Domingo, 8 de febrero

Todavía era oscuro cuando Sofía abrió los ojos. Se quedó quieta, tapada hasta la nariz, sintiéndose descansada; se había metido en la cama a las once y había dormido de un tirón. Miró el reloj de la mesilla de noche, las siete. Siempre se despertaba a la misma hora, fuera festivo o tuviera que ir al trabajo. Bien, tenía dos opciones: o quedarse calentita en la cama y dejar pasar las horas o levantarse e irse al gimnasio a nadar.

Se puso en pie de golpe, se vistió y comenzó a preparar la mochila. Miró por la ventana. Aún no había amanecido y era imposible saber qué día haría, pero seguro que la mañana sería fría, así que se abrigó y salió a la calle. Suponía que al inspector Rivas no iba a hacerle gracia, pero le daba igual, no pensaba quedarse más horas encerrada y el gimnasio estaba solo a diez minutos andando a paso rápido. A la vuelta compraría el periódico y se daría el gusto de desayunar con calma. Era su premio semanal.

Sí que hacía frío y la calle estaba vacía, ni siquiera se veían los habituales borrachos volviendo de juerga. Le gustaba salir a esa hora en la que las farolas todavía estaban encendidas y empezaba a clarear. Además, en la piscina únicamente encontraría a los cuatro gatos que, como ella, disfrutaban de la tranquilidad del gimnasio a primera hora de la mañana de un domingo…

Mientras subía por la calle y cambiaba de acera, le pareció oír unos pasos a su espalda. Se giró en redondo, pero no vio a nadie. Siguió andando, ya más deprisa y, aunque sin querer reconocerlo, más nerviosa. Quizá tendría que haber hecho caso a Rivas y quedarse en casa, ¿o se lo estaba imaginando todo? Cuando ya le quedaba apenas nada para llegar al gimnasio, tuvo que detenerse en un semáforo en rojo y entonces volvió la cabeza. A unos metros vio a un hombre con el cuello del abrigo alzado y las manos en los bolsillos que venía hacia ella. Miró rápidamente a un lado de la calle y al otro, y cruzó corriendo con el corazón desbocado.

Llegó a la puerta del gimnasio y de un salto se coló dentro con la respiración entrecortada. La chica que estaba en recepción alzó la cabeza, extrañada, y al reconocerla sonrió.

—¡Vaya, sí que tenías prisa por llegar!

—Nunca habría dicho que Marcos de Sola recibiría una visita así —comentó uno de los funcionarios de la prisión a su compañero.

Este apartó la vista de los otros internos y asintió.

—Tienes razón. Es la primera vez que viene. Pero estaba programada desde hacía días y ha pasado todos los controles.

Mientras los dos funcionarios hablaban entre ellos sin quitarle los ojos de encima, Marcos, en uno de los espacios reservados para las visitas a los presos, se inclinaba hacia una mujer de edad y cuerpo indefinidos, con la cara lavada y gafas metálicas, vestida con un hábito gris de monja y cofia. Tenía la cabeza gacha y un rosario en las manos.

—… suerte que te has acordado de traérmelo. Dime, va todo conforme a lo que yo ordené, ¿no? —Decía en voz baja Marcos.

—Casi, hijo mío —respondió la religiosa en el mismo tono de voz sin levantar la cabeza—. Jaime lo tiene todo arreglado y no ha habido ningún problema, pero no pueden trasladar el contenedor hasta pasado mañana. Las herramientas ya están preparadas, aunque según Aurelio habrá para largo. No es fácil.

—Me da lo mismo, que espabilen. —Gruñó él secamente—. Tampoco disponemos de tanto tiempo. Ya hemos perdido un día, y Ramiro se está impacientando.

—¿Vas a pagarle lo que pide? —preguntó ella pasando las cuentas del rosario.

—Ya veré lo que hago, según me convenga. ¿Y Carlos?

—Escondido donde siempre. ¿Le digo algo?

—Que esté alerta y que ya hablaremos del tío que se cargó. La ha cagado.

—Ya se lo dije yo —contestó ella asintiendo—, pero ese tío está loco. Es malo para el negocio, Marcos, lo sabes. Deberíamos pasar de él, puedo encargarme yo si quieres.

—Tú calla —la cortó él—. Decido yo quién sirve o no para el negocio. Me llamas a la hora de siempre, y quiero que todo el mundo esté a lo suyo. ¿Jaime sigue como una moto?

—Sí, sí, está muy nervioso y parece que vaya a reventar de un momento a otro. Todos están un poco alterados, huelen la pasta.

—Pues que se calmen. —Se inclinó hacia delante—. Y que sepan que como la caguen ahora, se van a enterar.

—Lo saben. Págame ya, necesito pasta urgentemente.

