Sábado, 14 de febrero
Antonio no había dormido en toda la noche. Se fue a la cama a las diez alegando que le dolía mucho el estómago y que necesitaba descansar, una excusa para que Lena lo dejase en paz. Aunque realmente sí le dolía el estómago, y a veces incluso notaba como si el corazón se le fuese a salir del pecho. Había decidido que ya era hora de hablar con ella. No se había planteado si Roger estaba diciendo o no la verdad, pero lo que sí sabía era que no podía continuar de esa forma o perdería a su hijo. Este había mantenido su promesa, no lo había llamado desde la última vez que lo vio y tampoco le había cogido el teléfono. Era muy tozudo cuando se lo proponía. Ya era así de pequeño, recordó, cuando quería algo nada ni nadie podía detenerlo. Insistía como un loco hasta que lo conseguía. Incluso en varias ocasiones había tenido ataques de rabia y daba la sensación de que iba a morderte como un perro. Pero de eso ya hacía mucho tiempo y ahora no era tan agresivo, a pesar de que demostraba la misma cabezonería, pensó. Antonio no servía para discusiones y problemas. Quería una vida fácil y tranquila, y si no podía ser así, seguiría viviendo con su hijo y, cuando necesitara una mujer, se la pagaría sin más.
Había preparado su discurso durante toda la noche, repitiéndoselo para sí una y otra vez mientras Lena roncaba quedamente a su lado. Le diría que, de momento, no veía claro lo de casarse y que hasta que no se arreglasen las cosas con su hijo prefería que se fuese de casa. Miró el reloj; las seis de la mañana. Todavía estaba oscuro y Lena continuaría durmiendo hasta que fuese de día. Decidió hacerse un café o tomar algo más fuerte, y esperar a que ella se despertase. No sabía si tendría valor para hablarle, pero necesitaba soltarlo todo. Esa angustia lo estaba matando por dentro y ya no podía ni comer ni dormir.
Se levantó con sigilo y, descalzo, fue hasta la cocina. La casa estaba helada, pero no le importó, así se despejaría. Mientras trasteaba con la cafetera, volvió a repasar mentalmente todo lo que pensaba decir. Siempre se atascaba en el mismo punto: cómo reaccionaría ella. A partir de ahí, le era imposible imaginar qué pasaría, aunque se esperaba lo peor.
—¿Qué haces levantado a estas horas, amor?
Antonio dio un brinco del susto. Lena estaba en la puerta de la cocina, anudándose el cinturón de la bata, con sus pantuflas de cascabeles y el pelo revuelto. Le costaba abrir los ojos y lo miraba a través de sus párpados hinchados mientras bostezaba.
—Me estaba preparando un café —respondió con voz temblorosa él—. ¿Quieres uno?
—¿Estás loco? —le contestó con la voz espesa ella—. Todavía es oscuro, ¿para qué te levantas tan pronto un sábado? ¿No te encuentras bien?
—No, no me encuentro bien.
Antonio se apoyó en el fregadero. Para ocultar el temblor de sus manos, las metió en los bolsillos del pijama y le dijo:
—Lena, no quiero casarme contigo. Todo ha sido muy complicado y creo que deberías irte de esta casa.
«Ya está», pensó. Ya lo había hecho. Se atrevió a mirarla, asustado, esperando alguna reacción, pero ella parecía no haberlo oído. Se frotó los ojos, se atusó el pelo y se sentó en una silla cercana a él.
—¿Qué has dicho? —le preguntó—. No te he entendido nada.
Antonio empezó a apartarse del fregadero, y poco a poco fue moviéndose hacia la puerta. Le temblaban las piernas y comenzó a notar pinchazos en el bajo vientre. Se lo repitió, pero esa vez tartamudeando:
—No voy a casarme contigo. Tienes que marcharte de casa.
Entonces Lena pareció reaccionar y sus ojos lo enfocaron directamente. Todo sueño y abotargamiento habían desaparecido de su persona e irguió el cuerpo.
—¿Qué has dicho? —insistió—. ¿Que no vamos a casarnos? Y eso ¿por qué? —Su tono era cortante, y acentuó los temblores en las manos de Antonio.
—Han pasado cosas muy serias —soltó él—, y yo no puedo seguir adelante. El lunes iré al juzgado a pedir que lo paren todo.
—¿De qué vas? —Abría mucho los ojos—. Lo tenemos todo encargado y hay cosas pagadas. No te puedes echar atrás.
