6.
Talento
Cuando tenía once años, sencillamente me
volví bueno.
Bobby Fischer,
undécimo campeón mundial de ajedrez
La denominación de gran maestro solía reservarse únicamente para los mejores jugadores del mundo. El zar ruso Nicolás II inventó el título para los cinco finalistas del gran torneo de San Petersburgo de 1914, que él patrocinó. A partir de aquel quinteto legendario, la Federación Internacional de Ajedrez, FIDE, lo adoptó como criterio cualitativo. Inevitablemente se produjo una proliferación del título hasta llegar a un total aproximado de mil grandes maestros que existen hoy en el mundo. Hoy día hay tantos GM, que se utilizan denominaciones extraoficiales como «supergran maestro», para diferencia a los mejores jugadores del resto.
A menudo me preguntan qué distingue a un jugador de ajedrez de élite, a los diez mejores del mundo, de muchos extraordinario jugadores que no consiguen colarse entre los veinte mejores, o entre los cien mejores. Desgraciadamente, existen tantas razones para el fracaso como para el éxito; es imposible hacer generalizaciones globales. El triunfo o el fracaso de cada jugador tiene sus propia causas. El más controvertido de todos ellos es esa presa tan elusiva llamada talento.
Hay tantas definiciones y aspectos del talento que no es de extrañar que tengamos problemas para decidir quién lo tiene y quién no. Los genios nos lo ponen fácil, aunque ante ejemplos como el de Mozart, que componía sinfonías a los cinco años, y Pascal, que escribía teoremas geométricos originales en las paredes de su cuarto de juegos a los doce años, apenas podemos hacer otra cosa que maravillarnos.
El ajedrez, junto a la música y las matemáticas, es una de las pocas disciplinas en las que la habilidad extraordinaria y la originalidad pueden manifestarse a una edad muy temprana. En 1919, Samuel (Sammy) Reshevsky, nacido en Polonia, se exhibía vestido de marinerito, y vencía a salas repletas de jugadores adultos por toda Europa a los siete años. Se sabe que José Raúl Capablanca aprendió a jugar a los cuatro años simplemente observando jugar a su padre, y enseguida demostró que podía rivalizar con jugadores expertos. A Reshevsky le examinaron exhaustivamente todo tipo de psicólogos, buscando el origen de sus milagrosas capacidades. ¿Cómo podían dominar esos críos un juego que era sinónimo de complejidad y dificultad?
Todos conocemos historias de precocidades de ese tipo y, en general, solemos aceptar que tales individuos nacieron con dones especiales. Aun así, esos extraordinarios talentos necesitan una oportunidad para desarrollarse. Así pues, el debate de la genética contra la educación no tiene una solución tan fácil. Si el padre de Mozart hubiera sido pintor en lugar de profesor de música, ¿conoceríamos hoy día a Mozart?
El desarrollo precoz de mis propias habilidades se debió ciertamente a muchos factores externos. Mi familia descubrió enseguida mi aptitud natural para el ajedrez. Mi padre, Kim, que en aquella época luchaba contra la leucemia, tomó la decisión de enviarme a una escuela de ajedrez a los siete años y mi madre apoyó con entusiasmo su decisión. Hoy día le gusta recordarme los esfuerzos que tuvo que hacer para dominar mi fuerza de voluntad, en lugar de promoverla. Suele contar la anécdota de una llamada telefónica de mi profesora de segundo grado que me había regañado por desafiarla en clase. Cuando me dijeron que no debía hacer algo así, porque todo el mundo pensaría que me creía el más inteligente, yo contesté: «¿Es que no es verdad?». No envidio a mis antiguos profesores.
Casi todas las jóvenes figuras de cualquier ámbito afirmará que uno de sus padres espoleó su talento. En cuanto a factores internos para mí está claro que no hubiera conseguido un triunfo parecido en nada que no fuera el ajedrez. Llegué al juego de forma natural, y mis cualidades se adaptaron a sus requerimientos como un guante.
