Jueves, 5 de febrero
—Hola, Jimbo, sí que has llegado puntual.
Jaime Garrido miró a su interlocutor por encima de la taza de café que se estaba tomando y dijo:
—Haz el favor de no llamarme Jimbo, tío, que suena a elefante de película americana.
—Vale, vale, no te ofendas…
Aurelio José Revilla se sentó a su lado en la barra. A pesar de que el local estaba situado en pleno paseo de Gracia de Barcelona, al ser tan temprano no había todavía mucha clientela y, pensó Jaime, pasarían desapercibidos. Aunque no fuera eso lo que pretendía su «colega».
Aurelio no era muy alto pero sí muy musculoso, ya que pasaba horas en el gimnasio. Le encantaba vestir de marca y, sobre todo, que se notara. Esa mañana llevaba una chaqueta de piel de Armani, un pantalón de Hugo Boss y zapatos Lotusse, como mínimo; solo faltaba que les hubiera dejado colgada la etiqueta con el precio. A Jaime le desagradaban los tipos que se gastaban el dinero en ropa cara por hacer ostentación de ello, pero no le correspondía a él escoger a las personas con las que tenía que «trabajar». Además, en los últimos meses Aurelio estaba un poco raro. Costaba localizarlo, y no le extrañaría que anduviera en otros negocios de los que no había dicho nada. «Allá él», pensó. «Ya se las entenderá con Carlos».
—Veo que has ido de compras —le dijo—. Supongo que los calzoncillos también son de firma, para no desentonar.
—¡Hombre, eso ni dudarlo! —Aurelio hizo una mueca—. Pero no te los voy a enseñar, tío, me lo reservo para las nenas. Voy como un señor. —Se echó hacia atrás el cabello rizado y perfectamente cortado que le había caído sobre la frente.
Jaime, que estaba absolutamente calvo, le lanzó una mirada envidiosa y dijo:
—Bueno, no hemos quedado para hablar de trapos. Mañana tendrás que llevar a Richard y a Yorly a la nave. Calculo que por la tarde, pero no sé decirte la hora todavía.
—¿Me toca hacer de taxista? Yo pensaba que los llevarías tú —se quejó Aurelio e hizo una seña al camarero—. Un café solo.
—Tengo que estar pendiente del papeleo con los de aduanas toda la mañana, a mí es a quien le toca lo más complicado. —Dio un resoplido—. No sabemos cuánto tardarán en descargar.
Aurelio asintió. El camarero se acercó con el café. Solo cuando se hubo alejado preguntó:
—¿De cuánta pasta estamos hablando esta vez?
Jaime, en voz baja y dirigiéndose a su propia taza, contestó:
—De mucha. —Lo miró de reojo—. Pero como algo salga mal, no vas a ver un céntimo y el Cubano nos cortará los huevos a todos. Así que ya sabes: hoy a dormir prontito y mañana te doy un toque. Y os quiero puntuales, a la hora que yo os diga.
—Vale, vale… Veo que estás nervioso —apostilló con sorna Aurelio.
—Ni nervioso ni hostias, esto es muy gordo y hay que hacerlo bien. Así que no me hinches las narices. —Se levantó y, mientras se ponía la chaqueta, añadió—: Pagas tú, yo me largo. ¡Ah…! —Se llevó discretamente la mano al bolsillo y bajó la voz—. Toma, un móvil nuevo con otro número. Hoy y mañana solo hablaremos por este. Tienes en la agenda todos los que necesitas.
Aurelio se lo guardó con un gesto rápido en el bolsillo del pantalón.
—¿Hay problemas?
—No lo sé, son órdenes del Cubano, pero creo que es cosa de Ramiro. Recuerda, mañana por la tarde.
Jaime salió subiéndose la cremallera de la chaqueta. Estaba bastante nervioso. No le acababa de gustar cómo iba todo, y para colmo el Cubano se había cargado a un tío sin que hubiera puñetera necesidad; por fuerza la policía estaría husmeando, y solo faltaba que el rastro los condujera hasta ellos. Maldito Cubano… Desde que había aparecido el hijo puta de Ramiro, había cambiado; se había chalado, como si ya no supiera cómo se hacían las cosas aquí en vez de en Colombia, y los estaba poniendo a todos en peligro. «Mierda», pensó. Tenía un mal presentimiento.
