6
- ¡Espere! -dijo Marina.
Corrió hacia un matorral y arrancó una gran rosa amarilla. Al volver a la terraza prendió la flor en los cabellos de Guianeya.
- Ahora está usted muy bien. Parece una verdadera japonesa, pero de una alta estatura. Las japonesas no tienen esta talla. Pero a usted le sienta admirablemente este vestido. Tome la sombrilla y pasee por el jardín. Yo la fotografiaré. ¡Víktor se quedará pasmado cuando la vea!
Guianeya se sonrió turbada.
El quimono largo hasta los talones, con dragones negros bordados en el fondo amarillo, en realidad le sentaba muy bien. Los ojos negros, que parecían por su longitud más estrechos de lo que eran, completaban el parecido con una japonesa. Es cierto que el color amarillo del vestido hacía destacar más el matiz verdoso de la piel de Guianeya, pero Marina se esforzó por no prestar atención a esto. Y cuando dijo que el quimono le sentaba muy bien a su amiga, lo dijo con sinceridad.
Se instalaron en una casita pequeña, «de juguete», según expresó Guianeya, al pie del famoso Fujiyama, puesta a su disposición amablemente por los que vivían antes aquí, en cuanto supieron que el lugar le agradaba a Guianeya.
Las personas de la Tierra, como siempre y en todas partes, trataban a la huésped del cosmos con una atención extraordinaria. Igual sucedió en el Japón. No hizo más que decir Guianeya que le gustaba el traje nacional de las japonesas que había visto en el museo, cuando a la mañana siguiente fue enviado un quimono cosido especialmente para ella, para su talla.
Guianeya se lo puso inmediatamente.
Se sentía que le gustaba el Japón a Guianeya. Todo aquí no era lo mismo que en otros países, o como se decía ahora, en otros lugares. Y a Marina le pareció que lo que rodeaba a Guianeya correspondía en algo a sus gustos y costumbres.
La huésped aceptó con alegría manifiesta, la proposición de instalarse en esta casa solitaria apartada de otras construcciones.
¿Buscaba la soledad? Esto era posible teniendo en cuenta el estado en que se encontraba Guianeya cuando voló hacia aquí. Pero Marina no sabía por qué estaba convencida de que la causa era otra. ¿En qué consistía? Esto no lo sabía, pero no podía borrar de ninguna forma la impresión de que aquí Guianeya, por primera vez desde que estaba en la Tierra, se sentía como en «su casa».
A pesar del aislamiento y de las dimensiones diminutas, su casita, de ninguna forma, era la vivienda de un ermitaño. Estaba dotada de todas las comodidades, incluyendo la dotación automática de todo lo necesario. Tenía la imprescindible piscina para nadar, la cual no se encontraba en el interior de la casa sino a cielo abierto.
Una cómoda terraza y el jardín de cerezos, tradicional en el Japón, creaban condiciones admirables para el descanso, que por lo visto, tanto ansiaba Guianeya.
Marina, para la cual no estaba de más descansar de los viajes ininterrumpidos del último año y medio, estaba dispuesta a pasar en este lugar un largo tiempo.
Hoy era el segundo día de su estancia.
Ahora hablaban sólo en español. Por fin Marina podía conversar con su amiga sin buscar palabras y de cualquier tema. Decidió firmemente preguntar a Guianeya, inadvertidamente y poco a poco.
Marina mencionó ahora el nombre de su hermano no de una forma casual. Le interesaba mucho qué pensaba Guianeya de Víktor, y como mujer, comprendía lo «del amor» no tan escépticamente como Víktor.
Guianeya parecía que no había prestado atención a la última frase.
- ¿Es verdad? -preguntó-. ¿Estoy bien con este vestido?
Marina se rió.
- No es esto lo que usted quiere preguntar -dijo Marina-. Reconozca, ¿a usted le interesa saber si está bien con este vestido?
Guianeya suspiró.
- Esto he preguntado -contestó con franqueza-. Pero me he olvidado de que no soy una mujer de la Tierra. Esté bien o no, nadie hay aquí que pueda apreciarme. Soy extraña.
- Ese es un punto de vista completamente erróneo. Usted es lo mismo que todos. Que yo. Sólo que más guapa.
- No se trata de esto -la faz de Guianeya se entristeció-. Usted, Marina, no dice la verdad. Yo no soy así. La forma exterior del cuerpo no lo hace todo. Somos completamente distintas. Esto lo comprendo muy bien. -Y después de un silencio añadió-: Estoy condenada. Usted lo debe comprender. Lo mismo que entre ustedes, en nuestro mundo existe el amor y las mujeres están llamadas a ser madres.