No todo el mundo tiene tanta suerte, pero todos podemos contribuir muchísimo a crear nuestra propia fortuna, e intentar adecuar nuestras cualidades a nuestra profesión. El problema es que cuando llegamos a la edad adulta, raramente ponemos a prueba nuestros recursos, y sin esa comprobación es imposible descubrir nuestras cualidades. Si no hemos tenido dicha oportunidad en la infancia, podemos tenerla en la madurez. Podemos buscar fórmulas para experimentar y comprobar dónde está el límite de nuestras capacidades en diferentes áreas.
IDENTIFICAR LAS PAUTAS DE NUESTRA VIDA
Dicha experimentación es fundamental, dado que muy pocas actividades requieren cualidades en un solo terreno. Un concertista de piano ha de tener destreza física, además de buen oído y sentido de ritmo. La mayoría de los casos requieren un conjunto similar de habilidades. Pensemos lo que se necesita para ser un buen gerente, un buen general, o un buen padre. El ajedrez no es una excepción a esta regla, y para destacar es necesaria una síntesis del desarrollo del talento y los conocimientos adquiridos. Entre las cualidades innata más importantes, yo citaría la memoria y la fantasía.
A menudo se discute si la memoria es algo que uno posee o no como la altura o los ojos azules. Hay quien intenta tipificarla, y se habla de quien tiene buena memoria para las caras o mala memoria para los nombres. Existen los estereotipos, como el profesor distraído que se sabe de memoria las obras completas de Chaucer, pero nunca recuerda dónde ha aparcado el coche.
Sabemos que el cerebro almacena los recuerdos antiguos y los recientes en distintos lugares. Existen individuos con memoria fotográfica, capaces de recitar sin esfuerzo listines telefónicos enteros. La gente suele creer que los ajedrecistas de élite han de poseer esas facultades, pero la realidad es muy distinta.
Es verdad que para ser un gran jugador de ajedrez hay que tener buena memoria, pero es mucho más difícil explicar qué es lo hay que recordar exactamente. ¿Modelos? ¿Cifras? ¿Imágenes mentales de las piezas y el tablero? Aparentemente, esa respuesta, que tanto intriga y preocupa a los psicólogos, es el compendio de «todas las anteriores».
La práctica del «ajedrez a ciegas» fascina al mundo desde hace siglos. En 1783, el gran jugador francés François-André Danican Philidor jugó dos partidas simultáneas sin ver el tablero y se le consideró un genio, sin parangón. Un periódico lo describió como «un fenómeno en la historia del hombre, que debería pasar a formar parte de las mejores muestras de la memoria humana, hasta que la memoria deje de existir».
Unos doscientos años después, el gran maestro polaco Miguel Najdorf quedó atrapado en Argentina cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Cuando la guerra acabó, Najdorf pensó en informar a su familia de Polonia de que había sobrevivido, ofreciendo la mayor exhibición de ajedrez a ciegas que se había celebrado nunca, con cuarenta y cinco tableros simultáneos. Es decir, 1.440 piezas por controlar. La exhibición duró tanto que algunos de sus exhaustos oponentes tuvieron que buscar sustitutos en mitad del torneo. Tras casi veinticuatro horas de juego, Najdorf había conseguido treinta y nueve victorias, cuatro tablas y tan solo dos derrotas contra sus rivales, quienes, por supuesto, jugaban viendo el tablero.
Eso no significa que Najdorf tuviera una memoria fotográfica perfecta, que no la tenía. Lo que tenía era una espectacular «memoria ajedrecística»; la capacidad de retener las pautas y los movimientos de las piezas en un tablero de sesenta y cuatro escaques, lo cual es esencial para el jugador, tanto si puede ver el tablero como si no. Esta capacidad para recordar y visualizar permite un cálculo rápido y ajustado, y significa que no necesitamos calcular todas las posiciones desde cero. Si recordamos una posición similar somos capaces de acordamos si funcionó o no en esa ocasión, tendremos mucha ventaja sobre alguien que la vea por primera vez.