Anna andaba deprisa por la comisaría. Tenía que mandar urgente el fax al Registro Mercantil, ya lo había intentado en dos ocasiones y no había habido manera. Tal vez, por fin, disponían de una pista sobre los robos de coches. A primera hora le habían pasado la llamada de un señor muy insistente que, le contó, había observado que circulaban vehículos de diferentes modelos por el polígono industrial de Sant Agustí en las últimas semanas. Le había extrañado, ya que la mayor parte del polígono estaba vacío y casi no había actividad, y por eso estuvo vigilando todavía más. Justo hacía dos tardes vio que metían uno en una nave que él sabía desocupada. A su pregunta respondió que todos le parecían nuevos, «como recién salidos del concesionario». Precisamente la característica común de los catorce vehículos que habían sido denunciados como robados durante los tres últimos meses.
Dobló la esquina del pasillo con la vista fija en los papeles y casi tropezó con el sargento Cortinas.
—Oh, lo siento —se disculpó—. No miraba por dónde iba.
—¿A qué tanta prisa?
—Estoy con lo de los robos de coches. Anteayer denunciaron otro más, un Ibiza nuevecito. La propietaria estaba que se le saltaban las lágrimas. Tenemos una pista y… ¡a ver qué saco!
—¿Y Víctor?
—Ha ido a un seminario.
—Es verdad —recordó el sargento—, ayer me lo comentó. ¿Y lo del chico?
—Ninguna novedad. Entregué el atestado, y hoy la juez Valle tomará declaración a la imputada. Estoy un poco frustrada con este tema —reconoció.
—Si no tenemos más datos, no podemos hacer nada. De todas formas todavía es pronto para dar el caso por cerrado.
—No creo que vayan a cerrar la instrucción de inmediato, sargento, pero tampoco queda mucho…
—No te obsesiones con ello —le aconsejó él—, es lo peor que puedes hacer. Y ahora, Anna, a centrarse en el tema de los coches, que ya dura demasiado.
—Sí, soy consciente. Aunque creo que podremos empezar a saber algo mañana mismo, en cuanto me respondan esto. —Y agitó los documentos que llevaba en la mano.
—Ya me contarás. Y no te preocupes —le dijo mientras se alejaba—, que al final todo se desenreda más fácilmente de lo que parece.
—Espero que tenga razón, sargento —musitó Anna para sí.
—Paloma, voy a decirles a los abogados que entren un momento y les comentaré lo de la orden de alejamiento en favor de Roger antes de que pase la señora Muratovic. —Sofía se llevó la mano a la frente y se volvió—. Natalia, ¿has imprimido la información de derechos para la madrastra?
—Es la segunda vez que me lo preguntas —le respondió su amiga sin levantar la vista de la pantalla del ordenador—. La he dejado aquí, junto a la impresora.
—Vale, perdón, no te había oído. Es que ya no sé dónde tengo la cabeza.
—Para que lo sepas —dijo la fiscal mientras se acomodaba en una de las sillas dispuestas frente a la mesa de Sofía—, yo te pediré que Lena Muratovic no pueda acercarse a Roger a menos de mil metros ni comunicarse con él por ningún medio.
—De acuerdo, Paloma.
Fue hasta la puerta e hizo pasar a los dos abogados: Luis José Álvarez, que defendía a Lena, y Antoni Roig, contratado por la madre de Roger. Después de que Sofía les explicara lo que solicitaba la fiscal, Álvarez comentó:
—Puedo entenderlo, ya que se trata de un menor, pero, seamos sinceros, no hay más que la palabra del chico contra la de mi cliente.
—Ya lo sé, letrado —le dijo Sofía—, pero por prudencia en este momento es lo más correcto. De todos modos, haremos primero la comparecencia y después decidimos.
—Bien, tengo que hablarlo con mi cliente. Gracias, señoría. —Álvarez salió del despacho.
