CAPÍTULO XIV

LOS SEIS FILÓSOFOS

Hollando los prados, maltratando los floridos setos, los seis miserables detectives rodaban, a unas cinco millas de Londres. El optimista de la partida proponía perseguir al globo en coche por el sur de Inglaterra. Pero al fin se convenció de que el globo se resistía a seguir los caminos, y que los coches se resistían todavía más a seguir al globo. En consecuencia, los incansables aunque desesperados viajeros se metieron por la espesura, pisaron los campos sembrados, y poco a poco se fueron quedando en tales trazas que se les pudiera tomar por vagabundos.

Las verdes colinas de Surrey vieron la tragedia y final catástrofe de aquel admirable traje gris con que Syme había salido del Parque Saffron. Su sombrero de seda quedó desgarrado por el latigazo de una rama flexible. El paño de la levita, destrozado hasta los hombros por las espinas. La arcilla del lodo inglés manchó su cuello. Pero todavía seguía avanzando, erguida la barbilla rubia, con muda y furiosa determinación. Sus ojos seguían fijos en aquella flotante bola de gas que, al sol de la tarde, fulguraba como una nube crepuscular.

—Después de todo —decía contemplando el globo—. ¡Qué hermoso es!

—Sí, bueno está —dijo el Profesor—. ¡Así se incendiara!

—No lo deseo yo —dijo el Dr. Bull—. Piense usted en lo que le pasaría al pobre viejo.

—¡Lo que le pasaría! —dijo el Profesor—. ¡Lo que le pasaría! No seria tan grave lo que le pasaría si yo lo cogiera. Conque «Copito de nieve» ¿eh?

—A pesar de todo, yo no deseo que se haga daño —dijo el Dr. Bull.

—¿Cómo? —gritó el iracundo Secretario—. ¿Usted se ha creído esa historia de que él es el hombre del cuarto oscuro? El Domingo es capaz de hacerse pasar por cualquiera cosa.

—Ni lo creo ni dejo de creerlo —dijo el Dr. Bull—. No me refiero a eso. Yo no quiero que reviente el globo con el viejo porque…

—¿Por qué? —repitió Syme impaciente.

—¡Qué se yo! Tal vez porque él también parece un globo. Yo no entiendo una palabra de toda esa historia que trató de endilgarnos, ni sé si es él realmente quien un día nos proporcionó la dichosa tarjetita azul. Todo eso es absurdo. Pero, no tengo por qué ocultarlo: aunque el viejo Domingo sea un bribón, siempre me ha sido sumamente simpático. Me gusta como me gustaría un bebé gordinflón. ¿Cómo me explicaría yo? Es una simpatía compatible con mi deseo de combatirlo hasta la muerte. No sé si está claro: me gusta por lo gordo que es.

—No está claro —dijo el Secretario.

—Ya se por qué me gusta —reflexionó Bull—; porque es gordo y ligero: lo mismo que un globo. Se imagina uno que la gente como él es pesada; pero lo cierto es que este hombre salta más que un silfo. Ahora he formulado bien mi sentimiento. Una energía limitada se traduce en violencia. La energía suprema se demuestra en la levedad. Estas cosas hacen pensar en las especulaciones de otra época: «¿Qué pasaría si un elefante pudiera saltar hasta el cielo como un saltamontes?».

—Nuestro elefante —dijo Syme mirando hacia arriba— sí que ha dado un salto de saltamontes.

—Pues por eso —concluyó Bull—, por eso en cierto modo me gusta el viejo Domingo. No es que me cause la estúpida admiración de la fuerza. Sino que tiene cierta alegría, como la del que trae siempre buenas noticias. ¿No han sentido ustedes eso un día de primavera? Siente uno que la naturaleza gasta bromas, pero que son bromas de buen género. Yo nunca he leído la Biblia, pero ese pasaje de que tanto se ríen es una verdad literal: «¿Por qué no saltáis así, altas colinas?». Porque las colinas saltan: al menos, tratan de saltar… ¿Por qué me gusta el Domingo? ¿Cómo decirlo? Pues me gusta por saltarín, ¡ea!

