Lunes, 2 de febrero

La norma de hacer una reunión los lunes a las diez de la mañana le había parecido un fastidio años atrás, pero ahora Anna la apreciaba; le ayudaba a recapitular y a enfocar los temas. Su superior, el sargento Cortinas, era uno de los policías más tranquilos y pausados que conocía. En apariencia no se inmutaba por nada y siempre tenía un momento para cualquiera. Cuando se quedó hundida tras el problema con Javier, se comportaba como si no lo supiera, la felicitaba o le echaba la bronca según correspondiese. Anna se lo agradeció con toda su alma, ya que necesitaba al menos un poco de normalidad para centrarse.

Llamó suavemente a la puerta y entró en el despacho del sargento, que le señaló una de las sillas frente a su mesa.

—¿Dónde está Víctor? —preguntó mientras ella tomaba asiento.

Anna hizo una mueca.

—Cuando íbamos a subir ha llegado el padre de Roger, el chico al que hirieron el jueves por la noche. —El sargento asintió—. Quería hablar con nosotros, con Víctor en especial, así que los he dejado y me he venido. Parecía angustiado, aunque desde que lo conocemos siempre lo hemos visto igual.

—De acuerdo, pues empezaremos sin Víctor. ¿Qué tenemos de la agresión al menor?

Anna le entregó el informe que había redactado y lo puso al tanto de todo lo que habían hecho hasta entonces.

—Ayer por la tarde —concluyó Anna—, después de hablar con la madre de Roger en el hospital, Víctor y yo fuimos a casa del señor Almazán para hacer un registro en condiciones. No encontramos nada extraño. Creo que tendremos que tomar declaración como imputada a la madrastra, todo apunta a que es la autora de la agresión.

—Bien —contestó el sargento alzando la vista del informe—, opino lo mismo que tú, no tenemos otra opción. No hemos encontrado el arma, no tenemos más huellas que las que se hallaron al día siguiente y la sangre del pañuelo resultó ser del chico. Las diferentes versiones que ha dado pueden atribuirse a un estrés postraumático.

—Es posible —admitió Anna—. Habrá que exprimir a Lena.

—El asunto es grave, ese chico podría haber muerto. La gente no habla de otra cosa en el pueblo.

En aquel momento llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo el sargento.

Víctor entró en el despacho con cara de agobio.

—Siento llegar tarde, pero el señor Almazán me ha entretenido.

—¿Qué te ha contado? —Anna sentía verdadera curiosidad.

—Pues parece mentira, pero quería preguntarme qué haría yo en su lugar, si me casaría o no.

—¡Este hombre es increíble! —exclamó Anna—. Por poco matan a su hijo, la única sospechosa es su novia y todavía piensa en casarse, no me lo puedo creer.

El sargento disimuló una sonrisa y se dirigió a Víctor.

—¿Qué le has dicho?

—¡Qué le voy a decir! Que haga lo que le parezca —respondió abriendo los brazos en un gesto exagerado—. No me dejaba marchar: que si no puede dormir, que no sabe qué excusa poner a Lena, la cual sigue con los preparativos como si tal cosa, que no puede con la angustia que tiene… Al final le he recomendado que si no lo ve claro lo deje correr, todavía le quedan dos meses, creo. Solo nos faltaba tener que hacer de consejeros matrimoniales de la gente, es la pera, vamos. —Se dejó caer en la silla que estaba al lado de la de Anna.

El sargento miró a la cabo.

—Bueno, entonces quedamos en que hoy mismo tomaréis declaración a Lena como imputada asistida de abogado. Y ahora pasemos a otra cosa. ¿Cómo va lo de los coches robados?

Durante una hora siguieron comentando los casos pendientes, pero Víctor no podía quitarse de la cabeza la expresión desesperada de Antonio. Juraría que estaba más consumido y se le notaba que vivía con una gran tensión. La verdad es que tampoco a él le habría gustado estar en su lugar, y aunque desde fuera pudiera verse muy clara la situación, sufrirla en primera persona era otra cosa totalmente diferente.

