Lunes, 9 de febrero
El sargento Cortinas repasó una vez más el informe provisional que Anna le había presentado y alzó la vista.
—Realmente —le dijo—, esto es muy poca cosa.
—Ya lo sé —replicó Anna—, pero es un principio. Pienso que la actuación de los que se dedican a los robos de coches se centra en ese polígono. He investigado a la última empresa, Minero, S. A., que alquiló la nave del señor Ferrer y está inactiva, no deposita cuentas en el Registro Mercantil y las de su mismo ramo hace tiempo que no trabajan con ella, pero su administrador único, Yorly Cienfuegos, tiene domicilio conocido en Castelldefels y cuatro detenciones por delitos contra la salud pública. Ninguna condena.
—Pero eso no tiene nada que ver con los robos, Anna.
—Sí, pero el instinto me dice que hay algo. Está claro que alguien ha entrado en la nave industrial con sus propias llaves y ha dejado allí esas herramientas.
—No sabemos quién puede disponer de otros juegos de llaves ni tampoco cuántos trabajadores, por ejemplo, prestaban servicios cuando Minero, S. A. funcionaba. —Cortinas entornó los ojos—. ¿O ahora me dirás que también te pusiste a investigar eso el sábado por la tarde?
—No, sargento, cuánta gente empleaba, no. Pero sí descubrí que esa empresa trabajaba sobre todo, casi en exclusiva, para otra: Cobre España, S. A., administrada por… —repasó su cuaderno— Jaime Garrido, con sede en Sant Climent, y esta sí que está activa. Se dedica al tratamiento de metales.
—A ver, Anna, lo mires como lo mires no tienes nada —le dijo el sargento—. Además, por el momento habrá que detener la investigación en el polígono industrial de Sant Agustí, especialmente mañana.
—Ah, ¿sí? —preguntó, sorprendida—. ¿Y puedo saber por qué?
—Nos han pasado una comunicación de la Policía Nacional acerca de que mañana tiene un operativo montado y no debemos interferir.
—Bueno —dijo ella, desinflada—. Pues seguiré cuando nos sea posible.
—Mientras tanto, busca algo más —le recomendó el sargento—. Las intuiciones están muy bien, pero no bastan.
—Sí, jefe. —Anna dio un suspiro y salió del despacho.
—Hola, Roger —le dijo Daniel tras abrir la puerta del despacho—. Pasa, por favor. Usted puede esperar fuera, gracias —indicó a Antonio, que retrocedió.
—Luego nos vemos, hijo —le dijo, y fue a sentarse en una de las sillas del pasillo.
—Hasta ahora, papá.
Roger entró en la consulta despacio. El forense se fijó disimuladamente en su actitud rígida y envarada, que proclamaba a gritos su desconfianza.
—Bien —empezó—, te hemos citado aquí para hacerte un examen médico y comprobar cómo estás. Quizá tengas que venir otra vez después de que te quiten los puntos, y eso será… —Consultó sus papeles.
—La semana que viene —le apuntó el chico.
—Exacto, muy bien. Vamos a ver cómo está esa herida. Siéntate en la camilla, por favor, y quítate la braga del cuello.
Roger la miró dubitativo y se sentó en uno de los extremos.
—No, ahí no —le dijo Daniel—, si no podrías desequilibrarla y acabar en el suelo —le explicó sonriente.
—Ya —le contestó sin ninguna expresión el chico.
Se sentó en el centro pero en el borde, con las manos juntas. Toda su actitud expresaba una contención que Daniel supuso que le costaría romper, si es que lo conseguía.
—Quítate la braga, por favor —le repitió.
Con mucho cuidado, Roger retiró la braga que llevaba al cuello y dejó al descubierto la herida, en la que se apreciaban los puntos que habían tenido que darle. Daniel la examinó en silencio sujetándole suavemente la cabeza.