—Tendrás que esperar, guapa. Te pagaré cuando yo haya cobrado, no te vayas a creer que eres imprescindible.

La monja levantó la cabeza y le contestó irritada:

—Quizá no sea imprescindible, pero me necesitas. Te he salvado el culo muchas veces, Marcos, no lo olvides, y me estoy cansando.

—¿Es una amenaza?

—Tómatelo como quieras. Sabes que tengo los huevos que les faltan a la mayoría de los que están contigo.

—Ya sé que tienes huevos, Sonia, pero ahora también has de tener paciencia.

—Este tipo de faenas no me gustan, todo es muy lento y no veo la pasta —dijo ella alisándose el hábito—. ¿Vamos a cambiar el negocio?

—Quizá —le contestó Marcos, enigmático—. Ya veremos. Anda, vete ya.

—Adiós, hijo mío, queda en paz —dijo ella poniéndose en pie y acercándose para hacerle la señal de la cruz en la frente.

—Adiós, hermana.

La monja se dirigió hacia la salida mientras los funcionarios, intrigados, observaban a Marcos, que se había quedado sentado en la silla, con los brazos cruzados, y no se levantó hasta que la vio cruzar la puerta.

—Debía de haberme imaginado que era usted. Porque era el que me seguía hace un rato, ¿no?

Sofía, con el cabello mojado todavía, había salido del gimnasio y se había encontrado al inspector Rivas esperándola en la calle. Y por la cara que ponía no parecía muy contento.

—Veo que no entiende o no quiere entender la gravedad del asunto en el que está metida —empezó él.

—Llevo encerrada en casa desde el viernes por la tarde, y de no acudir al gimnasio, que lo tengo a cuatro pasos, no me comentó nada —le señaló Sofía, acalorándose por momentos.

—Se supone que una persona que está amenazada y tiene sentido común no sale a las siete de la mañana de un domingo en invierno, cuando todavía es de noche, y sola.

—Perdone, ¡los únicos que estaban en la calle éramos usted y yo!

—Ah, ¿sí? —le contestó él cada vez más enfadado—. ¿Sabe lo que hemos encontrado esta madrugada en la puerta de su casa? El inspector jefe no quería que se lo contara, pero vista la actitud que tiene creo que debería saberlo.

Sofía se quedó mirándolo.

—¿Qué había en la puerta? —le preguntó al final. Notaba un nudo en el estómago.

—Esta vez ha sido una rata de cloaca, destripada, con un cuchillo clavado, para no variar, y un papel en el que habían escrito en letra de imprenta: «Las putas jueces acaban así». ¿Le suena?

Sofía no supo qué contestar y palideció visiblemente.

—Avisamos a los mossos y lo retiramos todo —prosiguió él—. No vimos quién dejó el «mensaje»; por desgracia, durante el cambio de compañero hubo un momento en el que la vigilancia no fue constante. Pero podemos imaginarnos de quién viene. ¿Se da cuenta ahora de que su seguridad está en peligro?

Sofía encontró por fin la voz.

—Tiene usted razón. No pensaba que llegarían tan lejos… —De repente se le ocurrió—. ¿No habrán entrado en la finca en todo el tiempo que llevo fuera? —preguntó, angustiada.

Rivas vio que estaba realmente asustada.

—No lo creo, pero la acompañaré para asegurarme.

—Se lo agradezco mucho.

Ambos fueron caminando sin mediar palabra hasta la casa de Sofía, que se quedó quieta frente al portal buscando con la mirada algún resto de lo que el inspector le había contado.

—No ha quedado nada —le aseguró él—. No es cuestión de alarmar a ninguno de los vecinos. Subiré con usted y me cercioraré además de que todo esté en orden en su piso.

—Gracias de nuevo —dijo ella.

Subieron en el ascensor en silencio y cuando Sofía fue a usar la llave reparó en que le temblaban las manos. De repente su propio hogar, el lugar en el que se sentía más protegida, se había vuelto peligroso. Sin decir nada, Rivas le quitó la llave, abrió la puerta, pasó delante y empezó a recorrer las habitaciones.

—¿Está todo en orden? —preguntó a Sofía, que iba detrás de él.

—Sí —contestó ella más serena—. Todo está tal como lo he dejado al marchar. Siento haberme enfadado antes —dijo mientras se quitaba el abrigo y soltaba la mochila en el suelo—. Todo esto me está superando un poco y es como si no pudiera creerme lo que está pasando.

Notó que los ojos se le empañaban y se dio la vuelta para que él no viera que estaba a punto de llorar. Respiró hondo.

—¿Quiere un café? —le preguntó.

—No se moleste. Tengo que irme.

—Insisto, por favor, quédese un rato. —Se dirigió hacia la cocina—. Enseguida estará hecho.

—De acuerdo.

