CAPITULO XV
EL ACUSADOR
Al pasar por el corredor, Syme vio al Secretario en lo alto de una gran escalera. Nunca lo había encontrado tan noble. Estaba vestido de noche negra y sin estrellas, y por el centro caía una banda o ancha zona de un blanco purísimo, como un solo rayo de luz. El conjunto tenía aire de traje eclesiástico muy severo. Syme no tuvo que esforzarse para recordar que, en la Biblia, el primer día de la creación la luz fue extraída de la sombra. El traje bastaba para sugerir el símbolo; y Syme sintió también que aquel contraste de negro y blanco expresaban el alma pálida y austera del Secretario, llena de cruel veracidad y extraño frenesí, cosas ambas que le permitían tan fácilmente combatir a los anarquistas como confundirse con ellos. No le llamó la atención a Syme que, en medio de aquella hospitalidad y confort, los ojos del Secretario conservaran su severidad. Ni el olor de la cerveza ni el perfume de los jardines podían impedir que el Secretario propusiera al mundo sus interrogaciones razonables.
Si Syme hubiera podido verse a sí mismo, hubiera apreciado hasta qué punto él también parecía existir por primera vez plenamente. Si el Secretario era el filósofo de la luz uniforme, de la luz primera, Syme era el poeta que busca la luz modelada en formas, en sol y en estrellas. El filósofo ama, a veces, lo infinito; el poeta ama siempre lo finito. Para éste el gran día del universo no lo es tanto el de la creación de la luz, como el de la creación del sol y la luna.
Bajaron juntos la escalera. Se encontraron con Ratcliffe, vestido de verde primaveral, como cazador: sus armas consistían en un grupo de árboles enlazados. Era el tercer día: el de la creación de la tierra y las cosas verdes. Su cara franca y sensible, con su expresión de amable cinismo, casaba muy bien con el traje.
Pasando por una puerta baja y ancha, los condujeron a un vasto y antiguo jardín inglés lleno de antorchas y fogatas. A su trémula luz, vestida con trajes abigarrados, bailaba la turba carnavalesca. Syme descubrió en los trajes de fantasía una imitación de todas las formas de la naturaleza. Había un hombre vestido de elefante, otro vestido de globo. Estos dos últimos, juntos, parecían continuar el hilo de las aventuras anteriores. También vio Syme con horror a un danzante disfrazado de enorme cálao, con un pico dos veces mayor que su cuerpo: el pájaro cuyo recuerdo le acosaba como una interrogación desde el episodio del jardín zoológico. Había mil objetos más: un farol danzante, un árbol danzante, un barco danzante. Se dijera que la música irresistible de algún músico loco obligaba a danzar a todos los objetos del campo y de la calle en una perenne zarabanda. Años más tarde, cuando Syme llegó a la edad madura, no podía ver faroles, árboles o molinos de viento, sin pensar que eran unos trasnochadores que volvían de la mascarada.
Junto al prado donde se desarrollaba la danza, había una extensión verde, una de esas terrazas que se ven en los antiguos jardines.
Allí, en forma de creciente luna, había siete sillones: los tronos de los siete días. Ya Gogol y el Dr. Bull estaban en su sitio. El Profesor se acercaba. Gogol, el Martes, llevaba un traje simbólico en su sencillez, que representaba la división de las aguas; un traje que se abría en la frente y caía hasta sus pies, argentado y gris como una caída de agua. El Profesor, a quien tocaba el día en que fueron creados pájaros y peces, formas las más elementales de la vida, llevaba un traje púrpura oscuro, sobre el cual se veían los pescados de ojos saltones y los caprichosos pájaros tropicales, mezcla de insondable fantasía y de duda. El Dr. Bull, último día de la creación, estaba cubierto de animales heráldicos en rojo y oro, y en lo alto de su cabeza, como cresta, aparecía un hombre rampante. Se dejó caer en su sillón con una sonrisa sin mancha; imagen del optimismo que era su elemento.
Uno por uno los peregrinos subieron a la verde terraza y ocuparon sus tronos. A cada uno que se sentaba, la carnavalesca multitud lanzaba un clamor como el del pueblo, que saluda a su rey. Chocaban las copas, agitaban las antorchas, lanzaban al aire los sombreros emplumados. Los hombres, a quienes aquellos tronos estaban destinados, llevaban una corona de laurel. Pero el sillón central estaba vacío.
