Domingo, 1 de febrero
En cuanto Enda Rivas puso el pie en el aeropuerto y encendió el móvil, después de catorce horas de vuelo en las que no había podido descansar demasiado y se había leído y releído todos los periódicos y las revistas que le dieron en el avión hasta quedar harto, empezaron a saltar los mensajes y las llamadas perdidas. Estaba claro que el inspector jefe Rodrigo no destacaba por ser un hombre paciente.
Recogió su bolsa de viaje y se fue directo a buscar un taxi que lo llevara a casa. El reloj indicaba que ya era hora de comer, pero su estómago no se había enterado. Odiaba los vuelos largos, pero últimamente no paraba. Estaba muy bien colaborar con las fuerzas de seguridad de otros países, esta vez de Colombia, pero en ocasiones tenía la impresión de que hacía de diplomático y no de policía. Resultaba más complicado entender los protocolos de actuación de cada país y andar con pies de plomo para no herir susceptibilidades que hacer trabajo de calle, lo que empezaba a echar de menos. En un mundo cada vez más globalizado, la colaboración internacional era imprescindible si se querían poner trabas a la delincuencia, que siempre iba por delante de todos. Las fronteras no existían más que en los mapas del colegio y en la mente de algunos; ahora el planeta era un todo en el que podías estar cobrando dinero sucio en Nueva York y gastártelo en París a la hora del almuerzo, o recorrerte medio mundo sin moverte del sofá a través de la red, colocando el dinero en cuentas de países que nadie conocía.
Su facilidad para los idiomas y su gusto por moverse sin ataduras le habían dado la posibilidad de ir más allá de las cuatro paredes de la comisaría. Eso, y la oportunidad que le brindó el inspector jefe Rodrigo después de lo que sucedió hacía casi dos años. El recuerdo de Inés empezaba a ser cada vez más lejano, pero todavía tenía pesadillas en las que se despertaba sudando y gritando su nombre, y volvía a verla tendida en la acera con una gran mancha de sangre bajo el cuerpo y la melena extendida en abanico.
Cuando bajó del taxi, se subió el cuello de la chaqueta; hacía frío, más de lo habitual para un invierno en Barcelona. Empezó a andar con la bolsa en la mano. Tenía por costumbre pedir siempre que lo dejasen algunas calles antes; ya no sabía si por deformación profesional o por pura manía, pero prefería observar a su alrededor antes de entrar en casa.
Había poca gente sentada en las terrazas para tomar el aperitivo del domingo. Algunos transeúntes lo miraron un tanto intrigados al pasar por su lado. Era el único bronceado por el sol. Llegó al portal de su edificio, abrió con la llave y subió la escalera hasta el último piso. Entró en casa, contento de estar de vuelta, y con un suspiro soltó la bolsa en el suelo. Todo estaba como lo había dejado hacía un mes. Tras la muerte de Inés vendió el piso donde vivían. Le costó bastante encontrar este, sencillo pero amplio y luminoso, en la otra punta de la ciudad, en el barrio de Sagrada Familia. La decoración era funcional, y las únicas fotografías que había eran de su sobrino. No había sido capaz de tirar las de Inés, sino que las había guardado en una caja de cartón que colocó en el fondo del armario y no las había vuelto a mirar.
Fue a abrir el balcón para ventilar y le sonó el móvil. Miró el número y supo que tocaba seguir trabajando. Ni siquiera unas horas de descanso.
—Hola, jefe, me pillas llegando a casa, acabo de bajarme del avión. No me digas que también trabajas en domingo.
Había olvidado que la tarde de los domingos era el momento por excelencia en el que todo el mundo parecía recordar que tenía un familiar o un amigo ingresado en el hospital. En algunos pasillos, la sensación era de patio de recreo, ya que muchos niños corrían y jugaban sin que ningún adulto se molestase en llamarles la atención. Anna pensó que si fuese enfermera saldría de vez en cuando a soltar un grito.