Minutos después volvía a entrar acompañado de Lena. Sofía solo sabía de ella lo que Anna le había contado y, sentada ante su mesa, con Natalia a su derecha, la observó con curiosidad. A primera vista nadie habría dicho que hasta hacía poco se dedicaba a la prostitución. Vestía una parka blanca, pantalones tejanos, botas bajas y un jersey de color azul oscuro, llevaba el cabello rojizo recogido y se había maquillado poco. Aparentaba ser una sencilla ama de casa que no sabía qué hacía en un juzgado. Sin embargo, la expresión de su rostro era dura y la de sus ojos, vigilante. Como un animal de presa en territorio hostil.
Una vez que hubo tomado asiento frente a la juez, Natalia le informó de sus derechos como imputada y sobre el asunto por el que había sido citada a declarar. Lena asentía sin decir palabra, y firmó el impreso con una rúbrica pequeña y corta. Luego irguió la espalda, clavó su mirada en Sofía directamente y, en un tono seco, dijo:
—No voy a declarar nada ni contestar a las preguntas de nadie. Ya me interrogaron en comisaría y no tengo más que añadir. Y lo del alejamiento, me da lo mismo, haga lo que quiera. No voy a acercarme a ese niño.
Álvarez, que se había sentado a su lado, puso cara de desconcierto y miró a Sofía como queriendo disculparse por la situación.
—Perdón, señoría —dijo—, ¿puedo hablar un momento reservadamente con mi cliente?
—Sí, letrado, no hay problema. Salgan si quieren.
Lena se levantó y abandonó el despacho sin mirar a nadie, seguida por su abogado.
—He de reconocer que me ha sorprendido. —No pudo evitar decir Sofía en cuanto la puerta se hubo cerrado—. No pensaba que se negase a declarar.
—Iba a hacerlo. —Antoni Roig miró a la fiscal, que tenía sentada a su lado, y a Sofía, y se explicó—: Estuve hablando fuera con el compañero antes de que ella llegara, y me contó que habían acordado que ella declararía, explicaría lo que había sido su vida desde que se vino a este país y daría su versión. —Se encogió de hombros—. No lo entiendo, con la suerte que ha tenido… Álvarez es uno de los mejores, puede serle de gran ayuda.
—No sé, ¿quizá se ha sentido intimidada ante tanta gente? No sería la primera —apuntó Natalia.
—Ya tiene experiencia en declarar en el juzgado y en comisaría. —Paloma estaba hojeando su copia del expediente—. Aquí consta que ha sido detenida en dos ocasiones y que en ambas se han seguido procedimientos penales.
Sofía se había quedado pensativa.
—No me pareció intimidada —dijo finalmente—. Es una luchadora, y creo que pocas cosas le dan miedo.
Se abrió la puerta y Álvarez entró de nuevo en el despacho, solo. Se lo veía agobiado y apurado.
—Mi clienta está absolutamente empecinada en no declarar, señoría. He intentado por todos los medios que se aviniese a contestar al menos mis preguntas, y no quiere. Le he insistido en que sería lo mejor para ella, pero no hay forma.
Sofía asintió.
—Bien, no podemos hacer otra cosa —dijo—. Que nos firme su declaración, o más bien su «no declaración», y hagamos la comparecencia de la orden de alejamiento. En estas condiciones, letrado —añadió dirigiéndose a Álvarez—, voy a acordarla seguro. Pídale a su cliente que pase.
—Sí, sí, tan solo me opondré formalmente y ya está. —Se dirigió a la puerta, la abrió y Sofía le vio hacer una seña con la mano.
Lena entró y se sentó en la misma silla que antes, con la espalda muy erguida y los labios apretados, como si tuviera miedo de que involuntariamente fuera a escapársele alguna palabra.
La fiscal alegó las razones por las que estimaba conveniente la orden de alejamiento, a las que se sumó Roig, el abogado particular de la madre de Roger. Como ya había avisado, Álvarez se opuso, señalando que no había razones de peso para acordarla salvo la propia declaración del menor. Natalia imprimió el acta, en la que constaba todo lo que se había dicho, y se la mostró a Lena, que se limitó a mirarla por encima y la firmó. Luego se levantó y salió rápidamente sin esperar a su abogado. Los demás firmaron a su vez el acta y Natalia repartió las copias.
—Una defensa difícil, ¿no, compañero? —comentó Roig a su colega mientras se ponía en pie y guardaba sus papeles en la cartera.
—La verdad es que sí —reconoció Álvarez, apesadumbrado—. Hay que defenderla a pesar de sí misma.
