideraba posible llamar a su amigo de tú-. ¿Entonces cómo explica usted, que el satélite, que perseguimos en la «Titov», cambiara la dirección del vuelo de una forma tan desordenada? ¿Por qué no se alejó inmediatamente de nosotros a una gran distancia? Puesto que nos persuadimos de que podía volar más rápidamente que la «Titov». ¿Por qué esperó nuestra aproximación y sólo después se alejó? ¿Es que esto no tiene algo de parecido a la reacción de un mecanismo irracional? Si hubiéramos tenido que ver algo con un ser racional esto sería algo parecido al juego del gato y el ratón.

- Puedo contestar a esto diciendo que las personas que dirigían los satélites no quisieron que nosotros sospecháramos su existencia. Entonces la supuesta acción ilógica es un enmascaramiento sencillo. Pero contestaré de otra forma. En el satélite hay establecido un aparato que conecta el motor, indiferentemente hacia adelante o hacia atrás ante la aproximación de una masa extraña. Cuando se acercan él se aleja. Sin embargo puede aproximarse el mismo «amo» del satélite. Aquí, según mi criterio se encuentra la causa del hecho raro, de que la señal llegara después de nuestra segunda aproximación. Esta fue la orden de continuar evitando el encuentro. Si se hubiera aproximado la astronave de los «amos» entonces no habría señal y el satélite no se movería de su sitio. Y lo restante se explica según el criterio de ustedes: la reacción de un mecanismo irracional -terminó Murátov sonriéndose casi imperceptiblemente.

- ¿En dónde se encuentran estos «amos»?

- Para saber esto propongo realizar localizaciones. Pero quisiera que me comprendieran bien. Yo no he afirmado categóricamente que las señales las dé un ser vivo. En este caso el «amo» puede ser un cerebro electrónico. Sencillamente a mí me parece, que en un sitio cercano, claro está relativamente, se encuentra el «amo vivo».

- Para nuestros objetivos es indiferente, a fin de cuentas, que sea electrónico o vivo -dijo Stone-. Es seductora la proposición del camarada Murátov de que sean personas las que examinen el satélite. Lo mismo que él, yo estoy dispuesto a realizarlo. Se sobreentiende que antes mandaremos un robot.

Ambas proposiciones de Murátov fueron aprobadas después de una corta discusión que se refirió fundamentalmente a los detalles técnicos.

Cuando se discutió la cuestión de qué aparatos precisamente era necesario establecer en las tres naves para los trabajos de localización en unas condiciones tan poco corrientes surgió una idea más. Era tan sencilla y natural que incluso nadie se dio cuenta a quién se le ocurrió. Puesto que era exactamente conocida la longitud de onda en que fue transmitida la señal al satélite y no había fundamento para pensar que podría cambiarse en el segundo o tercer caso, ¿no estaría bien impedir la transmisión y de esta forma obligar al satélite a que «no la oyera», y, por lo tanto, a no moverse de su sitio? La realización técnica de las interferencias de radio no representaba ninguna dificultad.

- En resumen -dijo Stone, clausurando la reunión- nuestro plan se reduce a lo siguiente. Rodearán al satélite tres naves. La «Titov», como la primera vez, se aproximará mientras no surja la señal. Después de que haya sido realizada la localización enviaremos un robot explorador, y si la aproximación transcurre felizmente a continuación saldrán dos personas. Si a pesar de todo el satélite se marcha, haremos un intervalo de varios días. En la tercera expedición emplearemos las interferencias de radio. En el caso extremo, si todos los esfuerzos resultan vanos, destruiremos los dos satélites enviándoles cohetes cargados de antigás.

Todo se repitió con exactitud.

Cuando Véresov, lo mismo que la primera vez, llevó la «Titov» lentamente y con precaución cerca del satélite invisible, la aguja del gravímetro comenzó a moverse hacia la derecha marcando la presencia de su masa. Al igual que varios días antes al llegar a la misma división de la escala, se detuvo oscilando y… con rapidez se inclinó a la izquierda. La estación de tierra confirmó: ¡El satélite marcha velozmente hacia adelante!

Repetía lo mismo de antes y esto ofrecía esperanzas para el éxito del plan pensado.

- ¡Comience la segunda aproximación! -ordenó Stone.

