7.
Preparación

Cuando un hombre tiene un don y no puede usarlo, ha fracasado.
THOMAS WOLFE

Como el árbol del proverbio que cae en el bosque sin que nadie lo oiga, el talento que no sale a la luz es como si no existiera. En tal caso, difícilmente lamentamos su pérdida. Sin embargo, nos lamentamos por el talento que no se desarrolla, por el talento que se descubre y luego se desperdicia. Nuestros mayores elogios suelen ir dirigidos, por el contrario, a aquéllos que han conseguido ir más allá del límite de sus capacidades innatas, aquéllos que han batido y han superado a rivales con mayores cualidades genéticas que ellos.

Esa actitud siempre me ha parecido injusta. ¿Por qué la capacidad para el esfuerzo no se considera un don natural? Desde mi punto de vista, no es precisamente un cumplido decirle a alguien «que ha hecho más con menos», aunque pretenda serlo. Si un futbolista de baja estatura y no demasiado rápido se entrena más que nadie y se convierte en un jugador de calidad superior, ¿ha superado un déficit de talento o simplemente ha explotado su dosis de talento de otro tipo?

Es cierto que los mayores logros los consiguen quienes suman la capacidad de esfuerzo a otras habilidades naturales. Siguiendo en el terreno de los deportes, Michael Jordan, jugador de baloncesto del que hasta yo he oído hablar, era famoso por su condición atlética y por sus extraordinarias canastas. Pero también era el primero en llegar a los entrenamientos y el último en marcharse. Cuando entrevistaban a los compañeros de equipo y a los preparadores de Jordan, todos hablaban de su rigurosa disciplina, no de su habilidad para saltar. Un veterano preparador de la NBA dijo sobre el talento de Jordan: «Sin su ética de trabajo incansable, Jordan sería simplemente un atleta dotado más con una carrera admirable, pero no hubiera pasado a la historia».

Comparto esa opinión, pese a que de nuevo ese comentario suena como si la disciplina y la capacidad de trabajo de Jordan no fueran parte intrínseca de su talento. La habilidad de poner a prueba sus límites día tras día y hacerlo con eficacia no era tan visible como su capacidad física, pero era algo innato en Jordan, algo que él fomentó.

EL RESULTADO ES LO QUE IMPORTA

A lo largo de mi carrera he recibido cumplidos ambiguos sobre la intensidad y la amplitud de mi preparación ajedrecística. En la década de 1920, Alexander Alekhine trabajó más que nadie en la historia, y cambió la cultura de aquel juego de caballeros. Sus esfuerzos provocaron que los rivales a quienes venció le tildaran a menudo de «obseso». En la década de 1940, la rigurosa mente y los hábitos de Mijail Botvinnik transformaron el juego en una profesión con dedicación exclusiva. En la década de 1970, la extraordinaria dedicación de Bobby Fischer obligó al resto de los jugadores a dedicar más tiempo a su estudio si no querían quedarse atrás.

La oportunidad y la preparación me convirtieron en el líder de la siguiente oleada de cambios en la década de 1980. Mi ética de trabajo era producto del ambiente de disciplina que crearon mi madre y Botvinnik, mi maestro. Yo sentía un apetito insaciable por prepararme las aperturas, que implican una combinación de investigación, creatividad y memorización. Estudié todas las últimas partidas de los grandes jugadores y tomé buena nota de sus innovaciones, para luego analizarlas e intentar mejorarlas. Para mí, no consistía simplemente en imitarles, consideraba los sistemas de apertura como un cauce para la creatividad.

El dominio de la apertura siempre se ha considerado un signo de madurez; sin embargo, yo no era más que un adolescente. Poco después de entrar en el mundo del ajedrez internacional, empecé a oír rumores que atribuían mi éxito a los concienzudos estudios de un equipo de soviéticos. En los años siguientes, aquello llegó a convertirse en una auténtica leyenda. ¡Kaspárov dispone de un equipo de grandes maestros que fabrican aperturas día y noche! ¡Tiene un superordenador! Al cabo de un tiempo, aunque intenté verlo como un cumplido, empezó a molestarme que apareciera de forma recurrente en las entrevistas que me hacían. Como la mayoría de las leyendas urbanas, sin embargo, aquellos rumores tenían algo de cierto.

Hace ya tiempo que los jugadores de élite trabajan con ayudantes analíticos, llamados padrinos, como en la época de los duelos, sobre todo durante los torneos del campeonato mundial. Cuando dispuse de los recursos para ello, empecé a trabajar con un preparador a tiempo completo, y no solo antes y durante los torneos. En cuanto al ordenador, fui el primer ajedrecista que incorporó el análisis informático a los entrenamientos y sistematizó la utilización de programas de juego y bases de datos. Y aunque el tipo de PC que usaba era simplemente la mejor tecnología que mi primo Evgeni fue capaz de montar, nunca superó a ningún buen ordenador disponible en la tienda de la esquina.