Llevaba todo el fin de semana dando vueltas a los datos que tenían sobre el caso de Roger. La tarde anterior había conseguido hablar con tres de los amigos que aparecían en su agenda de teléfonos y no aportaron nada relevante. Iban a la misma clase y compartían aficiones: consolas, películas y cómics. Ninguno entendía lo que le había pasado, y aseguraron que no había problemas con otros chicos del instituto o del pueblo. Ella se había cuidado mucho de revelarles la versión de Roger. Lo único que le llamó la atención es que casi no sabían nada de Lena. Uno de los amigos, Javi, comentó que la primera vez que la había visto fue una tarde que Roger y él volvían de casa de Marta de hacer un trabajo. Recordaba que Roger se había quedado muy sorprendido. En las ocasiones en las que había ido a casa de Roger a echar alguna partida de videojuego y Lena ya vivía allí, solamente la había saludado al entrar, nada más.
Llegó a la habitación de Roger y llamó suavemente. Esperó unos segundos y la puerta se abrió. Una mujer con el cabello oscuro rizado recogido con una pinza y cara de cansancio la miraba inquisitiva.
—Buenas tardes. ¿Es usted la madre de Roger? Soy la cabo Anna Milà, de Mossos d’Esquadra. Estoy encargada del caso de su hijo —le dijo tendiéndole la mano.
La mujer reaccionó y salió al pasillo.
—Sí, soy Margarita, buenas tardes. El niño está durmiendo, le ha subido la fiebre, no ha pasado buena noche.
—Oh, pensaba que se encontraría mejor. ¿Qué ha dicho el médico?
—Bueno, ya sabe lo que pasa, en domingo solo está el de guardia, y por aquí no ha venido nadie. Le han dado algo, pero la temperatura no le acaba de bajar del todo. Tengo miedo de que haya una infección o algo parecido. Hasta mañana no nos dirán nada.
Se dirigieron a las sillas de plástico del pasillo. Anna observó que Margarita se sentaba llevándose las manos a la espalda y haciendo un gesto de dolor. Vestía un pantalón de chándal y una sudadera que le venía grande. Era delgada y menuda, con la piel blanca que había heredado Roger. Era el único parecido con su hijo ya que este, como Anna había comprobado, era igual que Antonio.
—Me duele todo —le comentó Margarita—. Esto de dormir en las butacas del hospital acaba con cualquiera.
—Sé lo que es eso. A mí también me ha tocado pasar días de hospital.
Margarita asintió.
—Después de lo de mi madre, ahora esto, así que ya llevo una temporada… —Se quedó callada unos segundos. Luego clavó los ojos en Anna—. Quiero hablar seriamente con ustedes. ¿Cómo es que esa tipa no está ya en la cárcel? Es muy grave lo que le ha hecho a mi hijo, ¡podría haberlo matado!
—Estamos avanzando en la investigación —le respondió Anna con cautela—. Piense que hasta ayer su hijo no acusó a la novia de su padre. Cuando hablé con él la primera vez, declaró que habían sido unos encapuchados que querían robarle. He venido hoy para ver si me puede dar más detalles.
—Pues no sé, hoy no lo veo muy fino, ya le digo que ha dado un bajón.
Anna decidió cambiar de táctica.
—¿Qué sabe de la novia de su exmarido? —le preguntó.
Margarita dio un suspiro.
—Nada, ¿qué voy a saber? Que Antonio es un inútil y que le ha faltado tiempo para meter una fulana en casa y encima querer casarse con ella. No tenía que haber dejado que Roger fuera a vivir con él, pero el niño insistió tanto… Quién iba a pensar que pasaría esto —concluyó con amargura.
—¿Le habló Roger de cómo era su relación con la pareja de Antonio?
Margarita dudó antes de responder.
—La verdad es que no hablábamos mucho. Yo lo llamaba una vez a la semana para preguntarle cómo estaba, pero es de pocas palabras. Sí me dijo que su padre iba a casarse con esa, que era prostituta, con dos hijos en Rumania y que se los traería a España. Nunca me comentó que tuvieran problemas o que se llevasen mal.