Murátov tuvo que reconocer que estaba emocionado. Según su teoría la señal de radio tenía que tener lugar en la segunda aproximación. Si apareciese en la tercera o en la cuarta tenía que reconocer su error. Nada de vergonzoso había en esto, pero no era muy agradable. Víktor sintió la mirada irónica de Serguéi y frunció el ceño.

Pasó una hora y la aguja del gravímetro se animó. En un lugar próximo volaba de nuevo el explorador enigmático del mundo extraño.

No solo Murátov estaba emocionado, lo estaban todos y se lo ocultaban uno a otro. Un sentimiento parecido al chovinismo, imperceptible para las personas, surgió en sus conciencias. ¿Era posible que la potente técnica de la Tierra no pudiera vencer la tesonería de esa técnica ajena que no quería descubrir sus secretos? ¿Era posible que las personas no pudieran obligarla a que lo hiciera?

Aunque había sido decidido destruir los dos satélites en caso de repetirse el fracaso, cada uno para sí no creía que, en realidad, esto se llevaría a cabo. ¡No! ¡Era necesario buscar y buscar! ¡Y buscar hasta conseguir un triunfo completo!

«¡Queremos saber lo que son, y tenemos que conseguirlo!»

Estas palabras no pronunciadas, dominaban en los pensamientos de todos aquellos, que, de una forma o de otra, habían tenido algo que ver con el secreto cósmico.

La «Titov» continuaba aproximándose al satélite, mejor dicho adonde tenía que encontrarse, todavía más lentamente que antes. Era necesario mantener una velocidad uniforme, que después, al elaborar los datos de la localización, había que tener en cuenta para no cometer un error de decenas de kilómetros, ya que el lugar de las transmisiones podría encontrarse muy lejos. Al haber la más pequeña inexactitud las tres líneas de dirección no coincidirían allí donde se encuentra el transmisor.

En las naves de la expedición fueron instalados aparatos muy exactos. Si la transmisión partiera incluso de la órbita de Marte, que según la convicción general es la más extrema, el lugar necesario sería determinado dentro de un límite no mayor de un kilómetro cúbico.

Stone, Sinitsin y Murátov no apartaban los ojos de las escalas del gravímetro y del localizador, situados uno junto a otro en el cuadro de mandos. Y los tres advirtieron simultáneamente la tan ansiada señal.

- ¡Aquí está! -exclamó Stone.

Murátov suspiró quitándose un peso de encima. ¡La suposición era cierta! La señal apareció en el mismo momento que la vez pasada. Inmediatamente el satélite frenó y se quedó atrás. Otra vez lo mismo que antes.

- Sus acciones son uniformes, esto es un punto a nuestro favor -señaló Stone.

- Una prueba más de que allí no hay un ser vivo sino un cerebro electrónico -dijo Sinitsin.

«¡Qué cabezota!», pensó Murátov.

Ahora, cuando se había conseguido el primer objetivo de la expedición, no era necesario guardar «silencio». Las astronaves auxiliares comunicaron por radio que ellas también habían captado y registrado la señal.

- Regresen a la Tierra -ordenó Stone-. Nosotros comenzaremos a cumplir el segundo punto de nuestro plan.

- ¡Les deseamos éxito! -contestaron.

La «Titov» disminuyó la velocidad esperando al satélite que se había quedado retrasado, y al cabo de poco tiempo otra vez volaban uno junto al otro.

- Manténganse según las indicaciones del gravímetro, sólo que la aguja no se detenga en el cero -dijo Stone.

Véresov asintió con la cabeza.

- ¿Será suficiente esto? -preguntó Sinitsin-. ¿Encontrará el robot su objetivo?

- Lo encontrará -contestó seguro Stone-. En esta dirección no hay ningún otro cuerpo.

Callaron los motores de la «Titov». Ahora los dos cuerpos se movían por inercia a igual velocidad. Pero no había tiempo que perder, ya que el satélite en cualquier momento podía cambiar su régimen de vuelo.

Stone apretó el botón.

En la pantalla panorámica apareció la silueta del robot en forma de cigarro alargado con cortos tentáculos. Detrás se extendía una llama blanca de la larga cola.

Unos segundos estuvo el robot en el espacio, al lado de la astronave, como si no supiera a dónde dirigirse. Después comenzó a alejarse cada vez más rápidamente.

- ¡Lo olió! -dijo Véresov.