En lugar de escuchar lo que la gente decía sobre cómo conseguía vencerles, me concentré en los resultados. Mis métodos no le hubieran funcionado a todo el mundo, pero para mí fueron muy útiles. Cuando los críticos y los competidores no pueden igualar nuestros resultados, a menudo se dedican a denigrar nuestro método para conseguirlos. A los intuitivos y rápidos les llaman perezosos. A los que pasan la noche en vela trabajando les llaman obsesos. Y aunque es obvio que escuchar la opinión de los demás no es mala idea, no debemos fiarnos de las críticas cuando provienen de quien nos pisa los talones.

INSPIRACIÓN VERSUS TRANSPIRACIÓN

Todo el mundo, a cualquier edad, posee talentos que no se han desarrollado completamente. No se libran siquiera quienes llegan a la cumbre de su profesión. El cubano José Raúl Capablanca estaba considerado como una máquina invencible. Aquella reputación tenía algo de verdad, ya que durante ocho años no perdió ni una sola partida. Capablanca detestaba el estudio, aunque quizá no era tan perezoso como decían la leyenda y sus propias declaraciones. Era un vividor con los gastos cubiertos gracias a las prebendas de la diplomacia cubana, que raramente se preparaba para enfrentarse a sus rivales, y a quien le gustaba presumir de no haber estudiado nunca en serio. Tenía tanto talento que estaba convencido de que podría escapar de cualquier trampa que le tendieran, y normalmente tenía razón.

Cuando Capablanca le arrebató la corona a Emanuel Lasker en 1921, la proclamación del nuevo campeón se consideró como el pago de una deuda largamente merecida, un rey cuyo reinado podía durar décadas. «Capa» hacía que el ajedrez pareciera fácil, y para él lo era. Pero se fiaba demasiado de su habilidad innata y solo retuvo el título durante seis años. El ruso Alekhine, un jugador con una dedicación fanática nunca vista, se lo arrebató con toda justicia.

En una época en que el ajedrez aún se consideraba un juego de caballeros, y muchos dudaban de que pudiera ser una profesión, Alekhine hizo del ajedrez su vida, como nunca nadie lo había hecho. Se cuenta la anécdota de un patrocinador que invitó a Capablanca y a Alekhine al teatro y luego comentó: «¡Capablanca no dejó de mirar a las chicas del coro y Alekhine no levantó la vista de su ajedrez de bolsillo!».

Desde luego, Alekhine ponía en el tablero la impronta apasionada del genio, que, unida a su intensa dedicación, superaron al talento en bruto de Capablanca. Alekhine había estudiado al detalle todas las partidas de Capablanca, pero descubrió pocos puntos débiles que pudiera aprovechar. Lo que encontró fueron algunos errores ocasionales, que le revelaron que el mito de la imbatibilidad de Capablanca era falso. A Alekhine aquello le dio confianza, pero no en exceso, y no le hizo perder capacidad crítica.

Cuando se enfrentaron por el título en 1927 en Buenos Aires, el propio Alekhine pensaba que Capablanca era el favorito. Nunca había derrotado al poderoso cubano y tan solo unos meses antes, en el torneo de Nueva York de aquel mismo año, había quedado segundo a bastante distancia de Capablanca. Y, sin embargo, pese a que Capablanca ganó con facilidad, de algún modo aquella victoria anunciaba su final. Alekhine comentó después del torneo que le dio el título: «Yo no creo que fuera superior a él. Quizá la principal razón de su derrota fue que sobrestimó sus propios poderes, que quedaron demostrados en su aplastante victoria en 1927 en Nueva York, e infravaloró los míos».

Capablanca perdió la primera partida en Buenos Aires y aunque recuperó al poco el liderazgo, verse enzarzado en una batalla tan encarnizada debió de sorprenderle. El torneo se convirtió en una lucha de voluntades, y ahí Alekhine, que en una ocasión había declarado: «Lo que yo hago no es jugar, sino luchar», estaba en su elemento. La energía que le llevaba a prepararse durante ocho horas al día «en principio» (según sus propias palabras) no le permitía perder. Capablanca no estaba acostumbrado a un esfuerzo tan extenuante, y tras treinta y cuatro partidas (un récord imbatido hasta que me enfrenté en 1984-1985 a Karpov durante cuarenta y ocho partidas), finalmente cayó derrotado.