Rivas se sentó en el sofá, reclinó la cabeza, estiró las piernas y luego pasó la vista por la sala comedor. Era acogedora; pocos muebles y de colores claros. Se quedó prendado de un cuadro colgado en la pared de enfrente, donde estaban la mesa con cuatro sillas. Parecía una fotografía antigua de un canal de Venecia. En primer plano se veía un muelle de piedra con una puerta oscura al final y una góndola amarrada; al fondo, más borrosa en la distancia, se distinguía otra conducida por un gondolero. Era relajante mirarlo. Nunca había estado en Venecia, pero se hallaba en su lista de ciudades a visitar. «Un día de estos», pensó mientras se le cerraban los párpados.

—Veo que se ha puesto cómodo.

Abrió los ojos, sobresaltado; se había quedado momentáneamente dormido. Sofía estaba dejando una bandeja encima de la mesita frente al sofá. Se sentó derecho, ahogó un bostezo y se pasó las manos por la cara.

—Llevo días sin descansar demasiado.

—Cuando esto acabe, será cuestión de hacer una buena cura de sueño. —Le sonrió—. El café, ¿solo y con azúcar?

—Sí, gracias. Buena memoria.

—Tener memoria es mi herramienta de trabajo, no una habilidad especial. —Le ofreció la taza, se sentó a su lado y se echó hacia atrás el cabello, algo más seco—. De verdad, siento mucho no haber sido consciente de lo que esta gente es capaz y haberles ocasionado a ustedes tantos inconvenientes. Es… tan absurdo, están actuando como quieren, no necesitan complicarse la vida de esta forma.

—Creemos que esta vez hay mucho dinero en juego y eso los hace más peligrosos todavía. Por eso, y hasta que esto no se resuelva de alguna forma, necesita un escolta. No podemos garantizar su seguridad con una simple actuación de vigilancia. Hay fallos, y se podrían pagar muy caros.

—De acuerdo, lo que ustedes digan —dijo Sofía cruzando las piernas sobre el sofá.

—Se lo comunicaré al inspector jefe y espero que, mañana a más tardar, tenga el escolta.

—¿Y hoy? —le preguntó.

—Seguiremos nosotros, como hasta ahora, aunque confío en que lo hagamos mejor. —Dio un sorbo al café—. Está bueno. ¿Usted no toma nada?

—No, no me apetece. Desayunaré más tarde.

Se quedó callada, no tenía ganas de hablar. De repente oyó que él le decía:

—Una pregunta: ¿es una fotografía?

—¿Perdón…? —No sabía de qué le hablaba. Miró hacia donde el inspector señalaba—. ¡Ah! Sí, es una fotografía… pero en parte no lo es.

—¿A qué se refiere? —Parecía desconcertado.

—Acérquese y se dará cuenta.

Rivas se levantó y, cuando estuvo cerca, comprendió lo que ella quería decirle.

—Es un puzle —dijo, sorprendido.

—Puede cogerlo, si lo desea. —Sofía se había levantado del sofá y estaba a su lado—. Le hice colocar un cristal antirreflectante para evitar brillos.

—Es enorme, ¿lo hizo usted? —le preguntó él sin dejar de mirarlo.

—Sí, en mis ratos libres. ¡Mil quinientas piezas! Tampoco es tanto, los hay de tres mil, de cinco mil y creo que hasta de diez mil o más.

—Es una bonita fotografía.

—Sí, y te… transporta a otra época… más tranquila y sin prisas. Produce sosiego. —Mientras hablaba, se acompañaba de las manos para ayudarse a transmitir las sensaciones—. Esos tonos sepia le dan… no sé, un romanticismo que una fotografía en color de las de hoy no podría conseguir.

Lo miró para ver si la había comprendido. Se quedó parada; él tenía los ojos clavados en ella y una expresión extraña en el rostro que no supo definir. Permanecieron en silencio un instante hasta que Sofía metió las manos en los bolsillos y, como siempre que estaba nerviosa, continuó hablando.

—Me gusta hacer puzles. Es un reto acabarlos y buscar un marco que les haga justicia. Los que no me caben en casa los regalo a familiares y amigos. —Se produjo otro silencio, y para romperlo preguntó—: ¿A usted le gusta hacer puzles? —Al instante deseó haberse mordido la lengua.

—No —dijo él. Luego añadió—: A mí me gustaba dibujar, pero hace mucho que no lo hago.

—Vaya, ¡qué maravilla! —Estaba sorprendida, jamás lo habría imaginado—. Debe de ser genial tener un don así.

Rivas se encogió de hombros.

—No me ha servido de mucho. No es una de las funciones de un policía.

Sofía no supo qué decir. Él finalmente se apartó del cuadro.