Un gran maestro memoriza decenas de miles de situaciones y pautas, una base de datos ajedrecísticos que se suman a una práctica frecuente y constante. Mi capacidad para recordar tantas partidas y posiciones no significa que me resulte más fácil recordar los nombres, o las fechas, o cualquier otra cosa. Adriaan de Groot ilustró esta cuestión, con su elegante estilo, en un estudio sobre los jugadores de ajedrez de 1946. Probó a jugadores de todos los niveles, desde anteriores campeones del mundo a principiantes, intentando descubrir el secreto de la maestría en el ajedrez.
De Groot dio a los jugadores una serie de posiciones de otras partidas para que las memorizaran, y luego tomó nota de la exactitud que demostraron al reproducirlas. Previsiblemente, cuanto mejor era el jugador, mejor lo hacía. Los jugadores de élite acertaron en un 93 por ciento, los expertos en un 72 por ciento y los jugadores comunes solo en un 51 por ciento. Treinta años después, un estudio similar examinó el asunto más a fondo, y dio una vuelta de tuerca más.
En 1973, los investigadores W.G. Chase y H.A. Simon repitieron el experimento de De Groot, pero añadieron una segunda serie de posiciones clave. Para esa segunda serie, colocaron las piezas en el tablero al azar, sin atenerse a las reglas de juego, ni a ningún otro patrón. Como en el estudio de De Groot, los mejores jugadores obtuvieron las mejores puntuaciones con las posiciones tomadas de partidas reales. Pero con las posiciones arbitrarias, todos los jugadores consiguieron aproximadamente el mismo resultado, al margen de su nivel de juego. Sin poder utilizar pautas, o lo que los psicólogos llaman «grupos», los maestros no demostraron una destreza memorística superior.
En todos los desafíos del hombre se produce el mismo proceso. La memoria puramente rutinaria es mucho menos importante que la habilidad para reconocer las pautas esenciales. Cuando abordamos un problema, nunca empezamos de cero; instintivamente, e incluso inconscientemente buscamos uno paralelo anterior. Comprobamos la autenticidad de dicha comparación, e intentamos elaborar una receta parecida con estos ingredientes ligeramente distintos.
Normalmente, ese proceso tiene lugar en la trastienda de nuestro cerebro, pero ocasionalmente sale a la superficie, e incluso llega a hacerse famoso. En 1914, en San Petersburgo, dos de los mejores jugadores de la época, Aaron Nimzowitsch y Siegbert Tarrasch, disputaron una partida espectacular, que consiguió solo el segundo «premio a la brillantez», porque el espectacular y esforzado ataque de Tarrasch era prácticamente idéntico al de una partida que Emanuel Lasker jugó veinticinco años antes. Los jueces consideraron que no podían darle el primer premio a la brillantez a una partida carente de originalidad.
Los comerciantes examinan las pautas de comportamiento de un producto en las gráficas, los padres observan las pautas de comportamiento de sus hijos, un abogado experto en tribunales intuye cuál es la mejor forma de tratar a un testigo. Todo ello es el resultado de combinar la experiencia con el cumplimiento escrupuloso de las lecciones de la memoria. Y aunque se puede adquirir competencias gracias a la práctica, para destacar hay que analizar detenidamente lo que hemos aprendido.
¿Cuántas veces revisamos nuestra actuación al acabar el día, qué hemos visto y qué hemos aprendido? ¿Hemos visto o experimentado algo nuevo de lo que deberíamos tomar nota? ¿Reconoceríamos dicha situación, esa oportunidad, esa pauta, si ocurriera de nuevo? Quienquiera que ocupe una posición de élite, como los atletas olímpicos, por ejemplo, deben poseer ese grado de autoconciencia, esencial para el éxito.
Aunque los beneficios de una actitud tan estricta no son tan evidentes, si se trabaja en un despacho, el fondo es el mismo. Incluso los directivos se contentan demasiado a menudo con llegar sencillamente al final de la jornada. Mucha gente habla de desconectar después del trabajo o de la escuela, de olvidarse de la jornada laboral para relajarse. ¿No serían mucho más eficaces si, al final de cada día, se preguntaran a sí mismos qué lecciones han aprendido para el mañana?