—Esto es el pan nuestro de cada día, si hubiera que depender del cliente para hacer bien el trabajo… —Le dio unos golpecitos en el hombro.
—Es cierto, a veces los clientes son un obstáculo… —Paloma se puso en pie y se dirigió a Sofía—: Estaré en el despacho por si me necesitas.
—De acuerdo, enseguida tendré hecha la orden —le respondió Sofía, mientras la fiscal se despedía de los abogados con un apretón de manos—. Señores letrados, si pueden esperarse o volver dentro de un rato, en quince minutos máximo se la notificamos.
—No se preocupe, señoría —dijo Álvarez—. Yo he de ir a otro juzgado y creo que el compañero también tenía un juicio en el edificio, ¿verdad, Antoni? —Roig asintió y se dirigió hacia la puerta—. Ya pasaremos luego. Espero que mi clienta me haya hecho caso y me esté esperando en la entrada. Había venido acompañada del padre del chico.
Roig, que ya tenía la mano en el pomo, se volvió hacia su colega y Sofía.
—Hay cosas que no entenderé nunca —empezó—. El hombre este, ¿sigue viviendo tan tranquilo con esa mujer? Yo no podría, hay que tener estómago.
—No creo que esté tan tranquilo —dijo Sofía—. Quizá es que no sabe qué hacer.
Margarita colgó el móvil, satisfecha, y lo guardó en el bolso.
—Roger, me acaba de llamar el abogado y me ha dicho que han hecho una orden de alejamiento de la mujer esa. No se puede acercar a ti a menos de mil metros, ni puede llamarte por teléfono ni mandarte ningún mensaje.
Su hijo continuó leyendo la revista de juegos de ordenador sin levantar la mirada siquiera.
—¿Qué te parece? —le preguntó Margarita—. Es una noticia estupenda, ¿no?
—Sí, bueno —dijo Roger cerrando la revista y mirándola por fin—. No está mal.
—¿No está mal? Vamos, es lo mínimo, y ya veremos más adelante. Por fin mañana saldremos de aquí y nos marcharemos a casa. El lunes tengo que volver a trabajar y tú al colegio, que ya debes de tener ganas, ¿no? —Le sonrió.
—Pues no tengo ninguna —le contestó malhumorado su hijo—. Me da mucho palo tener que ir al cole otra vez.
—A ver, es lo que toca, cada uno lo suyo. —Margarita fue hacia el armario de la habitación y empezó a repasar la ropa.
Roger se quedó callado, estirado en la cama y con la vista clavada en el techo. Al cabo de un rato dijo:
—Mami, ahora que Lena se va a marchar, ¿no podría seguir viviendo con papá… como antes?
Margarita se volvió en redondo y lo miró atónita, incapaz de creer lo que estaba oyendo.
—¿Qué dices? Después de todo lo que te ha pasado, ¿prefieres regresar a esa casa a estar conmigo en Barcelona? —Sentía que se sulfuraba por momentos.
—En el cole de Sant Agustí tengo amigos, ¿sabes? Y yo estaba bien con papá…
—Pero ¡bueno! ¿Tú te has vuelto tonto o qué te pasa? ¡Parece mentira! Te he dicho que la mujer esa no se puede acercar a ti, pero ella sigue viviendo con tu padre, que lo sepas.
—Ah, ¿sí? —Su hijo se incorporó y la miró—. Eso no me lo habías contado.
—Pues ni falta que te hace saberlo. —Tenía lágrimas en los ojos y habló acaloradamente—. Ya está bien, Roger, he venido aquí contigo, te estoy cuidando, me estoy desviviendo por ti, arreglándolo todo para que puedas tener una vida normal, ¿y me pagas diciendo que quieres ir a vivir otra vez con el inútil de tu padre?
—Bueno, mami, no te preocupes. —Roger se acercó a ella y la abrazó—. Es que estoy harto de estar aquí.
Margarita lo estrechó con fuerza contra ella.
—Vale. Ya verás, cariño, todo nos irá perfecto y lo pasaremos bien. —Lo apartó un poco y, con la mano, se limpió las mejillas. Esbozó una sonrisa trémula—. Recuperarás a tus amigos de Barcelona y podrán venir a verte a casa.
