CAPITULO IX

EL HOMBRE DE LAS GAFAS

—Buena cosa es el Borgoña —exclamó el Profesor descansando el vaso.

—Pues no parece gustarle a usted mucho. Lo toma usted como una medicina.

—Tiene usted que disculparme —dijo el Porfesor con tristeza—, mi caso es singularísimo. Por dentro, estoy lleno de alegría infantil; pero tanto y tan bien he hecho de profesor paralítico, que ya no puedo dejarlo: cuando estoy entre amigos, donde no necesito usar disfraz, no puedo menos de hablar despacio balanceando la cabeza y arrugando la frente, como si en realidad fuera mi frente. Puedo ser enteramente feliz, pero siempre a la manera del paralítico. Saltan de mi cerebro las exclamaciones más ardientes, pero al salir de mi boca se han transformado. Si usted me oyera decir: «¡Ánimo muchacho!» se le saldrían las lágrimas.

—Puede ser —dijo Syme—. Pero se me figura, con todo, que está usted algo preocupado. El Profesor se le quedó mirando:

—Es usted muy inteligente —dijo al fin—. Da gusto trabajar con usted. En efecto, tengo como una nube en la cabeza. Vamos a afrontar un problema tan arduo…

Y se llevó ambas manos a las sienes enrarecidas.

—¿Toca usted el piano? —preguntó después.

—Sí —dijo Syme con no fingida sorpresa—; y dicen que no lo hago del todo mal.

Y como el otro seguía callado, añadió:

—Espero que se disipará esa nube ¿eh? Tras larga pausa el Profesor dejó salir, por el hueco que formaban sus manos, estas palabras:

—Hubiera sido lo mismo que supiese usted escribir a máquina.

—¡Hombre, muchas gracias por el elogio!

—Escúcheme usted —continuó el otro— y acuérdese del hombre con quien tendremos que habérnoslas mañana. Mañana usted y yo vamos a intentar algo más difícil que sacar de la torre de Londres los diamantes de la Corona; vamos a extraerle su secreto a un hombre muy burdo, muy fuerte, muy ladino. Creo que, después del Presidente, ninguno hay más asombroso y formidable que ese tipo de las sonrisillas y las gafas. Quizá no tenga ese entusiasmo al rojo vivo, ese entusiasmo hasta la muerte que caracteriza al Secretario, y que en él llegaría al martirio por la anarquía. Pero ese mismo entusiasmo, como pasión humana que es, constituye un motivo de redención. En cambio el doctorcito este goza de una salud, de una cordura brutal, más repulsiva que el desequilibrio del Secretario. Ya habrá usted notado su vigor, su vitalidad detestable. Ese hombre rebota como un balón de goma. Por eso creo que no se dormía el Presidente (y me pregunto si realmente dormirá alguna vez) al encerrar todos los planes del atentado en la negra y redonda cabezota del doctor Bull.

—¿Y se le ha ocurrido a usted ablandar a ese monstruo tocando el piano? —interrogó Syme.

—No diga usted tonterías —saltó el que ya era su mentor—. Hablé de piano, porque el piano da agilidad e independencia a los dedos. Syme, si hemos de arriesgarnos en esta empresa y salir de ella sanos y salvos, tenemos que concertar antes cierto código de señales que ese bruto no pueda sorprender. Yo tengo ciertas cifras alfabéticas correspondientes a los cinco dedos de la mano. Vea usted cómo.

Y redobló con los dedos sobre la mesa.

—B. A. D., bad = «malo»; palabra que hemos de usar con frecuencia.

Syme apuró otro vaso de vino y se puso a estudiar el método. Tenía una facilidad anormal para los acertijos y los juegos de manos, y no tardó mucho en aprender a formular mensajes elementales con lo que no parecía ser más que un jugueteo ocioso sobre la mesa o la rodilla. Pero el vino y la compañía siempre le dejaban en un estado de ánimo juguetón y travieso, y pronto el Profesor tuvo que hacer esfuerzos para dominar la energía que el cerebro ardiente de Syme comunicaba al nuevo lenguaje.