- Usted volverá a su patria. Diga todo y las personas de la Tierra la ayudarán a regresar donde los suyos.
- No volveré jamás. Yo misma me he cortado el camino para regresar. La traición no puede ser perdonada. Entre nosotros no la perdonamos: ni nunca, ni a nadie. Y esto, claro está, es justo.
Se volvió con violencia y desapareció en el interior del cabezal. Pero Marina no podía dejar así la conversación. Y la renovó pasada una hora después del baño, cuando estaban desayunando en la terraza.
- No se enfade, Guianeya -dijo tocando cariñosamente la mano de su amiga- quiero otra vez tratar el mismo tema. Usted dijo que la traición no se perdona. Estoy de acuerdo, pero no veo que usted haya cometido ninguna traición. Dijo que los satélites se encontraban en la Luna y aconsejó destruirlos. Por lo visto en ellos hay peligro para nosotros. Su acción fue provocada por un sentimiento humano. No hay ninguna moral que pueda hablar contra usted. Ninguna, ni la nuestra, ni la de ustedes. Ustedes y nosotros somos idénticos seres racionales. ¿En dónde está la traición? Si usted ha impedido la realización de los planes de sus compatriotas, ha sido porque eran feroces y no dignos de un ser racional. Además, en su patria no todos piensan lo mismo. Recuerde a Riyagueya.
Guianeya irguió la cabeza.
- Riyagueya -dijo ella-. ¿Qué sabe usted de él?
- No mucho, pero lo suficiente. Usted comprendió que el tenía razón y por esto habló. ¿Es que no es así?
Guianeya calilo durante un largo rato.
- Yo sé -dijo- que he obrado bien y que Riyagueya habría aprobado mi acción. Pero es muy duro ponerse en contra de su patria. Comprenda usted esto.
- Lo comprendo perfectamente, pero usted ha obrado con nobleza. En su lugar Riyagueya hubiera hecho lo mismo.
El rostro de Guianeya se ensombreció.
- No -pronunció bajo-. El obró de otra forma.
Estuvo largo rato sentada inmóvil, cerrados los ojos, ensimismada en sus recuerdos
- Obró de otra forma -volvió a repetir-. Y no considero justa su acción. Yo tenía que hacer lo que hice, pero no lo que hizo él. Yo soy mujer. -Después de un silencio prolongado, de repente dijo-: Su hermano es asombrosamente parecido a Riyagueya. Me asombró este parecido en cuanto vi a Víktor, y hasta ahora me asombra.
- ¿Y por esto eran tan grandes sus deseos de verle?
- Claro que sí. ¿Por qué otra cosa?
Esta contestación causó muy mala impresión en Marina. Se derrumbaron en un abrir y cerrar de ojos todos sus sueños de que Guianeya amara a Víktor y por esto pasara a formar parte de la sociedad terrestre.
- ¿La he disgustado? -preguntó Guianeya acariciando a su vez la mano de Marina-. ¿Puede ser que la haya ofendido?
- ¿Qué me puede haber ofendido?
- Mis palabras. ¿Es posible que no le guste que su hermano sea parecido a mi compatriota?
Marina no estaba para reírse pero se vio obligada a hacerlo.
- No hay y no puede haber nada de ofensivo o ultrajante -dijo Marina-. Usted ha comparado a mi hermano con una persona y no con un mono.
Guianeya se sonrió.
- Yo todavía no conozco bien a las personas de la Tierra -dijo ella-. Ustedes son buenos. Mejores que nosotros.
- Tanto más -recogió Marina las palabras de Guianeya- usted no debe atormentarse con que nos «va a salvar».
Contra su voluntad, pronunció estas palabras con un leve matiz irónico. Pero Guianeya al instante captó la diferencia del tono.
- ¿Usted no cree que yo voy a salvar a las personas de la Tierra?
Marina comprendió que era necesario contestar con toda franqueza.
- No -dijo-. No lo creo. Yo valoro altamente sus buenas intenciones, pero no creo que alguien pueda causarnos daño. Usted nos subestima. No conoce nuestra técnica y nuestra ciencia. Estas son capaces de defendernos de cualquier peligro.
- Si se conoce.
- Precisamente esto es lo que usted no quiere, decirnos.
- Porque yo misma no lo sé -contestó Guianeya.
