12.
El proceso de toma de decisiones

Saber y hacer son dos cosas distintas
CARL VON CLAUSEWITZ

Todo lo que hemos analizado nos ha conducido hacia la toma de la mejores decisiones. Para que una estrategia se haga realidad, hay que tomar decisiones. Las evaluaciones se han convertido en resultados que deben conducirnos a decidir. Tras haber preparado, planeado, analizado, calculado y evaluado, hemos de escoger el rumbo de la acción.

Los resultados importan, por supuesto, y es difícil no estar de acuerdo con que el movimiento que hacemos sobre el tablero es menos importante que el método usado para llegar a ese movimiento. Los resultados son la respuesta que obtenemos en función de la calidad de nuestra toma de decisiones. Si seguimos los pasos adecuados y obtenemos una respuesta errónea, claramente nos hemos equivocado en algo. Aún así, no podemos depositar toda nuestra confianza en un único resultado, sea bueno o malo. Hacer las cosas de forma adecuada es importante, y es la razón por la que los profesores de matemáticas insisten en ver el trabajo de sus alumnos. Al fin y cabo podemos averiguar la x y resolver la sencilla ecuación de álgebra 5x = 20, probando las posibles soluciones una tras otra, hasta que finalmente demos con una solución idéntica a la de la persona que simplemente divida 20 por 5.

Tomamos decisiones a todas horas del día, y son muy pocas las que requieren una preparación especial o el desarrollo de una estrategia específica. Pero sigue siendo importante ser consciente de si esas decisiones ininterrumpidas se corresponden o no con nuestras metas a largo plazo, con el objetivo global. Incluso las decisiones triviales sobre qué comeremos para desayunar implican que pensemos en nuestros planes para el resto del día, y quizá sean bastante descorazonadoras si estamos a dieta.

Puede que observar de cerca los medios y los métodos que empleamos no esté reservado únicamente para los directores ejecutivos y los políticos, o para aquellos cuyas decisiones afectan a muchísima gente. A nosotros nos preocupa, cuando menos, la calidad de las decisiones que afectan únicamente a nuestra propia vida y a las de nuestra familia y amigos.

LA FORMACIÓN DE UN ESCÉPTICO

Cuando pienso en mi propia formación como sujeto que decide, debo remontarme a mi infancia. Yo crecí en Bakú, Azerbaiyán, por entonces parte del inestable imperio soviético. Era la típica ciudad fronteriza imperial, un rico crisol de etnias, empobrecido en cierta forma por un idioma común y una cultura ruso-soviética dominante.

Mis propias raíces eran peculiares: una madre armenia, Klara Kaspárova, y un padre judío, Kim Weinstein; lo que suele considerarse una combinación explosiva. La atmósfera doméstica era una mezcla del rígido pragmatismo de mi madre, enfrentado a la creatividad paterna. El resto del clan estaba compuesto por el hermano de mi padre, Leonid, y el primo de ambos, Marat, un famoso abogado de Bakú. Sus amigos eran básicamente profesores e intelectuales judíos que cuestionaban constantemente la versión oficial, y no solo la propaganda descarada del gobierno soviético. Para ellos, la sabiduría convencional debía ponerse en duda, sin límites, todo debía ser puesto en duda.

Ser un escéptico no significa necesariamente ser paranoico. Lo esencial es no dar nada por supuesto y cuestionar las fuentes de información, así como la información en sí misma. Tanto si seguimos las noticias en Fox News o en la CNN, debemos recordar que la forma en la que nos presentan la información tiene un motivo. ¿Por qué han incluido ciertos detalles y han eliminado otros? Pensar el porqué de que nos cuenten una historia puede ser más ilustrativo que la propia historia.

El escepticismo de mi madre procedía más del rigor científico que de la desconfianza. A ella no le interesaba enseñarme cómo pensar, únicamente que cuestionara todo lo que oía. El modo en que la educaron y su formación como ingeniera le enseñaron a buscar siempre los hechos concretos de cada situación. Su padre era un ingeniero petrolero y un comunista recalcitrante, pero a ella le interesaban más las cuestiones prácticas que la ideología. Solíamos escuchar Radio Liberty y la Voz de América y recuerdo grandes discusiones con mi abuelo Shagen, a quien no le gustaban los puntos de vista críticos con el Estado. Había dedicado toda su vida a construir el comunismo; las graves restricciones de alimentos de finales de la década de 1970 le provocaron un profundo desencanto.