—Sí que puedo —le contestó él con un hilo de voz mientras se deslizaba hacia la puerta—, y te pido que te vayas de casa.
Lena se levantó y fue hacia él, que retrocedió, esa vez sin disimulo.
—No me iré de esta casa —le dijo ella con firmeza y remarcando cada palabra—. Nos casaremos y ya está. No me vengas con más tonterías.
—No, no —dijo él mientras salía de espaldas de la cocina—, no puede ser, en el juzgado van a por ti, Roger dice que fuiste tú quien le hizo daño.
—¿Y tú te crees eso? —le preguntó ella, burlona—. ¿Crees que yo le haría daño a tu hijo? ¿Para qué? —le gritó acercándose a él.
—¡No lo sé! —gritó también Antonio—. ¡No entiendo nada de lo que ha pasado! ¡Solo sé que no quiero que sigas en esta casa, que te vayas a la puta mierda y que me dejes en paz!
Estaba fuera de sí y se espantó de sus propias palabras. Huyó al lavabo y echó el pestillo.
Lena lo siguió chillando en su idioma palabras incomprensibles y empezó a aporrear la puerta. A Antonio el corazón le iba a mil y, al bajar la vista, descubrió que se había orinado en los pantalones. Sintiéndose impotente, resbaló hasta quedar sentado en el suelo y lloró con el rostro entre las manos.
Sofía soñaba que estaba en un centro comercial atestado de gente y de golpe oía la sintonía de llamada de su móvil; lo buscaba, pero no lo llevaba en el bolso ni en los bolsillos y, angustiada, empezaba a recorrer las tiendas sin encontrarlo. Se despertó, medio dormida se dio cuenta de que el móvil sonaba de verdad y recordó que lo había dejado en la mesa de la sala. Se levantó y fue a cogerlo.
—Hola, soy Natalia. Siento molestarte en sábado.
Sofía se apartó los rizos de la cara y se sentó en el sofá.
—Hola… No, no te preocupes…
—¿No estarías durmiendo? Tienes voz de sueño.
—Pues la verdad es que sí, ¿qué hora es? —le contestó Sofía dando un bostezo.
—Más de las diez.
Se despejó de golpe.
—¡Es tardísimo y hoy tenía que hacer un montón de cosas! Oh, creo que he apagado el despertador y he vuelto a dormirme. —De repente se acordó de su amiga—. Natalia, ¿cómo es que llamas? ¿Ha pasado algo?
—Necesitaba hablar con alguien. Ayer tuve una pelotera con Luis y… y nos ha abandonado. —Se le quebró la voz.
—¿Qué? ¡Eso es imposible!
—Es verdad —dijo en voz baja, y calló. Sofía supuso que se esforzaba por controlarse y no dejarse llevar por el llanto, y esperó—. Ayer, cuando llegué, estaba con los niños y no paraba de gritarles. Yo también le grité… perdimos los dos los nervios, y de repente vi que cogía la chaqueta y se marchaba. He estado levantada toda la noche, no sé adónde puede haber ido. ¿Crees que debería llamar a la policía? —le preguntó, angustiada.
—Yo que tú esperaría un poco, tal vez necesita estar solo. —Trató de pensar con lógica—. ¿Has llamado a casa de sus padres?
—No me atrevo —le contestó Natalia—, no quiero asustarlos. Y su hermano está de viaje. Sofía, no se ha llevado las llaves…
—Cálmate y quédate ahí, seguro que aparece. Igual se ha ido con un amigo. ¿Quieres que venga un rato y te ayudo con las compras o te hago compañía? —le propuso.
—Muchas gracias, pero prefiero estar aquí sola con los niños, por si vuelve. Siento haberte molestado.
—No digas eso, no me has molestado. Hablamos cuando quieras. Y, recuerda, que los niños te vean tranquila.
—Sí —Natalia dio un suspiro—, porque últimamente estoy hecha una mierda. Gracias de nuevo, Sofía, cuando tenga alguna novedad te llamo, y perdona.
—De perdona nada, hablamos más tarde. Un beso.
Sofía colgó y se quedó sentada. «Vaya cuadro», pensó. «No imaginaba que las cosas hubiesen empeorado tanto, pobrecilla».
Se levantó y se dijo que era hora de ponerse en marcha. No sabía dónde estaría el escolta, pero tenía que hacer la compra, así que tocaba arreglarse y desayunar rápido antes de salir. El gimnasio lo dejaría para la tarde.