LA PREPARACIÓN COMPENSA DE MUCHAS FORMAS

No todos somos capaces de la determinación de un Alekhine. Pocas vidas y pocas tareas permiten una devoción de ese tipo. No se trata de convertirse en un fanático veinticuatros horas, siete días a la semana, contando cada minuto y cada segundo. La clave está en el autoconocimiento y la coherencia. El esfuerzo nos compensará, aunque no siempre de forma inmediata o tangible.

Cuando analizaba mis propias partidas para publicarlas, me di cuenta de algo interesante y en cierta forma humillante: la pobreza de algunas de las ideas que había preparado. Desde la comodidad que me daba estar retirado, pude revisar la enorme cantidad de análisis que realicé para preparar los torneos y las partidas del campeonato del mundo. Solo una pequeña parte de aquellas ideas llegaron a ver la luz, ya sea porque mis rivales las evitaron, o bien porque quedaron abandonadas en favor de otras variables. Ahora me doy cuenta de que en muchos casos aquello no estuvo mal. Sometidos al microscopio de potentes programas informáticos de ajedrez, resultó que en lugar de blandir la espada Excalibur del Rey Arturo, en muchos casos me estaba preparando para la batalla con una navaja oxidada.

Pero, pese a que me decepcionó la calidad de algunos de mis análisis, descubrí cierta pauta global positiva. Aunque no hubiera echado mano de los frutos de mi trabajo, aquellos períodos de intensa preparación fueron recompensados con buenos resultados. Había cierta correlación casi mística entre el esfuerzo y los logros, sin un vínculo directo entre ellos. Quizá me estaba beneficiando del equivalente en el ajedrez al efecto placebo. Ir a la batalla con armas que yo creía letales me dio confianza, aunque en gran parte no llegué a usarlas, y probablemente no hubieran surtido efecto.

Ese esfuerzo «desperdiciado» tiene también su lado práctico, ya que en muchos proyectos ambos aspectos se superponen. La investigación que realiza un abogado para preparar un caso que nunca llega a juicio mejora, en cualquier caso, sus conocimientos, y los conocimientos nunca están de más. Podremos intimidar a nuestros rivales con nuestra reputación canallesca, incluso sin llegar a desenvainar nuestra espada.

Este criterio ha guiado a muchas personas que la historia recuerda como grandes genios. No podemos dudar de la capacidad mental de Thomas Edison, pero su auténtica genialidad era su incansable capacidad de experimentación. La bombilla eléctrica fue el resultado de su persistencia, y no un simple destello de imaginación. Probó miles de sustancias buscando un filamento que no ardiera, incluso trabajó con exóticas fibras vegetales procedentes de todo el mundo. Edison resumió exactamente sus ideas sobre la invención cuando dijo: «La mayoría de las personas pierden las oportunidades porque estas suelen presentarse en ropa de trabajo y parecen trabajo». Aquella frase evocaba las palabras de otro gran pensador, Thomas Jefferson, que escribió: «Yo creo mucho en la suerte, y pienso que cuanto más trabajo, más suerte tengo».

Lo peor es que normalmente somos muy conscientes de nuestras deficiencias en ese terreno. Nos criticamos con gran dureza cuando nos pasamos una hora en la oficina navegando en la red, o si dejamos la bolsa del gimnasio detrás de la puerta mientras vemos la televisión. Esta autoflagelación nos beneficia tanto como esos propósitos de Año Nuevo que difícilmente sobreviven al invierno.

CONVERTIR EL JUEGO EN UNA CIENCIA

Si Alekhine aportó un nuevo grado de dedicación, incluso obsesión, al juego del ajedrez, el hombre que le sucedió en el trono profesionalizó y codificó dicha dedicación. El primero de los siete campeones soviéticos, Mijail Botvinnik, consiguió desmitificar el juego con sus enseñanzas y escritos. Yo era su pupilo favorito de la academia de ajedrez y le debo muchísimo por incorporar la concentración y la disciplina a mis aptitudes naturales. Él me enseñó a evitar la complejidad por sí misma, diciendo: «Nunca serás un Alekhine si las variables te controlan, y no al revés».

Las contribuciones más duraderas de Botvinnik a la cultura ajedrecística se dieron en el terreno de la preparación. Ingeniero por devoción, organizó sus entrenamientos sobre la base de una estricta rutina, que cubría no solamente la investigación específicamente ajedrecística, sino también la preparación física y psicológica. Hoy día, sus métodos están tan extendidos que es difícil imaginar que hubo un tiempo en el que no todos los jugadores los seguían; pero en su época, Botvinnik fue un auténtico innovador. Su sistema incluía el análisis de la fase de apertura de la partida, el estudio del estilo de los rivales, y un riguroso análisis de sus propias partidas que luego publicaba, de modo que otros pudieran criticarlas. Para poner únicamente un ejemplo de los extremos a los que llegaba: cuando preparaba un torneo, Botvinnik ponía música de fondo para que le distrajera, e incluso pidió a uno de sus preparadores que le echara humo a la cara durante una sesión de entrenamiento.