EL PODER DE LA FANTASÍA
Tal no mueve las piezas con la mano; usa
una varita mágica.
GM VIACHESLAV RAGOZIN,
preparador del campeón del mundo
Mijail Botvinnik
No sé con seguridad cuándo se popularizó la frase «Thinking outside the box» (pensar más allá de los límites). De la noche a la mañana, el pensamiento lógico, deductivo y convencional se convirtió prácticamente en un pecado. Fue como si hubiéramos rechazado esas anteriores virtudes, y de pronto todo el mundo tuviera que estar en contra de la ortodoxia si no quería ser considerado un dinosaurio. La burbuja del puntocom se construyó sobre esa ilusión, con la creencia de que el pensamiento inductivo y la creatividad podían reemplazar, en lugar de complementar, los principios y la lógica.
El novelista francés Anatole France escribió que «para conseguir grandes cosas, debemos soñar tanto como actuar». En el ajedrez, el nombre que recibe el tipo de imaginación que permite romper con los patrones habituales y amedrentar a nuestros rivales es fantasía. Se produce cuando dejamos que nuestra mente se distancie del cálculo de variables, e imagine las posibilidades ocultas de la posición. A veces podemos descubrir una idea paradójica que va contra todas las reglas, pero que, gracias a una confluencia de factores única que se produce en ese preciso instante sobre el tablero, nos da la victoria.
Resulta irónico que los programas de ajedrez por ordenador sean capaces de combatir con tanta eficacia a seres humanos tan llenos de fantasía táctica. Los ordenadores no se basan en ninguna pauta y no tienen prejuicios contra determinados movimientos porque parecen feos, o ilógicos o absurdos. Ellos simplemente cuentan bolitas y juegan con el mejor movimiento que encuentran. Para los humanos es mucho más difícil; nosotros somos criaturas de costumbres, mientras que ellos son implacablemente objetivos.
Una prueba de mi tendencia personal a depender demasiado de las convenciones apareció en mi propia casa tras la publicación del primer volumen de Mis geniales predecesores. Estuve estudiando el análisis de una importante partida del torneo del campeonato del mundo de 1910, entre Emanuel Lasker y Carl Schlechter. Muchos grandes jugadores, incluyendo los propios participantes en la partida, escribieron sobre ella, porque fue la única derrota de Lasker en aquel torneo. Hacia el final de la partida, Lasker, y más adelante su sucesor en el título mundial, José Raúl Capablanca, publicaron sendos análisis donde demostraban que Lasker se hubiera podido defender sacrificando a su reina.
Estudié dichos análisis y tuve que darles la razón. Sacrificar a la reina era un ingenioso recurso defensivo que hubiera salvado la partida, y así lo escribí en mi libro. El texto llevaba poco tiempo en las librerías, cuando empezaron a llegarme las cartas. Hoy día, todos los aficionados al ajedrez tienen un potente software de ajedrez en su PC, y con ese ejército de herramientas de silicona a su servicio, los aficionados no tardaron nada en abrir una brecha en mi análisis. En ese caso, la clave estaba en que las blancas no estaban obligadas a eliminar a la reina. A la máquina no le importaba que la reina fuera la pieza más valiosa, lo único que le importaba era evaluar el resultado. Cinco generaciones de jugadores, incluido yo mismo, habrían capturado a la reina y a partir de ahí hubieran empezado a analizar. La computadora prescindió de la reina y demostró que había una forma más sencilla de ganar.
Me gustaría creer que si yo me hubiera visto inmerso en esa posición, si hubiera jugado esa partida, habría encontrado la maniobra ganadora. Tal como veremos más adelante, en el calor del momento, a menudo es más efectivo un destello intuitivo que un concienzudo análisis a distancia.