—Conviene —dijo Syme afectando mucha seriedad—, conviene que establezcamos algunos signos para palabras enteras, palabras que se nos puedan ofrecer con frecuencia finos matices de significación. Por ejemplo, mi palabra favorita es «coetáneo». ¿Cuál es la de usted?

—Déjese usted de burlas —imploró el Profesor—; no se da usted cuenta de lo serio que es esto.

—También hace falta la palabra «lusch» —continuó Syme con aire sagaz—. Sí, necesitamos la palabra «lusch» que quiere decir «jugoso, lozano, fácil de arar», y que, como usted sabe, se aplica al pasto.

—¿Pero se está usted figurando que vamos a hablar de pastos al Dr. Bull[4]? —gritó el otro furioso.

—Mire usted: hay muchas maneras de abordar la cuestión —dijo Syme, reflexionando—. Y muchas maneras de introducir una palabra sin que parezca forzada. Por ejemplo: «Dr. Bull, usted, como buen revolucionario, recordará que hubo un tirano que nos aconsejó comer pasto. Y en verdad, muchos de nosotros, al contemplar los lozanos pastos primaverales…».

—¿Pero se da usted cuenta de que esto es tragedia y no saínete? —le interrumpió el otro.

—Sí, señor. Y en una tragedia hay que ser cómico. De otro modo ¿qué diablos va uno a hacer? Me gustaría que este lenguaje convencional ganara un poco de amplitud. ¿No podríamos extenderlo de los dedos de las manos a los de los pies? Esto implicaría el tener que quitarse durante la conversación las botas y los calcetines: lo cual, hecho con disimulo…

—¡Syme! —exclamó su amigo con enérgica sencillez—. ¡A la cama!

Pero Syme, sentado en la cama, se estuvo ensayando un rato en el nuevo código. Cuando despertó, al siguiente día, todavía el Oriente estaba sumergido en la sombra. Junto a su cama, como un duende, le esperaba ya su aliado, el de las canosas barbas.

Syme se incorporó parpadeando, recobró poco a poco la conciencia de su situación, y arrojando al fin los cobertores saltó de la cama. Y le pareció, por singular caso, que con la ropa de la cama había apartado de sí toda la alegre seguridad, toda la sociabilidad de la noche anterior, y que se quedaba como en mitad del aire, frío y desamparado, expuesto al peligro. Con todo, su fe, su lealtad para con el compañero no habían disminuido un punto; pero era como una confianza entre dos hermanos de patíbulo.

—¡Bueno! —dijo con fingido buen humor mientras se ponía los pantalones—. ¿Sabe que soñé con su alfabeto? ¿Le costó a usted mucho tiempo y trabajo?

El Profesor, sin contestar, se le quedó mirando con unos ojos absortos color de mar de invierno. Syme repitió:

—Le pregunto a usted cuánto tiempo le llevó la invención de su alfabeto. Porque yo, que creo ser bueno para estas cosas, he tenido que rumiarlo una hora larga. ¿Y aprendió usted a usarlo al instante?

El Profesor seguía mudo, absortos los ojos, absorta y cuajada la sonrisa en el rostro.

—¡¡Que cuánto tiempo le costó a usted!! Y el Profesor, inmóvil.

—¡Demonio de hombre! ¿Quiere usted contestarme? —gritó Syme con una furia que mal encubría un vago terror.

El Profesor podría o no contestarle; ello es que no le contestó.

Syme se quedó contemplando, extrañado, aquella cara pálida y apergaminada, aquellos ojos azules y opacos. Lo primero que se le ocurrió fue que el Profesor se había vuelto loco. Pero después pensó algo todavía peor: después de todo ¿qué sabía él de aquella extraña criatura, cuya amistad había aceptado sin reflexionarlo siquiera? ¿Qué sabía de cierto sobre aquel hombre, fuera de que había asistido al almuerzo de los anarquistas y le había contado unas historias absurdas? ¡Era tan improbable encontrarse con otro nuevo Gogol, con otro amigo, en la pandilla anarquista!… ¿Acaso el silencio de aquél hombre era una silenciosa declaración de guerra? La expectación adamantina de aquellos ojos ¿no era como la siniestra sonrisa de un triple traidor, al dar el cambiazo definitivo? Y aguzó sus oídos, extático, en medio de aquel silencio terrible. Hasta se figuró que se deslizaban por el corredor los cautelosos dinamiteros congregados para prenderle.