Botvinnik inventó el régimen ideal para los torneos, estableció un estricto horario de comidas, descanso y caminatas rápidas, un sistema que yo adopté durante toda mi carrera. Botvinnik se impacientaba con quienes se quejaban por falta de tiempo. ¡Y mejor olvidarse de decirle al gran maestro que aquel día estabas cansado! Dormir y descansar estaban perfectamente estipulados en el estricto horario de entrenamientos, y sencillamente era inexcusable no haber descansado bastante.

Yo tuve la suerte de estar bien preparado para alguien como Botvinnik gracias a mi madre Klara. Mi madre heredó un estricto sentido de la importancia del orden y la rutina de su propia familia. Para mí, las cosas sencillamente funcionaban así, y siempre me sentí cómodo con ese régimen. Dormir, comer, ir a la escuela, estudiar y divertirse, todo formaba parte de un horario.

Era más fácil durante mi adolescencia, hace treinta años. Había pocas distracciones disponibles, pocas actividades aceptables para un niño, especialmente en la Unión Soviética. Hoy las distracciones potenciales son prácticamente infinitas y el mundo de la informática proporciona entretenimiento instantáneo a todo el mundo. Los teléfonos móviles, los videojuegos y artilugios de toda clase nos permiten desperdiciar el tiempo de infinitas maneras que no conducen a nada en absoluto; desde luego, a nada importante ni estratégico para nuestro desarrollo.

Con tantas actividades, nuestros padres apenas tienen oportunidad de enseñarnos, y mucho menos explicarnos unas normas y un sistema. También los padres tienen unas vidas más aceleradas y les resulta difícil servirnos de ejemplo. Yo veía el modo en que mi madre programaba su vida y mis actividades, y no tenía ninguna duda de que era lo mejor.

Como crecí y entré en el mundo del ajedrez profesional cuando no era más que un adolescente, seguí rodeado de esforzados preparadores y tutores. Las palabras de Botvinnik y su ejemplo consolidaron lo que ya sabía. Él me enseñó los pormenores, además de un código ético.

En la actualidad, pese a que estoy retirado del ajedrez profesional, sigo con mi rutina. Adapto mis nuevas actividades a un programa, de manera que pueda mantener las pautas que me han dado tan buenos resultados. He conservado las pautas fundamentales, y con ellas mi nivel de bienestar y productividad. Lo que antes eran entrenamientos para jugar al ajedrez, hoy es preparación política. Antes analizaba a mis oponentes, hoy analizo viejas partidas para mis libros y artículos. Mi siesta de la tarde sigue siendo sagrada.

CONVERTIR NUESTRA EFICACIA EN UN OBJETIVO

Alekhine y Botvinnik, y más adelante Fischer, demostraron un gran don para mantener su nivel de eficacia en el trabajo. Fueron capaces de invertir más y más energía y luego obtener resultados positivos. Todos podemos trabajar más horas, estudiar más, ver menos la televisión, pero la capacidad de mantener la eficacia en los momentos de tensión es distinta para cada persona. Cada uno tiene un nivel de eficacia propio en la proporción trabajo/resultados. Un Capablanca puede ser muy creativo durante una hora, pero quemarse al cabo de dos. Un Alekhine puede necesitar cuatro horas para conseguir los mismos resultados, pero ser capaz de trabajar ocho horas sin reducir la productividad.

Es esencial saber qué nos motiva, encontrar el modo de espolearnos para recorrer un kilómetro más. En mi caso, es atenerme a un régimen. Cuanto menos excepciones introduzca en mi programa, más motivado me siento. También sé que necesito desafíos para no perder el interés. En cuanto me parece que algo es repetitivo o fácil, sé que ha llegado el momento de buscar otro objetivo que me dé energía.

Otros usan mecanismos distintos, como la competitividad, objetivos establecidos, o incentivos. Anatoli Karpov no tenía una personalidad laboriosa por naturaleza, pero para el torneo contra Boris Spassky en 1974, entrenó entre diez y doce horas diarias. Karpov era extraordinariamente competitivo, y su voluntad de ganar le espoleaba a esforzarse más. Obtuvo su recompensa y batió de forma convincente a Spassky.

Si la disciplina nos parece aburrida, o incluso imposible en acelerado mundo de hoy, debemos pararnos un momento a considerar qué aspectos de nuestra vida podemos programar con éxito para alcanzar la eficacia. Tener una buena ética de trabajo no significa ser un fanático, significa ser consciente y luego pasar a la acción. ¿Cómo hemos pasado las horas de vigila de hoy? ¿Cómo pasaremos las de mañana?