CAPÍTULO XIII

EN PERSECUCIÓN DEL PRESIDENTE

A la mañana siguiente, cinco camaradas tan alegres como fatigados tomaban el barbo rumbo a Dover. Al pobre Coronel le sobraban razones para quejarse, primero por haber tenido que pelear por dos bandos ficticios, y luego por el linternazo que recibió. Pero era un caballero magnánimo y, contentísimo de saber que ninguna de las dos partes tenía relaciones con la dinamita, salió a despedirlos hasta el dique con mucha gentileza.

Los cinco reconciliados detectives tenían mil explicaciones mutuas que darse; el Secretario le explicaba a Syme cómo se habían enmascarado para que los anarquistas los tomaran por gente de su bando. Syme explicaba por qué él y sus amigos, aunque en país civilizado, habían optado por la fuga. Pero sobre toda esta montaña de menudencias explicables, se levantaba la cuestión central, inexplicable. ¿Qué significaba todo aquello? Si todos ellos eran unos inofensivos agentes ¿qué cosa era el Domingo? Si éste no se había apoderado del mundo —aunque parecía capaz— ¿qué era lo que hacía? Sobre este punto, el inspector Ratcliffe persistía en sus temores.

—Como ustedes —decía—, tampoco yo entiendo el juego del Domingo. Pero sea éste lo que fuere, yo aseguro que no es un ciudadano sin tacha. ¡Qué diablo! Basta recordar aquella cara.

—Confieso —contestó Syme— que a mí…

—Bueno —dijo el Secretario—, pronto lo volveremos a ver y sabremos a qué atenernos, porque mañana es la próxima junta general. Y ustedes me perdonarán —dijo con sus fanática sonrisa— que esté al corriente de mis deberes de Secretario.

—Sí —reflexionó el Profesor—, creo que tiene usted razón; creo que sólo de él mismo podremos recibir la revelación de este misterio. Pero confieso que, por mi parte, me espanto ante la sola idea de preguntarle al Domingo qué casta de pájaro es él.

—¿Por qué? —preguntó el Secretario—. ¿Por miedo a las bombas?

—No —dijo el Profesor—. Por medio a que nos diga quién es.

—Es hora de beber un poco, señores —dijo el Dr. Bull después de un silencio.

Durante todo su viaje en el barco y el tren, mantuvieron una jovialidad comunicativa; pero, instintivamente, procuraban no separarse.

El Dr. Bull, que era siempre el optimista de la partida, trató de persuadir a los otros, al llegar a Victoria, de que irían cómodos en un cochecillo de dos ruedas, pero no prevaleció su opinión. Decidieron tomar un coche de cuatro ruedas. El Dr. Bull iba en el pescante, cantando.

Acabaron la jornada en un hotel de Picadilly Circus, con objeto de estar cerca de Leicester Square para el almuerzo del día siguiente.

Pero aún no habían terminado las aventuras de aquel día. El Dr. Bull no contento con la proposición de meterse en cama, había salido del Hotel cerca de las once, a fin de admirar y gustar las bellezas londinenses. A los veinte minutos volvió, armando un escándalo en el vestíbulo. Syme, que procuraba calmarlo, se vio obligado a escuchar los grandes cosas que el otro se empeñaba en contarle.

—¡Lo he visto! ¡Le digo a usted que lo he visto! —decía el Dr. Bull con énfasis.

—¿A quién? —le preguntó Syme— ¿no será al Presidente?

—No, no tengo tan mala suerte —dijo el Dr. Bull con inoportuna hilaridad—. Y aquí lo traigo conmigo.

—Pero ¿a quién trae usted? —respondió Syme con interés.

—¡Al hombre peludo! —respondió el otro—. Es decir al que era peludo y ya no lo es, a Gogol. Aquí está.

Y Bull hizo entrar, casi a empellones, al joven que cinco días antes había salido del Consejo metamorfoseado en un hombre de cabellos rubios y cara pálida: el primero de los falsos anarquistas que había sido desenmascarado.