—Sí, mami —le contestó su hijo con el rostro inexpresivo—. Lo que tú digas.
Anna llegó al local de Manolo hacia mediodía; dudaba mucho que hubiese clientes a esa hora, pero sabía que los jueves abrían antes, como anticipando el fin de semana. Después de conseguir enviar el fax al Registro Mercantil, de hacer un par de llamadas y de echar un vistazo por el polígono de Sant Agustí, sin resultado alguno, había decidido de improviso pasarse por el Club Girls. Era lo único que se le había ocurrido para tratar de averiguar algo más sobre Lena. No lograba sacársela de la cabeza.
Aquel antro seguía igual de deprimente que siempre, pensó al entrar, pero al menos lo tenían bien caldeado. Manolo estaba detrás de la barra y observaba las botellas expuestas con los ojos entornados, como evaluando si quitarles o no el polvo, y su mujer tenía abierta la caja registradora y ordenaba los billetes en montoncitos.
—Buenos días —dijo Anna—. Parece que el negocio va bien, ¿no? —añadió con sorna mientras se acercaba a la barra.
—Buenos días, señora agente —respondió la mujer de Manolo—. No crea, que tampoco va tan bien. Nosotros también notamos la crisis.
—¡No me diga! A juzgar por lo que veo ahí amontonado, poca crisis les afecta.
—Esto no es para nosotros, no —le aseguró muy digno Manolo—, que la mayoría es para pagar los impuestos y las licencias. Aquí cumplimos siempre con la ley, ya se lo dije al otro agente.
—Estoy aquí por otro tema, no se preocupe.
—Si es por lo de la rumana, ya le dije a su compañero todo lo que sabía.
—Sí, lo sé, pero he venido por si podía proporcionarme información sobre dónde o con quién vivía, o darme el nombre de alguien que la conociera bien.
Manolo se encogió de hombros.
—Aquí no vivía, estaba en el pueblo.
—Compartía piso con dos chicas que también eran rumanas —intervino su mujer—. Una ya se fue, pero la otra sigue trabajando con nosotros. Se llama Martina, y el apellido empieza por Radu y no sé cómo sigue ahora, tendría que mirarlo en sus papeles.
—Me sería de gran utilidad.
Ella suspiró, sacó de debajo del mostrador una carpeta roja rebosante de papeles, sujeta con una goma, y cogió el primero.
—A ver, no veo nada… Manolo, dame las gafas de cerca, que no me aclaro con estas letras tan pequeñas.
—Trae, trae, ¡ya lo miro yo!
Anna esperó de pie mientras ambos se afanaban en revisar el montón de papeles. Prefería no mirarlos porque seguro que habría en ellos algo sancionable. En aquel momento se abrió la puerta. Al ver a la policía con el uniforme, el viejo Paco se quedó parado hasta que se decidió a entrar, aunque se sentó a una mesa lo más alejada posible de Anna.
—Aquí está. —Manolo alzaba un papel—. Se llama Martina Radu… Espere, que lo leo despacio: Ra-du-ci-o-iu. Y vive en la calle San Elías número diecisiete, bajos segunda, de Sant Agustí.
—Ya lo tengo. —Anna cerró su libreta y se la guardó en el bolsillo—. Se lo agradezco.
—Nosotros siempre colaboramos con las fuerzas de seguridad, señora —dijo Manolo hinchando pecho.
—Eso, eso —corroboró su mujer.
—Me parece perfecto, sigan así. Hasta otra —se despidió Anna mientras salía.
Subió al coche y condujo hasta las afueras de Sant Agustí. La calle San Elías era estrecha, de casas bajas ocupadas en su mayoría por inmigrantes o gente sin muchos recursos. Estaba en un barrio periférico y poco problemático salvo por alguna pelea los fines de semana. Desde luego, era el mejor sitio para las chicas de Manolo que no quisieran buscarse líos.
El número diecisiete era una casita de dos plantas, y en uno de los balcones superiores había un tendedero con ropa húmeda. «No es de extrañar, con este tiempo no se seca nada», pensó. Paró el motor y, abrochándose la chaqueta, bajó del coche. Llamó al interfono y enseguida una voz de mujer le contestó:
—¿Sí?