—Está muy bien —dijo—. Va a cicatrizar estupendamente, ya lo verás. Te recetarán una pomada para que no se endurezca y se formen queloides. Sobre todo es importante que no le dé el sol, lo que no es problema con el tiempo que tenemos. No la toques y cuando te duches cuida que quede bien seca. Te lo habrán comentado ya, ¿no?
Roger asintió con la cabeza.
—Perfecto —prosiguió Daniel—. ¿Quieres bajar de la camilla y sentarte en esa silla, por favor?
Roger se colocó la braga de nuevo y puso las manos en el respaldo de la silla frente a la mesa del forense.
—¿No puedo marcharme ya?
—Aún no. —Daniel rodeó su mesa y tomó asiento—. Tengo que escribir unas notas y hacerte unas preguntas. Siéntate, anda, que será un momento.
Roger obedeció. Se cruzó de brazos y en su cara asomó una expresión de fastidio.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Daniel mientras escribía.
—Bien, como siempre —le contestó el chico.
—¿Problemas para dormir?
—Ninguno.
—¿Comes bien?
—Sí.
—Ahora vives con tu madre en Barcelona, ¿es correcto? —Roger asintió—. ¿Qué tal ha ido el cambio a un nuevo colegio? —quiso saber Daniel.
—Bien, el colegio ya lo conocía de pequeño.
—¿Cómo te encuentras anímicamente?
—¿Cómo? —respondió Roger, desconcertado.
—Quiero decir que cómo estás de ánimo. Si estás triste, desanimado, si tienes algún problema.
La expresión de Roger cambió del fastidio al mal humor en cuestión de segundos.
—Estoy muy bien. No me pasa nada y no tengo nada que decir.
Daniel tenía mucha experiencia; aun así, la actitud de Roger hacía imposible establecer ningún tipo de comunicación con él. Decidió ser más directo.
—¿Hay alguna cosa que te gustaría contarme?
—No —respondió con rotundidad Roger sin mirarlo.
—¿Recuerdas lo que me dijiste en el hospital?
—Sí, ¿y qué? —le soltó.
—¿Quieres explicarme algo más? ¿Tienes alguna duda sobre lo que vaya a pasar ahora? —le insistió el forense.
—¿Pasar? Pues nada tiene que pasar. Yo ahora vivo con mi madre y a la que echen a esa mujer viviré con mi padre otra vez —le contestó con gran seguridad.
—¿Así lo habéis acordado con tu padre?
—Sí, y tengo que marcharme —dijo Roger levantándose.
Daniel suspiró y miró al chico por encima de sus gafas.
—Está bien, puedes irte. Te veré cuando te quiten los puntos.
—Ya, adiós.
Roger salió tan aprisa como pudo. Daniel pensó que, de haberle sido posible, habría atravesado la puerta para hacerlo aún más rápido.
Sofía entró en el despacho y cerró la puerta, aliviada. Sola, por fin. Incluso para tomar un café en el bar de al lado del juzgado, como acababa de hacer, tenía que ir acompañada del escolta que a primera hora de la mañana le había asignado el inspector jefe Rodrigo, quien, hasta entonces, no le había permitido salir de su piso. Aquel hombre de edad indefinida, serio y reservado, se había convertido a partir de ese momento en su sombra. Ahora esperaba, leyendo un periódico, en una de las sillas del pasillo.
Oyó que llamaban a la puerta. Antes de que pudiera decir nada, entró Natalia.
—Bueno, ¿te pasaron mi mensaje? El niño no tenía tanta fiebre después de todo, pero es que estos de la guardería me llaman hasta cuando estornuda. He tenido que esperar a mi madre para que se quedara con él y me he vuelto para aquí. Hace diez minutos que he llegado, media mañana perdida.
—¿Y Luis?
—Tenía que ir a la oficina de empleo a preguntar por lo del paro. Le he llamado para que fuera él a recoger al niño, ¡y había desconectado el móvil! Este hombre cada día está más ido. Tengo una ayuda que vamos… —Resopló indignada—. Por cierto, me lo han comentado nada más llegar, ¿cómo vas con el escolta?