Después bajó la vista, y de pronto se echó a reír. Aunque el Profesor estaba hecho una estatua, sus cinco dedos danzaban activamente sobre el tablero de la mesa. Syme, reparando en los movimientos, descifró este mensaje:

—Acostumbrarse a hablar sólo así.

Y formuló, con impaciente desahogo, la respuesta:

—Bien. Almorcemos.

Tomaron sombreros y bastones sin decir palabra: pero Syme no pudo menos de crispar la mano al empuñar su bastón-verduguillo.

Se detuvieron unos minutos a tomar un poco de cafe y sandwiches en un puestecillo, y después pasaron el río desolado como el Aqueronte bajo el fulgor todavía indeciso del alba. Llegaron al edificio que habían visto la noche anterior desde la otra orilla, y fueron subiendo los escalones de piedra sin decir palabra y deteniéndose a cambiar una que otra señal sobre el pasamano de la baranda; a cada nuevo tramo, conforme ascendían, pasaban otra ventana, y cada ventana dejaba ver la luz blanca y trágica de la aurora que amanecía laboriosamente sobre Londres. Desde cada ventana, los innumerables techos de pizarra aparecían como las ondas grises de mar después de la lluvia. Syme se daba cuenta de que la aventura iba tomando un carácter sobrio y frío más terrible aún que el romanticismo de la aventura pasada. La noche anterior, aquellos edificios le parecían torres del país de los sueños. Ahora, al subir por aquella inacabable y fatigosa escalera, lo que más le impresionaba era la serie infinita de escalones. Aquello no era el horror cálido del sueño, de la exageración, de la ilusión. Aquello era el infinito vacío de la aritmética, tan inconcebible como necesario.

Aquello recordaba las conclusiones vertiginosas de la astronomía sobre la distancia de las estrellas fijas. Le parecía estar subiendo por la casa de la razón, cosa más horrible aún que el absurdo.

Cuando llegaron al rellano del último piso, la última ventana les permitió ver una aurora acre, blanca, con orlas ásperas de un rojo que más parecía rojo de arcilla que rojo de nube. Y al entrar en la desnuda bohardilla del Dr. Bull, la encontraron llena de luz.

En el espíritu de Syme se revolvía un confuso recuerdo de algo parecido a aquellos pisos desnudos y a aquel austero amanecer. Al ver al Dr. Bull, sentado a su mesa y escribiendo, el recuerdo se formuló: la Revolución francesa. Contra aquel rojo áspero y aquella albura de amanecer, muy bien pudiera destacarse la silueta negra de la guillotina. El Dr. Bull estaba en mangas de camisa y llevaba pantalón negro. Su cabeza negra y rapada evocaba la peluca ausente; aquel hombre podía ser Marat, o un Robespierre algo más doméstico.

Sin embargo, bien mirado, aquello no tenía aire revolucionario. Los jacobinos eran idealistas, y este hombre tenía un materialismo asesino. Además, su posición le comunicaba una apariencia muy singular. La enérgica luz de la mañana, entrando lateralmente y proyectando sombras intesas, le hacía más pálido y anguloso que en la escena del almuerzo en la terraza. Las gafas negras, como incrustadas en los ojos, parecían las cuencas huecas del cráneo. Aquel hombre podía ser la Muerte, puesta a escribir junto a una mesa.

Al verlos entrar, sonrió alegremente, y se puso en pie con aquella agilidad de que el Profesor había hablado.

Acercó un par de sillas y, dirigiéndose a la percha escondida tras de la puerta, procedió a ponerse un chaleco y una americana de burdo paño oscuro. Se abotonó cuidadosamente y se volvió a sentar a la mesa.