Hubo un silencio, y después el Secretario dijo con voz atormentada:

—No conoce usted al Domingo. Tal vez porque es usted mejor que yo y no conoce el infierno. Yo he sido, desde que nací, un hombre de humor sombrío y enfermizo. El hombre del cuarto oscuro que a todos nos escogió para estos trabajos, se fijó en mí porque tengo el aire de un conspirador, porque tengo una sonrisa epiléptica, por mis ojos trágicos, hasta en la alegría. Pero algo ha de haber en mí, además, que responde a la disposición nerviosa del anarquista. La primera vez que vi al Domingo, no me causó esta impresión de aérea vitalidad que usted dice, sino de ese algo grosero y triste que hay en la naturaleza íntima de las cosas. Estaba fumando en un cuarto lleno de penumbra, en un cuarto con las persianas corridas, mucho más deprimente que la genial oscuridad en que nuestro jefe se envolvía. Estaba sentado en un banco, inmenso bulto de hombre inmenso y monstruoso. Me oyó, sin interrumpirme, sin pestañear. Yo le dirigía palabras apasionadas, interrogaciones elocuentes. Tras largo silencio, el bulto comenzó a moverse, como trabajado por una enfermedad. Se movía como una masa gelatinosa, viva, repugnante. Me hacía recordar todas mis lecturas sobre los seres que están en la base de la vida: protoplasmas, babas marinas. Aquello parecía la forma última de la materia, la más deshecha y vergonzosa. No pude menos de pensar a guisa de consuelo, que aquel monstruo era desgraciado. Pero he aquí que aquella montaña bestial se estaba sacudiendo en una risa egoísta, y la causa de la risa era yo. ¿Creen ustedes que yo puedo perdonarle eso? Sentir que se ríe de nosotros algo al mismo tiempo inferior y más fuerte que uno, es espantoso.

—Son ustedes muy exagerados —cortó el Inspector Ratcliffe—. El Presidente Domingo es cosa excesiva para la inteligencia; pero físicamente no es ese monstruo de Barnum, que ustedes dicen. A mí me recibió en un despacho ordinario, con un traje gris ajedrezado, y a plena luz. Me habló de cosas triviales. Y lo único que me llamó la atención, fue esto: su cuarto es claro, su traje es claro, todo está en orden: pero él parecía estar en el otro mundo. A veces aquellos ojazos brillantes parecían ciegos. Pasa horas enteras sin acordarse de la presencia de uno. Tanta distracción, en un malvado, es horrible. Del malvado tenemos la idea contraria; nos lo imaginamos siempre alerta. Pero no pódenos imaginarnos a un malvado que se entrega honradamente a soñar, porque no podemos imaginarnos a un malvado tan a solas consigo mismo. Hombre distraído es hombre bien intencionado; hombre que, al darse cuenta de la presencia de usted, le pide mil perdones. Pero ¿qué decir de un distraído que, al percatarse de la presencia de usted, lo primero que se le ocurre es matarle? La abstracción combinada con la obstrucción crispa los nervios. El hombre que camina en mitad de un bosque solitario ha podido sentir esta emoción, y decirse que los animales son a la vez inocentes y despiadados. O ignoran, o matan. Pero ¿cómo va uno a resistir diez horas mortales en la compañía de un hombre distraído?

—Y usted, Gogol —dijo Syme— ¿qué piensa del Domingo?

—Yo, en principio —dijo Gogol con sencillez—, nada pienso del Domingo, como nada pienso del sol de mediodía.

—Sí —dijo Syme pensativo—, es un punto de vista. ¿Y usted, Profesor?

El Profesor caminaba con la barba hundida y arrastrando el bastón. No contestó.

