CAPÍTULO XII

LA TIERRA EN ANARQUÍA

Poniendo al galope los caballos, sin reparar en la pendiente, pronto los jinetes recobraron la ventaja perdida; pronto las primeras casas de Lancy los ocultaron de sus perseguidores. La cabalgata había sido larga. Al llegar al pueblo, el occidente empezaba a encenderse con los colores del crepúsculo. El Coronel sugirió la idea de que, antes de dirigirse a la estación de policía, procuraran una alianza que podría serles de mucha utilidad.

—De los cinco ricos que hay en el pueblo —dijo cuatro son unos tramposos vulgares. La proporción es idéntica en todo el mundo. El quinto, amigo mío, es un excelente sujeto. Y, lo que ahora nos importa más, tiene un automóvil.

—Me temo —dijo el Profesor con su habitual jovialidad, contemplando el camino por donde la mancha negra y rampante podía aparecer de un momento a otro—, me temo que no tengamos tiempo para visitas vespertinas.

Y el Coronel:

—La casa del Dr. Renard está a tres minutos de aquí.

—Nuestro daño —dijo el Dr. Bull— está a menos de dos minutos.

—Sí —dijo Syme—; pero cabalgando un poco volveremos a dejarlos atrás, porque están a pie.

—Consideren ustedes que mi amigo tiene un automóvil —replicó el Coronel.

—No nos lo dará —dijo Bull.

—Sí, es de los nuestros.

—Pero puede no estar en casa.

—Silencio —dijo Syme de pronto—; ¿qué ruido es ese?

Por unos segundos se quedaron inmóviles como estatuas ecuestres. Y por uno, dos, tres, cuatro segundos, cielo y tierra parecieron suspenderse también.

Después, con agonizante atención, oyeron llegar desde el camino ese rumor palpitante e indescriptible que anuncia a las caballerías.

Hubo un cambio instantáneo en la fisonomía del Coronel, como si le hubiera caído un rayo dejándolo ileso.

—Nos han cogido —dijo con breve ironía militar—. ¡Cuadro contra caballería!

—¿De dónde sacaron los caballos? —preguntó Syme, poniendo maquinalmente su montura al galope.

Calló un instante el Coronel. Después dijo con turbado acento:

—He dicho una verdad estricta al asegurar que sólo en el Soleil d’Or hay caballos en veinte millas a la redonda.

—¡No! —gritó Syme—. Ese hombre no puede haberlo hecho. ¡Con aquellos cabellos blancos!…

—Bien pueden haberlo obligado —dijo con suavidad el Coronel—. Pueden ser hasta un ciento. Razón por la cual vamos ahora mismo a casa de mi amigo Renard, que tiene automóvil.

Con estas palabras dobló la esquina a toda rienda, tan de prisa que los otros, aunque también al galope, apenas podían seguir la cola voladora de su caballo.

El Dr. Renard habitaba una casa alta y confortable al lado de una calle pendiente. Cuando los jinetes desmontaron a su puerta, pudieron ver desde la calle las ondulantes colinas y el camino blanco sobre los techos de la ciudad. Se detuvieron para comprobar que aun no había bultos por el camino y luego sonaron la campanilla.

Era el Dr. Renard un hombre radiante, barbas negras, buen ejemplo de esa clase profesional, silenciosa y saturada, que en Francia se ha preservado mucho mejor que en Inglaterra. Cuando le explicaron el asunto, comenzó por reírse del pánico del ex Marqués. Con sólido escepticismo galo, declaró que un levantamiento anarquista general era inconcebible.

—¡Anarquía! —dijo encogiéndose de hombros—. ¡Disparate!

Et ça? —exclamó el coronel señalándole un punto que quedaba a su espalda—. Eso también es disparate, ¿verdad?