La reunión del grupo encargado de la operación Marcos de Sola había comenzado hacía una hora e iba para largo. Ya se habían levantado un par de veces a buscar cafés de la máquina, y la gran mesa central estaba llena de vasitos de plástico y de papeles. De cuando en cuando entraba alguien con un nuevo informe o con noticias frescas. El inspector Rivas observó a los presentes. A todos se les notaba el agotamiento por las horas de escuchas y de seguimientos. Los implicados contactaban repetidamente entre sí, y los teléfonos de Yorly Cienfuegos y Jaime Garrido echaban humo. Estaban pendientes de que llegaran «los caramelos» y, según fueran, «se quedarían con el resto».

Durante el mes que había permanecido en Colombia, Rivas había estado investigando la red de Marcos de Sola en aquel país. Estaba claro que el delincuente había decidido ampliar «horizontes», y para eso necesitaba nuevos contactos, que desde luego eran de lo mejorcito. Rivas tenía la sensación de que la obsesión de Marcos de Sola y el Cubano por organizarse a gran escala había derivado en la eliminación de algunos de sus antiguos colaboradores como, por ejemplo, el cadáver que se encontró en el cementerio de Montjuic.

Se había hecho una buena investigación sobre los medios de vida de todos los implicados. Aurelio José Revilla y Richard Antonio Bienvenido vivían desde hacía tiempo en España, con permiso de residencia y en situación de desempleo; todavía no tenían muy claro su papel en la organización, aunque parecía que les tocaban las tareas logísticas. Tenían controlados a Yorly Cienfuegos y a Jaime Garrido, los respectivos administradores de las empresas que servían de tapadera, aunque no era a sus instalaciones donde iba a parar la droga. Y quedaba la nueva adquisición, Ramiro Díez. Rivas había podido recabar sobre él bastante información que no mejoraba las cosas. Díez era uno de los delincuentes más violentos y peligrosos del mercado de la droga, y en Colombia era conocido por sus tácticas expeditivas. Lo que al inspector jefe no le hacía ninguna gracia, porque estaba convencido de que en una conversación interceptada se había referido veladamente a la juez Sofía Valle.

Ese mismo día por la tarde Ramiro venía a Barcelona a fin de reunirse con Aurelio José en el McDonald’s de la estación de Sants de Barcelona, todavía no sabían para qué. La cercanía del lugar de la reunión con el domicilio de la juez Valle preocupó a Rodrigo, aunque todo indicaba que era casualidad. Al parecer, Ramiro llegaba en tren y Aurelio José tenía que recogerlo. Lo que estaba claro era que Ramiro ocupaba una posición predominante en la red, al mismo nivel que el Cubano.

El inspector jefe empezó a repartir las tareas. Había que obtener la máxima información del encuentro entre Aurelio José y Ramiro, además de seguir discretamente a los otros y continuar con las escuchas. Eso suponía, para variar, que faltaban agentes para tanto trabajo. Con todo, lo más urgente era llevar a la juez la petición de entrega vigilada de la carga del barco. Esta era una herramienta muy importante que les permitía, previa autorización judicial, que remesas de drogas o sustancias prohibidas entrasen en España o circulasen sin la intervención de la policía pero bajo su vigilancia, para descubrir o identificar a los responsables en el momento en que fuesen a recoger la mercancía.

—Rivas —dijo el inspector jefe tendiéndole una carpeta—, al juzgado de Taulera irás tú. Me consta que la juez ya tiene en marcha la petición de entrega vigilada, pero hay que darle todos los detalles.

Rivas se sorprendió y, pese a que cogió la carpeta, le contestó:

—¿No sería mejor que me quedase aquí coordinando las escuchas? Presentar esto puede hacerlo cualquiera. Además, tengo que hacer lo que me encargaste.

—Prefiero que vayas tú. No te llevará más que un rato, y luego relevas al compañero que está pendiente del recadero de Carlos que tiene que recibir el paquete. Lo otro ya hemos concretado cómo lo tienes que hacer.

—¿El del paquete es ese que llamáis el Emperador?