—Acostumbrándome —dijo Sofía haciendo una mueca—. Ya ves, me he convertido en una persona con guardaespaldas.
—¡Qué ilusión, pareces una famosa cualquiera! —ironizó Natalia. Acto seguido se puso seria—. ¿Cuándo terminará esto?
—Espero que pronto. Antes hablaba con el inspector jefe, y cree que si consiguiéramos coger a todos o al menos a los principales, estarían acabados. No sé, todo depende de mañana.
—Pues ojalá sea cierto, porque lo tenemos todo medio paralizado con este tema. Insistiré para que nos manden algún refuerzo porque el juzgado no da para más.
Sofía la miró escéptica.
—¿Tú crees que nos harán caso?
—No lo sé, pero pienso ponerme muy pesada. El «no» ya lo tenemos. Ya te contaré.
—De acuerdo, voy a liquidar lo que tengo por aquí.
Una vez que Natalia se hubo marchado, se concentró en los expedientes que tenía encima de la mesa y fue amontonándolos en una pila. Sonó el teléfono y contestó sin dejar de leer:
—¿Dígame?
—Hola, soy el inspector Rivas.
—¡Oh! Hola. —Puso el expediente sobre la mesa y se recostó en la silla—. ¿Cómo va todo?
—De momento a la espera. Ninguna novedad.
—Me alegro.
—Quería preguntarle qué tal le va con el escolta.
—Pues me resulta un poco extraño, la verdad, pero supongo que acabaré por habituarme.
—Estupendo. —Se quedó callado. Sofía se disponía a despedirse, cuando le dijo—: Tengo el libro que me prestó, pero no he podido leerlo.
Ella se echó a reír.
—No lo necesito para nada, así que tómese todo el tiempo que le haga falta y, cuando lo acabe, le dejaré el segundo tomo y el tercero, si le apetece. Creo que en breve voy a ser yo la que no pueda leer nada.
—De acuerdo. —Titubeó, y finalmente le dijo—: Y ya sé que no le hace gracia lo del escolta, pero…
—No haré ninguna tontería, se lo aseguro —terminó Sofía por él.
Se despidieron y colgó. Aunque no quisiera reconocérselo a nadie, se sentía aliviada por estar protegida. Por primera vez en diez años como juez, donde se las había visto de mil y un colores, tenía la sensación de que no podía controlarlo todo ella sola. Miró su reloj y decidió bajar a hablar con Daniel; seguro que ya había acabado la exploración de Roger.
Rivas colgó el teléfono, recogió sus notas y vio que había guardado entre ellas los dibujos que hizo en la última reunión. Se quedó mirándolos un momento. La noche anterior, sin ganas de cenar y tras dejar arreglado el tema del escolta, encontró un cuaderno sin estrenar en el fondo de un cajón e, intentando recordar la fotografía del cuadro de Venecia que tenía Sofía en su casa, se puso a dibujar. Cuando hubo terminado lo miró con actitud crítica y tuvo que reconocer que no estaba perfecto pero tampoco del todo mal. Quizá podría retomar la pintura, como afición, para relajarse. Volvía a sentirse bien con un lápiz en las manos y eso era algo nuevo para él, sin que supiera a qué atribuirlo.
Observó el pequeño retrato de Inés que había hecho en la sala de juntas y se dijo que no le hacía justicia. Inés había sido muy guapa antes de que la enfermedad la transformase en una adicta a las pastillas. Recordó que cuando la conoció, en un bar al que acudía con sus amigos, pensó que era un ángel. Alta, esbelta y con el cabello, rubio y liso, hasta la cintura, sonreía a sus amigas abrazando una carpeta azul contra su pecho. Era verano y llevaba un vestido de tirantes rojo con florecitas blancas con el que parecía una niña traviesa. Quedó prendado de ella y cuando llegó a casa la dibujó sin parar. Finalmente y tras mucho intentarlo, consiguió hablar con ella una tarde y descubrieron su afición común por la pintura. Inés estudiaba Bellas Artes y él ya trabajaba como policía.