Entre esos extremos, yo crecí leyendo muchos libros y haciendo muchas preguntas. Tras la muerte de mi padre cuando tenía siete años, viví con la familia de mi madre. Cuando empecé a tener reconocimiento público en el mundo del ajedrez, me pareció natural adoptar el apellido materno. Por otro lado, mi profesor, Mijail Botvinnik, también de procedencia judía, me dijo que mis posibilidades de éxito aumentarían si no me apellidaba Weinstein.

El apellido de mi padre provocó un gracioso malentendido la primera vez que acudí al Palacio de Pioneros para jugar al ajedrez. A mi primer preparador, Oleg Privorotski, le encanta contar esta anécdota, que ha trascendido con el tiempo. Cuando me vio por primera vez en el club de ajedrez de los Pioneros, entendió mal mi apellido, y comentó que «Bronstein» era un buen nombre para jugar al ajedrez. Después de todo, el gran maestro soviético David Bronstein aspiró al título mundial en 1951. Mi tío Leonid dijo que tras mi primera sesión, Privorotski dio un salto y gritó: «¿Otro Bronstein, desde luego! ¡Aquí nunca hemos tenido un talento parecido!». Debió de ser en ese momento cuando se aclaró el malentendido de mi apellido.

PROCESO VERSUS SATISFACCIÓN

Los procesos por los que pasamos hasta llegar a una conclusión tienen poco que ver con el contenido de las propias decisiones. La pregunta matutina «¿Fruta o cereales?» está muy lejos del ámbito de las decisiones que cambian el mundo, como las que se toman en la Casa Blanca o en los campos de batalla del mundo. Y, sin embargo, todos los individuos utilizan el mismo proceso para todas las decisiones que tienen que tomar. Si tenemos malos hábitos y pautas negativas al tomar decisiones en el trabajo, haremos lo mismo en casa. Cualquier cambio que hagamos tendrá su repercusión en todas las facetas de nuestra vida.

En consecuencia, nuestra forma de tomar decisiones puede ser apropiada para un aspecto de nuestra vida, pero no para otro. Mi estilo en el tablero de ajedrez siempre fue agresivo y dinámico, y eso se puede trasladar directamente a mis incursiones en la política ajedrecística y los negocios con, todo hay que decirlo, mucho menos éxito. Ahora que dedico todo mi tiempo a la política nacional e internacional, muchos expertos se han preguntado si mi tendencia a no hacer prisioneros tiene futuro en el contexto de la negociación.

Tengo varios motivos para no estar demasiado preocupado por eso. En primer lugar, la vida política en la Rusia de hoy está muy lejos del ideal democrático del debate y el respeto mutuo. Cualquiera que se oponga a la administración del presidente Putin no tiene ninguna posibilidad de negociar en absoluto. Unir a la gente es el único método eficaz para enfrentarse a la tiranía inminente, y conseguir que la gente se una requiere ser capaz de mantenerse firme frente a las presiones. Por ese motivo, mi naturaleza combativa sigue siendo muy necesaria.

En segundo lugar, ahora que he abandonado el ajedrez de competición tengo más libertad para procurar que mi instinto evolucione hacia métodos más adecuados a mis nuevos proyectos. Sería imposible tratar de saltar desde la experiencia del atacante de ajedrez hasta el encantador político sin esta beneficiosa transformación. Cuando pienso en mi naturaleza esencial como persona y trato de cambiar drásticamente, lo hago de acuerdo con las necesidades de mis nuevas actividades. Este cambio se produce de forma natural pero requiere ser consciente de la línea de actuación que marcan tales necesidades y, si es necesario, corregir su curso.

La razón de que jugase un ajedrez agresivo y creyera que no era necesario tomar un desvío es que era un ganador. Trabajaba sin descanso y solo necesitaba efectuar pequeños ajustes cuando la situación lo requería. Sabía lo que quería y quería hacerlo bien, por eso seguí mi instinto. Tratamos de adaptar nuestro estilo natural a lo que hacemos (y viceversa) porque al final la realidad objetiva, vencer, triunfar, es lo más importante.