Su buen humor y tranquilidad dejó a sus contrincantes confusos. No sin dificultad el Profesor se atrevió a romper el silencio:

—Camarada, siento molestarle tan de manera —empezó reasumiendo cuidadosamente las maneras trabajosas del anciano de Worms—. Supongo que ya tendrá usted arreglado el negocio ese de París. —Y luego con infinita lentitud—: Tenemos informes según los cuales la menor tardanza sería funesta.

El Dr. Bull sonrió otra vez, pero continuó mirándoles sin decir palabra. El Profesor, haciendo una pausa después de cada palabra, continuó:

—Le ruego a usted que no se extrañe de esta intromisión tan intempestiva. Me permito aconsejarle a usted o bien que altere sus planes, o si ya es demasiado tarde, que mande en auxilio de su gente todos los elementos que pueda. El camarda Syme y yo hemos tenido una experiencia que sería muy larga contarle a usted, sobre todo si hemos de obrar de acuerdo con lo que ella aconseja… Sin embargo, voy a contársela en todos sus detalles, aun a riesgo de perder mucho tiempo, si es que usted lo juzga indispensable para el entendimiento de la cuestión que nos proponemos discutir.

Trataba de alargar sus frases, procurando que tardara de un modo intolerable, a fin de desesperar al práctico doctorcete y obligarlo a estallar de alguna manera para ver si soltaba prenda. Pero el doctorcete continuaba sonriendo, y el monólogo era, para el otro, una verdadera cuesta arriba. Syme comenzó a sentirse enfermo. La sonrisa y el mutismo del Doctor no se parecían al silencio cataléptico que, media hora antes, se había apoderado del falso Profesor. En las ridiculeces y patrañas de éste, había siempre un elemento grotesco y pueril. Syme recordaba los miedos que con él había pasado el día anterior, como se recuerda haber tenido miedo al coco en la infancia. Pero ahora estaban a pleno día, ante un hombre sano y robusto, que nada tenía de extraordinario fuera de aquellas odiosas gafas, y que, en vez de mirarlos con furia o con sorna, los consideraba con una sonrisa inalterable, sin decir palabra. Realidad tan sobria era, a fuerza de serlo, insoportable. A la luz creciente de la mañana los matices de la tez del Doctor, de la tela de su traje, parecían también crecer de un modo increíble, adquiriendo esa desmedida importancia que tienen en las novelas realistas. Pero su sonrisa seguía tenue; la inclinación de su cabeza, cortés. Sólo era inquietante su silencio.

—Como acabo, pues, de decirle —continuó el Profesor con esfuerzo semejante al del que tiene que abrirse camino por entre la arena pesada— el incidente que nos ha ocurrido, determinándonos a inquirir la suerte del Marqués, es de tal naturaleza que sin duda preferiría usted conocerlo; pero como más bien que a mí le aconteció al camarada Syme…

Sus palabras se arrastraban como las palabras de una antífona; pero Syme, que estaba en acecho, vio que los largos dedos de su amigo redoblaban nerviosamente sobre el borde de aquella mesa desvencijada, y leyó en ellos este mensaje:

—«Ayúdeme, que se me acaba».

Y Syme saltó a la brecha, con aquel arrojo de improvisación que se apoderaba de él en los momentos de alarma.

—En efecto —declaró apresurado—, la cosa me sucedió a mí más bien. Tuve la suerte de entrar en conversación con un detective que, gracias al sombrero, me tomó sin duda por persona respetable. Deseoso de conservar mi reputación, me lo llevé conmigo al Savoy, donde logré ponerlo en completo estado de embriaguez. Se manifestó muy efusivo, y me contó, con abundantes palabras, que esperaban detener en Francia al Marqués dentro de dos o tres días. De modo que, como no le sigamos la pista usted o yo…

Pero el Doctor seguía sonriendo amistosamente, y sus ojos tan impenetrables y ocultos. El Profesor le indicó por señas a Syme que él mismo se encargaría de seguir contando la historia, y en efecto continuó así, con la calma de antes.