—Sí, sí, ese. —El inspector jefe lo miró fijamente por encima de sus gafas—. ¿No estarás pensando que eres demasiado bueno para hacer ese trabajo?

Rivas se mordió la lengua y respondió en tono neutro:

—No, yo no he dicho eso, pero con lo que me has encargado, que, por cierto, es una pérdida de tiempo…

—Es lo que toca; ya sabes que no hay trabajo pequeño ni insignificante, todo cuenta al final —zanjó Rodrigo.

—De acuerdo, me pongo a ello, jefe.

Se levantó y salió de la sala sin que nadie pareciera darse cuenta, todos estaban enfrascados en la distribución de tareas. Además, tampoco era demasiado popular entre sus compañeros. Sabía que corría el rumor de que su mujer se había suicidado debido a una profunda depresión, sin que él hubiera estado a la altura. En realidad nadie salvo el inspector jefe sabía nada con certeza, y Rivas no se había molestado en acallar los rumores; sencillamente, le daba igual.

—¿Por qué tengo que hacerlo? A mí no me pasa nada —dijo Roger, enfadado.

—Ya sé que no te pasa nada —intentó apaciguarlo Margarita—, pero no está de más que hables con la psicóloga del hospital, ella puede ayudarte a sacar lo que tengas dentro.

—Eso son tonterías —le contestó de mala manera su hijo—. Lo que quiero es que me dejen en paz.

Margarita se volvió hacia la psicóloga que pacientemente esperaba en la puerta con cara de circunstancias.

—¿Es necesario? —preguntó dubitativa.

—Bien —repuso la psicóloga—, no es que sea necesario ni tampoco es obligatorio, pero como profesionales creemos que a los pacientes que han sufrido agresiones puede ayudarles hablar con nosotros e intentar que gestionen la mala experiencia de la forma menos traumática posible.

—Yo no tengo ningún trauma —afirmó con voz seca Roger.

—Hijo, te estás portando como un niño pequeño y maleducado —lo atajó Margarita—. Esto es parte de un tratamiento, es por tu bien.

—¡Pues no voy a hablar con nadie! —gritó su hijo. Se metió en el cuarto de baño de la habitación y cerró de un portazo.

—Lo siento, no sé qué le pasa —se disculpó Margarita—. Está agobiado de tanto hospital y lo que tiene son ganas de irse de aquí. Ayer tuvo bastante fiebre; le dan antibióticos, pero sigue con décimas. Según el médico, hasta que no esté bien del todo no le dará el alta.

—No se preocupe —le dijo la psicóloga—. En los casos de agresiones es frecuente que la víctima se resista a profundizar en lo que le ha pasado. Todo es muy reciente. Si cambia de opinión no tiene más que comunicárselo a la enfermera.

—Muchas gracias. —Le dio la mano—. Intentaré hablar con él.

Cuando la psicóloga hubo salido, Margarita se sentó en la cama y suspiró. Estaba agotada, cansada de tanto hospital y de tener tanta paciencia. Roger estaba ahora muy irritable y con continuos cambios de humor, fruto de la adolescencia, pensaba, o de lo sucedido, como sugería la psicóloga. Había que salir ya del hospital y volver a la vida normal. Se le acababan las vacaciones y no estaban los tiempos para faltar al trabajo. Se miró las manos. Manos pequeñas y bonitas que siempre había intentado mantener en condiciones, con cremas y manicura. Ya no eran tan suaves y necesitaban un buen repaso; cuando volviera a casa, claro, si es que llegaba el día.

—Roger —llamó—. Ya puedes salir, se ha ido.

Una vez hubo firmado los expedientes más urgentes, Sofía fue hacia la puerta del despacho con un buen montón en los brazos para repartirlos por la oficina. Justo cuando llegaba al umbral, empezó a sonar el teléfono, con lo que retrocedió, dejó la pila encima de la mesa y levantó el auricular.

—¿Diga?

—Una llamada del hospital donde está ingresado el niño de las lesiones —le informó Natalia—. Me la han pasado a mí, pero creo que es contigo con quien quieren hablar. ¿Te pones?

—Sí, sí, gracias, Natalia.