—¿Para qué me molestan? —exclamó—. ¿No me han desterrado ya de su círculo, por espía?

—¡Si todos somos espías! —cuchiceó Syme a su oído.

—¡Si todos somos espías! —gritó el Dr. Bull—. Venga usted a echar un trago con nosotros.

A la mañana siguiente, el batallón de los seis aliados se encamina impasible hacia el hotel de Leicester Square.

—Esto ya va mejor —dijo el Dr. Bull—. Somos seis para pedirle a uno que confiese claramente sus verdaderos propósitos.

—No lo veo tan fácil —dijo Syme—, somos seis para pedirle a uno que nos explique lo que realmente nos proponemos nosotros.

Entraron en silencio en la plaza de Leicester, y aunque el Hotel quedaba en la esquina opuesta, pudieron distinguir el balcón-terraza, y en él un bulto de hombre excesivo para las dimensiones del hotel. Aquel hombre estaba solo, sentado junto a una mesa, leyendo su periódico, con la cabeza ligeramente inclinada, al descuido. Pero sus consejeros, congregados para derrocarlo, cruzaron la plaza como si los estuviera acechando con un centenar de ojos.

Habían estado discutiendo mucho la línea de conducta que habían de seguir: si convendría dejar fuera al desenmascarado Gogol y comenzar diplomáticamente, o si lo traerían consigo, acercando de una vez la pólvora al fuego. Esta última táctica, mantenida por Syme y Bull, fue la que prevaleció al fin, aunque el Secretario estuvo alegando hasta el último instante que no había por qué atacar al Domingo con tanta temeridad.

—Mis razones son muy sencillas —había dicho Syme—. Lo ataco con tanta temeridad, por lo mismo que le temo tanto.

Todos siguieron silenciosamente a Syme por la oscura escalera, y todos irrumpieron a un tiempo a la luz del sol matinal y a la luz de la sonrisa del Domingo.

—¡Encantado! —exclamó éste—. ¡Encantado de ver a todos reunidos! Qué día más espléndido, ¿verdad? Y qué ¿ha muerto el Zar?

El Secretario, que había quedado frente a él, concretó su espíritu para responder con dignidad:

—No, señor —dijo enérgicamente—. No ha habido efusión de sangre. No le traigo a usted noticias de tan desagradables espectáculos.

—¿Tan desagradables espectáculos? —preguntó el Presidente con brillante e inquisitiva sonrisa—. ¿Se refiere usted a las gafas[6] del Dr. Bull?

El Secretario se quedó un instante desconcertado, y en tanto el Presidente dijo con tono conciliador:

—Sí, todos tenemos nuestras opiniones y nuestra manera de ver las cosas; pero, francamente, llamarles desagradables delante del interesado…

El Dr. Bull se quitó las gafas, y rompiéndolas sobre la mesa, exclamó:

—Mis gafas serán todo lo abominables que se quiera, pero yo no: míreme usted a la cara.

—Sí, tiene usted la cara que la naturaleza le da a uno: la que la naturaleza le ha dado a usted. No he de ser yo quien discuta los frutos silvestres del Árbol de la Vida. También a mí se me puede poner así un día la cara…

—No podemos perder tiempo en bufonadas —dijo el Secretario impacientándose—. Hemos venido a preguntarle a usted qué significa todo esto. ¿Quién es usted? ¿Qué es usted? ¿Por qué nos ha reunido usted aquí? ¿Sabe usted quiénes somos y qué somos nosotros? ¿Es usted un gracioso que se divierte en hacer de conspirador, o un hombre de talento que se hace el loco? Contésteme usted, se lo exijo.

—Los candidatos —repuso el Domingo— sólo están obligados a responder ocho de las diecisiete preguntas del cuestionario. Según creo haber entendido, ustedes desean que les diga yo qué soy y qué son ustedes, y qué es esta mesa, y qué este Consejo, y qué es este mundo en general. Pues bien: consiento por lo menos en descubrir el velo de uno de estos misterios. Si ustedes quieren saber lo que son, tengan por sabido que son una colección de asnos jóvenes, animados de las mejores intenciones.