—Debo marcharme ya. No se preocupe, hoy estará segura y para mañana lo tendremos todo organizado. Ya la llamaremos más tarde.

—Gracias por todo —le dijo Sofía acompañándolo a la puerta—. Echaré la llave.

—No se olvide de hacerlo, adiós.

Salió del piso sin volver la cabeza, y Sofía cerró la puerta resignada a pasar otro día entero en casa. Fue hasta el sofá y se sentó en el mismo sitio que había ocupado el inspector. Un hombre raro, pensó, daba la sensación de que continuamente se estaba conteniendo y luchaba por no expresarse tal cual era. O quizá era que ella veía fantasmas donde no los había.

Anna finalizó el esquema y rodeó con un círculo los nombres que había escrito: Roger, Lena, Antonio, Margarita. Estaba segura de no haberse dejado ningún dato y creía que si reflexionaba de nuevo sobre el tema podría aportarle una nueva luz, o al menos así lo esperaba.

Se había sentado en el sofá de casa con el pijama puesto y el cabello suelto sobre los hombros, y mordisqueando el lápiz leía una y otra vez los nombres, las horas, las anotaciones que había hecho en la libreta. A pesar de lo útil que le resultaba la informática, cuando tenía que pensar le era imprescindible coger papel y lápiz. Quizá era por influencia de su padre, que siempre le había dicho que para estudiar matemáticas eso era lo que necesitaba además de la cabeza. Ya no tenía que resolver problemas de cálculo, pero a veces los problemas que generaban los seres humanos con sus conductas eran mucho más complicados y los viejos recursos nunca fallaban.

Anotó otra idea. «Llaves». ¿Quién tenía llaves de la casa? Solo Antonio, Lena y el propio Roger.

Se levantó y, descalza, empezó a dar vueltas por la habitación con el lápiz en la boca como si fuera un cigarrillo, dándole golpecitos. Cuando ella y Víctor llegaron a la casa de los Almazán era ya de madrugada y tuvieron que llamar un buen rato a la puerta para que Lena les abriera. Al hacerlo, la cadena estaba puesta, pero luego no la oyeron hacer ruido con la cerradura, con lo que había que pensar que esa noche la puerta principal no tenía la llave echada. La que daba al patio sí estaba cerrada, la propia Anna lo había comprobado, y de la misma solo había dos juegos de llaves. Las ventanas de la casa tenían rejas de hierro forjado, así que nadie podía salir o entrar por ellas. A Roger no se le encontró ninguna llave encima cuando fue recogido por la ambulancia. Las suyas de la entrada principal las encontraron después en su habitación, y si solamente había dos llaves de la puerta del patio, y seguían estando en el cajón de la cocina, la conclusión lógica era que Roger había salido por la puerta principal y acompañado de alguien con quien pudiera entrar de nuevo en casa.

Anna volvió a sentarse y tachó «Llaves». No le servía para nada. Lo único que cuadraba era la versión de Roger. Lena y él habían ido a dar el supuesto «paseo» y, tras el ataque, Lena había vuelto, abierto con sus llaves y echado la cadena; después se fue a dormir tranquilamente hasta que ellos la despertaron. Lo absurdo era que Lena pusiera la cadena y se olvidara de cerrar con llave.

Todo resultaba desconcertante y no tenía sentido. En primer lugar, si Lena quería matar a Roger, debería haberse asegurado de que no sobreviviera. Quizá se arrepintió en el último momento, siguió pensando Anna. ¿O fue el niño quien la hizo salir de casa y ella se asustó por algo y lo agredió? Tampoco era lógico: Lena tenía mucha más fuerza que Roger y costaba creer que le tuviese miedo. No podía haber otra explicación que la que Roger había dado, se repitió.

Cerró las luces y se preparó para acostarse. Estaba realmente cansada. Al día siguiente intentaría hacer un poco de deporte, la espalda la estaba matando. Se recostó en la almohada y cerró los ojos. Volvió a abrirlos al poco, incapaz de relajarse. Le fastidiaba que un caso no tuviera una explicación verosímil y que los datos no cuadrasen. La actitud de Lena no era lógica, aunque la de Roger tampoco. «Vaya par», pensó. «Junto con el padre, Antonio, forman un trío estupendo para un profesional de la psiquiatría». Encendió la luz de la mesilla de noche y cogió un libro para leer un poco, pero la cabeza se le iba y no se concentraba en la lectura. «Mañana estaré estupenda si no duermo», se dijo.

Volvió a apagar la luz y se quedó boca arriba, tapada hasta la barbilla como una niña, mirando en el techo el reflejo de las luces de la calle y de los coches que pasaban. Sin darse cuenta se quedó dormida, mientras el viento empezaba a soplar con fuerza y las primeras gotas de lluvia caían de nuevo sobre la ciudad.