Ahora, en política, los movimientos que he de hacer no concuerdan tan perfectamente con mi carácter como lo hacían cuando jugaba al ajedrez. Ésta es otra lección que he aprendido del ajedrez: la flexibilidad es la prioridad máxima. Hay que hacer lo necesario para ganar, pero no se puede ganar cada partida practicando un juego agresivo. Hay que estar preparado para jugar un final aburrido así lo dicta la estrategia. Y en la política necesito trabajar a favor de la unión de la ciudadanía y tener una visión del conjunto. Así pues, el proceso de toma de decisiones que he seguido a lo largo de mi carrera ha de adaptarse a esta nueva fase de mi vida. La flexibilidad de nuestro enfoque es tan decisiva como el proceso mismo.

¿CUÁNTA INFORMACIÓN ES DEMASIADA?

¿De qué modo examinamos nuestro propio proceso de toma de decisiones para poder corregirlas si es necesario? En primer lugar, hay que distinguir entre información y proceso. Puede que pongamos un énfasis excesivo en la recopilación de datos y su análisis. Personas inteligentes con la información correcta también pueden llegar a conclusiones erróneas si trabajan con esos datos de forma equivocada.

Más no es siempre mejor cuando se trata de recabar información. No solamente nos arriesgamos a diluir la calidad de la información por querer abarcar demasiado, no hay que olvidar que el tiempo es un factor a tener en cuenta. Si no existen otras diferencias sustanciales, hay pocas opciones que no resulten mejores, si las tomamos antes que después.

En el ajedrez, abarcar demasiado consiste en considerar todos los movimientos posibles, en lugar de reducir sensiblemente las opciones prácticamente desde el principio. Analizar absolutamente todas las posibilidades es un lujo que no podemos permitirnos en el limitado territorio del tablero, donde puede haber cinco o seis movimientos razonables en una posición determinada, aunque lo normal es que no haya más de dos o tres.

Limitar desde el inicio el alcance de nuestras investigaciones es nuestro primer deber. La experiencia y los cálculos preliminares nos permiten reducir las opciones casi inmediatamente. Solo cuando esas opciones iniciales no parezcan apropiadas tras realizar ciertos análisis podemos intentar volver atrás y buscar nuevas opciones para el primer movimiento. Una compañía que escoge un proveedor nuevo empieza con unos cuantos candidatos posibles y los investiga. Una vez obtenidos y evaluados los resultados puede escoger entre uno de ellos, o proseguir su búsqueda y considerar otras alternativas.

Empezar de nuevo implica una pérdida de tiempo importante, y suele ser una opción psicológicamente ardua. Nos vemos obligados a admitir que nuestras premisas iniciales quizá estaban equivocadas, y no tenemos ninguna garantía de que la siguiente serie de alternativas resulte mejor que la primera. Ello nos conduce a dos modelos de decisión opuestos, pero igualmente destructivos. 1) Escoger cualquier camino que haya sido examinado a fondo, simplemente porque lo conocemos mejor. 2) Dejarnos llevar por los nervios y optar por lo nuevo y desconocido, visto que las opciones iniciales no sirven.

El primero es como el viejo chiste del hombre que busca su cartera donde hay luz, en lugar de donde la ha perdido. Lo malo conocido nos resulta más cómodo que lo desconocido; en algunos casos es la única opción posible. Si no tenemos tiempo para evaluar las otras opciones, es preferible equivocarse con algo conocido que lanzarse a ciegas al vacío con la esperanza de aterrizar en una nube.

Lo cual describe la segunda trampa, prescindir de nuestros análisis y optar por la opción inédita en el último minuto. Este comportamiento es muy común incluso en el disciplinado mundo de los maestros de ajedrez, que valoran tanto el análisis. Obviamente, si las alternativas disponibles que hemos examinado nos conducen a la catástrofe, no perderemos nada si probamos algo nuevo. Pero el optimista que todos llevamos dentro puede sentirse atraído por esos arrebatos de fe, incluso cuando los caminos ya conocidos no conducen al fracaso. La misma naturaleza humana nos lleva a olvidar la cantidad de ocasiones en las que tal comportamiento ha resultado catastrófico en favor de las pocas veces que ha acabado de manera brillante.