Sofía dio la vuelta a la mesa y se sentó.

—¿Hola? —preguntó una voz de hombre.

—Buenos días. Soy la juez Valle, ¿quería hablar conmigo?

—Sí, buenos días, soy el doctor Navarro. Nos dijo que la mantuviéramos informada del estado de Roger Almazán y de cuándo le daríamos el alta.

—Exacto.

—No creo que lo hagamos antes del viernes, y eso si no surgen complicaciones. Ha tenido bastante fiebre este fin de semana y, aunque hoy está algo mejor, nos preocupa una posible infección que estamos tratando con antibióticos. Perdió sangre y todavía está un poco débil, así que preferimos tenerlo unos días más en observación antes de mandarlo a casa, y de todos modos tendrá que volver para que le quitemos los puntos. —Calló un momento—. Por cierto, su madre nos ha comentado que se quedará a vivir con ella en Barcelona.

—Perfecto, muchas gracias por llamar —le contestó Sofía—. De todas formas necesitaremos que nos envíe el informe del alta cuando tenga lugar.

—No se preocupe, así lo haré. Adiós.

—Adiós.

Sofía colgó aliviada. Al menos tenían un poco de margen hasta el viernes. Volvió a levantarse y a coger la pila para salir del despacho, cuando le sonó el móvil que llevaba en el bolsillo. «Qué pesadez, así no hay forma», pensó. Lo dejó todo encima de la mesa de nuevo y contestó al ver que se trataba de Daniel.

—Hola, iba a llamarte en un rato. —Le contó lo que le había dicho el médico de Roger—. Cuando nos lleguen el alta y los informes te los paso, y lo citas un día para visitarlo. Va a vivir con su madre cuando salga, ahora voy a comentárselo a Paloma.

—Muy bien, estaré en la clínica si me necesitas. Por cierto, he oído que el viernes tuviste un problema.

—Ah, bueno, no fue nada. Unos impresentables que me ensuciaron el coche.

—Me han dicho que fue algo más que ensuciar y que estás amenazada —insistió el forense.

—¡Qué exageración! No pasa nada, Daniel, ya te contaré. Hoy tengo la típica mañana de lunes, ya hablaremos. Venga, hasta luego.

—Cuídate —se despidió el forense.

«Bueno», pensó, «a la tercera va la vencida». Cogió otra vez la pila y, rápida y decidida, salió del despacho. Justo cuando giraba a la derecha, chocó de pleno con alguien y todos los expedientes se desparramaron por el suelo.

—¡Mierda! ¡Hoy no es mi día! —exclamó, y se agachó a recogerlos.

—Creo que el mío tampoco. —Oyó que alguien le contestaba.

Sofía miró hacia arriba y vio a un hombre alto, bronceado y con el pelo negro sobre unos ojos azules que la miraban divertidos, vestido con traje, corbata y una gabardina. Notó que se sonrojaba.

—Lo siento —le dijo, azorada—, no podía ver por dónde iba. ¿Está buscando a alguien?

—Soy el inspector Rivas, tengo que ver a la juez Sofía Valle. La funcionaria me ha indicado que su despacho está por aquí. —Se había agachado a recoger papeles él también.

—Soy yo. No me dijo el inspector jefe Rodrigo que fuera a venir nadie —le contestó, sorprendida.

—Encantado. —Rivas le tendió la mano, pero ella tenía ocupadas las suyas con los expedientes que iba ordenando. Se lo pensó mejor y empezó a pasarle documentos—. Siento haber causado este desastre. Vengo a traerle una petición en relación al asunto de Marcos de Sola.

Sofía suspiró y se levantó, con una pila bastante desastrada de expedientes en los brazos.

—Desde luego no va a ser mi mejor semana. Espere aquí un momento mientras reparto esto y enseguida hablaremos en el despacho.

—Traiga, que ya se los llevaré yo —se ofreció Rivas.

—No se preocupe, ya los dejo yo que sé dónde van. —Rechazó Sofía.