—¿Qué le ha contado sobre lo que le pasó el jueves por la noche?
—No mucho. —Margarita se echó hacia atrás en la silla—. Salió de casa con esa mujer, que le dijo que era una noche muy buena para ver las estrellas. A Roger le gustan esas cosas desde pequeño; el año pasado su padre le regaló un telescopio, con lo caros que son esos trastos, no sé cómo hizo para pagarlo. —Meneó la cabeza y continuó—. Se lo llevó hasta el camino que cruza el bosque y después de andar un rato le dijo que mirara al cielo, se le acercó y le cortó en el cuello. Ella se marchó corriendo y él siguió el camino hacia Taulera hasta que no pudo más. Si no lo hubieran encontrado… —Se estremeció—. No quiero ni pensarlo.
—Bueno, es más de lo que nos había contado hasta ahora, pero tendremos que contrastarlo con él —le explicó Anna.
—Desde luego. Oiga, esto no puede quedar así —insistió Margarita—. Quiero buscar un abogado que haga lo que sea para que esa fulana pague por lo que ha hecho. Mire —dijo volviéndose a Anna—, reconozco que no soy la mejor madre del mundo, que he tenido descuidado un tiempo a mi hijo, pero no estoy dispuesta a que le pase nada. Se vendrá conmigo, y su padre que se olvide de él.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, que intentó retener con esfuerzo.
—¿Sabe una cosa?, desde que estoy aquí me he dado cuenta de que mi hijo es lo único que tengo, que es lo único bueno que he hecho en la vida, y casi me lo quitan. Qué pena que tenga que pasar algo así para darse cuenta de las cosas, ¿no cree?
A Anna no le pasó por alto que Margarita estaba agotada y que todo aquello empezaba a desbordarla. Aun así, decidió hacer un último intento.
—¿Le importa si entro un momento por si puedo hablar con Roger? —le preguntó.
—No sé… —Margarita dudó y finalmente se levantó—. Vamos, quizá está mejor.
Entraron en la habitación en penumbra. Roger estaba en la cama, tapado hasta la cabeza, solo se le veía un poco de cabello. Su madre se acercó, con delicadeza, apartó la sábana y le puso la mano en la frente. Musitó: «Está caliente», y lo destapó hasta la cintura. Su hijo se dio la vuelta y suspiró. Estaba profundamente dormido y no se despertó. Llevaba un pijama azul cielo, al menos dos tallas más grandes de la suya, y parecía perdido en él. Margarita miró a Anna y le susurró:
—No lo veo bien, tendrá que volver en otro momento.
—Sí, sí, no se preocupe —le contestó Anna—. Lo importante es que se recupere del todo y pueda salir del hospital.
—Ojalá —dijo Margarita—. Esto es una pesadilla.
A César Augusto no le gustaban los recaderos. Como buen «señor» prefería entenderse siempre con los jefes antes que con intermediarios, aunque si eso suponía no tener que ver al Cubano, ya le parecía bien.
Cuando salió del bar cercano a su casa en el que se había tomado la copita de la tarde como todos los domingos, se le acercó un tipo que andaba mal vestido y sucio, con una gorra de los Lakers de la que asomaba el pelo desgreñado. Parecía que iba a pedirle limosna, y César se apartó instintivamente. A pesar de su rechazo, el sujeto se le aproximó de nuevo.
—Emperador —lo llamó—, te traigo un recado del Cubano.
César se detuvo y miró a su alrededor, no había nadie más en la calle. Se acercó con cautela al individuo, que olía a suciedad y a miseria. Probablemente era un yonqui, se dijo al observar su delgadez y su mirada ansiosa.
—El Cubano me ha dicho que te busque —continuó con voz ronca el tipo.
—¿Qué quieres? Tengo que marcharme, suelta pronto lo que sea.
—El Cubano dice que mañana no te muevas de casa, que van a traerte el paquete y que lo llames en cuanto llegue.