Todos miraron hacia allá. Una curva de caballería negra salía, galopando, por la cima de la colina, con el ímpetu de las hordas de Atila. Aunque caminaban de prisa, mantenían las filas unidas, y la primera fila de faldas de sombreros guardaba un nivel uniforme y militar. El cuadro principal era el mismo de antes, pero la pendiente de la colina permitió apreciar una diferencia. Frente a la masa de jinetes, cabalgaba uno, fustigando su caballo con pies y manos. Más parecía perseguido que perseguidor. Aunque distante, había en su porte y actitud algo tan fanático, tan inconfundible, que reconociera en él al Secretario.

—Lamento tener que cortar esta interesante discusión —dijo el Coronel—. ¿Puede usted prestarnos su motor ahora mismo?

—Me está pareciendo que todos ustedes se han vuelto locos —dijo el Dr. Renard, con una amable sonrisa—. Pero Dios no quiera que la locura sea un obstáculo a la amistad: vamos al garage.

El Dr. Renard era un hombre bondadoso y riquísimo. Su casa era un museo de Cluny. Poseía tres automóviles. Parecía usarlos con mucha mesura: tenía los gustos sencillos de la clase media francesa. Cuando sus impacientes amigos se acercaron a examinarlos, hubo que gastar un rato en convencerse de que uno de los tres automóviles por lo menos estaba a disponibilidad. Con alguna dificultad lo arrastraron a la calle, frente a la puerta del doctor. Al salir del sombrío garage, vieron con sorpresa que el crepúsculo adelantaba con la rapidez de la noche en los trópicos. O habían permanecido en aquel sitio más tiempo del que se figuraron, o había caído sobre el pueblo algún nubarrón inesperado, como un dosel. A lo largo de la calle, les pareció que empezaba al alzarse la niebla marina.

—Ahora o nunca —dijo el Dr. Bull— oigo caballos.

—No, —corrigió el Profesor— se oye un caballo.

Escucharon. Evidentemente, aquel ruido no era el de una cabalgata, sino del jinete que se había adelantado a los otros: era el frenético Secretario.

La familia de Syme, como la mayor parte de los que acaban en la «vida sencilla», había tenido automóvil en otro tiempo, y Syme sabía guiar con mucha destreza. Saltó al asiento del chauffeur y empezó, congestionado y forcejeante, a estrujar y remover la abandonada máquina. Concentró toda su energía sobre una palanca, y luego declaró tranquilamente:

—Me parece que no anda.

Apenas hubo dicho esto, cuando apareció por la esquina un hombre rígido sobre su volador corcel, como es rígida y veloz una flecha. Una sonrisa pareció dislocar su barba. Se acercó al coche estacionario, donde los otros estaban amontonados, y puso su mano sobre la testera. Era el Secretario: la solemnidad del triunfo casi puso recta su boca.

Syme continuaba forcejeando sobre el volante. No se oía más ruido que el de los demás perseguidores que ya entraban, cabalgando, por la ciudad. De pronto, con un chirrido de hierros enmohecidos, el auto saltó. El Secretario fue arrancado de la montura como cuchillo que sale de la vaina; y, arrastrado por el movimiento del auto por espacio de veinte pasos, entre terribles sacudidas, quedó al fin tendido en mitad de la carretera, lejos del espantado caballo. Cuando, con espléndida curva, el auto dobló la esquina, se vio salir por el otro extremo la fuerza anarquista, que en un instante llenó la calle y acudió en socorro de su jefe.

—No me explico como ha oscurecido tanto —dijo al fin el Profesor en voz baja.

—Probablemente va a caer un chubasco —contestó el Dr. Bull—. Es lástima que no traigamos linterna en el auto para alumbrar el camino.

—Sí, traemos una —dijo el Coronel, y sacó de bajo los asientos una linterna pesada, anticuada, de hierro forjado. Era una verdadera antigüedad. Se veía que había servido para algún objeto religioso; en una de sus caras tenía una tosca cruz.

—¿De dónde ha sacado usted eso? —preguntó el Profesor.