—Buenos días. Mossos d’Esquadra, ¿está Martina Raducioiu? Tengo que hablar con ella.
Se hizo el silencio. Al dar un paso atrás observó que, en la ventana que había a la izquierda de la puerta de entrada, una mano apartaba un poco la cortina. Anna volvió a pulsar el timbre y al cabo de unos segundos le abrieron. Una vez dentro de la finca vio en la pared izquierda una vieja puerta de madera entreabierta y llamó.
—Buenos días, ¿la señora Raducioiu?
—Sí, soy yo, pasa —dijo una voz aniñada con marcado acento extranjero.
Anna empujó la puerta y se encontró frente a una chica de cabello negro, grandes ojos y piel muy blanca vestida con un jersey rojo y unos leggins negros que acunaba a un niño en los brazos, tan pálido y de pelo tan oscuro como ella; no aparentaba más de veinticinco años y parecía asustada. Dio una ojeada rápida a la vivienda, que a simple vista constaba de esa única habitación, ya que a un lado había una cama y la cuna del niño y al otro una pequeña cocina. Una cortina tapaba, seguramente, la entrada al baño. A pesar de la pobreza y escasez de muebles, todo estaba ordenado y en el aire flotaba un aroma a colonia de bebé.
—Soy la cabo Anna Milà y he venido a hacerte unas preguntas. Tranquila —añadió al ver su expresión angustiada—, no es nada sobre ti, sino sobre una compañera de piso que tuviste.
La chica dio un suspiro de alivio y con un gesto indicó a Anna que se sentara en una silla mientras ella lo hacía en una mecedora bastante desvencijada. El niño tocaba el pelo de su madre y miraba intrigado a Anna con sus grandes ojos oscuros.
—Eres Martina Raducioiu, ¿verdad? —empezó Anna.
—Sí.
—Trabajas en el Club Girls, en las afueras del polígono industrial. —Martina asintió—. ¿Desde cuándo?
—Dos años. Sirvo copas —se apresuró a añadir.
—¿Vives sola?
—No —dijo al tiempo que negaba con la cabeza—. Vivo con mi novio, trabajaba en la construcción, ahora no hace nada.
—Además de tu novio, ¿ha vivido con vosotros una compañera de tu trabajo?
—Sí, con dos compañeras más.
—¿Dónde dormían? —le preguntó Anna.
—Allí. —Señaló con la cabeza la cortina en la pared más alejada—. Da al baño y a otra habitación. Aquí se está más caliente.
El niño dejó de mirar a Anna y enterró la cara en el pecho de su madre como queriendo dormir.
—Una de esas compañeras ¿se llamaba Lena Muratovic?
—Sí —le contestó Martina—. Una era Lena y la otra Cristina, se fueron las dos. Ya no trabajamos juntas.
—Háblame de Lena, ¿qué sabes de ella? —inquirió Anna.
—Bueno… —Parecía estar buscando las palabras, como si le costase encontrarlas o no deseara hablar más de la cuenta—. Somos del mismo país, estaba sola. Se marchó porque se iba a casar con un cliente del bar.
—¿Os llevabais bien?
Martina asintió sin mucha convicción, pero no dijo nada.
—Mira, Martina, estamos investigando a Lena y necesitamos que nos expliques algo sobre ella, tú que la conocías mejor. No sabrá que nos has contado nada.
La chica acunó a su hijo y miró a Anna con ojos asustados.
—Lena es una mujer muy… —Se interrumpió buscando otra vez la palabra. No dio con ella y recurrió a los gestos: frunció el ceño, apretó los labios y miró rabiosa—. Así —dijo.
—¿Se enfada mucho? —le apuntó Anna—. ¿Con genio?
—Sí, eso —afirmó Martina—, con mucho genio. Discutió con mi novio y él dijo que se fuera de casa. Ella gritaba «Llevo aquí más tiempo», y no se quiso ir. Empezaron a pegarse. —Había bajado la voz, angustiada, y abrazó más fuerte al niño—. Mi novio no le iba a hacer daño, pero ella no paraba, no paraba, y cogió un cuchillo y le cortó. —Se señaló el antebrazo—. Le salió mucha sangre.
—¿Avisasteis a la policía? —preguntó Anna.