—Dile que ya lo sé —le respondió con expresión de fastidio César—. No hace falta que me envíe recaderos para recordarme las cosas.
—Yo solo soy un mandado —se defendió el sujeto—. Tú verás, pero también me ha pedido que te diga que si fallas… —Y se pasó el dedo por el cuello.
—Vale, vale. —César se apartó, sin poder evitar asustarse un poco. Tenía muy presente su trabajo del lunes, no pensaba buscarse más problemas de los que ya tenía—. Dile que voy a cumplir.
El otro asintió.
—Ya me dijo que soltarías eso y me ha dado una cosa para que te acuerdes de él.
Le tendió con su mano mugrienta una cajita de cartón que se había sacado del bolsillo de la chaqueta.
—¿Qué es esto? —preguntó César cogiéndolo con aprensión.
—Yo no sé nada, pero dice que te lo mires y que lo tengas en cuenta. Yo me voy, ahí te quedas.
Dio media vuelta y se marchó rápidamente, y César se quedó solo en la calle con la cajita en la mano. Levantó la tapa y vio que contenía algo envuelto en un pañuelo de papel. Aquello no le gustaba nada. Apartó con prevención el pañuelo y se le cortó la respiración. Era una oreja humana, o lo que quedaba de ella, ensangrentada y con varios cortes. Sintió náuseas y estuvo a punto de dejarla caer al suelo. Con manos temblorosas se guardó la caja en el bolsillo de la chaqueta y decidió que la tiraría en el primer contenedor que viese. No quería subir a su casa con semejante despojo. Solo le faltaba que alguien lo encontrara y que creyese que iba cortando orejas a la gente. «Joder», se dijo, «necesito otra copa».
Mientras preparaba mochilas y pensaba qué comida podría hacer el lunes, Natalia se decidió a asomar la cabeza por la puerta del despacho en el que su marido trabajaba febrilmente frente al ordenador.
Con el tono más alegre que pudo le preguntó:
—¿Cómo vas, cariño? Dentro de un rato estará la cena de los niños y luego preparo algo para nosotros.
Luis ni levantó la vista del ordenador. Natalia se le acercó por detrás y con dulzura le masajeó levemente el cuello.
—Trabajas demasiado, mañana no te tendrás en pie.
—Ya te lo expliqué. Dependo por completo de este proyecto, si no consigo acabarlo en un tiempo récord, ya puedo ir despidiéndome del trabajo.
Hablaba sin dejar de teclear, y Natalia notó la tensión en sus hombros y su espalda.
—Ya lo sé, pero si no descansas y no comes bien, no podrás seguir adelante mucho más.
—Mira, Natalia… —Luis dejó de teclear y se volvió con el ceño fruncido—. Pareces no entender las cosas cuando te las digo… o es que no escuchas. Déjame en paz.
Natalia estuvo a punto de gritarle lo primero que se le pasara por la cabeza o de descargar su ira de alguna forma, pero se contuvo. Durante unos segundos se quedaron mirando fijamente el uno al otro, y ella tuvo claro que si cualquiera de los dos decía en ese momento lo que pensaba, allí se habría acabado todo.
Así que dio media vuelta y salió de la habitación mientras las lágrimas le empañaban los ojos. Antes de cerrar la puerta, volvió a oírse el tecleo en el ordenador.
Los niños jugaban en el salón. El pequeño estaba en el parque, la mayor recogía todos los muñecos que él lanzaba afuera y ambos se morían de risa. Se detuvo a observarlos, enternecida, sin darse cuenta de que le resbalaban unas lágrimas. Notaba el estómago encogido y una profunda tristeza la invadía. La niña levantó la cabeza y la miró.
—Mami, ¿por qué lloras, te duele la tripa?
Natalia se secó rápidamente las mejillas con el dorso de la mano e intentó esbozar una sonrisa.
—No pasa nada, Clara, solo estoy cansada. Vamos a cenar. ¿Te apetece una tortilla?