—Syme me contó esto hace un instante, y juntos decidimos venir a ver a usted, a fin de que aprovechara nuestras informaciones. A mí me parece incuestionable que…

A todo esto, Syme había estado observando al Doctor con una atención semejante a la que éste ponía en observar al Profesor, aunque sin su peculiar sonrisa. Bajo la energía de aquella afabilidad inmóvil, los nervios de los dos compañeros de armas estaban a punto de estallar. De pronto, Syme se inclina ligeramente y manipula sobre la mesa este mensaje:

—«¡Tengo una idea!»

Y casi sin interrumpir su monólogo, su aliado contestó por los mismos signos:

—«Pues a ello».

—«Es una idea extraordinaria» —telegrafió Syme. Y el otro.

—«Será un disparate extraordinario».

—Y Syme:

—«No, que soy poeta». Y le retrucó su amigo:

—«Hombre muerto sí que es usted».

Syme se había sonrojado hasta la raíz de sus rubicundos cabellos, y los ojos le brillaban febrilmente. En efecto, había tenido una intuición que pronto se había convertido en viva corteza. Volviendo a la manipulación, le indicó a su amigo:

—«Verá usted qué idea más poética. No se la espera usted. Tiene el encanto sorprendente de la primavera».

Y descifró, en los dedos de su amigo, la siguiente respuesta:

—«Vayase al diablo». —Y el Profesor continuó endilgándole al Doctor su monólogo de meras palabras vacías.

—«Más bien puedo decirle —manipuló Syme— que se parece a ese súbito olor marino que exhalan a veces los bosques lozanos y empapados».

No se dignó el otro contestarle.

—«O más bien —continuaron los dedos de Syme— es conmovedora mi idea como los cabellos rojizos de una hermosa mujer».

El Profesor continuaba su monólogo, cuando Syme se decidió a intervenir. Inclinándose sobre la mesa, dijo con una voz que reclamaba la atención:

—¡Dr. Bull!

La risueña y suave cara del Doctor permaneció impasible, pero se hubiera jurado que, bajo sus gafas negras, sus ojos dardeaban hacia Syme.

—Dr. Bull —repitió Syme con un tono singularmente preciso, aunque cortés—. ¿Quiere usted hacerme un favor insignificante? ¿Quiere usted tener la amabilidad de quitarse las gafas?

El profesor se revolvió en la silla, y echó sobre Syme una mirada llena de extrañeza y furor. Syme, como el que ha arrojado sobre la mesa toda su fortuna, esperaba, encendido el rostro, y el busto inclinado. El Doctor no se movió.

Hubo un silencio de unos segundos, durante el cual pudo haberse oído la caída de una aguja, silencio cortado a lo lejos por el silbido lejano de un steamer, sobre el Támesis. El Dr. Bull se levantó lentamente, siempre risueño, y se quitó las gafas.

Syme se irguió de un salto y retrocedió un poco, como el profesor de química ante la explosión inesperada. Sus ojos eran dos estrellas, y por un instante no pudo hacer más que señalar con el dedo sin decir palabra.

También el Profesor había saltado sobre sus pies olvirándose de su fingida parálisis. Apoyado ahora sobre el respaldo de la silla, contemplaba con dudosos ojos al Doctor, cual si éste se le hubiera metamorfoseado en un sapo. Y en verdad la metamorfosis había sido notable.

Los dos detectives se encontraron ante un joven de aspecto infantil, de ojos avellanados, expresión franca y dulce, de fisonomía despejada, vestido vulgarmente como un empleadillo, con aire decidido de excelente persona y naturaleza más bien común. La imborrable sonrisa parecía ahora la primera sonrisa de un bebé.

—¡Cuando yo decía que era poeta! —gritó Syme transportado—. ¡Cuando yo decía que mi intuición era tan infalible como el Papa! ¡Si todo eso lo hacían las gafas, sólo las gafas! Con esos endiablados ojos negros y su complexión, su salud, su buena cara, ya por lo menos parecía un diablo vivo, extraviado entre diablos muertos.