—¡Despierte usted, Profesor! —dijo Syme—. Díganos lo que piensa del Domingo. Y el Profesor comenzó a decir muy lentamente:

—Pienso algo que no acierto a formular claramente. O más bien, tampoco lo pienso claramente. Algo como esto: la primera parte de mi vida, como usted sabe, fue muy incoherente y dispersa. Pues bien: cuando veo la cara del Domingo pienso, como todo el mundo, que es muy vasta y dispersa, y también que es muy incoherente, como mi juventud. Es tan enorme, que no hay manera de enfocarla y verla como una cara. Los ojos quedan tan lejos de las narices, que ya no son ojos. La boca tiene de por sí tanta importancia, que hay que pensar en ella como en una cosa automática. Me es muy difícil explicarme. Y tras una pausa, siempre arrastrando el bastón:

—Voy a ver si puedo explicarme. Una noche, por la calle, vi que un farol, una ventana y una nube formaban clarísimamente una cara. Pues bien: cuando veo la cara del Domingo, pienso que hay una cara que se parece a esa cara. Verán ustedes: caminé un poco más, y me encontré con que no había tal cara; que la ventana estaba a diez metros, el farol a ciento, la nube muy lejos de la tierra. Del mismo modo se me deshace la cara del Domingo, se me va para un lado y otro como esas mistificaciones de la vista. Su cara me ha hecho sospechar que no hay caras. Ya no sé, Bull, si lo de usted es una cara o un arreglo de perspectivas. Tal vez uno de los discos de esas abominables gafas que usted ha roto estaba aquí, y el otro estaba a cincuenta millas. ¡Ay, las dudas del materialista son cosas de risa! ¡El Domingo me ha enseñado, ay, las dudas del espiritualista! Yo creo ser budista. Y el budismo no es un credo, sino una duda. ¡Ay, querido Bull! ¡No estoy seguro de que tenga usted cara! ¡No tengo bastante fe para creer en la materia!

Los ojos de Syme seguían fijos en el globo errante que, envejecido por la luz de la tarde, parecía un mundo más sonrosado e inocente que el nuestro.

—¿Han notado ustedes que, en todas las descripciones que han hecho, hay un elemento singular de semejanza? Cada uno de ustedes ve el Domingo de un modo diferente, pero todos coinciden en que sólo pueden compararlo con el mismo universo. Bull lo compara con la tierra en primavera. Gogol con el sol a mediodía. Al Secretario le recuerda el informe protoplasma, y al Inspector el desamparo de las selvas vírgenes. El Profesor dice que es como un cambiante paisaje. Es raro todo esto; pero todavía es más raro que yo también tenga del Presidente una idea extravagante, y a mí también me parezca comparable con el mundo.

—Vamos más de prisa, Syme —dijo Bull—, no siga usted contemplando el globo.

—Cuando vi por primera vez al Domingo —continuó Syme— sólo le vi la espalda; y cuando le vi la espalda, comprendí que era el hombre más malo del mundo. Su cuello, sus hombros, eran brutales como los de un dios simiesco. Su cabeza tenía cierta inclinación, propia, más que de hombre, de buey. Y al instante se me ocurrió que aquello no era un hombre, sino una bestia vestida de hombre.

—De prisa —dijo el Dr. Bull.

—Y aquí viene lo más curioso —continuó Syme—. Yo había visto su espalda desde la calle, estando él sentado en el balcón. Entré al hotel, y cogiendo al Presidente por el otro lado, le vi la cara a plena luz. Su cara me asustó como asusta a todos. Pero no por brutal, no por perversa. Me asustó, al contrario, por su hermosura, por su bondad.

—Pero Syme, ¿se ha vuelto usted loco? —exclamó el Secretario.

—Era como la cara de un antiguo arcángel que distribuyera la justicia después de un heroico combate. En sus ojos había risa; en su boca, honor y tristeza. Eran los mismos cabellos blancos, el mismo torso robusto que acababa yo de ver desde la calle enfundado en el traje gris. Pero si por detrás me pareció un animal, por delante me pareció un dios.

—Pan —dijo el Profesor reflexivo— era un dios y era un animal.