Al principio todo fue maravilloso, y a los seis meses vivían juntos. Inés era alegre y divertida, aunque a veces, inexplicablemente, se entristecía o durante días se sumía en la melancolía, y nada parecía poder animarla hasta que sin más volvía a ser la de siempre. Rivas no le dio jamás importancia y pensaba que eran felices. Pero poco a poco el ánimo de Inés fue cambiando. Acabados sus estudios no conseguía vivir de sus acuarelas y solo consiguió trabajo como recepcionista en una galería de arte. Cada día que pasaba estaba más deprimida y él no sabía cómo animarla. Además, en aquella época su propio trabajo le absorbía más tiempo del que habría querido y llegaba a casa pasada la hora de cenar, cansado y sin ganas de nada. Encontraba a Inés durmiendo echa un ovillo en el sofá o llorando en la cama, e incluso una vez bajo la mesa de la cocina. La convenció para que fuera al médico y que hiciera una terapia.
Al principio pareció mejorar con el tratamiento, y él pensó que remontaría y todo se arreglaría. Pero al cabo de unos meses volvió a estar deprimida. Empezó a decir que no servía como pintora ni como esposa ni como mujer, y que lo mejor sería morirse. Él le rebatía todas esas ideas y la mimaba y cuidaba cuanto podía. Hasta que llegó un momento en que no pudo más. Odiaba la hora de volver a casa e inconscientemente lo demoraba tanto como le era posible. Casi ni se veían y aún menos hablaban. Ya no sabía si ella seguía yendo al médico o no, pero la casa estaba llena de frascos de pastillas y no quería ni pensar en cuántas tomaba cada día. Finalmente, decidió internarla en un centro del que tenía buenas referencias y ella se dejó. No recordaba qué le diagnosticaron, pero le cambiaron el tratamiento y mejoró muchísimo. Volvió a ser la de siempre, mostró interés de nuevo por sus acuarelas y hasta ganó algo de peso. Rivas pensó que la pesadilla había terminado y que por fin podrían ser felices juntos.
A la mañana siguiente de regresar a casa, ella lo despidió con un beso y lo abrazó con fuerza, alegre y feliz, pidiéndole que esa noche volviera pronto. Cuatro horas más tarde lo llamaron para que fuera a identificarla. Se había arrojado desde el balcón del quinto piso donde vivían. La imagen de su frágil cuerpo extendido en la acera no se le borraría nunca. No le sirvió que le asegurasen que él no habría podido hacer nada. Debería haberse dado cuenta, se acusó, haber percibido alguna señal de lo que iba a suceder. Se torturó recordando todos los pequeños gestos de Inés esa mañana y las palabras que le dijo, buscando algo que debiera haber visto. Pero no encontró nada.
Con el tiempo empezó a pensar que el suicidio había sido la culminación de la enfermedad que padecía, fuera cual fuese, y que debía aceptarlo. Pero no era tan fácil. El sentimiento de culpa se había adueñado de él, convirtiéndolo en una persona taciturna y solitaria. Sus padres volvieron de Irlanda y quisieron ayudarlo, pero se negó; les dijo que no se preocupasen y que se marchasen, que no podían hacer nada. Sentía que él, menos que nadie, era merecedor de ayuda alguna y que debía cargar con ello solo, ya que no había sido capaz de evitar la muerte de Inés. Fue su hermana la que quizá lo ayudó más, integrándolo poco a poco en su vida familiar, hasta que decidió aceptar la propuesta de marchar del país para trabajar a nivel internacional.
Salió con los papeles y fue andando despacio hasta el despacho del inspector jefe. Tal vez había llegado el momento de dejar atrás el pasado y pensar en el futuro. Miró por una de las ventanas y vio que pequeñas gotas de humedad mojaban los edificios. Gotas. Como la leyenda que le había mencionado Sofía. Cuando la viera le preguntaría a qué se refería. Si se acordaba.