Yo mismo no soy una excepción de esa norma. Fácilmente me vienen a la cabeza varias ocasiones en las que mi tren mental se salió de la vía en el último minuto. Por supuesto que el tiempo que pasamos analizando otros movimientos también contribuye a nuestra comprensión general de la posición, y posibilita que podamos, efectivamente, tropezar con algo distinto. El problema será que tendremos que decidir si la nueva inspiración es mejor que las líneas que ya hemos analizado.

Por eso es crucial tener al menos dos opciones en la cabeza desde el principio, y tiempo suficiente para considerarlas ambas. Dedicarnos a investigar más profundamente es otra alternativa, pero que puede dejarnos sin tiempo suficiente para analizar ninguna más, de modo que quedemos atrapados entre dos pautas negativas. Cuando nos demos cuenta, ya será demasiado tarde, ya no tendremos tiempo.

¿Escogemos un modo de hacer las cosas y lo mantenemos a toda costa? ¿Repasamos brevemente diferentes opciones y escogemos una impulsivamente? ¿Resistimos la necesidad de empezar desde cero cuando disponemos del tiempo suficiente? Debemos encontrar un equilibrio entre decidirnos demasiado pronto y no decidirnos nunca, hasta que ya sea demasiado tarde. No es necesario subvertir nuestra forma de pensar, aunque sea posible hacerlo. Si somos conservadores por naturaleza, tenderemos a la primera opción. Si somos impulsivos, escogeremos de acuerdo con el segundo modelo. Nuestro objetivo es tener en mente cuáles son nuestras tendencias, para controlarlas. Si somos prudentes, debemos asegurarnos de detenernos un momento a considerar un par de opciones nuevas, antes de llevarlas a cabo. Si somos imprudentes, debemos forzarnos a seleccionar y reducir las opciones desde el principio. Recordando que en ambos casos ello requerirá un poco de tiempo extra, al menos hasta que adquiramos el hábito y desarrollemos un estilo más equilibrado.

Por supuesto, todos podemos actuar de un modo u otro según la ocasión; no existe una receta universal sobre el número de opciones a considerar, o hasta qué punto hay que analizar una alternativa u otra. Lo mejor que podemos hacer es conseguir el tiempo y la oportunidad de tomar la mejor decisión.

EL ASPIRANTE MUEVE, Y RECORTA EL ABANICO DE OPCIONES

Un instrumento que podemos usar para disciplinar nuestra forma de pensar es lo que los jugadores de ajedrez llaman movimientos del aspirante. Como hemos dicho antes, en el ajedrez se produce rápidamente una ramificación de factores; prever un par de movimientos puede llevarnos a cientos de miles de posiciones posibles, cada una de las cuales dará como resultado una cadena de causa efecto que hay que analizar detenidamente. Todo movimiento tiene varias respuestas posibles que debemos calcular, más luego las respuestas a dichos movimientos, y así sucesivamente.

Solo excepcionalmente, las cosas se facilitan por la presencia de lo que llamamos un movimiento forzoso, cuando no existe más que una alternativa que no nos lleve al desastre; como, por ejemplo, cuando un jugador pone en jaque al rey rival, atacándolo directamente, cosa que limita terriblemente el número de respuestas, porque el rey no puede permanecer en jaque. Incluso en ese caso puede haber varias opciones. La pieza atacante puede ser capturada, una pieza de la defensa puede interponerse entre la atacante y el rey; o el rey puede huir.

Cuando se multiplican tan rápidamente las posibilidades, es esencial limitar el número de movimientos del aspirante desde el principio, y en todos y cada uno de los movimientos. El abanico de opciones de «si esto, entonces aquello» debe recortarse de forma drástica o nunca profundizaremos lo suficiente en nuestro análisis para obtener algún resultado útil. Como de costumbre, nos enfrentamos al equilibrio entre la amplitud y la profundidad. Examinar cinco opciones distintas profundizando en dos movimientos no es ni mejor ni peor que considerar solamente dos opciones y analizar cinco movimientos; depende del problema, de la posición que tengamos entre manos.