—Bueno, no me cuesta nada…

—No, es un momento —dijo ella, tozuda. Fue dejando los expedientes en cada una de las mesas más o menos ordenados. Cuando terminó y se volvió, dio un respingo. Él la había seguido en silencio—. Venga conmigo.

Una vez en el despacho, Sofía rodeó la mesa, tomó asiento en su silla y se echó hacia atrás el pelo que le caía despeinado sobre los ojos. «Vaya mañana estupenda», pensó. El inspector se había sentado frente a ella, y rápidamente había empezado a sacar papeles de una carpeta que llevaba y a ponerlos encima de la mesa.

—Bien, usted dirá.

—Tenemos confirmados todos los datos del barco que llegará el viernes con el cargamento de droga. Estamos convencidos de que uno de los relacionados con Carlos Bayón, el Cubano, ha de recibir un paquete, seguramente una muestra, y dependiendo de ello harán la transacción.

—Sí, ya veo —le contestó Sofía, que estaba hojeando la documentación—. ¿Cuándo llegará ese paquete?

—Hoy o mañana, seguro. Los tenemos en seguimiento constante. Aquí la ponemos al tanto de todo.

—Ya. —Sofía leyó rápidamente mientras el inspector guardaba silencio, a la espera—. ¿Cuándo necesitarán la autorización de la entrega vigilada?

Él abrió las manos.

—Lo antes posible. Vamos a coordinarnos con Mossos d’Esquadra sobre todo para cuando llegue la mercancía al puerto de Barcelona y la trasladen. Creemos que podrían llevarla al polígono industrial de Sant Agustí. La empresa de uno de los implicados, Jaime Garrido, tiene alquilada una nave allí.

—Cuenten con ello, supongo… Pero no va a ser hoy mismo, lo estudiaré con calma y ya les diré algo. —Sofía empezó a ordenar los papeles y los guardó en un dossier.

—Perfecto. —Rivas se puso en pie—. Estaremos pendientes de su llamada, y si le surge alguna duda no tenga ningún reparo en ponerse en contacto con nosotros. —Rebuscó en el bolsillo interior de su chaqueta—. Le doy una tarjeta con mi número por si no localizase al inspector jefe, estos días andamos todos de cabeza.

—Muchas gracias, lo haré. —Sofía rodeó la mesa para coger la tarjeta y estrecharle la mano—. Creo que vamos todos igual. Le acompaño hasta la puerta.

Cuando estaba a punto de salir, Rivas dijo:

—He oído que tuvo usted un toque de atención el viernes. Estamos seguros de que ha sido esa gente. Debería tener protección.

—Ya lo he hablado con el inspector jefe. Todavía llamaría más la atención. Si han sido ellos, ya me han asustado, así que han conseguido lo que querían. Ahora están demasiado ocupados.

Él la miró con seriedad.

—No debe tomárselo a la ligera, el caso es grave y es mucho dinero el que se mueve, van a por todas. Debería reconsiderarlo.

Sofía notó que empezaba a enfadarse de nuevo.

—De momento no, ya veremos cómo se desarrolla todo.

—Bien, usted misma. Estaremos en contacto —le dijo Rivas mientras salía—. Nos vemos pronto, señoría.

—Hasta pronto —le contestó Sofía.

En aquel momento Natalia llegaba con un expediente en la mano.

—Vaya, ¿y ese? —le preguntó.

—Es el inspector Rivas, que ha venido a traerme una petición de lo de Marcos de Sola.

—Pues no está mal el hombre —dijo riendo su amiga—, ya era hora de que viéramos a un poli en condiciones por los juzgados.

—Últimamente no está una para fijarse en nada.

—Hay que parar de vez en cuando, Sofía, vas a acabar agotada. Bueno, más bien todos vamos a acabar igual, y encima cada vez trabajamos más por amor al arte y por menos sueldo.

—Tienes toda la razón, Natalia, ya me gustaría ver aquí a muchos políticos dando el callo. Supongo que venías a comentarme algo, ya te veo.

—Pues sí, es un tema que no tengo claro…

—Oh no, creo que me suena el teléfono otra vez. —Y corrió hacia la mesa.