—En efecto —asintió el Profesor vacilante— la diferencia es notable. Pero, para volver al proyecto del Dr. Bull…

—¡Al diablo con el proyecto! —rugió Syme fuera de sí—. Mírelo: fíjese usted en su cara, vea usted ese cuello, vea usted esas honradísimas botas. ¿Cómo va usted a creer que eso es un anarquista?

—¡Syme! —gritó el otro agonizante de miedo.

—¡Por Dios! —dijo Symbe—. Yo corro con el riesgo. Dr. Bull: yo soy un agente de policía. He aquí mi tarjeta.

Y arrojó la cartulina azul sobre la mesa. El Profesor, aunque seguro de que todo estaba perdido, fue leal. Sacó su tarjeta y la puso al lado de la otra. ¿Qué hizo entonces el tercer personaje? Soltar una enorme risotada. Y, por primera vez durante aquella matinal entrevista, dejó oir su voz.

—Chichos, estoy verdaderamente encantado de esta visita matinal —dijo con un desembarazo de escolar—, porque así podremos embarcar juntos para Francia. Sí, yo también estoy en el servicio.

Y diciendo esto, como por cumplir con la forma, les mostró su tarjeta.

Tomó un sombrero hongo, se caló de nuevo las gafas diabólicas, y se adelantó con tal rapidez hacia la puerta que los otros le siguieron instintivamente. Syme parecía algo azorado; al cruzar la puerta dio con el bastón en las piedras del corredor haciéndolo sonar.

—¡Dios poderoso! —exclamó—. ¡De modo que había más condenados detectives que condenados dinamiteros en aquel condenado consejo!

—Hubiéramos podido librar batalla —dijo Bull—. Éramos cuatro contra tres.

El Profesor bajaba delante de ellos; su voz llegó a ellos desde abajo.

—No —dijo la voz—, no éramos cuatro contra tres; no teníamos esa suerte. Éramos cuatro contra Uno. —Siguieron bajando en silencio.

El joven Bull, con la sencilla cortesía que le caracterizaba, insistía en ceder el paso a los otros. Pero, ya en la calle, su robusto paso lo arrastró inconscientemente, e iba delante de los demás, rumbo a una oficina del ferrocarril, hablándoles por encima del hombro.

—Da gusto encontrarse con amigos de la profesión. Estaba yo medio muerto de miedo al sentirme solo. Estuve a punto de darle un abrazo a Gogol, lo cual no hubiera sido muy prudente. Supongo que no se reirán ustedes de mis temores…

—¡Como que el miedo que yo tenía parecían atizarlo todos los diablos del infierno! —dijo Syme—. Pero el peor de todos era usted con sus infernales anteojos.

El joven, riendo de muy buena gana, le contestó:

—¿Verdad que era un acierto? Una cosa tan sencilla… la idea no fue mía; yo no hubiera sido capaz. Vean ustedes: yo quería entrar en el servicio, especialmente como antidinamitero. Pero para eso hacía falta disfrazarse de dinamitero: y todos juraban que yo no lograría nunca. Aseguraban que hasta mi paso era respetable y que, visto de espaldas, me parecía a la constitución inglesa. Que tenía yo un aspecto muy saludable y optimista, muy confiado y benévolo; me ponían, en Scotland Yard, mil apodos. Me decían que, si hubiera yo sido criminal habría hecho mi fortuna, con sólo mi aspecto de persona nonrada; pero que, dada mi desgracia de ser hombre honrado, no había la menor esperanza de que pudiera yo servirles de algo disfrazado de criminal. Al fin me llevaron un día con un jefe que ha de ser persona importante, digo yo; hombre de cabeza superior. Le contaron mi caso desesperado: uno propuso ocultar la jovialidad de mi sonrisa con unas barbas; otro aseguró que pintado de negro parecería un negro anarquista. Pero el señor aquel salió de repente con una ocurrencia extraordinaria: «Unas gafas ahumadas lo harán bueno, dijo; ya veis que ahora parece un chico de oficina, de carácter angelical; ponedle un par de anteojos negros, y será el terror de los niños». Y así fue, por San Jorge. Una vez ocultos los ojos, todo lo demás, sonrisa, lomos fornidos, cabellos cortos, todo contribuyó a darme un aspecto infernal. Tan sencillo como un milagro, pero eso no fue lo más milagroso. Hay algo más asombroso todavía. Cuando lo pienso me da vueltas la cabeza.