Una situación estratégica sin crisis inminente nos anima a ampliar nuestro razonamiento, a considerar una amplia variedad de situaciones. Una estudiante que considera a qué universidad debe ir no escoge solo un par de ellas y las analiza exhaustivamente. Lo lógico es que, en primer lugar, considere un amplio número de posibilidades. Más adelante, una vez reducidas las opciones, podrá compararlas más a fondo.

Pero cuándo hay que ser muy preciso y el tiempo es esencial, a menudo es conveniente seleccionar un reducido número de candidatos y examinarlos a fondo. Es lo que llamamos una situación límite, cuando cualquier desliz puede ser fatal. La clave consiste en darse cuenta de la posición en el que nos encontramos, antes de seleccionar las opciones. ¿Con cuánto tiempo de análisis contamos? ¿Hasta qué punto es precaria la situación? ¿Estamos en un «todo o nada», «correcto o erróneo», o podemos escoger entre varias alternativas en función de nuestro estilo? Es cierto que a veces no conocemos la respuesta a esas preguntas antes de ir un poco más allá, pero normalmente nuestra intuición nos lo dirá, si nos tomamos la molestia de preguntárselo.

EJERCITAR NUESTRA INTUICIÓN

La intuición y el instinto constituyen la base de nuestras decisiones, especialmente de las decisiones inmediatas que conforman nuestra cotidianeidad. No necesitamos analizar por qué giramos a la derecha y luego a la izquierda de camino al trabajo, simplemente lo hacemos. Un jugador de ajedrez puede detectar un simple jaque mate en tres movimientos sin dudarlo, aunque nunca haya estado en esa posición en su vida. Dependemos de esos modelos, igual que dependemos de nuestro sistema orgánico para seguir respirando. No somos como las ballenas, que han de pensar cada vez que respiran.

No queremos analizar todas las decisiones que tomamos, de modo que nos dejamos llevar por unas pautas que son fruto de la experiencia. Son atajos que no tienen vuelta atrás, siempre que se limiten a las funciones básicas. Los problemas aparecen cuando empezamos a confiar en esos modelos para opciones vitales más sofisticadas. Ello reprime la creatividad y nos conduce a una actitud de «un enfoque único» para tomar decisiones, y a aplicar los mismos modelos y soluciones de manera forzada para todos los problemas a los que nos enfrentamos.

Es difícil que nos demos la oportunidad de resolver los problemas de modo creativo si los afrontamos con soluciones repetitivas. Nuestros instintos se entumecerán poco a poco si todos los análisis acaban con la misma conclusión, una y otra vez. Lo que debería ser una búsqueda de la excelencia y la mejor solución acaba transformándose en una mentalidad de «eso ya me sirve». Hemos de luchar por mantener la frescura, de manera que podamos seguir fiándonos y mejorando nuestro instinto, en lugar de caer en la rutina mental. Jack Welch, de la General Electric, le dio a un alto directivo de una división de GE que no funcionaba bien un mes de vacaciones para que pudiera volver y «comportarse como si llevara cuatro años sin dirigirla». Muchas compañías utilizan regularmente un sistema de rotación de ejecutivos, o programas por los que los altos ejecutivos se trasladan a otras divisiones, para poder analizar los problemas con una mirada nueva.

Ese deseo de observar las cosas desde fuera puede parecer contradictorio, ya que estamos hablando de la importancia de la experiencia y el conocimiento. Como suele suceder, se trata de encontrar ese elusivo punto medio que sea compatible con nuestros instintos naturales. Hemos de estar preparados para reconocer nuestros propios errores en el proceso de toma de decisiones, y reestructurarlo si es necesario. Si no nos mantenemos alerta, los límites empezarán a desdibujarse y dejaremos de ver las diferencias sutiles, diferencias que pueden ser decisivas en los momentos cruciales.

Con la inmensa cantidad de decisiones que tomamos al día, incluso las pequeñas mejoras y modificaciones de nuestros métodos supondrán una enorme diferencia acumulativa. Es como hacer una pequeña mejora en una cadena de montaje que ahorra unos segundos en la producción de cada coche.