—Y usted —interrogó Syme acercándosele— ¿qué cosa es usted?

—¿Yo? ¿Qué soy yo? —rugió el Presidente, levantándose poco a poco a una increíble altura, como una ola que amenazara envolverlos—. Quieren saber qué soy ¿no es verdad? Bull, usted es un hombre de ciencia: escarbe las raíces de esos árboles y pídales su secreto. Syme, usted es un poeta: contemple usted esas nubes de la mañana y dígame o díganos la verdad que encierran. Oigan ustedes lo que les digo: antes descubrirán el secreto del último árbol y de la nube más remota, que mi secreto. Antes entenderán ustedes el mar: yo seguiré siendo un enigma. Averiguarán ustedes lo que son las estrellas: no averiguarán lo que soy yo. Desde el principio del mundo todos los hombres me han perseguido como a un lobo, los reyes y los sabios, los poetas como los legisladores, todas las iglesias y todas las filosofías. Pero nadie ha logrado cazarme. Los cielos se desplomarán antes que yo me vea reducido a los últimos aullidos. A todos los he hecho correr más de la cuenta. Y lo voy a seguir haciendo.

Y sin dar tiempo a que los otros lo impidiesen, el monstruo, como un gigantesco orangután, se decolgó por la balaustrada del balcón. Pero, antes de dejarse caer, se izó como en los ejercicios de barra fija, y sacando la mandíbula inferior a la altura de la balaustrada, dijo solemnemente:

—Una cosa puedo deciros, sin embargo: yo soy el hombre del cuarto oscuro que os ha hecho a todos policías. Y se descolgó definitivamente, rebotando sobre el pavimento como una pelota. A grandes saltos alcanzó la esquina de la Alhambra, hizo señas a un coche, trepó en él y desapareció.

Los seis detectives, al oír las últimas palabras, se habían quedado fulminados y lívidos. Cuando el coche desapareció, Syme recobró su sentido práctico, y saltando desde el balcón a riesgo de romperse las piernas, hizo parar otro coche.

Él y Bull subieron juntos al coche, el Profesor y el Inspector se acomodaron en otro, y el Secretario y el antes llamado Gogol en un tercer coche, a tiempo apenas para seguir al volador Syme, que iba, a su vez, en seguimiento del alado Presidente…

El Domingo los arrastró en loca carrera hacia el noroeste. Su cochero, sin duda bajo la influencia de alicientes extraordinarios, hacía correr desesperadamente al caballo. Pero Syme, que no estaba para andarse con miramientos, se puso de pie en el coche y empezó a gritar:

—¡Al ladrón!

Empezó a acudir gentío, y la policía a intervenir e interrogar. Esto produjo su efecto en el cochero del Presidente, que comenzó a vacilar y a morigerar la carrera. Abrió el postigo para explicarse con su cliente y, al hacerlo así, abandonó un instante el látigo. El Domingo se levanta, se apodera del látigo, y fustiga al caballo y lo arrea con gritos estentóreos. Y el coche rueda por esas calles como un huracán. Y calle tras calle y plaza tras plaza volaba el estrepitoso vehículo, el cliente azuzando el caballo y el cochero tratando de sofrenarlo. Los otros tres coche iban detrás como unos sabuesos jadeantes, disparados por entre calles y tiendas, verdaderas flechas silbadoras.

En el punto más vertiginoso de la carrera, el Domingo se volvió y sacando fuera del coche su inmensa cara gesticulante, mientras el viento desordenaba sus canas, hizo a sus perseguidores una mueca horrible como de pilluelo gigantesco. Después, alzando rápidamente la mano, lanzó a la cara de Syme una bola de papel, y desapareció dentro del coche. Syme, para evitar el objeto, lo atrapó instintivamente con las manos: eran dos hojas comprimidas. Una dirigida a él, y la otra al Dr. Bull, con un irónico chorro inacabable de letras a continuación de su nombre. La dirección del mensaje al Dr. Bull era mucho mayor que el mensaje, pues éste sólo constaba de las palabras siguientes:

«¿Qué hay ahora de Martín Tupper?»