—¿Y qué es? —preguntó.

—Voy a decírselo a usted —contestó el de las gafas—. Este personaje de la policía que a tal punto comprendió los rasgos de mi persona y adivinó cómo sentarían las gafas con mis cabellos rapados y hasta con mis calcetines, ese hombre —¡Dios poderoso!— ese hombre ni siquiera me vio.

Los ojos de Syme relampaguearon.

—¿Y cómo puede ser? ¿No dice usted que habló con él?

—Así fue, en efecto —dijo Bull con vivacidad—. Pero hablamos en un cuarto más oscuro que un sótano. No se lo figuraba usted ¿verdad?

—Verdaderamente, es inconcebible —dijo Syme con gravedad.

—Sí, la idea no deja de ser nueva —observó el Profesor.

El nuevo aliado era un huracán en materia de cosas prácticas. En la oficina de informaciones preguntó con brevedad de hombre de negocios, las horas de salida de trenes para Dover. Obtenidos los informes, hizo entrar a todos en un coche y, antes de que hubieran podido percatarse, ya los había instalado en el asiento del ferrocarril. Y antes de poder charlar a sus anchas, ya estaban a bordo del bote para Calais.

—Ya tenía yo decidido almorzar en Francia; me alegro de almorzar ahora en buena compañía. Comprenderán ustedes que no puedo menos de mandar por ahí al Marqués con su bomba, porque el Presidente no aparta los ojos de mí, aunque Dios sabe cómo. Algún día les contaré algo de esto. Es de lo más extravagante. Cada vez que me duermo un poco, me encuentro de manos a boca con el Presidente, que ya me sonríe desde el mirador de un club, ya me saluda con el sombrero desde la imperial de un ómnibus. Les diré: ustedes pensarán lo que gusten, pero ese hombre está vendido al diablo: puede estar presente en seis partes diferentes a un tiempo.

—De modo —preguntó el Profesor— que ya envió usted por delante al Marqués, si no he oído mal. ¿Hace mucho tiempo? ¿Podremos todavía darle alcance?

—Sí —contestó el guía—. Todo está calculado. Cuando lleguemos, todavía estará en Calais.

—Pero, una vez que le demos caza en Calais —dijo el Profesor— ¿qué hacemos?

A esta pregunta, el Dr. Bull perdió aplomo por primera vez. Reflexionó un poco, y dijo:

—En principio, supongo que debemos llamar a la policía.

—No opino yo así —opuso Syme—. En principio, prefiero echarme al agua. Yo le he dado mi palabra de honor de no decir nada a la policía a un pobre sujeto que es un tipo de pesimista moderno. Y, aunque no entiendo mucho de casuística, no me decido a quebrantar la palabra dada a un pesimista moderno. Sería como quebrantar la palabra empeñada a un niño.

—Yo estoy embarcado en el mismo barco —dijo el Profesor—. Ya he pensado en acudir a la policía, pero cierto estúpido compromiso me lo impide. Cuando yo era actor, en todo acostumbraba meterme. El único crimen que no he cometido es la traición, el perjurio. Si en éste hubiera yo incurrido, habría perdido la última noción del bien y del mal.

—También yo he pasado por eso —dijo el Dr. Bull— y he tomado mi decisión. Le he dado mi palabra al Secretario: ya sabe usted, el de la risa torcida. Amigos míos: ese hombre es el más desdichado de los hombres. Será su digestión, o su conciencia, o sus nervios, o su filosofía o lo que fuere: pero ese hombre está condenado; la vida es para él un infierno. A un hombre como éste yo no puedo traicionarlo ni dedicarme a perseguirlo: sería como azotar a una liebre. Puede que sea una locura mía, pero, con toda sinceridad, yo así lo pienso.

—No me parece locura —dijo Syme—; ya sabía yo que usted pensaría así desde el momento en que…

—¿Qué?