—Desde entonces —continuó Syme como monologando— ése es también el misterio del mundo. Al ver las horribles espaldas me parece que la noble cara es una máscara. Al ver, aunque sea un instante, la cara, la espalda me parece una simple burla. El mal es tan malo, que, junto a él, el bien parece un mero accidente; el bien es tan bueno, que, junto a él, hasta el mal resulta explicable. Esta impresión llegó a una crisis suprema ayer, cuando corrí en pos del Domingo para tomar un coche y, al correr, le miraba siempre la espalda.

—¿Y tenía usted tiempo para pensar? —preguntó Ratcliffe.

—A lo menos, para formular un horrible pensamiento. De pronto se me figuró que aquella cabeza vista de espaldas, ciega y sin fisonomía, era su verdadera cara: horrible cara que me contemplaba sin ojos. Y que aquella figura que huía de mí, era la de un hombre que corre de espaldas, danzando al correr.

—¡Horrible! —dijo el Dr. Bull estremecido.

—Horrible, no es la palabra —dijo Syme—. Aquel fue el instante peor de mi vida. Pero diez minutos después, cuando sacó la cabeza del coche, gesticulando como una gárgola, comprendí que aquel hombre era un padre que juega al escondite con sus chicos.

—Para juego ya dura mucho —observó el Secretario, contemplando con afligida cara sus botas destrozadas.

—Óiganme ustedes —exclamó Syme con énfasis desusado—. ¿Quieren ustedes que les diga el secreto del mundo? Pues el secreto está en que sólo vemos las espaldas del mundo. Sólo lo vemos por detrás, por eso parece brutal. Eso no es un árbol, sino las espaldas de un árbol; aquello no es una nube, sino las espaldas de una nube. ¿No ven ustedes que todo está como volviéndose a otra parte y escondiendo la cara? ¡Si pudiéramos salirle al mundo por enfrente!…

—¡Vean ustedes! —gritó Bull a voz en cuello—. ¡El globo comienza a descender!

No había por qué decírselo a Syme, que no apartaba los ojos del globo. Lo vio, grande y luminoso, detenerse de pronto en el cielo, después bajar poco a poco detrás de los árboles como un sol poniente.

El llamado Gogol, que apenas había abierto la boca durante la fatigosa caminata, alzó de pronto las manos como un alma en pena, gritando:

—¡Ha muerto! ¡Y ahora comprendo que era mi amigo, mi amigo en las tinieblas!

—¿Muerto? —bufó el Secretario—. No es fácil que muera. Si ha caído de la canastilla, probable es que lo encontremos revolcándose en el campo como un potro y pataleando para mayor regocijo.

—Y haciendo sonar sus pezuñas —dijo el Profesor— como los potros y como Pan.

—¡Otra vez Pan! —dijo el Dr. Bull irritado—. Usted ve a Pan en todas partes.

—Claro está —dijo el Profesor—. «Pan», en griego significa «todo».

—Y no olvidarse —añadió el Secretario bajando los ojos— que también significa «pánico».

Syme, que no había prestado atención a estas últimas palabras, dijo simplemente:

—Ha caído allí, sigámosle. —Y después añadió con desesperación—. ¡Oh, si nos hubiera burlado definitivamente moriéndose! Sería la peor de sus bromas.

Y echó a correr hacia los árboles lejanos con renovada energía, flotando al viento los girones del traje. Los otros le siguieron, aunque no tan resueltos. Y casi al mismo instante, los seis se dieron cuenta de que no estaban solos.

Por entre el césped se adelantaba hacia ellos un hombre alto, apoyado en un bastón largo como un cetro. Estaba vestido con elegancia, pero a la vieja moda, con calzón corto El color del traje era un matiz entre el azul, el violeta y el gris, como el de las sombras del bosque. Sus cabellos eran de un gris blanquecino, y a primera vista, y sobre todo al ver su calzón corto, se diría que los traía empolvados. Se adelantaba tranquilamente. A no ser por la nieve argentada de su cabeza, se le hubiera tomado por una sombra del bosque.

—Caballeros —dijo—. Un coche de mi amo espera a ustedes en el camino.

—¿Quién es su amo? —preguntó Syme, petrificado.