LA FANTASÍA PUEDE DISIPAR LA NIEBLA
Mantener la mente abierta es muy difícil en un juego que depende tanto de las pautas y la lógica. Para inspirarnos, podemos recurrir a aquellos grandes jugadores que buscaron sistemáticamente formas originales para sorprender a sus rivales, y nadie lo hizo mejor que el octavo campeón del mundo, Tal. El «Mago de Riga» llegó a campeón en 1960, a los veintitrés años, cuando su juego agresivo y volátil ya le había hecho famoso. Sacrificaba peones y piezas de un modo que contradecía totalmente los principios de la era científica y moderna establecida por Botvinnik, Tal reinventó el método del ajedrez romántico, como se jugaba a mediados del siglo XIX, cuando defenderse se consideraba una cobardía.
¿Cómo lo hizo? ¿Cómo es posible que los caballos de Tal parecieran más ágiles y sus alfiles más rápidos que los de otros grandes maestros? Tenía una capacidad de cálculo enorme y ésa era solo una pequeña faceta de su talento. Tenía la habilidad de saber cuándo el cálculo por sí solo no bastaba para resolver el problema, tal como declaró en una famosa entrevista, donde comentaba sus pensamientos durante una partida complicada contra el GM soviético Vasiukov, y sopesaba la conveniencia de sacrificar un caballo.
Las ideas se agolpaban en tropel. Yo había trasladado una sutil respuesta para mi oponente, que había funcionado en una ocasión, a otra situación donde naturalmente resultó bastante inútil. De manera que tenía la cabeza llena de un caótico montón de movimientos de todas clases, y del famoso «abanico de variables», del que los preparadores te recomiendan que cortes las ramas más pequeñas, que en ese caso se expandía con una velocidad increíble.
Y entonces, de pronto, por la razón que sea, recordé el famoso pareado de Korney Chukosvki (un poeta que los niños en la Unión Soviética conocían muy bien):
Oh, qué tarea tan dura fue
arrastrar al hipopótamo fuera del estanque.No sé por qué tipo de asociación apareció el hipopótamo en el tablero de ajedrez, pero aunque los espectadores estaban convencidos de que yo seguía estudiando la posición, en aquel momento solo intentaba averiguar: ¿cómo se arrastra a un hipopótamo fuera de un estanque? Recuerdo que pensé en palancas y en gatos hidráulicos, en helicópteros en incluso en una escala de cuerda. Tras considerarlo durante largo, admití mi fracaso como ingeniero, no sin cierto resquemor: «Bueno, ¡que se ahogue!». Y de repente, el hipopótamo desapareció. Se fue del tablero de ajedrez tal como vino. Repentinamente. Y al instante, la posición no me pareció tan complicada. En aquel momento de algún modo me di cuenta que era imposible calcular todas las variables, y que sacrificar al caballo era, por su propia naturaleza, puramente intuitivo. Y dado que auguraba una partida muy interesante, no pude evitar hacerlo.
Y al día siguiente, me encantó leer en los periódicos que Mijail Tal, tras pensar detenidamente en la posición durante cuarenta minutos, y calcularlo minuciosamente, sacrificó una pieza…
Es un ejemplo típico del ingenio de Tal, y de su clarividencia para encontrar la solución a un problema. Se dio cuenta de que era un error intentar arreglar algo con una llave inglesa, cuando lo que necesitaba era un martillo. Incluso su mente imaginativa necesitaba en ocasiones un empujoncito para cambiar de marcha.
DESARROLLAR EL HABITO DE LA IMAGINACIÓN
La fantasía no es algo que se pueda poner en marcha con un interruptor. La clave para estimularla está en atenderla siempre que sea posible, y dejar que florezca nuestra faceta menos ortodoxa. Cada uno desarrolla sus propios mecanismos para invocar a sus musas. El objetivo es que se convierta en algo inconsciente y continuo, de modo que la fantasía esté siempre activa. No se trata de ser un inventor con un destello ocasional de creatividad, sino de innovar constantemente nuestro proceso de toma de decisiones.