—¿Qué quiere decir este viejo maniático? —preguntó Bull muy intrigado— y a usted Syme, ¿qué le dice?

El mensaje de Syme era menos lacónico:

«Nadie lamenta más que yo todo lo que huela a intervención del Archidiácono. Creo que las cosas no llegarán a ese extremo. Pero, por última vez ¿dónde están sus chanclos? La cosa es muy grave, sobre todo después de lo que ha dicho el tío»

El cochero del Presidente parecía haber recobrado el gobierno de su caballo, y los perseguidores pudieron ganar algún terreno al llegar a Edgware Road. Y aquí aconteció algo providencial para los aliados. El tráfico estaba interrumpido, y algunos vehículos se echaban a un lado apresuradamente, pues del fondo de la calle llegaba el tañido inconfundible de la bomba de incendios, que pocos segundos después se vio pasar envuelta en un trueno de bronce. Pero he aquí que el Domingo salta del coche, alcanza la bomba a todo correr, y se mete entre los asombrados bomberos. Se le vio perderse en la atronada lejanía, haciendo ademanes de justificación.

—¡Tras él! —gritó Syme—; ya no puede escapar. No es posible perder de vista una bomba de incendios.

Los tres cocheros, inmóviles un instante, fustigaron sus caballos, y pronto lograron disminuir la distancia que los separaba de su presa. El Presidente, al verlos cerca, se plantó en la parte posterior del coche, inclinándose repetidas veces y fingiendo que les besaba la mano. Finalmente, lanzó un papelito muy bien doblado sobre el pecho del Inspector Ratcliffe. Lo abrió éste con impaciencia, y he aquí lo que leyó:

«Huya usted al instante: el secreto de sus tirantes de resorte ha sido descubierto. —Un amigo».

La bomba de incendios caminaba rumbo al norte, entrándose por una región desconocida. Al pasar a lo largo de una alta reja sombreada de árboles, con gran sorpresa y con algún alivio por parte de los seis aliados, se vio al Presidente saltar fuera del vehículo. Pero no pudieron comprender si esto obedecía a un nuevo arrebato caprichoso, o si al fin se daba por vencido. Pero no: antes de que los tres coches llegasen al sitio, ya el Presidente había saltado a la reja como un enorme gato gris. La escaló ágilmente, y desapareció entre los tupidos follajes.

Syme mandó para su coche con un gesto de furia. Descendió. Trepó a su vez a la reja. Ya había pasado una pierna al otro lado, y los otros se disponían a seguirlo, cuando volvió hacia ellos el rostro pálida y descompuesto:

—¿Qué sitio es este? ¿Será la casa del maldito viejo? He oído decir que tenía una casa en el norte de Londres.

—Tanto mejor —dijo el amargo Secretario poniendo el pie en una barra—, lo cogeremos en su casa.

—No, no es eso —dijo Syme frunciendo el entrecejo—. Es que oigo un ruido horrible, como si se rieran todos los diablos y estornudaran y se sonaran las endiabladas narices.

—Serán sus perros que gruñen —dijo el Secretario.

—¿Y por qué no dice usted que son sus escarabajos que gruñen? —dijo Syme furioso—. ¿O sus caracoles que gruñen? ¿O sus geranios que gruñen? ¿Ha oído usted alguna vez que los perros gruñan de este modo?

Levantó la mano para imponer silencio, y de la espesura salió un largo rugido que parecía meterse bajo la epidermis y congelar la carne: un rugido siniestro que producía una palpitación en el aire.

—Los perros del Domingo no son perros ordinarios —dijo Gogol estremecido.

Syme ya había saltado adentro, pero aún escuchaba con inquietud.

—Oigan ustedes. ¿Puede ser esto un perro?

Cundió por el aire un grito de protesta, luego un doloroso clamor; y después, lejos como un eco, algo como una trompeta nasal.