—Me habían dicho que los señores ya sabían su nombre —contestó el otro respetuosamente. Tras un momento de silencio, el Secretario dijo:

—¿Dónde está el coche?

—Está en el camino desde hace un instante. Mi amo acaba de llegar a casa.

Syme miró a uno y otro lado la verde extensión en que se encontraba. Aquellos setos, aquellos árboles parecían objetos ordinarios. Con todo, se sentía metido en una tierra maravillosa.

Contempló de arriba abajo al misterioso embajador. Nada tenía de extraño, salvo el color de su traje, que era el de las sombras violáceas, y el de su cara, que era el del cielo rojo, oscuro y dorado.

—Muéstrenos el camino —dijo con sencillez.

Y el hombre del vestido violeta, sin decir una palabra, se dirigió a un lugar donde, por una brecha del follaje, se veía brillar el camino blanco.

Cuando los seis viajeros llegaron, vieron en el camino una larga fila de carruajes, como los que se ven frente a las casas de Park Lane. En fila, también junto a los carruajes, estaban los lacayos espléndidamente vestidos con uniforme azul-gris, y cierto aire solemne y fiero que, más que de lacayos, es propio de oficiales y embajadores de un gran rey. Había seis carruajes. Uno para cada uno de los tristes y desgarrados viajeros. Los criados, como en traje de corte, llevaban espada al cinto. Cuando cada uno entró en su coche, los criados desenvainaron la espada y saludaron, lanzando un relámpago de acero.

—¿Qué quiere decir esto? —le había preguntado Bull a Syme al tiempo de separarse—. ¿Otra guasa del Domingo?

—No lo sé —había contestado Syme, dejándose caer fatigado sobre los almohadones del asiento—. Pero si es una guasa, tenía usted razón: es una guasa de hombre bueno.

Muchas aventuras habían sufrido nuestros seis aventureros, pero ninguna les había asombrado tanto como esta aventura confortable. Se habían habituado a las cosas ásperas, y esta súbita suavidad les desconcertaba. No tenían la menor idea de lo que podían ser aquellos carruajes. Les bastaba saber que eran carruajes y que tenían almohadones. Tampoco imaginaban quién podía ser el que los había conducido hasta los carruajes; les bastaba saber que aquel hombre extraño los había conducido hasta los carruajes.

Syme se sentía arrastrar con el mayor abandono por entre las sombras de los árboles. Le pasaba algo muy característico de su temperamento: mientras él había sido el guía, su barbilla se erguía fieramente: ahora que el asunto pasaba a otras manos, Syme se dejaba caer con desmayo sobre los cojines.

Poco a poco se dio cuenta de la hermosura del camino. Vio que pasaban la reja de lo que parecía ser un parque, y que subían una colinilla, que, aunque poblada de árboles a ambos lados, parecía más regular que un bosque. Y poco a poco le fue invadiendo, como al que despierta de un sueño saludable, una sensación de placer general. Sintió que los setos eran los que deben ser: muros vivientes. Que un seto vivo es como un ejército humano, disciplinado, pero todavía más vital. Tras los setos sobresalieron unos álamos, y pensó en la dicha de los niños a quienes fuera dable columpiarse en sus ramas. Después volvieron un recodo del camino, y Syme vio de pronto, a modo de una nube crepuscular, baja y alargada, una casa larga y baja, suave bajo la suave luz del poniente.

Los seis amigos, al comparar más tarde sus impresiones, discutieron mucho, pero todos convinieron en que aquella casa les había hecho recordar su infancia. Ya era la copa de aquel olmo, ya aquel sendero en zigzag, ya aquel rincón del huerto, o el contorno de la ventana; pero ello es que todos recordaban aquel lugar mejor que los rasgos de su madre.

Los coches se acercaron a una puerta amplia, baja, abovedada. Otro hombre con uniforme, que llevaba una estrella de plata en el pecho, sobre el traje gris, vino a su encuentro. Este imponente personaje dijo al asombrado Syme:

—En su cuarto le esperan al señor los refrescos.