Syme quedaba a la izquierda del sillón central, el Secretario a la derecha. Éste, dirigiéndose a Syme, dijo con apretados labios:
—Aún no averiguamos si habrá quedado muerto en el campo.
Acababa de oír Syme estas palabras, cuando vio en las caras de los hombres que lo rodeaban una alteración sublime y temerosa a la vez, como si el cielo se abriera sobre su cabeza. El Domingo había pasado silencioso como una sombra y se había sentado en el trono central. Llevaba un traje sencillo, de terrible y absoluta blancura, y sobre su frente, los cabellos eran una llamarada de plata.
Por mucho tiempo, tal vez durante varias horas, aquella gran mascarada que parecía representar a la humanidad estuvo desfilando y danzando frente a ellos al son de una música arrebatadora y gozosa. Cada pareja parecía una novela aparte; a veces aparecía un hada bailando con un bufón, y a veces una campesina trabada con la luna; pero siempre alguna cosa tan absurda, como la historia de Alicia en el País de las Maravillas, y siempre tan grave y emocionante como una historia de amor.
Poco a poco la multitud se fue dispersando. Las parejas se perdieron por las avenidas del jardín o se encaminaron hacia el fondo del edificio, donde se veían humear, en cubas enormes como peceras, unas mezclas hirvientes y perfumadas de cerveza vieja y vino añejo.
Arriba, en un armazón negro que había sobre el techo, una gran fogata rugía presa en su taza de hierro, iluminando una distancia de varias millas. Alargaba sus reflejos de hogar doméstico hasta los inmensos bosques grises y oscuros, y parecían llenar de calor las soledades de la alta noche. Pero también este fuego se fue apagando poco a poco. Los grupos rodeaban las inmensas calderas, o se perdían riendo y charlando por los interiores de la mansión. Poco a poco fueron quedando diez, cuatro. Finalmente, el último danzante extraviado corrió hacia la casa, gritando a sus compañeros que lo esperaran. El fuego se apagaba. Las estrellas iban saliendo, lentas y claras. Los siete personajes se quedaron solos como siete estatuas de piedra en sus sitiales de piedra. Ninguno había hablado una palabra. Tampoco necesitaban hablar. Se escuchaba el zumbido de los insectos y el trino lejano de un pájaro.
Al fin el Domingo empezó a hablar. Pero era su voz tan somnolienta que, más que empezar una conversación, se diría que la continuaba con cansancio.
—Ya comeremos y beberemos más tarde —dijo—. Permanezcamos juntos un rato, ya que nos hemos amado tan dolorosamente y tanto nos hemos combatido. Creo recordar los siglos de la guerra heroica en que fuisteis héroes todos vosotros; epopeya tras epopeya, iliada tras iliada, fuisteis siempre compañeros de armas. Ora sea recientemente, ora sea el principio de los días (porque el tiempo no es nada) recuerdo que os envié a la guerra. Yo me senté en las tinieblas, donde no hay cosa creada, y fui para vosotros como una voz que ordena tener valor y exige sobrenaturales virtudes. Y oísteis la voz de las tinieblas, y nunca la volvisteis a oír. El sol la negaba en el firmamento, la tierra y el cielo la negaban, toda humana sabiduría también la negaba. Y al encontrarme con vosotros a la luz del día, yo mismo la negué.
Syme se estremecía en su sitial. Pero todo permaneció callado; y el incomprensible continuó:
—Pero erais hombres. Guardásteis el secreto de vuestro honor, aun cuando el cosmos entero se convirtió en máquina de tortura para arrancároslo. Sé que anduvisteis muy cerca del infierno. Sé que tú, Jueves, cruzaste tu acero con el Rey Satanás y que tú, Miércoles, me nombraste a la hora de la desesperación.
Hubo un completo silencio en el jardín iluminado por las estrellas radiantes. Después el cejinegro Secretario, implacable, volvióse hacia el Domingo, y dijo desde su sitial con voz ronca:
—¿Quién eres? ¿Qué eres?
—Yo soy el Sabbath: yo soy la paz de Dios. El Secretario se puso de pie y, estrujando su precioso traje con las manos.
—Te entiendo —exclamó—, por eso no puedo perdonarte. Eres el contento, el optimismo, la reconciliación final. Y yo no estoy reconciliado. Si eres el hombre del cuarto oscuro ¿por qué también eres el Domingo, ofensa de la luz del día? Si comenzaste por ser nuestro amigo y nuestro padre ¿por qué, después nuestro mayor enemigo? Tuvimos que llorar, tuvimos que huir aterrorizados. El hierro penetró en nuestras almas: ¡Y tú eres la paz de Dios! ¡Oh, yo puedo perdonarle a Dios Su ira, aunque destruya las naciones: pero no puedo perdonarle Su paz!