Las ramificaciones importantes del abanico de posibilidades requieren una atención especial. Son esos desvíos en el camino que no nos permiten volver atrás. En el ajedrez, el viejo dicho que dice «los peones no pueden retroceder» es algo más que una simple afirmación obvia. Si coloco mi alfil en una casilla equivocada, más adelante podré cambiar de opinión y hacerlo retroceder; lo mismo que con cualquier otra pieza. Pero los peones solo pueden moverse en una dirección, hacia delante. A menudo hablamos de «movimientos comprometedores», normalmente capturas, u otros movimientos que modifican la posición de forma irrevocable. Los movimientos de los peones siempre tienen esas características, por lo que han de pensarse muy detenidamente.

Las normas en la vida no son tan claras como en el ajedrez; no siempre sabemos cuándo una decisión nos traerá consecuencias irreversibles. En presencia de una crisis, a veces la decisión es obvia, pero en ocasiones debemos actuar por instinto. Siempre vale la pena preguntarnos si seremos capaces de cambiar de rumbo si nuestra decisión resulta equivocada. ¿Qué alternativas tendremos si las cosas salen mal? ¿Hay alguna alternativa que nos permita mantener las opciones abiertas?

Esta mentalidad requiere que seamos capaces de superar el deseo de liberarnos de la tensión. Muchas decisiones erróneas se derivan simplemente de nuestro deseo de dar por terminado el proceso, y evitar las presiones de la toma de decisiones. Esa precipitación es fatal, y conduce a equivocaciones evitables que ¡debemos resistir! Si no obtenemos ningún beneficio por tomar la decisión inmediatamente, ni ninguna desventaja por posponerla, debemos dedicar tiempo a mejorar nuestra evaluación, a reunir más información y considerar otras opciones. Como dijo Margaret Thatcher: «He aprendido una cosa de la política. A no tomar decisiones hasta que no haya que hacerlo».

Como siempre, mi tendencia natural me ha llevado a equivocarme por fiarme demasiado de la intuición y el optimismo. Las decisiones originadas por una forma de pensar positiva pueden no ser en absoluto más acertadas que las decisiones prudentes, pero lo que es seguro es que nos permiten aprender más de nuestros errores. Con el tiempo, nuestras decisiones serán más precisas y a la vez ejercitaremos nuestra intuición y habilidad. A la mayoría nos gusta más actuar, satisfacer la necesidad humana de forzar los limites. F. Scott Fitzgerald escribió: «La vitalidad demuestra no solamente la habilidad para persistir, sino la capacidad de empezar de nuevo». Si nos equivocamos y hemos de empezar otra vez, debemos hacerlo. Esa vitalidad no solamente afecta a la calidad de vida; seguir motivado e implicado en el proceso de toma de decisiones es crucial para mejorarlo. Una de las mejores formas de hacerlo es tomar la iniciativa, que nos presiona de manera positiva a desafiar a la competencia. Me gusta decir que el atacante siempre tiene ventaja.

Aaron Nimzowitsch, Letonia/Dinamarca (1886-1935)
Savielly Grigorievich Tartakower, Rusia/Francia (1887-1956)
Richard Reti, Checoslovaquia (1889-1929
)
Los hipermodernistas exploraron nuevos horizontes

En los debates sobre la historia del ajedrez se suele hablar de «escuelas de ajedrez». Cada período histórico, que ha vivido su propia evolución respecto a la forma de jugar recibe inevitablemente una etiqueta fácil de recordar, a veces el nombre del jugador estrella dela época. La etapa de hegemonía de la escuela hipermoderna en la década de 1920 merece absolutamente esa distinción.

El fundador del movimiento hipermodernista fue Aaron Nimzowitsch. Ocasionalmente apodado «Nimzo», cuya personalidad y cuyo juego eran tan complejos como su apellido. Iconoclasta hasta la médula, Nimzowitsch revolucionó completamente el ajedrez con sus partidas y sus, hoy todavía famosos, textos. Cuestionó el antiguo principio fundamental, según el cual el centro del tablero debía ocuparse y quedar en manos de los peones, el equivalente a decir que el campo de batalla debía estar dominado por la infantería. Nimzowitsch demostró que en lugar de ofrecer esos blancos en el centro, las casillas del centro podían atacarse desde lejos, desde los flancos. Ése fue el principio fundamental del hipermodernismo.