—De donde he sacado el auto —contestó el Coronel sonriendo—, de la casa de mi mejor amigo. Mientras que nuestro amigo Syme estaba luchando con el volante, corrí a la puerta de la casa, donde, como usted recordará, Renard nos veía partir. «¿No habrá tiempo de conseguir una linterna?», le pregunté. Él, siempre amable, alzó los ojos hacia el hermoso arco del vestíbulo. Allí suspendida de una rica cadena de hierro, estaba esta linterna, que es uno de los muchos tesoros de la casa Renard. Me la dio, y yo la metí en el auto. ¿Tenía yo razón al asegurar a ustedes que valía la pena acercarse al Dr. Renard?

—Tenía usted razón —dijo Syme, y colgó la linterna en la testera. El moderno automóvil, guiado por la luz de la linterna eclesiástica, era, a la vez que un contraste, toda una alegoría.

A esto pasaban por la parte más quieta de la ciudad. Apenas encontrarían uno o dos transeúntes, que no podrían darles idea cabal del aire favorable u hostil de la población. Pero ya las ventanas empezaban a iluminarse, lo cual daba una impresión de tierra habitada y humanitaria. El Dr. Bull, volviéndose hacia el Inspector, que había sido el guía durante la fuga, se permitió una de sus sonrisas tan amables y naturales.

—Estas luces alegran.

El Inspector Ratcliffe frunció el ceño.

—Sólo una luz puede alegrarme —dijo—, y es la del puesto de policía que creo distinguir al otro extremo de la ciudad. Dios quiera que lleguemos allá antes de diez minutos.

El buen sentido, el optimismo de Bull, se sublevaron.

—Todo eso es locura —exclamó—; si usted se figura que todas esas casas están llenas de anarquistas, está usted más loco que un anarquista. Si hiciéramos frente a esos sujetos toda la población combatiría al lado nuestro.

—No —dijo el otro con desconcertante sencillez—. Toda la ciudad combatiría al lado de ellos. Lo va usted a ver.

Mientras esto hablaban, el Profesor, inclinado, escuchaba con gran inquietud.

—¿Qué ruido es ése? —preguntó.

—Supongo que es la caballería —dijo el Coronel—. Creí que ya la habíamos dejado muy atrás.

Apenas había dicho esto, cuando por la bocacalle de enfrente, vieron pasar a todo correr dos objetos brillantes que hacían un ruido pesado. Aunque pasaron muy de prisa, todos se dieron cuenta de que eran dos autos. El Profesor, pálido, juró que eran los otros dos autos del garage del Dr. Renard.

—Aseguro a ustedes que son los mismos —insistió con asombrados ojos—. Y están llenos de enmascarados.

—Eso es absurdo —dijo el Coronel con disgusto—. El Dr. Renard nunca hubiera consentido…

—Bien pueden haberle obligado —le interrumpió Ratcliffe con intención—. Todo el pueblo está con ellos.

—Pero ¿es posible que crea usted eso? —preguntó el Coronel.

—Y usted lo creerá también dentro de poco, —dijo el otro con la tranquilidad de la desesperación. Hubo un silencio, y el Coronel dijo al fin:

—No, no puedo creerlo. Es muy absurdo. ¡Todo el pueblo de una pacífica ciudad de Francia!…

Pero le interrumpió una detonación y un fulgor que pareció estallar en sus ojos. En su vertiginosa carrera, el auto dejó tras de sí una mota de humo en el aire. Syme había oído silbar una bala.

—¡Dios mío! —dijo el Coronel—. Han disparado sobre nosotros.

—Pero no por eso se interrumpa usted —dijo Ratcliffe, como con encono—. Continúe usted, Coronel. Hablaba, creo, del honrado pueblo de una pacífica ciudad de Francia.

El asombrado Coronel no estaba para reparar en burlas. Recorría la calle con la mirada, diciendo:

—¡Es extraordinario, es de lo más extraordinario!

—Y hasta de lo más desagradable, para decirlo con toda exactitud —observó Syme—. Pero me imagino que esas luces que se ven al término de la calle son las luces del puesto de policía. Ya vamos a llegar.

—No —dijo el Inspector Ratcliffe—, nunca llegaremos.