—¡No! —exclamó—. Nos detendrían. Mi novio le dio una patada, le dijo que se fuera o llamaría a la policía. Le puso sus cosas en la calle.
—¿Qué pasó al final?
—Recogió todo y se fue muy enfadada. No sé adónde. —Calló de golpe.
—¿Ocurrió algo más? —La animó Anna.
Martina miraba a su hijo, que estaba ya durmiéndose y levantó la vista hacia Anna.
—Dos días después, mi novio tuvo un accidente con el coche. Se quedó sin frenos. Se rompió el brazo y ya no pudo trabajar. —Se le empañaron los ojos—. El coche quedó roto.
—¿Crees que Lena tuvo algo que ver? —le preguntó Anna.
—No sé, pero antes el coche estaba bien… y eso pasó cuando ella se fue.
El episodio cuadraba con la personalidad de Lena, al menos con lo que conocían de ella, pensó Anna.
—¿Has vuelto a verla?
—No, discutimos en el bar y después ella se marchó para casarse.
Martina se puso en pie y llevó a su hijo dormido a la cuna; se la veía frágil y muy joven. Volvió la cabeza hacia Anna y le dijo:
—No queremos más problemas. No digas lo que te he contado.
—No te preocupes, Martina —le contestó Anna levantándose para marcharse—, no pienso decir nada de esto a Lena. Gracias, y espero que consigas un trabajo mejor para poder cuidar a tu hijo.
Martina esbozó una sonrisa triste.
—Me gustaría mucho, pero no hay otra cosa.
Anna salió del piso y cerró la puerta tras de sí. Lo que acababa de oír le servía para confirmar la personalidad agresiva de Lena, que ya habían intuido. Además, enlazaba con lo que había averiguado Víctor: Martina debía de ser la chica con la que Lena tuvo la discusión en el club de Manolo.
Mientras arrancaba el coche y ponía la calefacción pensó que aquello apoyaba la versión de Roger: Lena era muy capaz de coger un cuchillo para lesionar a otra persona. Pero ¿por qué al hijo del hombre con el que iba a casarse? Esa era la pregunta que siempre terminaba haciéndose, y no le encontraba respuesta.
Llamaron suavemente a la puerta y Sofía levantó la vista.
—Hola, ¿puedo pasar? —Rivas asomaba la cabeza.
—Sí, sí. Justo estoy imprimiendo la autorización de la entrega vigilada y quería repasarla para ver si está todo correcto. Pase y siéntese, por favor.
El inspector entró y ocupó la misma silla en la que hacía poco se había sentado Lena.
—¿Cómo va la mañana? —le preguntó.
—Liada, como siempre, pero hemos terminado con las declaraciones. ¡Ah!, tenemos la orden de alejamiento del tema que le comenté, lo están notificando ya.
—¿El del niño del corte en el cuello?
Sofía asintió.
—Ese mismo. Ella se ha negado a declarar y hemos acordado la orden. Ha sido una desilusión, pensaba coserla a preguntas.
—¿Son los que están en el pasillo? —preguntó él—. ¿Una mujer de pelo tirando a rojo con una parka blanca y tejanos que va acompañada de un señor con poco pelo y alguien con todo el aspecto de ser abogado?
—Sí, esa es Lena. Al acompañante no lo he visto, pero es el padre del niño.
—Tiene pinta de ser una mujer de carácter.
—Creo que sí, aunque no ha abierto casi la boca. Bien, aquí la tiene. —Sofía dejó frente a Rivas la autorización: cinco folios en los que argumentaba los motivos de la entrega vigilada y la importancia del delito que se estaba persiguiendo.
El inspector acercó más la silla y se inclinó hacia delante. Sofía fue reseñándole los datos importantes.
—¿Ve? —le indicó—. Aquí están los datos del contenedor, el nombre del barco y la previsión de llegada mañana.
—Un momento —le dijo Rivas—. Comprobaré si son correctos los números del contenedor.
Sacó un cuaderno del bolsillo, lo abrió y lo dejó encima de la mesa; al inclinarse un poco más para repasar la autorización, a Sofía le llegó el olor de su colonia, una fragancia suave que le recordaba a algo sin saber a qué.
—… implicados. —Oyó que le decía el inspector.