Lena seguía sentada muy erguida en la silla, sujetando el bolso con las manos como si alguien fuera a quitárselo o no se fiase de ninguno de los presentes. Anna no sabía decir si su expresión era indiferente o arrogante, pero parecía despreciar a todos, incluido su abogado. No había designado ninguno particular, por lo que habían tenido que nombrarle uno de oficio, Luis José Álvarez. Anna ya lo conocía de otras veces, y desde luego Lena había tenido suerte, era bueno.

Llevaban media hora en la sala de interrogatorios de la comisaría y poca cosa habían sacado en claro. Anna y Víctor estaban sentados frente a Lena y el letrado. Sobre la mesa había vasos de plástico y una botella de agua, pero nadie la había abierto todavía. Lena miraba alternativamente la botella y la pared de enfrente, donde había colgado un reloj, como si tuviera prisa por marcharse. Luis José Álvarez le había informado de que podía acogerse a su derecho a no declarar y a hacerlo en el juzgado, pero Lena había vuelto a repetir su versión inicial. Aquel día todos habían cenado pronto, ya que cuando Antonio trabajaba tenían la costumbre de hacerlo poco después de las ocho. No salió de casa, se quedó dormida viendo la tele en la cama después de haber bebido unas cervezas y no se enteró de nada hasta que la policía llamó a la puerta. Ni Anna ni Víctor habían detectado ninguna fisura en la declaración.

Repasaron todas las horas, insistiendo en los detalles de la cena, la película que vio esa noche y todo lo que se les ocurrió. La cuestión era que si Antonio salió de casa poco antes de las nueve, y Roger fue hallado sobre las once menos cuarto, les quedaba un margen de casi dos horas en el que Lena no tenía otra coartada más que la de estar sola en su cuarto.

Con un suspiro, Anna dio por finalizadas sus preguntas. El letrado interrogó a Lena sobre su situación en España y su familia, y ella contestó lo que ya sabían.

Una vez acabada la declaración, se levantó, se colgó el bolso al hombro y, tras dirigir una mirada de fría dignidad a los policías, salió de la sala, erguida todo lo que le permitía su estatura.

Luis José Álvarez se levantó y recogió sus papeles.

—Supongo —dijo— que la citarán a declarar en el juzgado. Compareceremos allí para ver qué consta en la causa.

—Sí —le contestó Víctor—. Esta misma semana terminaremos el atestado, y si hubiese algo que añadir ya haremos algún atestado ampliatorio.

—Creo que va a ser un caso difícil —les comentó el abogado mientras se dirigían hacia la puerta—. Y extraño. No le veo mucho sentido a lo que ha pasado.

—Si quiere que le diga la verdad, nosotros tampoco, señor letrado —le confesó Anna abriéndole la puerta—. Ese es el problema, solo tenemos los hechos.

—¿Han contemplado la posibilidad de que sea un invento del chaval? —preguntó Luis José Álvarez.

—Por el momento, trabajamos con los hechos que tenemos —insistió Anna.

—Se mire como se mire, sigue siendo muy raro —comentó el abogado mientras les estrechaba la mano.

—No es el primer caso en que pensamos eso, ni tampoco será el último. —Anna dio un suspiro—. Así es este trabajo.

César Augusto marcó por enésima vez el número que tenía de Carlos, aunque sin saber muy bien si era lo que había de hacer. No recordaba si debía llamarlo tanto si recibía el paquete como si no y, ante la duda, prefería hacerlo, no fuera que tuviese problemas con eso.

Se había pasado el día entero en casa, dormitando frente al televisor, pelado de frío porque no disponía de calefacción, comiendo sobras y oyendo pelearse a los vecinos. No estaba acostumbrado a estar tantas horas encerrado, y no podía más. Ya eran las ocho de la tarde y el mensajero sin aparecer, así que decidió que ya era momento de que le tocase el aire. Estaba siendo un invierno feo, de los que a él no le gustaban, y empezó a pensar si no debería emigrar hacia el sur, donde había trabajado poco y ya nadie se acordaría de él. Lo haría cuando acabase el maldito encargo del Cubano y hubiera cobrado.