Se había incorporado y escrutaba el horizonte. Después se sentó, alisándose los tersos cabellos con un ademán de cansancio.

—¿Qué quiere usted decir? —le preguntó Bull con aspereza.

—Quiero decir que nunca llegaremos al puesto —repitió el pesimista con cierto matiz de placidez—. Ya por todo el camino han formado dos filas armadas. Se les puede ver desde aquí. La ciudad se levanta en armas como yo lo venía diciendo. No me queda más que sumergirme cómodamente en la agradable emoción que me causa el éxito de mis previsiones.

Y Ratcliffe se arrellanó cómodamente en el asiento y encendió un cigarrillo, mientras que los otros se incorporaban espantados, para explorar a su vez la carretera. Syme había comenzado a morigerar la carrera al ver que los planes eran dudosos. Acabó por parar el auto en la esquina de una calle que bajaba en rápida cuesta hacia el mar.

Aunque la ciudad estaba envuelta en sombras, el sol aun no se ocultaba del todo. Donde aun tocaban sus últimos reflejos, se veían como unas llamas doradas. En lo alto de la calle lateral, la última luz brillaba en una franja viva y estrecha como la proyección de luz artificial en los teatros, y daba de lleno sobre el auto que parecía arder. Pero en el resto de la calle, y especialmente en los extremos, había una penumbra tan cargada, que por un momento los cinco fugitivos no pudieron ver cosa alguna. Syme, que era el de mejor vista, lanzó un siseo amargo y dijo:

—Es verdad. Hay una multitud, o un ejército, o algo parecido, al extremo de la calle.

—En ese caso —dijo Bull con impaciencia—, será por alguna otra causa: algún simulacro, el aniversario del alcalde o cosa semejante. Yo no quiero ni pudo admitir que la honrada gente de Dios, y en un lugar como éste, ande por las calles con los bolsillos atestados de dinamita. Avancemos un poco, Syme, y examinemos eso de cerca.

El auto se arrastró unos veinte pasos, y entonces el Dr. Bull soltó una carcajada estrepitosa:

—¡Oh, hatajo de imbéciles! —exclamó—. ¿Qué decía yo? Esa multitud está más dentro de la ley que un manso cordero. Y aun cuando así no fuera, están de nuestra parte.

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó el Profesor.

—Pero ¿está usted más ciego que un murciélago? —contestó Bull—. ¿No está usted viendo quién los conduce?

Todos aguzaron la vista. Y el Coronel, con voz turbada, exclamó:

—¿Cómo? ¡Es Renard!

En efecto: unas sombras corrían al extremo de la calle; apenas se las podía distinguir. Lejos, lo bastante ya para entrar en la zona de luz, se veía al inconfundible Dr. Renard yendo de aquí para allá. Llevaba un sombrero blanco que contrastaba con sus barbas negras, y en la mano izquierda un revólver.

—¡Qué loco he sido! —exclamó el Coronel—. Claro, el excelente amigo ha corrido en nuestro auxilio.

El Dr. Bull se ahogaba de risa, y blandía la espada con descuido, como quien juega con un bastón. Saltó del auto y corrió calle arriba, gritando:

—¡Dr. Renard! ¡Dr. Renard!

Un instante después, Syme pensó que hasta los ojos se le habían vuelto locos. ¿Qué había visto? El filantrópico Dr. Renard, apuntando deliberadamente sobre Bull, había hecho dos disparos. La doble detonación resonó por la calle.

Casi al mismo tiempo que el humo blanco de aquella increíble explosión, el cínico Ratcliffe sacaba de su cigarrilo otra nube blanca. Estaba, como los demás, algo pálido, pero sonreía. El Dr. Bull, a quien casi las balas le habían rozado la cabeza, se quedó inmóvil en mitad de la calle sin dar señales de miedo. Después se volvió lentamente y trepó al auto. Volvía con dos agujeros en el sombrero.

—Y bien —dijo lentamente el fumador—. ¿Qué opina usted ahora?