- ¿No se estrellará contra la superficie del satélite? -preguntó Murátov, que no conocía el mecanismo de los robots cósmicos.

- No, frenará al llegar al objetivo.

La llama blanca, que salía de las toberas del robot, se convirtió en un punto.

- ¡Está lejos! -señaló Stone.

Una luz azulada iluminó la pantalla en el cuadro de mandos. Funcionaba la cámara de televisión del robot.

Y Murátov vio de nuevo lo que fugazmente pasó ante sus ojos en el ocular del telescopio hacía unos días, durante la primera expedición.

Una mancha oscura ocultó el brillante campo de estrellas. Vacilaba, temblaba, vibraba el contorno ilusorio de un enorme huevo (por lo visto el robot se encontraba junto al satélite) como una abertura en el abismo del cosmos. Por la pantalla cada vez con más frecuencia centelleaban franjas que, de tiempo en tiempo, la cubrían formando una red compacta.

Pero no se oía el chasquido característico de las interferencias.

- El satélite entorpece la transmisión televisada -dijo Stone-. ¿Pero cómo y con qué?

Y de pronto… se encendió una llama blanca de una brillantez inaguantable, donde se acababa de ver el minúsculo punto del robot. La luz cegadora de la pantalla panorámica inundó todo el puesto de dirección de la «Titov», y los tripulantes se taparon involuntariamente los ojos temiendo quedarse ciegos.

- ¡«Titov»…! ¡«Titov»…! ¿Qué ha pasado…? ¡Conteste…! -resonaba en el altavoz la llamada alarmante de la Tierra.

La explosión había sido tan fuerte que la habían visto en pleno día en el cielo sin nubes.

- Todavía no sabemos lo que ha ocurrido -contestó maquinalmente Stone abriendo con precaución los ojos, ante los que giraban a velocidades vertiginosas manchas de diferentes colores-. La astronave está ilesa. Parece como si se hubiera destruido el robot y puede ser que el mismo satélite.

- El satélite está en su sitio.

- Esto significa que fue sólo el robot.

El local parecía que estaba en profundas tinieblas después de una luz tan intensa. No veían nada, ni el cuadro de mando, ni uno a otro. Sólo la brillante lámpara de techo se distinguía nebulosamente, como una mancha amarilla.

- No abran los ojos, camaradas -aconsejó Stone-. Déjenles descansar.

Pero él mismo no hizo caso de su consejo. El deseo incontenible de saber lo que había pasado con el robot, lo obligó a mirar intensamente el lugar donde se encontraba la pantalla del televisor.

La vista se restableció completamente después de unos cuantos minutos.

- Faltó un pelo para quedarnos ciegos -dijo Sinitsin.

La pantalla se apagó, lo cual indicaba que no funcionaba la cámara de televisión del robot.

- Hemos hecho bien en enviar el robot por delante y no a una persona -dijo Stone-. Como se ve no podemos aproximarnos al satélite. Habrá que destruirlo.

- ¡Inténtelo! -exclamó con un tono raro Véresov.

- ¿Qué quiere usted decir con esto?

- ¿Que no comprende que ha tenido lugar una aniquilación?

- Se ha establecido con toda exactitud que el satélite no es de antimateria.

- Ya pesar de todo ha tenido lugar una aniquilación que ha destruido nuestro robot. Han rodeado a su explorador de una nube de antigás.

- ¿Por qué no tuvo lugar una aniquilación en el encuentro de este satélite con la astronave «Tierra-Marte», a finales del siglo pasado?

Véresov se encogió de hombros.

- Esto no lo sé -dijo-, pero no es posible poner en duda lo que ha ocurrido ahora.

- Estoy de acuerdo con Véresov -dijo Murátov-. Es posible que no siempre rodee al satélite una nube de antigás. Pero ¿en realidad es una nube? Puede ser que haya lanzado algo contra el robot, que precisamente la señal de radio haya conectado la instalación de defensa.

Stone apretó por segunda vez el botón de dirección del robot. Si está intacto tiene que regresar a la nave.

Pero el robot no regresó y ningún aparato pudo registrarlo. El cohete-explorador desapareció sin dejar huella.

- Aterricemos -decidió Stone.

- E intentemos llevar a cabo la tercera variante de nuestro plan -añadió Sinitsin.

- Está claro. Pero esto exige una preparación minuciosa.