—Bien: esta casa parece ser un infierno —dijo el Secretario—. Aunque sea el mismo infierno yo he de entrar.

Y saltó la alta reja casi de un impulso. Los otros le siguieron. Cayeron en una maraña de plantas y arbustos, y después salieron a un andador.

No se veía nada extraordinario. De pronto el Dr. Bull gritó:

—¡Qué estupidos somos! ¡Si estamos en el Jardín Zoológico!

En tanto que miraban a todas partes buscando un rastro de su presa, un guardia pasó corriendo por la avenida, acompañado de un paisano.

—¿Ha pasado por aquí? —preguntó.

—¿Quién? —le dijo Syme.

—El elefante —contestó el guardia—. Un elefante que se ha puesto rabioso y ha escapado.

—Y ha escapado llevando en el lomo a un anciano —dijo el otro que apenas podía resollar—. ¡Un pobre señor de cabellos blancos!

—¿Qué clase de anciano? —preguntó Syme intrigado.

—Un anciano muy corpulento y muy gordo, que llevaba un traje gris —explicó el guardia.

—¡Ah! —dijo Syme—. Si es ése, si está usted seguro de que es un anciano gordo y corpulento vestido de gris, puede usted creer que el elefante no ha escapado con él. Es él quien ha escapado con el elefante. Dios no ha hecho todavía un elefante que pueda arrastrar a ese hombre contra su voluntad… ¡Rayos y truenos! Helo allí.

No cabía duda. En el prado, a unos doscientos pasos, seguido por una multitud que gritaba y gesticulaba, corría un enorme elefante gris con grandes zancadas, las trompa más rígida que el bauprés de un barco, y trompeteando como la trompeta del Juicio. Sobre los lomos del rugiente y presuroso animal, el Presidente Domingo iba sentado con toda placidez de un sultán, azuzando furiosamente a la bestia con algún objeto agudo que llevaba en la mano.

—¡Detenedlo, que se sale del jardín! —gritaba la gente.

—¿Quién va a detener un derrumbamiento? —contestó el guardia—. Es inútil: ¡ya está fuera del jardín!

Y, en efecto, un tremendo rechinido y un vasto alarido de terror anunciaron que el elefante gris acababa de romper la puerta del Jardín Zoológico. Y después se echó por la calle Albany como un ómnibus nunca visto.

—¡Dios poderoso! —gritó Bull—. Nunca creí que un elefante corriera tanto, A los coches otra vez, sí queremos no perderlo de vista.

Corrieron hacia el punto por donde se había escapado el elefante. Syme descubrió al paso todo un panorama de animales enjaulados. Más tarde se sorprendió de haberlos distinguido tan bien. Y recordaba, sobre todo, los pelícanos con su inmenso buche colgante, preguntándose por qué los pelícanos serían el símbolo de la caridad, a no ser por la caridad que se necesita para admirar a un pelícano. También recordaba un enorme cálao que parecía un gigantesco pico amarillo, pegado a un cuerpo insignificante de pájaro. El conjunto le impresionó vivamente, haciéndole pensar en la asiduidad con que la naturaleza se dedica a hacer caprichosos juegos. El Domingo les había dicho que descubrirían su secreto cuanto hubieran descubierto el secreto de todas las estrellas del cielo. Pero a Syme le parecía que el secreto del cálao, ni los arcángeles podían entenderlo.

Los seis desdichados policías distribuidos en los coches, se pusieron a seguir al elefante, compartiendo el terror que éste iba sembrando por las calles. Esta vez Domingo no volvió la cara, y ofreció a sus perseguidores la sólida extensión de sus espaldas, cosa más molesta aún que las burlas de antes. Al llegar a la calle Baker, sin embargo, se vio que arrojaba algo con ademán del chico que arroja la pelota al aire para volverla a atrapar. Pero dada la velocidad de la carrera, el objeto arrojado vino a caer junto al coche de Gogol. Y, con esperanza de hallar en él la solución del enigma, o por un impulso instintivo, Gogol hizo parar el coche para recogerlo. Era un paquete voluminoso dirigido a Gogol. Pero, examinado, resultó ser un amasijo de treinta y tres hojas de papel. Dentro de la última, que era ya una cinta diminuta, había esta inscripción: «Creo que la palabra adecuada es: rosa». El antes llamado Gogol no dijo nada, pero movió manos y pies como el jinete que arrea el caballo.