Por fin, alguien le respondió.

—¿Qué? ¿Quién llama?

No parecía la voz del Cubano, sino una voz de hombre más aguda y con más acento sudamericano, que no identificó.

—¿Está Carlos? —preguntó dudoso.

—¿Quién es, quién llama? —le contestó la voz exigente.

—Soy César Augusto. Tengo que hablar con Carlos, póngame con él.

—Aquí no hay ningún Carlos. —Y le colgó.

César se quedó con el móvil en la mano sintiéndose idiota. No pensaba llamar más, ya había cumplido con su parte, que se las compusieran todos, solo faltaría que una persona ocupada como él tuviera que estar colgado del teléfono. Tenía muchas cosas en las que pensar. Iba a coger la chaqueta cuando le empezó a sonar el móvil. Se sobresaltó, el chisme se le cayó al suelo y, al agacharse a recogerlo, se dio un golpe en la pierna con el canto de la mesa. Maldiciendo en voz alta, apretó el botón y soltó:

—Diga, ¿qué?

—Te ordené que no llamaras si no recibías nada, pringao.

César reconoció al momento la voz hueca del Cubano y empezó a sudar.

—Lo siento, jefe —se disculpó—. No me había quedado claro si tenía que llamar de todas formas. Que no he recibido nada, el mensajero no ha pasado.

—Eres imbécil. —El Cubano marcó cada una de las sílabas—. Mañana te pasas todo el día en casa, y no llames hasta que no tengas el paquete.

Colgó en seco, y César se guardó el móvil en el bolsillo del pantalón con mano temblorosa. A ver si llegaba ya el puto paquete, estaba hasta las narices y todo por una mierda de dinero. Se puso la chaqueta y salió de casa dispuesto a tomarse algo para calentarse un poco.

—De momento van cumpliendo con el guión, la verdad es que son muy disciplinados —comentó con sorna uno de los policías que se sentaba alrededor de la mesa de reuniones aquella noche.

Rivas asintió, mostrándose de acuerdo con su compañero. Aquella misma tarde, Aurelio José Revilla Ruiz había ido a recoger a Ramiro Díez. Habían podido verlos a distancia, sentados ambos a una mesa del McDonald’s de Sants, hablando muy serios y haciendo continuas llamadas telefónicas. Los siguieron cuando ambos subieron al coche de Aurelio José y pusieron rumbo al Poble Sec, donde vivía Richard Antonio. En más de una ocasión estuvieron a punto de perderlos en las estrechas calles del barrio al temer se descubiertos. El coche finalmente se detuvo frente a un edificio antiguo de obra vista del que salió Richard Antonio, vestido con un jersey polar verde fluorescente y unos pantalones de chándal blancos. Una indumentaria discreta para un día de febrero, comentaron los policías. Subió al coche, y los tres salieron de la ciudad. Por las conversaciones telefónicas previas habían supuesto que su destino debía de ser la casa de Yorly Cienfuegos, en Castelldefels, y no se equivocaron.

Una de las características del grupo era que, a pesar del dinero que movían, no poseían nada a su nombre. Desde luego, ninguno de ellos, salvo Yorly y Jaime Garrido, tenía trabajo conocido, pero es que tampoco usaban grandes coches de marca ni vivían en mansiones. La vivienda de Yorly, el único casado y con familia, era una casa de alquiler que debía de tener unos cuarenta años, de dos plantas y con un pequeño jardín y piscina, pero sin lujos ni estridencias. Rivas pensaba que probablemente el dinero debían de gastárselo fuera del país, ya que habían detectado numerosos viajes por toda Europa y también a Sudamérica. Su vida consistía en continuas idas y venidas y, eso sí, buenas comidas y copas en los lugares de moda de Barcelona. La idea era pulirse la pasta, al menos entre los miembros menos relevantes del grupo.

La entrega que el Emperador tenía que recoger, en cambio, no se había realizado, por lo que estaban seguros de que llegaría al día siguiente. Pensaban que sería una muestra de la droga que venía de camino. Ya habían comprobado que no le hacían ascos al hachís o incluso a la marihuana si era necesario en épocas difíciles, pero la coca daba más dinero.