Syme, siempre bajo la influencia de aquella modorra o sueño magnético, se dejó guiar por el criado y subió una ancha escalera de encino. Recorrió después una espléndida galería de cuartos que parecían destinados a él. Se acercó a un espejo de cuerpo entero, con el instinto habitual de los hombres de su clase, para componerse el nudo de la corbata o alisar sus cabellos. Y vio aparecer en el espejo una horrible imagen: las ramas le habían rasguñado la cara, que estaba rayada de sangre; sus cabellos estaban hirsutos como manojos de yerba espesa y amarilla; su traje estaba convertido en harapos.

Y al verse así, rebrotó en su espíritu una interrogación:

¿Cómo había venido a dar allí? ¿Cómo iba a salir de allí?

En aquel momento, un criado vestido de azul —su camarero—, se acercó a decirle:

—La ropa del señor está preparada.

—¿Mi ropa? —preguntó Syme irónicamente—. No tengo más ropa que la que traigo encima. Y cogiendo dos tiras de la desgarrada levita que parecían dos cintajos fantásticos, hizo el ademán de la bailarina.

—Mi amo me ha encargado que anuncie al señor —dijo el camarero— que esta noche hay un baile de fantasía, y que él desearía que usted aceptara el traje que acabo de sacar. Entre tanto, aquí hay una botella de Borgoña y un poco de faisán frío. Mi amo espera que el señor tenga la bondad de aceptarlos, porque aún faltan algunas horas para la cena.

—Buena cosa es el faisán —dijo Syme reflexivo— y el Borgoña, cosa extraordinariamente buena. Pero la verdad es que no tengo tanto deseo de probarlos como de saber qué diablos significa todo esto, y qué traje es ése que usted prepara. ¿Dónde está?

El criado le mostró entonces, sobre una especie de otomana, una larga tela azul que parecía un dominó. En la parte delantera se veía brillar un gran sol de oro y, aquí y allá, unas estrellas relucientes.

—El señor se vestirá de Jueves —dijo el camarero con afabilidad.

—¡Vestirme de Jueves! —dijo Syme meditabundo—. No creo que sea un traje muy caliente.

—¡Oh, sí señor! —dijo el otro con convicción—. El traje de Jueves es muy caliente. Sube hasta la barba.

—Bueno, yo no entiendo una palabra —dijo Syme suspirando—. Estoy tan acostumbrado a las aventuras incómodas, que las aventuras agradables me confunden. Pero permítame que le pregunte por qué envuelto en una tela azul y verde con soles y lunas voy a estar vestido particularmente de Jueves y no de cualquier otra cosa. Supongo yo que el sol y la luna no sólo salen el jueves. Yo me acuerdo de haber visto la luna en martes.

—Dispénseme el señor —dijo el camarero—. La Biblia satisfará al señor.

Y, con dedo rígido y respetuoso, le señaló el primer capítulo del Génesis. Syme le leyó sorprendido. Era el capítulo en que se explica que el sol y la luna fueron creados el cuarto día de la creación. Respiró: en esta misteriosa casa, fuese lo que fuese, al menos, contaban la semana a partir de un «Domingo» cristiano.

—Esto se pone cada vez más divertido —dijo Syme sentándose en una silla—. ¿Qué gente es esta que le obsequia a uno un faisán frío y Borgoña, trajes tornasolados y ejemplares de la Biblia? ¿Le darán a uno aquí todo lo que pida?

—Sí señor, todo —dijo gravemente el camarero—. ¿Le ayudo al señor a vestirse?

—¡Pse! Sí: écheme eso encima —dijo Syme impaciente.

Pero, aunque fingía el mayor desdén por la mascarada, sentía a medida que se iba metiendo en el traje azul y oro, una libertad, una naturalidad mayores en sus movimientos. Y cuando vio que el traje implicaba también una espada, sintió renacer el eterno sueño infantil: ¡llevar una espada al cinto! Al salir del cuarto, se echó el embozo sobre el hombro. La espada sobresalía formando un ángulo. Syme tenía toda la arrogancia del trovador. Y es que aquel disfraz no lo disfrazaba: lo revelaba.