Nada contestó el Domingo, y sólo volvió con lentitud su cara hacia Syme, como interrogándolo.
—No —dijo Syme—; yo no estoy tan indignado. Yo te agradezco, no sólo el vino y la hospitalidad que me has dado, sino mis hermosas aventuras y radiosos combates. Pero te quisiera conocer. Mi alma y mi corazón se sienten tan dichosos y quietos como este dorado jardín, pero mi razón está llorando: yo quisiera conocer, yo quiero conocer…
El Domingo volvió la mirada hacia Ratcliffe, que dijo así con clara voz:
—¡Me parece tan insensato que hayas estado en los dos bandos y te hayas combatido a ti mismo! Y dijo Bull:
—Ye no entiendo nada, pero soy feliz y siento que el sueño empieza a dominarme.
—Yo no soy feliz —dijo el Profesor hundiendo la frente en las manos— porque no comprendo. Me has obligado a acercarme demasiado al infierno.
Y Gogol con la sencillez de un niño exclamó:
—Yo quisiera saber por qué me han maltratado tanto.
Nada contestó a esto el Domingo. Apoyó la poderosa barba en la mano y se quedó contemplando la lejanía. Al fin habló así:
—He oído vuestras quejas por su orden. He aquí que se acerca otro a quejarse; es justo, que también lo escuchemos. El fuego moribundo del gran crisol lanzó en ese instante su último reflejo, fingiendo una vara de oro fundido que atravesara las tinieblas. A esta luz, se dibujó en negro la silueta de un hombre que se acercaba a grandes pasos. Parecía vestido con un hermoso traje y calzón corto como los criados de la casa. Pero su traje no era azul, sino completamente negro. También llevaba al cinto una espada. Cuando se acercó al semicírculo y alzó la cara para ver a los otros. Syme, con nítida claridad de rayo, descubrió que aquella era la cara tosca, casi simiesca, de su antiguo amigo Gregory, con sus hirsutos cabellos rojos y su ofensiva sonrisa.
—¡Gregory! —jadeó Syme incorporándose en el sitial—. He aquí, pues, al verdadero anarquista.
—Sí —dijo Gregory amenazador y concentrado—. Yo soy el verdadero anarquista.
—Y llegó el día —murmuró Bull que parecía estar ya dormido— en que los hijos de Dios vinieron ante el señor, y también Satán compareció entre ellos.
—Es verdad —dijo Gregory mirando en torno—, soy un destructor. Yo, si pudiera, destruiría el mundo.
Un sentimiento patético pareció estremecer a Syme, comunicándosele desde el fondo de la tierra, y dijo así incoherente y conmovido:
—¡Oh, tú el más desdichado de los hombres! ¡Intentas ser feliz! Tienes los cabellos rojos como tu hermana.
—Mis cabellos rojos, como rojas llamas, han de incendiar al mundo —contestó Gregory—. Yo creía odiar todas las cosas más de lo que cualquier hombre puede odiar una sola cosa; y ahora descubro que nada me es más odioso que tú.
—Yo nunca te he odiado —dijo Syme con amargura. Y entonces aquella ininteligible criatura lanzó sus últimos clamores:
—¡Tú! ¡Tú nunca has odiado porque tú nunca has vivido! Os conozco a todos, desde el primero hasta el último: sois los poderosos, sois la policía; los hombres gordos y risueños vestidos de azul con botones dorados. Sois la Ley, y nunca habéis sido derrotados. Pero ¿hay acaso un alma viviente que no anhele quebrantaros, aunque sólo sea porqué nunca fuisteis quebrantados? Nosotros, los sublevados, disparatamos frecuentemente sobre este y el otro crimen del gobierno. ¡Gran disparate! El único y magno crimen del gobierno está en el hecho de que gobierne. El pecado imperdonable del poder supremo está en que es supremo. No maldigo vuestra crueldad. No maldigo (aunque bien pudiera) vuestra bondad. Maldigo vuestra seguridad. Estáis en vuestro sitial de piedra instalados de una vez para siempre. Sois los siete ángeles del cielo que no sufren nunca. ¡Ay! Yo podría perdonaros todo, oh gobernantes de la especie humana, si supiera que una sola vez, una sola hora habéis padecido la agonía en que yo me consumo…
Syme saltó aquí de su sitial, temblando de pies a cabeza.