Stone mantuvo su palabra. A pesar de ser tan difícil y complicada la preparación de la Séptima expedición lunar fue terminada exactamente en el plazo de dos días. La astronave, bajo el mando de Yuri Véresov, estaba en el cohetódromo de los Pirineos esperando a sus pasajeros. A bordo se encontraban nuevas todoterreno perfeccionados, equipados con mecanismos y aparatos automáticos cibernéticos, completamente distintos a los anteriores. La tarea era completamente diferente. Las primeras seis expediciones se plantearon el objetivo de encontrar la base y de examinarla detalladamente, al igual que a los satélites-exploradores. Ahora, después de lo que había dicho Guianeya, era necesario encontrar y destruir la base. «No se puede acercarse a ellos», dijo Guianeya, y había que creer en estas palabras. Las personas recordaban bien las circunstancias en que fue destruido el robot explorador, enviado por la nave «Guerman Titov». La base del mundo extraño era necesario destruirla a distancia.
Murátov llegó en avión en la víspera de la salida. Era el más débilmente preparado de todos los participantes de la Séptima expedición. No quería ser un espectador inactivo, y preguntar a cada momento qué es lo que pasa. Hacía tiempo que conocía a Véresov y esperaba que el comandante de la nave, participante en todas las seis expediciones, podría solamente en un día ponerlo al corriente del manejo de los aparatos para las búsquedas y de los métodos para tratar de destruir la base.
Véresov acogió afablemente al primer pasajero. Inmediatamente comprendió lo que quería Murátov de él y estuvo dispuesto a ayudarlo. Se pusieron a trabajar desde la mañana y estuvieron ocupados afanosamente hasta muy avanzada la noche.
Eran las once y media, cuando Murátov se recostó cansado en el respaldo del sillón y dijo:
- Ahora ya puedo ayudar con algo en el trabajo. En todo caso puedo comprender de que se trata. Me incluyeron en la composición de la expedición teniendo en cuenta mis anteriores «méritos», y esto era un poco desagradable. ¡Gracias por todo, Yuri!
- No hay de que, acuéstate y que duermas bien. Tú todavía no has estado en la Luna y el volar a ella te será interesante. ¡Buenas noches!
Véresov se marchó para regresar a la astronave y pasar allí la noche.
Murátov se quedó solo.
- Si hay que dormir, dormiremos -dijo en voz alta y se estiró con placer, satisfecho de sí mismo.
Inesperadamente llamaron a la puerta. La llamada fue hecha suavemente y con precaución. Era como si el que estaba al otro lado de la puerta no estuviera seguro de si Murátov dormía o no.
- ¡Adelante! -dijo Murátov.
Lo que vio lo dejó asombrado, perplejo, sin comprender nada.
En la puerta estaba Guianeya.
Sabía que ella se encontraba en las islas japonesas. Todavía ayer habló con Marina por radiófono, le preguntó como se sentía la huésped, qué hablaba, qué hacía. Marina no mencionó ni una palabra sobre el viaje a la península Ibérica, todo lo contrario, le dijo que Guianeya estaba dispuesta a pasar en el Japón mucho tiempo.
¡Y aquí estaba…!
Murátov se sobrepuso en seguida y la invitó a entrar.
Le tendió la mano, ella de nuevo contestó al saludo y se sentó desembarazadamente. Parecía que no le daba ninguna importancia a su inesperada aparición.
Estaba sola, sin Marina.
- He llegado hace media hora -dijo Guianeya- y no me ha sido difícil saber dónde se alojaba.
Todo esto lo dijo en español.
- ¿Por qué está usted sola? -preguntó Murátov.
- Para hablar con usted no tengo necesidad de traductora -contestó sencillamente Guianeya-. Marina estaba cansada y he podido convencerla de que me dejara sola. Es necesario que me acostumbre a andar por la Tierra sin guía. Voy a vivir toda mi vida aquí.
Una sombra de tristeza cubrió su rostro al pronunciar estas palabras. Guianeya sacudió con energía la cabeza.
- Me marcho ahora mismo -dijo ella-. Es tarde, usted necesita descansar antes del vuelo. He venido aquí porque quiero volar con ustedes a la Luna.
- ¿Con nosotros? -exclamó Murátov-. ¿Para qué?
Esto le salió involuntariamente, debido al asombro. Inmediatamente comprendió la intención de Guianeya.
- Para ser siempre y en todo consecuente -contestó la huésped-. Usted sabe que hoy mismo por el día yo no pensaba en el vuelo a la Luna. Su hermana es culpable de que yo tenga este deseo.
- ¿Se lo ha aconsejado ella?
De nuevo, tal como había sucedido en el cohetódromo de Selena, se deslizó una sonrisa de desprecio por la cara de Guianeya, y Murátov comprendió que esta sonrisa no guardaba relación con Marina, sino con él. Guianeya se asombraba de su falta de perspicacia.