—Que me parece —dijo el Dr. Bull con precisión—, que estoy en mi cama, en el Nº 217 de Peabody Buildings, y que de un momento a otro voy a despertar sobresaltado. Y si no, que estoy metido en una celdita acolchada de Hanwell, y que el médico me considera como caso desesperado. Pero si quiere usted saber lo que me parece, voy a decírselo: no me parece posible lo que a usted le parece posible. Yo no puedo admitir, ni admitiré nunca, que la masa humana sea un conglomerado de abominables pensadores modernos. No, señor mío, yo soy demócrata; no puedo admitir que el Domingo sea capaz de convertir a sus doctrinas a un pobre peón o bracero. No: yo podré estar loco, pero la humanidad no está loca.

Syme volvió hacia Bull sus ojos azules con una vivacidad de emoción que era rara en él:

—Es usted, un hombre excelente —le dijo—. Es usted capaz de creer en la cordura de los demás, como cosa distinta de la propia cordura. Juzga usted bien a la Humanidad, cuando se refiere a los campesinos, a la gente humilde como aquel hermoso anciano de la posada. Pero no tiene usted razón en el caso de Renard. Yo desconfié de él desde el primer instante. Es un nacionalista: y lo que es peor es un rico. Sólo los ricos se atreverán a destruir el deber y la religión.

—Y aquí, la verdad, podemos darlos por destruidos —dijo el impertinente fumador, y se puso de pie con las manos en los bolsillos—. He aquí que los demonios se acercan.

Todos miraron ansiosamente en dirección a la soñadora mirada de Ratcliffe: el regimiento comenzaba a avanzar desde el extremo de la calle. A su cabeza marchaba decidido el Dr. Renard, la barba agitada por el viento.

El Coronel saltó del auto con una exclamación:

—Caballeros —dijo—, esto es increíble. Parece una broma. ¡Si conocieran a Renard como yo le conozco!… Esto es como ver a la Reina Victoria convertida en dinamitera. ¡Si ustedes tuvieran en la cabeza la menor idea del carácter de ese hombre!…

—El Dr. Bull —dijo Syme, sardónico—, la tiene por lo menos en el sombrero.

—Les digo a ustedes que es imposible —exclamaba el Coronel pateando de rabia—. Renard tendrá que explicarse, tendrá que explicarme lo que pasa. —Y avanzó rápidamente hacia el enemigo.

—No se moleste usted —murmuró el del cigarrillo—. ¡Si ya va a venir él a explicárnoslo!

Pero ya el impaciente Coronel no pudo oírle, y siguió avanzando. Y he aquí que el Dr. Renard, ardoroso, apunta otra vez con la pistola. Pero, advirtiendo que se trata del Coronel, vacila, y en tanto el Coronel se le acerca, haciendo ademanes frenéticos de protesta.

—Es inútil —dijo Syme— nada obtendrá de ese viejo caníbal. Propongo que nos arrojemos sobre ellos con el auto, tan rápidos como las balas que le agujerearon el sombrero a Bull. Nos matarán a todos, pero mataremos buen número.

—No —dijo el Dr. Bull, cuyo acento vulgar parecía acentuarse con la sinceridad de su virtud—, no; esa pobre gente padece un error. Demos tiempo a que el Coronel se explique.

—¿Debemos retroceder entonces? —preguntó el Profesor.

—No —dijo Ratcliffe fríamente—, el otro extremo de la calle está tomado también. Y si no me engaño, Syme, allá me parece ver a otro amigo de usted.

Syme hizo girar el auto con mucha destreza, dando ahora frente al camino recorrido. En la penumbra, se veía avanzar al galope a un cuerpo irregular de caballería. El jinete que venía a la cabeza, traía una espada en la mano, a juzgar por el reflejo de plata. Cuando se hubo acercado más, se vio también el reflejo de plata de sus cabellos. Entonces con terrible violencia, Syme volvió otra vez el auto y lo lanzó cuesta abajo hacia el mar, como hombre que sólo quiere la muerte.