Gran parte del proselitismo heterodoxo de Nimzo consistió en oponerse a las enseñanzas tradicionales de uno de los jugadores estrella de la época, el alemán Siegbert Tarrasch. El dogmático y el rebelde polemizaron en una batalla de ideas, palabras y movimientos que se prolongó durante décadas. Tarrasch decía que los inusuales movimientos de Nimzowitsch eran «feos», mientras que Nimzowitsch sostenía que la «belleza» de un movimiento de ajedrez no radica en su apariencia, sino en la idea que hay detrás.

Hoy día se siguen editando algunos textos clásicos de Nimzowitsch. El sistema defensivo que lleva su nombre sigue siendo uno de los preferidos por muchos jugadores de todos los niveles. Esa «defensa Nimzo-India» es solo una más, entre las muchas ideas importantes que aportó sobre la apertura.

La efectividad y total osadía de aquellos métodos nuevos rápidamente atrajeron a otros jugadores experimentales. Uno de ellos fue Savielly Tartakower, un maestro original que cosechó muchos éxitos, y a quien hoy día se recuerda sobre todo por sus numerosos comentarios ocurrentes sobre el juego. (Su inmortal frase, «Nadie ha ganado nunca una partida de ajedrez retirándose», se utiliza siempre para alentar el espíritu de lucha en una posición poco prometedora). Durante su peculiar vida, viajó y escribió mucho. Sus eclécticas contribuciones incluyen una apertura del flanco poco convencional, a la que llamó «el Orangután», porque la puso en práctica después de una visita al zoológico de Nueva York. La acuñación del término «hipermodernismo» también se atribuye a Tartakower.

De ascendencia polaca, Tartakower lideró con entereza al potente equipo nacional en varias olimpiadas de ajedrez durante la década de 1930, pese a no haber vivido nunca en Polonia, ni hablar polaco. Luchó con la Resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial y posteriormente jugó en representación de Francia, su patria adoptiva.

La naturaleza polemista de Tartakower se puso de manifiesto en el tablero, donde experimentó constantemente con sistemas considerados poco valiosos por la mayoría. Eso también formaba parte de su credo hipermoderno: desafiar los conocimientos convencionales. ¿Sería demasiado osado decir que no fue una coincidencia que artistas experimentales como Pablo Picasso y Marcel Duchamp crearan la vanguardia en el mundo del arte en la misma época?

Tartakower decía de Richard Reti que «representaba a Viena sin ser vienés; (y) nació en la vieja Hungría, aunque no hable húngaro». Reti fue uno de tantos jugadores cuyos orígenes son difíciles de precisar dado que hicieron su aparición antes de que se recompusiera el mapa de Europa del Este tras la Primera Guerra Mundial. Reti desarrolló e incorporó ideas del hipermodernismo a su juego, y documentó la evolución del movimiento en sus libros.

Reti fue también un gran creador de pasatiempos y rompecabezas de ajedrez, algunos de los cuales se han convertido en ejemplos famosos de la tradición popular del juego. Como en el caso de Tartakower, los resultados de sus torneos nunca le llevaron al campeonato del mundo, pero consiguió cierta inmortalidad por acabar con los ocho años de imbatibilidad de José Raúl Capablanca en 1924. Y no solo eso, Reti consiguió esa victoria con el sistema de juego hipermoderno que sigue llevando su nombre.

Acerca de Nimzowitsch: «Le gustan muchísimo los movimientos de apertura feos» (Siegbert Tarrasch).

Acerca de Tartakower: «Lo que realmente le hizo excepcional fue su fascinante personalidad. Si Tartakower participaba, el torneo tenía vida y color (Hans Kmoch).

Acerca de Reti: «Reti es un tipo de artista brillante, que no se bate tanto con sus adversarios como consigo mismo, contra sus propias ideas y dudas: (Tartakower).

Nimzowitsch según sus propias palabras: «¿Por qué tengo que perder contra este idiota?» (atribuido a él).

Tartakower según sus propias palabras: «Una partida de ajedrez se divide en tres fases: la primera, cuando confías que dispones de la ventaja: la segunda, cuando crees que tienes la ventaja, y la tercera, ¡cuando sabes que vas a perder!».

Reti según sus propias palabras: «E| concepto mismo del ajedrez y el desarrollo de la mente ajedrecística describen la imagen de la lucha intelectual de la humanidad».