—Desde el momento en que se quitó usted las gafas.

El Dr. Bull sonrió y se dirigió al puente para contemplar el juego del sol en el agua. Después volvió a sus compañeros, dando grandes taconazos, y entre todos se produjo un amistoso silencio.

—¡Bueno! —dijo Syme—. Parece que todos tenemos la misma moralidad o la misma inmoralidad. Veamos, pues, de sacar las consecuencias prácticas de nuestra situación.

—¡Sí! —afirmó el Profesor—. Tiene usted mucha radón. Y hay que apresurarse, porque ya veo desde aquí asomar las narizotas al cabo de Gris-Nez.

—La principal consecuencia —continuó Syme— es que estamos solos en este planeta, Gogol se ha ido. Dios sabe dónde; tal vez el Presidente lo haya aplastado como a una mosca. En el Consejo quedamos tres contra tres, como los romanos que defendían el puente. Pero estamos peor que los contrarios, porque, en primer lugar, ellos pueden apelar a su organización y nosotros no. Y en segundo lugar…

—Porque uno de esos tres contrarios —dijo el Profesor— no es un hombre.

Syme asintió y calló por breves instantes. Después dijo:

—He aquí lo que se me ocurre. Hagamos lo posible para retener el Marqués en Calais hasta mañana a medio día. Ya he examinado para mí más de veinte planes distintos. No podemos denunciarlo como dinamitero, esto queda entendido. Tampoco hacerlo prender por cualquier cargo insignificante, porque tendríamos que aparecer en el pleito. Él nos conoce, y se olería algo. Tampoco podemos inmovilizarlo bajo pretexto de trabajos anarquistas; por muchas tragaderas que tenga, no se tragaría lo de quedarse en Calais mientras que el Zar pasea sano y salvo en París. Podríamos intentar secuestrarlo y encerrarlo nosotros mismos, pero es aquí muy conocido; cuenta con una verdadera guardia de corps entre sus amigos, es hombre fuerte y valeroso y el éxito no sería seguro. No veo más que aprovechar las mismas circunstancias que favorecen al Marqués. Quiero aprovecharme, del hecho de que tiene muchos amigos y frecuenta la mejor sociedad…

—¿Qué diablos está usted diciendo? —exclamó el Profesor.

—La familia de los Symes —continuó Syme— aparece mencionada por primera vez en el siglo XIV; según cierta tradición, uno de ellos fue a Bannockburn en el séquito de Bruce. A partir de 1350, nuestro árbol genealógico está ya bien establecido.

—Se ha vuelto loco —dijo el Doctorcete sorprendido.

—Nuestras armas —continuó Syme imperturbable— son: cheurrón de gules en campo de plata, con tres cruces flordeliseadas. La divisa es variable.

El Profesor cogió brutalmente a Syme por la solapa.

—Ya estamos para desembarcar —le dijo—. ¿Está usted mareado o haciendo chistes inoportunos? Syme contestó sin desconcertarse:

—Mis observaciones tienen un sentido práctico casi doloroso: la casa de San Eustaquio también es muy antigua. El Marqués no puede negar que yo sea un gentleman. Y para poner fuera de discusión este asunto, me propongo, a la primera oportunidad, arrancarle el sombrero de la cabeza. Pero hemos llegado al puerto.

Desembarcaron deslumbrados por el resplandor del sol. Syme hacía ahora de guía, como Bull lo había hecho en Londres. Llevó a sus amigos a lo largo de una avenida que recorre la playa hasta unos cafés que, escondidos entre la verdura, dominan la marina. Syme caminaba adelante con aire fanfarrón y blandiendo el bastón como si fuera una espada. Se proponía llegar hasta el último café, pero se detuvo súbitamente. Impuso silencio con un gesto. Su dedo enguantado señaló a una mesa donde, bajo la espesura del follaje, estaba sentado el Marqués de San Eustaquio. Sus dientes blancos brillaban entre la barba espesa y negra. Su cara morena y audaz, matizada por un ligero sombrero de paja, resaltaba sobre la mar violeta.