—Pero ¿qué demonios le pasa a usted? —gritó el Profesor colgado a su brazo.

—¡Que se ha caído la estrella de la mañana! —dijo Syme, mientras el auto rodaba hacia abajo, como otra estrella.

Los otros, no lo entendieron. Pero, volviendo la vista, vieron venir por la cuesta la caballería enemiga. A su cabeza, cabalgaba el buen posadero, envuelto en los inocentes resplandores del día moribundo.

—¡El mundo se ha vuelto loco! —gimió el Profesor ocultando el rostro entre las manos.

—No —dijo el Dr. Bull con adamantina humildad— soy yo quien se ha vuelto loco.

—¿Qué haremos? —preguntó el Profesor.

—En este momento —contestó Syme con científico desinterés— lo que vamos a hacer es estrellarnos contra un poste de luz eléctrica.

Y en efecto, un instante después, el auto chocaba con catastrófico escándalo contra un objeto de hierro. Otro instante más, y los cuatro hombres salían de entre los escombros de un caos metálico, y el poste que los había detenido al borde de la avenida yacía torcido como el tronco de un árbol roto.

—¡Vaya, algo hemos destrozado! —dijo el Profesor con leve sonrisa—. Siempre es un consuelo.

—También usted se está volviendo anarquista —dijo Syme limpiándose la ropa por un impulso habitual de asco.

—Todo el mundo lo es ya —dijo Ratcliffe.

Entre tanto, el posadero de los cabellos blancos y su ejército caían como un trueno por la calle, mientras que, a lo largo del mar, un cordón de siluetas negras acudía gritando. Syme asió una espada con los dientes, cogió otras dos bajo el brazo, otra con la izquierda y la linterna en la derecha, y saltó de la avenida a la playa baja.

Los otros saltaron tras él, con tácita aceptación, dejando a sus espaldas los restos del auto y el confuso gentío.

—Nos queda una probabilidad favorable —dijo Syme quitándose de la boca el acero—. Sea lo que fuere este pandemónium, la policía nos ayudará. Aquí no podemos quedarnos, porque nos han cortado los caminos; pero en aquel rompeolas que entra en el mar podremos defendernos mejor, como Horacio Cocles en el puente. Allí nos mantendremos hasta que la policía nos socorra. Síganme ustedes.

Le siguieron descendiendo la playa, y pronto sintieron bajo sus plantas, en vez de la arena marina, unas piedras de pavimento. Adelantaron por el malecón bajo, larguísimo, que se metía en la mar hirviente a modo de brazo. Cuando alcanzaron el extremo, comprendieron que habían llegado al fin de sus trabajos. Se volvieron a contemplar la ciudad.

La ciudad estaba transformada, toda revuelta. A lo largo de la avenida de donde habían saltado a la playa, se veía correr gente rumorosa que gesticulaba, agitaba los brazos y los miraba con ferocidad.

En la masa oscura aparecían manchones de luz, antorchas, linternas. Pero aunque la luz no iluminaba los rostros enardecidos, hasta en la silueta más distante, hasta en el menor ademán, se adivinaba un odio organizado. Era evidente que la maldición de todos, había caído sobre los perseguidos, sin que éstos comprendieran por qué.

Dos o tres hombres, pequeños y negros como unos monos, saltaron de la avenida del muelle a la playa, y se metieron por la arena gritando horriblemente e intentando ganar el rompeolas por el lado del mar. El ejemplo fue seguido por otros, y toda la masa negra empezó a derramarse del parapeto abajo como una negra mermelada.

Entre los primeros Syme pudo distinguir al campesino del carro. Había entrado en la resaca montado en un gran caballo de tiro, y blandía el hacha amenazándolos.

—¡El campesino! —exclamó Syme—. ¡Los campesinos que no se habían sublevado desde la Edad Media!…

—Aun cuando la policía acudiera —dijo el Profesor—, no podría contra esta turba.

—¡Locura! —dijo Bull desesperado—; necesariamente queda en la ciudad algún ser humano.