—Lo veo todo —gritó—. Ya entiendo todo lo que pasa. ¿Por qué han de pelear entre sí todas las cosas de la tierra? ¿Por qué cada cosa insignificante se ha de sublevar contra el mundo? ¿Por qué quiere combatir la mosca al universo? ¿Por qué la florcita dorada ha de combatir al universo? Por la misma razón que me obligó a estar solo en el temeroso Consejo de los Días. Para que todo lo que obedece a una ley merezca la gloria y el aislamiento del anarquista. Para que todo el que lucha por el orden sea tan bravo, sea tan honrado como el dinamitero. Para que la mentira de Satanás caiga sobre la cara de este blasfemo, y a través de la tortura y las lágrimas, ganemos el derecho de contestarle a este hombre: ¡mientes! Todas las agonías son pocas para adquirir el derecho de decirle al acusado: ¡nosotros también hemos sufrido!
»No es cierto que nunca nos hayan quebrantado, al contrario: hasta nos han descoyuntado en la rueda del tormento. No es cierto que nunca hayamos bajado de estos tronos: hemos descendido a los infiernos. Cuando este insolente compareció para acusarnos por ser felices, estábamos lamentándonos de dolores inolvidables. Rechazo la calumnia: no hemos sido felices. Puedo responder por todos y cada uno de los Grandes Guardianes de la Ley a quienes éste acusa. Al menos…
Y, al llegar aquí, volvió los ojos al Domingo en cuya ancha cara se dibujaba una extraña sonrisa.
—¿Y tú? —gritó Syme con voz espantosa—. ¿Has sufrido tú alguna vez?
Y, a sus ojos, aquella cara pareció dilatarse de un modo increíble; agigantarse más que la máscara colosal de Memnón que, de niño, había hecho llorar de miedo a Syme. Aquella cara se hinchó por instantes, hasta llenar todo el cielo; después, todo se oscureció. Y en medio de la oscuridad, antes de que la oscuridad aniquilara su espíritu, Syme creyó oír una voz distante que repetía aquel lugar común que alguna otra vez había oído, quién sabe dónde:
¿Podréis beber en la copa en que yo bebo?
Cuando, en las novelas, los hombres despiertan dé un sueño, vuelven a encontrarse generalmente en el sitio en que se habían quedado dormidos; bostezan en su sillón, o, si es en el campo, se levantan con todo el cuerpo molido. El caso de Syme fue mucho más extraño psicológicamente, concediendo que, en el sentido habitual de la palabra, no hubiera nada de real en las cosas que le habían sucedido. En efecto; más tarde pudo recordar claramente que había perdido el conocimiento ante la metamorfosis de la cara del Domingo, pero nunca pudo recordar cómo ni cuándo volvió en sí. Apenas logró darse cuenta, y esto poco a poco, de que andaba paseando por una calleja de barrio con un compañero de agradable conversación. Este compañero formaba parte de su drama reciente: era Gregory, el poeta de los cabellos rojos. Caminaban como viejos amigos, y estaban hablando de cualquier bagatela. Pero Syme sentía en sus miembros un vigor sobrenatural, y en su mente una nitidez cristalina que parecían superiores a lo que en aquel instante hablaba o hacía. Sentía como si fuera portador de alguna buena noticia casi increíble, junto a la cual todas las demás cosas resultaban meras trivialidades, aunque encantadoras trivialidades.
El alba comenzaba a romper en claros y tímidos colores; la naturaleza arriesgaba un primer intento de luz amarilla, y manteniendo a la vez su último intento de luz rosa. Soplaba una brisa limpia y suave, que no parecía venir del cielo, sino de alguna ventana abierta en el cielo. Y Syme se sorprendió un poco cuando, a uno y otro lado de la calle, reconoció los edificios rojos e irregulares de Saffron Park. No se figuraba estar tan cerca de Londres. Instintivamente, se internó por una calle blanca donde los pájaros madrugadores trinaban y saltaban, y se encontró frente a la reja de un jardín. Allí vio a la hermana de Gregory, la muchacha de la cabellera roja y dorada, que se entretenía en cortar lilas, mientras llegaba la hora del almuerzo, con esa inconsciente gravedad que suelen tener las muchachas.