—¿Perdón? —dijo ella—. Me había distraído, ¿puede repetírmelo, por favor?
—Decía que aquí no constan los nombres de todos los implicados. Supongo que no es necesario, pero espero que luego no tengamos problemas con esto.
Sofía negó con la cabeza.
—No, no es necesario —le aseguró—. Además, la causa de momento sigue siendo secreta. Ya veré si levantamos el secreto la semana que viene, dependerá de cómo salga todo.
—De acuerdo. —Rivas se recostó en la silla.
—Bien, pues este será el original. Voy a hacer las copias para que Natalia las firme. Es la secretaria judicial —le aclaró—. ¿Con dos será suficiente?
—Creo que sí.
Poco después Sofía salía del despacho, y Rivas se quedó en la silla esperando. Echó un vistazo a su alrededor y vio que estaba bastante ordenado, dentro de lo que era posible en un juzgado. En la mesa no había ninguna fotografía, únicamente un reloj rectangular gris de esfera grande sobre el que reposaba una ranita de cerámica verde encaramada a una piedra en la que rezaba: «Ranita de la suerte». En un extremo, y junto a los códigos de leyes, se apilaban varios libros. Leyó los nombres de los autores en los lomos: Robert Louis Stevenson, Eduardo Mendoza, Umberto Eco… ¿Tolkien? Rivas cogió ese último y lo hojeó. Era el primer tomo de El Señor de los Anillos, amarillento y muy manoseado, una de sus lecturas favoritas de adolescente. En aquella época, y cuando disfrutaba dibujando, había llenado cuadernos enteros con ilustraciones de los personajes. Algún amigo le había aconsejado que debería publicarlas, pero Inés, ya de novios, le dijo que estaban muy vistas y que se llevaría una desilusión, con lo que se quedaron enterradas en un cajón. Quizá las conservaban sus padres, no tenía ni idea. Fue a la primera página y leyó los versos.
—«Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos, un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras» —recitó Sofía a su espalda.
Rivas cerró el libro, azorado, y se levantó de la silla como si lo hubieran pillado en falta.
—Lo siento —se disculpó—. Lo he cogido sin pensar, era uno de mis libros favoritos.
—No se preocupe, también es uno de los míos —le contestó Sofía—. Lo releo de vez en cuando —añadió haciendo una mueca—, sobre todo cuando llueve y el día está gris, como hoy.
—Hace siglos que no lo leo, debo de tenerlo olvidado en su mayor parte.
—Lléveselo —le ofreció Sofía en un impulso—. Ya me lo devolverá, me lo sé de memoria.
—No creo que tenga mucho tiempo para leer a partir de mañana.
—Bueno —bromeó ella—, en sus ratos libres, entre vigilancia y vigilancia, o cuando se vaya a dormir… si la familia le deja.
—No tengo familia. —Soltó él. Pareció darse cuenta de su brusquedad y añadió—: Mi mujer murió hace dos años y mis padres se marcharon a Irlanda. Mi hermana sí que vive en Barcelona, pero nos vemos poco.
Sofía enrojeció, sintiendo que había metido la pata.
—Lo siento —se disculpó—. No lo sabía.
—No podía saberlo —la atajó él y cambió de tono—. Bien, me llevo la autorización… y el libro, le haré caso. —Mientras tomaba las dos copias que le tendía Sofía, dijo—: El inspector jefe hablará con usted, pero lo mejor sería que mañana siguiese la rutina habitual. Somos pocos, y con esta operación casi nos quedamos sin personal. Estaremos todos dedicados a esto. —Y agitó la autorización.
—Sí, lo entiendo. Hoy comeré aquí y luego me iré a casa. Mañana haré lo mismo. Me llamarán con lo que haya, supongo…
—No se preocupe, seguro. —Le tendió la mano.
—Gracias —le dijo Sofía estrechándosela—. Y buena lectura.
—Gracias a usted. Nos vemos.
Sofía le siguió con la mirada hasta que hubo salido del despacho. Notó de nuevo el aroma de la colonia que había olido antes. ¿A qué le recordaba? Natalia seguro que habría identificado la marca, pensó; su amiga tenía un olfato finísimo. No le importaría volver a olerla, se dijo.
Fue a buscar a Natalia. De golpe se le había despertado el apetito.