Desde ese momento tenían que coordinarse con los Mossos d’Esquadra, la Policía Portuaria y la Guardia Civil. Así, la reunión en la que llevaban ya dos horas era larga y trabajosa, pero por el momento todo parecía ir según lo previsto.

Aunque había algo que preocupaba a Rivas y que este había comentado con el inspector jefe en varias ocasiones. A pesar de tenerlo todo atado —intervenciones telefónicas correctamente realizadas, testigos directos y los propios seguimientos—, no podían demostrar, al menos por el momento, que Marcos de Sola era realmente el cerebro de la operación. Estaban seguros de ello por la presencia del Cubano, si bien no tenían ninguna prueba. Habían detectado llamadas a Carlos que provenían de un móvil desconocido, siempre el mismo. De Sola estaba muy vigilado en prisión, y las pocas visitas que recibía tampoco habían aportado ninguna luz. Aun así, estaban seguros de que todas las órdenes las daba él. Esperaban que en los tres días que faltaban hasta la llegada del barco consiguiesen dar con algo definitivo que lo relacionase, pero era cuestión de suerte.

En un papel lleno de diagramas donde aparecían todos los implicados, Rivas empezó a dibujar mientras escuchaba a los demás. No lo hacía mal, y cuando era pequeño su madre quiso que tomara clases en serio, a lo que se negó en redondo y siguió dibujando a su aire. De mayor pensó que quizá habría disfrutado aprendiendo la técnica, pero no se reconocía talento suficiente para vivir de ello y prefirió ser policía, en contra de los deseos de sus padres, que se quedaron estupefactos cuando les anunció sus intenciones. En el fondo creía que su padre, tras la sorpresa inicial, sintió alivio al conocer su decisión, ya que consideraba que necesitaba disciplina e implicarse realmente en algo. Quizá su padre no se había equivocado; su trabajo le gustaba, a pesar de que con los años se iba haciendo más duro, más difícil y a la vez más frustrante.

Sin pensar empezó a dibujar objetos diversos: una grapadora, un bolígrafo, un cubo y, en una esquina, la cara de una mujer, la cara de Inés. Los primeros días después de su muerte, se encerró sin salir para nada; apenas comía y vació todas las botellas de alcohol que encontró en el piso. Para no volverse loco empezó a recrear su rostro, su cuerpo, todas las expresiones de su cara una y otra vez, llenando hojas y hojas de los cuadernos de dibujo que tenía. Hasta que un día, tres semanas después de haberla enterrado, se despertó en el suelo del comedor donde se había quedado dormido y miró a su alrededor. Por todas partes había botellas vacías, papeles arrugados y cientos de esbozos de ella. Se levantó como pudo, los puso en una gran bolsa de basura en la que apenas cupieron y la cerró con cuidado. Se fue al cuarto de baño, se metió desnudo en la bañera y lloró como un niño no sabía cuántas horas, hasta que no le quedaron lágrimas, hasta que pensó que no podía sentir más soledad ni más pena, ni sentirse más culpable por lo que había pasado. Allí lo encontró su hermana cuando consiguió abrir la puerta, y al verlo se asustó. Rivas la miró y solo fue capaz de decirle: «Lo siento tanto… Yo tengo la culpa», y ella lo abrazó y se lo llevó a su casa.

Quisieron que hiciera terapia, pero se negó en redondo. Necesitaba trabajar y la terapia se la haría él mismo. Dejó de beber de golpe y también de dibujar. Era ahora, en la sala de reuniones, la primera vez que tenía un lápiz en las manos después de casi dos años y la sensación fue buena. Contempló la cara de Inés dibujada en el papel y, a pesar de que era una cara triste, sintió consuelo. Nunca sería capaz de superar su muerte, él había tenido la culpa y con ello debía vivir, no había más.

Alzó la cabeza y vio que todos los ojos estaban fijos en él, alguien le había hecho una pregunta.

—¿Perdón? —dijo—. No le he oído, estaba pensando.