—No —dije el pesimista Inspector—. Somos los últimos representantes de la humanidad.

—Puede ser —dijo el Profesor con aire vago; después, con voz soñadora, añadió—: ¿Cómo dice el fin de la Dunciada?:

Ya ni el fuego público ni el privado se miran brillar. Ya ni humana luz ni resplandores divinos. ¡Mirad! Tu negro imperio, oh Caos, es restaurado. Muere toda luz ante tu verbo aniquilador. Tu mando, grande Anarca, deja caer la cortina. ¡Y todo lo envuelve la noche universal!

—¡Silencio! —gritó Bull de pronto—. He allí a la policía.

Las ventanas iluminadas del piso bajo, en la estación de policía, se veían obstruidas al paso apresurado de los hombres. En medio de la oscuridad se oyó el repiqueteo y rumor de la caballería disciplinada.

—¡Están cargando sobre la multitud! —dijo Bull casi en éxtasis.

—No —observó Syme—, están formándose a lo largo del malecón.

—¡Y se echan la carabina a la cara! —gritó Bull danzando de alegría.

—Sí —añadió Ratcliffe—, y van a disparar sobre nosotros.

Apenas dicho esto, se oyó una prolongada descarga, y las balas cayeron como granizo sobre las piedras del dique.

—¡Los gendarmes están con ellos! —gritó el Profesor golpeándose la frente.

—Soy yo el que está en la celda acolchada, no me cabe duda, —dijo Bull con convicción.

Hubo un largo silencio.

Ratcliffe, considerando el turgente mar gris y púrpura dijo:

—¿Y qué importa averiguar quién es el cuerdo y quién el loco? Pronto estaremos muertos todos.

—¿De modo que ha perdido usted toda esperanza? Mr. Ratcliffe permaneció mudo como una estatua. Al fin dijo tranquilamente:

—No, por muy extraño que parezca, no he perdido toda esperanza. Me queda una vaga, imposible esperanza que no puede abandonarme. Parece que todas las fuerzas del planeta se han conjurado contra nosotros. Y me pregunto cómo es posible que aún me quede esa vaga luz de esperanza.

—¿Y en qué o en quiénes funda usted su esperanza? —preguntó Syme con curiosidad.

—En un hombre a quien nunca he visto —contestó el otro contemplando el plomizo mar.

—Ya se a quien se refiere usted —dijo Syme con voz grave. Al hombre del cuarto oscuro. Pero a estas horas es posible que haya perecido en manos del Domingo.

—Tal vez —dijo el otro—. En todo caso, es al único que le habrá costado trabajo matar.

—Ya oigo lo que hablan ustedes —intervino el Profesor vuelto de espaldas—. Yo también tengo confianza en ese hombre a quien nunca he visto.

De pronto, Syme, que parecía sumido en reflexiones, dijo, volviéndose como el que despierta de un sueño.

—¿Dónde está el Coronel? Creía yo que estaba con nosotros.

—¡El Coronel! ¡Es verdad! —dijo Bull—. ¿Dónde está el Coronel?

—Fue a hablar con Renard —dijo el Profesor.

—No podemos abandonarlo entre esos brutos —dijo Syme—. Muramos como caballeros, si…

—No compadezcamos al Coronel —añadió Ratcliffe con mordacidad—. Está muy a gusto a estas horas. Está…

—¡No, no, no! —gritó Syme frenético—. ¡El Coronel, no! ¡De ése no puedo creerlo!

—Entonces ¿dará usted crédito a sus propios ojos? —dijo el otro señalándole un punto de la plaza.

Muchos se habían metido al agua y los amenazaban con los puños. Pero la resaca estaba fuerte y no podían llegar al dique. Sin embargo, dos o tres avanzaban con precauciones por los escalones de piedra. La luz de la linterna dio por casualidad sobre la cara de los dos que venían al frente. Uno de ellos llevaba antifaz negro, y torcía la boca en gesto nervioso, de modo que la mota de la barba iba de aquí para allá con inquietud viviente. En el otro, reconocieron la cara encendida y el bigote blanco del Coronel Ducroix. Ambos conferenciaban acaloradamente.