Cuando las corporaciones y las convenciones de negocios empezaron a pedirme que diera conferencias, quise ser capaz de hablarles lo mejor posible en su propio lenguaje. Como colaborador del Wall Street Journal y adicto a los canales de noticias, me consideraba razonablemente bien informado sobre la actualidad mundial, incluidos los titulares de negocios. El problema es que las noticias no suelen tratar los temas en un contexto útil e imaginativo. Seguramente hay mucho que aprender de cómo los grandes se convirtieron en grandes, o de por qué algunas empresas triunfaron donde otras habían fracasado.
Eso me llevó a intentar descubrir cómo algunos de los nombres más famosos de la actualidad llegaron a serlo. La historia de William Boeing fue uno de esos descubrimientos. Otros no eran tan inspiradores, ni tan útiles para mi público, pero descubrí unos pocos que eran injustamente desconocidos.
Quizá el nombre de Joseph Wilson no les suene, pero Xerox, compañía que dirigió, seguro que sí. El propio Wilson era un inventor, pero la actitud creativa que introdujo en la compañía, que inicialmente se llamaba Haloid Company fue mucho más importante que todo lo que Wilson creó en un laboratorio. A los nuevos empleados solía decirles: «No queremos hacer las cosas con los viejos métodos de siempre. De manera que, puesto que están aquí, espero que estén dispuestos a que el cambio sea su modo de vida. Mañana no harán las cosas de la forma en la que las hacen hoy».
Confieso que yo mismo soy un animal de costumbres, así que me cuesta mucho esfuerzo seguir ese consejo. En el tablero siempre intenté dejar que mi mente vagara, que ignorara de vez en cuando la niebla de las variables y asestara una puñalada mental en la oscuridad. En un contexto competitivo, esos movimientos, más allá de los límites o más allá del tablero, tienen el beneficio añadido de sorprender completamente al adversario. El tiempo que ha invertido pensando en nuestro movimiento ha sido prácticamente un tiempo perdido pues el escenario de la partida ya ha cambiado. Es más que hacer un buen movimiento, un movimiento objetivamente potente. Los movimientos con una carga extra de fantasía pueden hacer que tu competidores se sobresalten y cometan errores.
PREGUNTAR ¿Y SI…?
En 1997 disputé el torneo de Tilburg, en los Países Bajos, y en la quinta ronda me enfrenté con las negras a uno de los campeones mundiales del «juego de fantasía», el letón Alexei Shirov, que actualmente juega en la selección española. (En las últimas décadas, muchos de los mejores jugadores del mundo han encontrado un nuevo hogar en España, donde se celebran muchos torneos de primer nivel y existe gran pasión por el juego que ellos han ayudado a fomentar. No obstante, la mayoría siguen representando a sus países de origen. Pese a la popularidad del ajedrez en España, entre los cien mejores ajedrecistas del mundo solo hay un jugador español: Francisco Vallejo Pons, nacido en Menorca). En sus inicios, el creativo Shirov llegó a entrenarse con el propio Mijail Tal, un pedigrí incomparable en términos de exótico juego al ataque.
Sin embargo, en aquella ocasión conseguí que probara una dosis de su propia medicina. En una posición compleja que abría posibilidades para ambos sobre el tablero, Shirov hizo avanzar su torre, dispuesto a atacar a mi reina en el movimiento siguiente. Era obvio que tenía que sacar a la reina de allí, y me senté a examinar los escasos refugios disponibles. Todas las opciones conducían a un equilibrio dinámico de la posición, pero me decepcionó comprobar que no había margen para nada más.
Antes de resignarme al inevitable movimiento con la reina, inspiré profundamente y examiné el resto del tablero. Como tantos otros movimientos fantasiosos, aquél partió de la pregunta mental: «¿No sería estupendo si…?». Si fantaseamos un poco sobre lo que nos gustaría que ocurriera, a veces nos damos cuenta que, de hecho, es posible. ¿Y si mis piezas no hicieran caso de la amenaza a la reina? Él dispondría de más material, pero estaría muy presionado, mientras que mis piezas, aunque quedaran técnicamente a merced de su reina, tendrían mucho campo para maniobrar.