Calle tras calle, barrio tras barrio, iba pasando el prodigioso elefante volador. La gente salía a las ventanas, el tráfico se desbandaba a uno y otro lado. Y como los tres coches iban a la zaga del elefante, al fin los tomaron por una procesión, tal vez por un anuncio de circo. Iban tan de prisa, que toda distancia se abreviaba considerablemente, y Syme vio aparecer el Albert Hall de Kensington cuando esperaba encontrarse todavía en Paddington. Por las calles algo solitarias y aristocráticas del sur de Kensington, el elefante pudo correr con más libertad, y finalmente se encaminó hacia aquella parte del horizonte donde se veía la enorme rueda de Earl’s Court. La rueda fue creciendo al aproximarse, hasta que llenó todo el cielo como si fuera la misma rueda de los astros.

El elefante había dejado muy atrás a los coches. Ya éstos lo habían perdido de vista en muchas esquinas. Cuando llegaron a la puerta de la Exposición de Earl’s Court, se encontraron como bloqueados. Enorme multitud se agolpaba frente a ellos, en torno al enorme elefante que se estremecía y sacudía como suelen hacerlo. Pero el Presidente había desaparecido.

—¿Dónde se ha metido? —preguntó Syme bajando del coche.

—Entró corriendo a la Exposición, caballero —le dijo un guardia asombrado. Y después añadió como hombre muy ofendido—. ¡Qué señor más loco! Me dijo que le guardara el caballo y me dio esto.

Y, con aire disgustado, le mostró un papel dirigido «Al Secretario del Consejo Central Anarquista».

El Secretario, furioso, lo abrió y leyó lo siguiente:

Cuando el arenque corre una milla, bien está que el Secretario sonría. Cuando el arenque se lanza y vuela, bien está que el secretario muera.

Proverbio rústico.

—¿Por qué diablos ha dejado usted entrar a ese hombre? —exclamó el Secretario—. ¿Acaso es frecuente venir aquí montado en un elefante rabioso? ¿Acaso?…

—¡Atención! —gritó Syme—. Vean ustedes aquello.

—¿Qué cosa? —preguntó el Secretario.

—¡El globo cautivo! —dijo Syme señalándolo con un ademán frenético.

—¿Qué me importa el globo cautivo? —preguntó el Secretario—. ¿Qué le pasa al globo cautivo?

—Nada, sino que no está cautivo.

Todos alzaron los ojos. El globo se balanceaba sobre ellos, prendido a su hilo como el globito de los niños. Un segundo después el hilo quedó cortado en dos, debajo de la canastilla, y, suelto ya, el globo ascendió como una pompa de jabón.

—¡Con diez mil demonios! —chirrió el Secretario—. ¡Escapó en el globo! —Y levantaba los puños al cielo.

El globo, empujado por un viento propicio, vino a colocarse exactamente encima de los detectives, y éstos pudieron ver la cabezota blanca del Presidente, que se inclinaba en la canastilla y los contemplaba con un aire benévolo.

—Juraría yo —dijo el Profesor con aquel tono de decrepitud que no podía separar de sus barbas canosas y de su cara apergaminada—, juraría yo que algo me ha caído en el sombrero.

Y, con temblorosa mano, se decubrió y encontró en el sombrero un papelito muy bien doblado. Lo desdobló: había un lacito de enamorado, y estas palabras:

«Vuestra belleza no me ha dejado indiferente. —De parte de Copito de nieve».

Corto silencio. Syme, mordiéndose la barbilla, dice al fin:

—Aún no estoy vencido. El condenado globo tiene que caer en alguna parte. ¡Sigámosle!