«Decididamente, yo no sé hablar con ella -pensó Murátov-. Me olvido de que no es una mujer de la Tierra y que tiene otras concepciones. Y yo mismo estropeo su criterio sobre mí».
Hubiera querido al instante contarle los motivos de su conducta, demostrar que la comprendía bien, pero se retuvo, sabiendo que esto sólo empeoraría la situación. Ella apreciaría sus palabras como un deseo pretencioso de mostrar su inteligencia, y como contestación recibiría otra sonrisa despectiva.
«Yo mismo soy culpable -pensó Murátov-. Esta es una lección para el futuro. Tales errores no se pueden consentir».
- Nadie me ha convencido -dijo Guianeya-. Y nadie me ha aconsejado. Para esto es necesario saber todo lo que yo sé y que nadie puede saber en la Tierra. ¿De dónde podía saber Marina que yo iba a ser útil a su expedición? Esto sólo lo sé yo.
- ¿Usted nos quiere ayudar a encontrar los satélites?
- De una forma rara los denomina usted. Su nombre no puede ser traducido a su idioma. Sí, les quiero ayudar y puedo hacerlo. Marina ha sabido demostrarme que esto es mi deber. Es necesario ser consecuente -repitió Guianeya-. Lo que ustedes quieren encontrar, y es necesario hacerlo cuanto antes, es invisible para ustedes, pero no para mí. Nuestros ojos ven más que los suyos. Esto lo sé hace mucho tiempo. ¿Entonces, dígame, me llevan con ustedes o no?
- Claro que la llevamos. Esto es para nosotros una alegría. Ahora mismo le comunicaré su deseo a Stone. Es el jefe de nuestra expedición -aclaró Murátov.
- Lo sé.
Murátov utilizó el momento oportuno.
- Sí -dijo-, casi me había olvidado. Usted siempre sabe exactamente quién es el jefe en un momento determinado…
Vio que Guianeya había comprendido la alusión.
Pero respondió saliéndose por la tangente.
- Yo he leído algo sobre esto. Mejor dicho me lo ha leído Marina. En el Japón -por primera vez, hablando en español, se cortó Guianeya en esta palabra- no había nada escrito en el idioma que yo sé.
Guianeya se levantó.
- Gracias, Guianeya -dijo Murátov-. Gracias en nombre de todos. Estoy muy contento de que usted haya cambiado su actitud para con nosotros.
- Esto podía haber tenido lugar antes. Usted tiene la culpa, Víktor. No había por qué menospreciarme.
Murátov no encontró palabras para responder a esta manifestación.
- Pienso que habrá un traje para mí. Los dos tenemos casi la misma talla.
- Claro que habrá. Usted ha visto en Hermes nuestros trajes «cósmicos». ¿Son parecidos a los suyos? -Murátov no pudo contenerse a la tentación de probar una vez más la suerte.
Esta vez consiguió su objetivo.
- No del todo -contestó Guianeya-. Pero en general son parecidos.
- Pensábamos que su vestido de color oro era un traje para los vuelos.
- Es una suposición absurda -respondió bruscamente Guianeya-. ¿Acaso puede uno volar vestido de esta forma?
- ¿Por qué se presentó usted ante nosotros precisamente de esta forma?
Esperando la respuesta retuvo la respiración.
¿Se descifraría o no uno de los enigmas…?
Una profunda desilusión se apoderó de él cuando Guianeya en vez de la respuesta dijo:
- ¡Hasta mañana! No es necesario que me acompañe. Sé que ustedes tienen esta rara costumbre. Me he alojado cerca de aquí.
- ¿Dónde se ha alojado?
- Me lo indicaron inmediatamente en cuanto llegué. No sé cómo se llama la calle pero la casa está al lado de la suya. -Le miró con los ojos clavados en él-. Usted ha dicho que está contento porque he cambiado mi actitud para con ustedes. Esto no es cierto. Es la misma que antes. Pero he comprendido muchas cosas. Y no voy a explicar cuáles son. Esto usted no lo comprenderá.
Estas palabras le recordaron a Murátov a la antigua Guianeya, «orgullosa y altiva», tal como les pareció a todos en Hermes.
- ¡Haga la prueba! -dijo sonriendo Murátov-. Es posible que pueda comprenderla.
- ¿Usted? -dijo ella subrayando esta palabra-. Es posible. Quiero pensar que es así -añadió-. Debo pensar así. Pero quisiera que me comprendieran todos. ¡Adiós!
Quedándose de nuevo solo, Murátov estuvo largo rato sentado en el sillón profundamente pensativo. Intentó comprender lo que quería decir Guianeya en la última frase.
Lo comprendió no ahora, sino mucho más tarde.