En ese momento volvió a sonar el móvil y miró la pantalla. Número oculto. Decidió no contestar y fue al cuarto de baño para tomar una ducha, pero a medio camino, ante la insistencia, dio media vuelta para ir a apagarlo; seguro que era propaganda, pensó. Cuando llegó a la sala, sin embargo, enmudeció. Qué descanso. De vuelta en el cuarto de baño y casi a punto de entrar en la ducha oyó el sonido que indicaba que había recibido un mensaje, y fue a leerlo. Cuando lo abrió únicamente había escrita una palabra, en mayúsculas: «PUTA JUEZ». Se quedó inmóvil. Iba a borrar el mensaje y se detuvo. Buscó el número de Rivas. Solo tardó unos segundos en contestar:
—¿Diga?
—Buenos días, soy Sofía Valle, siento llamarle en sábado.
—Ningún problema. ¿Ha pasado algo?
Sofía se lo explicó.
—De repente se me ha ocurrido que podría ser de Marcos de Sola o de alguien relacionado con él —terminó—. Igual estoy un poco paranoica, no sé.
El inspector guardó silencio un momento.
—No podemos descartar nada. Por ahora no se mueva de casa; acudirá un compañero y tomará nota de todo. El escolta debe de estar abajo, así que no tema.
—Ya, pero es que yo tenía que salir esta mañana a…
—Enseguida habrá alguien allí —la cortó—. Y es mejor que se quede en el piso.
—De acuerdo. —Se resignó Sofía—. Aquí los espero.
—Gracias.
—Hasta luego, inspector.
Sofía colgó. No sabía qué pensar, quizá había exagerado. Dejó el móvil en la mesa, y volvió a oír el sonido de un mensaje entrante. Se quedó mirando el aparato, hipnotizada. Con cuidado, como si fuera a morderle, lo cogió de nuevo y leyó: «TODAS LAS PUTAS JUECES ACABAN MUERTAS, VETE PREPARANDO».
Sonia colgó y suspiró. Las cosas iban mal, muy mal, y si no hacían algo todo se iría a la mierda. Con Carlos en prisión, no podrían poner en práctica la huida de Marcos cuando le diesen el permiso penitenciario, y eso lo volvía loco.
Se estiró en la cama y reflexionó. Bien, seguiría el plan de Marcos de amenazar y meter miedo a la juez hasta conseguir que pusiera en libertad a Carlos, porque no se le ocurría cómo sacarlo de la prisión si no. Cogió de nuevo el móvil y escribió otro mensaje, que envió de inmediato; Marcos estaría haciendo lo mismo desde su celda. Conseguir el número de la juez había sido fácil con los contactos adecuados y soltando pasta, aunque solo con amenazas no obtendrían gran cosa.
Se levantó y empezó a pasear por la habitación. A ver si levantaban el secreto de una vez y averiguaban lo que podían tener contra Marcos. Hablaría con el abogado de Carlos, y desde luego estaba claro que habría que recurrir la prisión, aunque el capullo no lo tendría fácil. Haberse cargado al inútil del Emperador finalmente le traería problemas. Jodido Carlos, estaba harta de sus aficiones y sus jueguecitos… Hacía apenas unas horas había salido del hospital la última chica que estuvo con él, el muy cabrón le había marcado la cara, de poca cosa le iba a servir a partir de ahora. Sonia presumía de que sus niñas eran de lo mejor, escogidas con esmero, y evidentemente los malos tratos estaban prohibidísimos, pero claro, como siempre le recordaba Marcos, a Carlos no se le podía decir nada. En el fondo empezaba a tener ganas de perderlos de vista a los dos. Pero aún no, ahora tocaba pensar en la segunda parte del plan.
Fue hasta el enorme armario que ocupaba toda una pared y examinó los disfraces. Tenía de todos los tipos, de calidad excelente. Eso de haber de agradar a clientes finos, fuera cual fuese su fantasía, sacaba de muchos apuros. Descolgó uno y, silbando suavemente, lo repasó para cerciorarse de que no le faltaba ningún detalle. Quedó satisfecha, hasta parecía más real que los auténticos. Abrió otra puerta del armario, y en un cajón encontró placas y medallas diversas, pero ninguna que la complaciera. Mañana sin falta hablaría con quien podía proporcionársela. Al final sonrió, incluso sería divertido.