De modo que, en lugar de coger la reina, levanté el rey con la mano y avancé simplemente una casilla hacia el centro del tablero. Obviar todas las reacciones y amenazas y jugar un movimiento aparentemente inocuo con la pieza más débil del tablero, fue una paradoja gratificante. Por supuesto, yo estaba convencido, además, de que era un movimiento enérgico con ventajas objetivas. La fantasía debe apoyarse en el cálculo y en una evaluación sobria, de lo contrario nos pasaremos la vida cometiendo errores preciosos.
Shirov no pudo adaptarse a la nueva situación. Atacante por naturaleza, de pronto jugaba a la defensiva. Objetivamente, la posición estaba igualada, pero rápidamente cometió un grave error que no tardó mucho en poner fin a la partida. Casi al final, me di la satisfacción de sacrificar incluso algunas piezas más, y acabar con una floritura. En aquel momento, no lo pensé demasiado, pero al recordar ahora aquella partida, creo que esa idea formaba parte de una actitud opuesta a limitarse a las soluciones rutinarias.
Muy a menudo descartamos inmediatamente las ideas y las soluciones extravagantes, especialmente en áreas con patrones establecidos desde hace mucho tiempo. Nosotros mismos nos imponemos ese rechazo a pensar con creatividad, casi tanto como nos lo imponen los parámetros de nuestro trabajo y de nuestra vida. «¿Y si…?», a menudo lleva a «¿Por qué no?», y, llegados a ese punto, debemos armarnos de coraje y averiguarlo.
TOMAR CONCIENCIA DE NUESTROS HÁBITOS Y LUEGO ROMPERLOS
Hay tantas formas de estimular nuestra fantasía como decisiones tomamos durante el día. No encontraremos nuevas formas de solucionar nuestros problemas a menos que busquemos nuevos caminos, y, una vez que los hayamos encontrado, necesitaremos sangre fría para ponerlos en práctica. No todos funcionarán según lo esperado, por supuesto. Cuanto más experimentemos, más éxitos obtendremos de dichos experimentos. Debemos romper nuestras costumbres, incluso hasta el punto de prescindir de las que nos hacen más felices, para comprobar si podemos encontrar métodos nuevos y mejores.
Si queremos sacar el mayor partido de nuestras dotes innatas, debemos estar dispuestos a analizamos críticamente a nosotros mismos, y a mejorar nuestros puntos débiles. Lo más sencillo es confiar en nuestro talento y centrarnos solamente en lo que hacemos bien. Es cierto que deseamos jugar con nuestras fuerzas, pero si no conseguimos equilibrar esa tendencia de algún modo, nuestro crecimiento será limitado. La manera más rápida de mejorar de forma global es trabajar nuestras debilidades.
Es importante no hacer caso de los estereotipos que tenemos sobre nosotros mismos cuando nos embarquemos en dicho proyecto. Nuestra propia opinión sobre nuestras habilidades, a menudo muy inexacta, es producto de un par de incidentes o comparaciones. Las personas que les dicen constantemente a los demás, y a sí mismos, que son olvidadizos o indecisos, se meten en un círculo de reafirmación negativa muy difícil de romper. ¿Cómo sabe alguien que su memoria es peor que la de su esposa, o que la mía? Es mucho mejor tener cierto exceso de confianza en uno mismo que lo contrario. Churchill escribió: «La actitud es una insignificancia que marca la diferencia». Si confiamos en nuestras habilidades, ellas nos recompensarán.
José Raúl Capablanca, Cuba (1888-1942)
Alexander Alexandrovich Alekhine, Rusia/Francia (1892-1946)
Dos genios que representan dos modelos de vida opuestosLos campeones del mundo a menudo van a pares. Es difícil pensar en el gran campeón cubano José Capablanca sin pensar al mismo tiempo en Alexander Alekhine. Capablanca se convirtió en el tercer campeón del mundo en 1921, tras una convincente victoria sobre un anciano Emanuel Lasker en el torneo de La Habana. «Capa», que durante diez años seguidos perdió solo una partida, parecía invencible.