—Si, también él se nos fue —dijo el Profesor dejándose caer sentado sobre una piedra—. Todos nos traicionan. Yo también me traiciono. Ya no gobierno la máquina de mi cuerpo. Temo que mi propia mano me de un cachete.

—Cuando la mía se mueva —dijo Syme— será para pegarle a otro.

Y se adelantó hacia el Coronel con el sable en una mano y la linterna en la otra.

Como para destruir la última esperanza o sospecha, el Coronel, al verlo venir, le apuntó con el revólver y disparó. El tiro no hizo blanco en Syme, pero sí en la espada, rompiéndola cerca del puño. Syme se lanzó, blandiendo la linterna sobre su cabeza.

——¡Oh Judas y Herodes! —gritó.

Y derribó al Coronel sobre las piedras del dique. Volvióse después al Secretario, cuya horrible boca estaba ahora echando espuma, y levantó la linterna con tal ademán que el otro se quedó inmóvil y escuchó.

—¿Ves esta linterna? —gritó Syme con voz terrible—. ¿Ves esta cruz grabada, ves la luz interior? No la grabasteis, no la encendisteis vosotros, sino hombres mejores que vosotros. Hombres capaces de creer y de obedecer, son los que torcieron las entrañas de hierro y preservaron la leyenda del fuego. Las calles por donde pasáis, los trajes con que os vestís, todo fue hecho como esta linterna, por un acto de negación contra vuestra filosofía de suciedades y ratones. Destruiréis a la humanidad, destruiréis el mundo. Contentaos con eso. Pero esta antigua linterna cristiana no la destruiréis. Irá a dar a un sitio en que vuestro imperio de monos será incapaz de rescatarla.

Y descargó la linterna sobre el Secretario de modo que la hizo bambolear: después, dándole dos vueltas sobre su cabeza, la arrojó al mar. La linterna lanzó su último destello, como un cohete, y desapareció.

—¡Espadas! —aulló Syme, volviendo el inflamado rostro a sus compañeros—. Carguemos sobre estos perros. Ha llegado la hora de morir.

Sus tres compañeros acudieron a él, espada en mano. La espada de Syme estaba rota pero, derribando a un pescador, le arrebató una porra. Y en un instante hubieran quedado muertos al arrojarse sobre la enfurecido turba, cuando sobrevino algo inesperado. El Secretario, al oír el discurso de Syme se había quedado como aturdido, con las manos en la cabeza. Súbitamente se arrancó el antifaz. Su pálida cara, expuesta a la luz de los reverderos, más que rabia expresaba asombro. Levantó las manos con ansioso gesto autoritario:

—Aquí hay un error. Mr. Syme —dijo—. Me parece que no se da usted cuenta de su situación: yo le arresto a usted en nombre de la ley.

—¿De la ley? —exclamó Syme dejando caer su clava.

—¡Naturalmente! —dijo el Secretario—. Soy detective de Scotland Yard. Y sacó del bolsillo una tarjetita azul.

—¿Pues qué cree usted que somos nosotros? —preguntó el Profesor levantando los brazos al cielo.

—¿Ustedes? —dijo el Secretario con tono glacial—. Ustedes son, según me consta por los hechos, miembros del supremo Consejo Anarquista. Yo, disfrazado como uno de ustedes…

El Dr. Bull arrojó al mar su espada.

—Nunca ha habido Consejo Supremo Anarquista —dijo—. Todos éramos un hatajo de imbéciles policías acechándose mutuamente. Y toda esta honrada gente que nos ha venido acribillando a tiros, nos tenía por dinamiteros. Ya sabía yo que no podía equivocarme al juzgar a las multitudes humanas —añadió lanzando una mirada radiante sobre el gentío que se agolpaba a uno y otro lado de la playa—. La gente vulgar nunca es loca: ¡si lo sabré yo que soy uno de esos! Y, ahora, a tierra: pago de beber a todo el mundo.