Y, sin embargo, conservó la corona tan solo seis años, hasta que Alekhine le derrotó en Buenos Aires en 1927. Aquella fuerza inamovible se vio desplazada por la energía irresistible de la heterodoxa brillantez del ruso y su férrea firmeza. Capablanca pasó la década siguiente persiguiendo en vano la revancha con Alekhine, que no tenía ninguna prisa por enfrentarse de nuevo al cubano. Entretanto, Alekhine se deshizo por dos veces de un rival menor, Efin Bogoljubow (un ruso emigrado como él), antes de sufrir un «accidente» que le hizo perder el título durante dos años. En 1946, cuando su etapa como el mejor jugador del mundo ya había quedado atrás, se convirtió en el único campeón del mundo de la historia que consiguió llevarse el título a la tumba.
Ambos jugadores se consideran hoy día los máximos representantes de los estilos ajedrecísticos que personificaban. De un tranquilo jugador posicional se dice siempre que «juega como Capablanca», mientras que el atacante agresivo es inevitablemente «otro Alekhine».
A Capablanca se le recuerda con justicia como al genio natural más grande que ha dado nunca el ajedrez. Comprendía la posición a la velocidad del rayo y de una forma casi infalible. Su juego lúcido y metódico consiguió la humilde admiración de sus iguales, así como la de las generaciones venideras. Pese a que estaba claramente capacitado para optar al título mucho antes, la Primera Guerra Mundial y las consideraciones financieras pospusieron su inevitable triunfo.
Fuera del tablero, Capablanca era famoso por su encanto y su atractivo físico. Su país le nombró agregado diplomático, un puesto honorífico que le permitió viajar libremente y disfrutar de la vida, una tarea a la que se dedicó en cuerpo y alma.
Alekhine puede considerarse opuesto a Capablanca en muchos aspectos, lo cual provoca un emparejamiento histórico inevitable y muy atractivo. Sus partidas eran salvajes y a menudo de un barroquismo complejo, e imbuidas de una dificultad propia que aún no ha sido igualada. Uno de los primeros libros de ajedrez que tuve era una recopilación de las mejores partidas de Alekhine. Las jugaba una y otra vez y siempre me sorprendían, siempre encontraba algo nuevo. Su estilo de espadachín abrumaba a sus aterrorizados oponentes. ¡Aquél era el tipo de ajedrez que yo deseaba jugar!
Alekhine apenas pensaba en otra cosa que no fuera el ajedrez (Incluso su gato se llamaba Ajedrez). Cuando no estaba jugando estaba escribiendo, y el resto del tiempo lo pasaba estudiando. Difícilmente se le describiría como encantador ni tampoco le importaba demasiado. Su excesiva afición al alcohol perjudicó su salud y su carrera, y muchos atribuyen su sorprendente (y breve) pérdida del título frente a Max Euwe en 1935 tanto a ello como a la concienzuda preparación y al potente juego de su adversario holandés. Sin infravalorar a su rival, y con una dieta estricta a base de leche, Alekhine recuperó el título dos años después.
Acerca de Capablanca: «He conocido a muchos jugadores de ajedrez, pero entre todos ellos solo ha habido un genio: ¡Capablanca!» (Emanuel Lasker).
Según sus propias palabras: «Siempre juego con cuidado e intento evitar riesgos innecesarios. Considero que mi método es correcto, ya que ningún movimiento «osado» contrarresta la naturaleza esencial del ajedrez, que no consiste en una apuesta, sino en un combate puramente intelectual, gobernado de acuerdo con las estrictas normas de la lógica».
Acerca de Alekhine: «Alekhine es considerado en el mundo del ajedrez principalmente como un artista. La planificación profunda, la clarividencia en el cálculo y una imaginación inagotable son sus rasgos característicos» (Mijail Botvinnik).
Según sus propias palabras: «Para mí el ajedrez no es un juego, sino un arte. Sí, y yo asumo todas las responsabilidades que un arte impone a sus seguidores».